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– Tío -dice-. ¿Traigo mala suerte?
– No, querido -dice Wenceslao.
– Dice mi papá que después que yo nací a él le empezó la mala suerte y se puso a tomar vino. Dice que de lástima nomás no me tiró al río.
– Tu viejo es un desgraciado -dice Wenceslao-. Qué te va tirar al río. Lo dice nomás por embromar.
– Dice que lo echaron de la arrocera cuando yo nací. Y que mis hermanas se fueron para la ciudad y se perdieron. Dice que gracias al Chacho y al Segundo la familia va progresar. Si mis hermanas se perdieron, si él me manda, después que yo termine puedo ir a la ciudad y buscarlas. Pero si traigo mala suerte, capaz que me pierdo yo también.
– Ya le vamos a decir a tu papá que te mande así después podes ir a buscar a tus hermanas -dice Wenceslao.
El Ladeado sigue mirando el remo amarillo y parpadea sin parar, con los labios fruncidos. Wenceslao hace avanzar la canoa amarilla que se desliza por la superficie del río sin ningún balanceo. El ruido espeso de los remos cayendo sobre el agua y barriéndola por debajo de la superficie acompaña los pensamientos de Wenceslao. Las manos permanecen agarradas a los puños redondos de los remos, amarillos; hacen presión hacia abajo y por la madera de los remos pasa una corriente de energía animal que hace surgir las paletas del agua; las manos van hacia atrás del cuerpo, agarradas a los puños amarillos, y los remos avanzan a ras del agua, sin tocarla, hasta que las manos ceden y la corriente de energía animal, suspendida, deja caer los remos al agua, hasta que las manos vuelven a su punto de partida haciendo que la corriente de fuerza animal que han transmitido a los remos amarillos luche bajo la superficie, concentrada en la punta de la paleta, contra la fuerza del agua. De esa manera, la canoa avanza dejando en el agua una estela fina que se ensancha y después desaparece, y alborotando con los remos el agua que forma un penacho verdoso y transparente en la superficie, salpicando el casco amarillo. No se detiene nunca, porque el impulso de la sangre vence por un momento la resistencia del agua y le da tiempo para prepararse de nuevo, mientras la canoa avanza, para dar el próximo envión. A veces pareciera que entre cada palada de los remos no pasa nada, y que la canoa queda inmóvil y suspendida sobre el agua, hasta que la corriente de la sangre la impulsa otra vez sacándola de su perfecta inmovilidad.
Como la llovizna cae desde hace por lo menos una semana el aire, el cielo y el agua son grises relumbrantes, y recortan nítidos en el borde de la playa unos árboles mutilados y negros. La canoa verde deja una estela en el agua gris y las islas que bordean el agua se sumergen como por estratos horizontales y graduales en la masa ondulante de la llovizna. La llovizna es tan leve que ni siquiera perturba la superficie plateada del agua, que vista de cerca revela una turbulencia parda por debajo de esa apariencia de argéntea impasibilidad. Wenceslao rema despacio, manteniendo un ritmo que parece descompuesto en fragmentos, y ella permanece inmóvil y silenciosa sentada enfrente suyo, con una arpillera en la cabeza para defenderse de la lluvia. Desde que dejaron el cajón en el cementerio y se despidieron de todos aquellos hombres que los esperaban respetuosos en la puerta con el sombrero en la mano, vestidos con la ropa más digna y severa que pudieron encontrar -unos pantalones de gambrona, unas zapatillas de goma azules y blancas, nuevas en vez de alpargatas, un saco negro y un pañuelo negro anudado al cuello- y de aquellas mujeres llorosas y graves que la abrazaban y le murmuraban cosas incomprensibles al oído, desde que dejaron atrás el murmullo de las voces en la casa de Rogelio Mesa, ella no ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo. La canoa verde deja una estela que se ensancha despacio hasta desaparecer, fundiéndose con la pátina tersa y resplandeciente del agua. Inclinándose hacia adelante y echándose otra vez para atrás, hacia adelante y hacia atrás, siguiendo un ritmo preciso, con las piernas abiertas en el piso combo de la canoa, Wenceslao observa por momentos la cara oscura y grave preguntándose qué hará ella, cómo se comportará en la próxima hora, al día siguiente, el año próximo. Cuando él estaba, Wenceslao sabía que ella podía vivir sin pensar en nada, grave y tranquila, levantándose todas las mañanas con la misma naturalidad silenciosa con que se acostaba todas las noches, y que hubiese seguido sin duda haciendo lo mismo si Wenceslao y no él estuviese ahora reposando allá abajo, en el fondo de esa tierra removida penetrada por la llovizna impalpable que forma unos charcos viscosos y grises en los hoyos de la superficie. Ahora no sabe más quién es ella y mira la cara oscura sin alcanzar a reconocerla del todo, con extrañeza. Le parece que los dos han cambiado, de golpe, y que necesitarán mucho tiempo para volver a reconocerse. Wenceslao no sabe todavía que durante años se va a dejar vencer por el influjo de la muerte y que va a pasarse las horas del día sentado bajo el paraíso mirando fijo el vacío, mientras su campo se llena de plantas venenosas y de víboras y los travesaños del techo se pudren en tanto que ella se pasea silenciosa por la casa, dirigiéndole apenas la palabra, depositaría y estímulo de la muerte. Durante años la muerte va a reinar sobre él a partir de esa semana de llovizna ardua y helada, hasta que una mañana de octubre se levantará y verá la tierra que ha trabajado con sus manos durante toda su vida y sentirá que la costumbre del trabajo se apodera otra vez de su cuerpo ocioso y sucio, y empezará a limpiar el terreno, matando las víboras y cambiando las vigas del techo y curando los árboles de plagas y de enfermedades y arrancando las plantas venenosas. Pero ahora que la canoa verde atraviesa el río gris, el influjo de la muerte apenas si acaba de comenzar. Inclinándose hacia adelante, echándose para atrás, mira la cara de ella, aproximándose y alejándose y sabe que detrás, en la mente, la muerte es dueña y señora. La canoa verde es seguida por su reflejo: la imagen invertida y chata de su propia estructura alargada. Los bordes de la embarcación chorrean agua y la pintura verde brilla como si hubiese estado protegida por una pátina de laca. Los remos salen del agua tan silenciosos como han entrado. La canoa se mueve con una lentitud tan vacilante, que más pareciera que es el borde de la isla, carcomido por los embates continuos del agua y cruzado por los sauces evanescentes y negros que se inclinan sobre el río, lo que se desplaza acercándose mediante enviones sordos y parejos hacia la embarcación. Las dos orillas, compactas, ciñen la superficie del río, como un espejo que calzara justo en un marco verde para reflejar un cielo bajo, liso y gris, lleno de destellos húmedos. Por fin, canoa y costa se tocan, a la altura de los sauces inclinados sobre el agua, y Wenceslao, poniéndose de pie, hace unas maniobras finales con los remos y los deja caer dentro de la canoa. Salta a tierra y ata la canoa al tronco de uno de los sauces. Espera parado junto a la canoa, pisando el suelo arenoso apretado por el agua y ella se levanta y salta a tierra sin tocar el brazo que Wenceslao ha extendido para ayudarla a saltar.
Ella se dirige a la casa y Wenceslao la sigue despacio, viéndola a través del agua gris que cae con lentitud fría manchando la tierra y los árboles cuyos troncos negros y tortuosos chorrean agua. Aunque son apenas las cuatro de la tarde Wenceslao sabe que dentro de poco oscurecerá y que el interior de la casa ya debe estar oscuro y que va a ser necesario encender un farol. Su deseo es echarse a dormir, en seguida, sin siquiera secarse la ropa mojada, las botas de goma llenas de barro, sin siquiera secarse y calentarse las manos y la cara helada por el golpeteo continuo de la llovizna metálica. El paraíso mutilado, cuyos muñones negros acaban en lisos redondeles amarillentos, no protege la mesa mojada; el patio está lleno de las pisadas de la gente que ha estado en el velorio desde la tarde anterior. Ella pasa al lado del paraíso y la mesa dejando huellas nuevas con sus zapatos negros, sobre las deformes huellas entreveradas del patio. Los perros no salen ni a recibirlos. Deben estar vagando por la isla, junto con los caballos que Wenceslao ha soltado el día anterior. Tres días más tarde sabrá que uno de los caballos ha metido la pata en un pozo y se la ha quebrado, rodando por el suelo y quedando echado en la maleza, loco de dolor, mientras que por entre los dientes blancos le fluyen olas de espuma azul. Morirá solo y Wenceslao lo encontrará al tercer día, rodeado por los perros que lo han mirado agonizar sentados sobre sus cuartos traseros. Wenceslao ni lo lamentará. Durante semanas, el olor de la muerte llegará hasta el rancho en hálitos periódicos, y de noche se escuchará un rumor que es el de la muerte. Los perros despedazarán el cadáver con mordiscos secos y trabajosos y se irán volviendo cimarrones, día tras día, hasta que vagarán por la isla con el pelo enredado y sucio, los ojos amarillos y húmedos brillando feroces y una espuma de muerte fletándoles alrededor de la lengua rosada. Pero Wenceslao no percibirá nada de eso, en su extrañeza: durante semanas, meses, años, se estará sentado a la puerta del rancho, o al lado de la mesa bajo el paraíso, preguntándose a cada momento qué es esa isla, qué son los árboles, quién es esa mujer que vive silenciosa bajo su mismo techo y que no habla más que cuando está sola, envuelta en esos sempiternos batanes negros que a la vuelta de los días se ponen más y más descoloridos. La mirada rebotará como ciega por el lugar familiar, de golpe desconocido; se quedará horas sentado en una silla baja medio desfondada, el mate frío sobre la tapa invertida de la pava puesta en el suelo, entre los pies calzados con alpargatas rotosas, mirando fijo, con los ojos muy abiertos, sin pestañear, un punto del vacío, sacudiendo de vez en cuando la cabeza de un modo débil. Los perros se asomarán a veces entre la maleza que llenará los patios, mirando a Wenceslao con sus ojos torvos, amarillos, alimentados de muerte y regresión y acabarán comiéndose entre ellos en los pantanos de la isla.
Las botas embarradas de Wenceslao imprimen sus huellas sobre las que ella acaba de dejar, mientras atraviesa el patio hacia la puerta de madera del rancho. Ella está sacándose la arpillera de la cabeza cuando Wenceslao llega junto a la puerta del rancho y abre el candado, empujando la hoja que al abrirse deja ver la penumbra del interior. Wenceslao le da paso y el vestido negro relumbra por última vez a la luz metálica del día gris antes de volverse opaco, sumergiéndose en la penumbra fría del interior y desapareciendo en ella. Wenceslao entra a su vez y cierra la puerta, y en la penumbra busca el farol y lo enciende. La luz primero vacila, rojiza, echando un humo negro, pringoso, tiembla; después la llama crece de un modo desmedido, superfluo, y Wenceslao la regula con la llave redonda y niquelada hasta que la llama se pone sólida, firme y blanca, con destellos verdosos intermitentes, expandiendo, en el recinto sombrío, una esfera pálida de claridad manchada por la enorme sombra de Wenceslao que se proyecta sobre la pared y parte del techo. Cuando atraviesa la cortina de cretona en el extremo del tabique que separa el "comedor" del dormitorio, la cortina que queda sacudiéndose y temblando durante un momento, ve en la penumbra fría que ella se ha sentado en el borde de la cama, el dorso de una mano en la palma de la otra sobre la falda, el vestido negro evanescido en la creciente oscuridad.
– ¿Vas acostarte? -dice Wenceslao. -Sí -dice ella, sin mirarlo.
Por primera vez en años, Wenceslao no sabe cómo tratarla. Ya es demasiado viejo como para que pueda volver a aprenderlo alguna vez. La muerte ha servido para demostrar, primero de todo, que ellos, a pesar del conocimiento ocasional, y del afecto ocasional, y de las cópulas ocasionales mediante las cuales procrearon, no dejaron nunca de ser desconocidos. Wenceslao no sabe qué otra cosa decir y sale, atraviesa otra vez, después de atravesar otra vez la cortina de cretona descolorida que no ha dejado de sacudirse del todo y que al volver a pasar Wenceslao se sacude con un tumulto otra vez violento, la esfera de claridad pálida proyectando su sombra en la pared y en el techo, y se asoma a la puerta. El agua, fina y fría, lava incansable el tronco negro del paraíso, que destella. Los árboles de la isla, que nadie plantó nunca, más allá del alambrado, agolpados en los bordes del patio delantero limpio de pasto, espinillos y timbos, aromitos y sauces llorones y laureles, algarrobos, en distinto grado de desnudez y verdor, manchan el aire con sus ramas grises, casi transparentes, o sus frondas perennes de un verde pálido y terroso. El agua fina envuelve todo en una especie de paradójica claridad. El cielo casi que ni puede mirarse porque relumbra, argénteo, cóncavo. Wenceslao piensa en la tierra removida, mojada, y en él abajo, solo, apretado, como una cuña afilada que hubiese penetrado la masa compacta de la tierra y sobre la que la tierra se hubiese cerrado otra vez dejándolo adentro, en una caverna tan reducida que en ella no hay lugar más que para él solo. Se queda largo rato indeciso en el hueco de la puerta mirando el sendero de arena que baja hacia el río invisible. La lluvia endurece la arena, la vuelve férrea y llameante. Después se sienta a la mesa del comedor, en medio de la esfera de claridad, y apoya la mejilla en la palma de la mano, hasta que es noche cerrada y los perros, en los pantanos, echando espuma y husmeándose con ferocidad unos a otros, comienzan a aullar. La sombra de Wenceslao se sacude de vez en cuando, enorme, en la pared y en el techo. Amanece y ya está con los ojos abiertos.
Se ha levantado y se ha vestido y ha estado tomando mate y conversando un momento con ella bajo el paraíso y después ha ido hasta el fondo a recoger limones y brevas para la familia de Rogelio Mesa y ha cruzado el río en la canoa amarilla con el Ladeado y ahora salta a la orilla con la cadena en la mano y se inclina para clavar la estaca en la arena húmeda.
El Ladeado le alcanza la canasta y después lo sigue a tierra dando un salto lento y trabajoso, calculado con minucia, desde el borde de la canoa, doblando las rodillas al caer sobre la tierra arenosa. Wenceslao camina balanceando la canasta, seguido por el chico; por entre los árboles se divisa el rancho de Rogelio y avanzan hacia él por un caminito estrecho abierto entre el pasto, la maleza y los árboles. El camino desemboca en un claro que deja ver el solar entero, por su parte trasera, y a Rogelio en el momento de golpear con el filo de un cuchillo la cabeza de un gran surubí. El sol se cuela por entre las hojas de la parra y mancha de luz y sombra la camisa de Rogelio.
– Párese y entregue -dice Wenceslao, deteniéndose y echándose a reír.
El Ladeado se detiene a su vez, mirando a Rogelio.
Rogelio deja el cuchillo sobre la mesa y se da vuelta.
– Quieto nomás -dice.
Al moverse, el dibujo complicado de sombra y luz que la parra proyecta sobre su cuerpo hace como si también se moviera pero queda inmóvil; Wenceslao deja el canasto sobre la mesa, junto al gran surubí, y después que Rogelio se limpia las manos con un trapo sucio se dan las manos. El Ladeado los contempla desde la distancia.
– Ahí manda ella esas brevas y unos limones para Rosa -dice Wenceslao, señalando con la cabeza la canasta.
Rogelio la mira, la saca de sobre la mesa y la pone en el suelo, fuera del paso.
– ¿Y ella? -dice.
– No, ella no viene -dice Wenceslao.
Todo el lugar y la mesa y los hombres, salvo el Ladeado, que mira desde pleno sol, a distancia, guiñando los ojos, caen bajo el dibujo de luz y sombra que proyecta la parra, cuyo trabajoso diseño negro de hojas, ramas y racimos se parece a un tejido arcaico. Las camisas descoloridas y los pantalones descoloridos y los sombreros de paja de Wenceslao y Rogelio se parecen, pero no se parecen entre sí los cuerpos mismos ya que Rogelio le lleva a Wenceslao un poco más de una cabeza y debe pesar más de cien kilos; tiene un bigote negro y representa menos edad que Wenceslao. No sopla viento, y las voces han resonado disgregándose después hacia lo alto, chocando contra la luz solar expandida sobre el claro donde quedan todavía los grumos secos de la regada de la tarde anterior pisoteados ahora por el cuerpo frágil del Ladeado que avanza hacia sus tíos.
– Muy bien, Ladeado. Te portaste -dice Rogelio.
Saca tres brevas de debajo del colchón de hojas verdes y reparte una para cada uno. Comienzan a pelarlas.
– No tire las cáscaras al suelo -le dice Rogelio al Ladeado.
– No las tiro -dice el Ladeado.
– Se ha portado -dice Wenceslao.
– Ahora hay que agarrarlo al padre y darle una paliza si no lo quiere mandar el año que viene -dice Rogelio.
– Vamos a meterlo en una bolsa y vamos a tirarlo al agua si no quiere -dice Wenceslao.
El Ladeado los mira, incrédulo. Va de un rostro al otro a medida que los oye hablar, y fija en ellos su mirada trabajosa, su larga mirada ahora sin guiños ni parpadeos agrandada por la presión de la mente.
– Ahora vas a decirle a tu mamá que se vengan todos a casa desde el mediodía -dice Rogelio.
El Ladeado no se mueve ni dice nada.
– ¿Y Rosa? ¿Y los viejos? -dice Wenceslao.
– Han de estar adelante -dice Rogelio. Después se dirige otra vez al Ladeado-: ¿Vas a ir? -le dice.
El Ladeado gira y se aleja, desapareciendo en dirección a la parte delantera de la casa.
– Pobrecito -dice Rogelio.
Se da vuelta y agarra otra vez el cuchillo y sigue golpeando al pescado para descabezarlo. Es un surubí enorme. Wenceslao lo contempla y ve caer una y otra vez el brazo de Rogelio hacia el pescado y golpear el filo del cuchillo produciendo un sonido seco y una miríada de astillas de carne triturada que salpican la mesa. Cuando Rogelio introduce de punta el cuchillo en la carne y presiona con el borde sin filo de la hoja contra el hueso para quebrarlo, Wenceslao comienza a seguir con sus propios gestos de esfuerzo -los dientes apretados y la boca entreabierta y un ligero movimiento de la cabeza hacia un costado y hacia arriba- los largos movimientos de fuerza y tensión de Rogelio, hasta que el hueso cede y se quiebra y Rogelio retira el cuchillo jadeando, dándose vuelta hacia Wenceslao.
– Cuesta -dice.
Deja el cuchillo y separa de un tirón la cabeza del resto del cuerpo. La mesa está manchada de sangre y llena de esquirlas de carne adheridas a la superficie de madera. Rogelio se seca la frente con el dorso de la mano, recoge otra vez el cuchillo y comienza a dividir el pescado en postas; cada vez que el cuchillo atraviesa la carne y llega al espinazo, el rostro de Rogelio adopta la misma expresión tensa, y desde el interior del cuerpo despedazado suena la quebradura seca del hueso. Wenceslao ha cruzado los brazos sobre el pecho y contempla el trabajo con los ojos muy abiertos, abstraído, como si estuviera mirando no un pescado muerto y un brazo cayendo sobre él con un cuchillo y despedazándolo, sino el fuego de una hoguera. Como no sopla ningún viento y está parado inmóvil a un costado de la mesa la luz que perfora la parra cae sobre su cuerpo del mismo modo que sobre el corredor trasero del rancho y de todas las cosas que están en él: el banco y la mesa, el cuerpo alto de Rogelio inclinado hacia el cuerpo del pescado que ya no es más que una tajada demasiado ancha que Rogelio divide en dos y arroja a la fuente de loza blanca llena de cachaduras en la que están los otros pedazos.
– Esto ya está -dice Rogelio, dejando otra vez el cuchillo sobre la mesa.
– ¿Vas a freírlo? -dice Wenceslao.
– Rosa -dice Rogelio-. ¿Así que no quiso venir tampoco este año?
– No -dice Wenceslao-. No quiso.
– Está mal de la cabeza -dice Rogelio-. ¿Hasta cuándo va a llevar luto?
Habla rápido y bajo, aunque su voz es chillona; a pesar de la gravedad de su tono, en medio de las frases se le escapan unos matices agudos que vuelven por un momento pueriles las cosas que dice, hasta que recupera otra vez la gravedad. Wenceslao no contesta; sacude la cabeza sin querer significar nada con eso y palpa el bolsillo de su camisa en busca de cigarrillos; saca el paquete de "Colmena" y le ofrece uno a Rogelio, que lo rechaza moviendo la cabeza; Wenceslao saca un cigarrillo, lo cuelga de sus labios y después vuelve a guardar el paquete en el bolsillo de la camisa, sacando la caja de fósforos. Enciende el fósforo y arrima la llama a la punta del cigarrillo que se enciende con una crepitación minúscula, y después sopla la llama del fósforo hasta apagarla, devolviendo al mismo tiempo un gran chorro de humo gris que atraviesa las perforaciones de luz y va disgregándose lento y visible, en capas, niveles, columnas y volutas retorcidas entre los rayos solares. En las zonas de sombra es menos visible, flotando en el espacio que separa a Wenceslao de Rogelio. Detrás de Rogelio están la mesa y la
pared trasera del rancho, de adobe blanqueado, lisa y ciega, sin una sola abertura, y sobre la mesa la carne muerta y despedazada.
– Vamos adelante -dice Rogelio. Wenceslao lo sigue. Todo el espacio rectangular que rodea al rancho está bordeado de paraísos; dan la vuelta y comienzan a caminar a lo largo de la pared lateral blanqueada, hacia la parte delantera, pasando junto a un horno de barro, también blanqueado, y Rogelio se detiene junto a la bomba de agua antes de llegar al frente de la casa. Wenceslao sigue caminando y llega a la parte delantera. Allí hay dos paraísos enormes y una mesa larguísima. A la mesa están sentados el viejo y la vieja, uno frente a otro, en sillas de paja. Justo en el momento en que llega al patio delantero y los ve, Wenceslao comienza a oír el ruido de la bomba y el chorro de agua.