38002.fb2
– Agustín -llama Rogelio.
El Ladeado aparece de golpe, desde detrás del rancho.
– Mi papá fue al almacén, tío -dice.
– ¿Y Teresa? -dice Rogelio.
Una mujer rotosa y sucia sale del rancho. Es flaquísima y está descalza.
– Buen día -dice.
– Qué decís, Teresa -dice Rogelio-. Manda decir tu hermana si no podes ir ayudarla con la comida para ahora el mediodía. Y si no que mandes a la Teresita.
– Voy, cómo no -dice.
– ¿Y Agustín? -dice Wenceslao.
– Ha de estar en el boliche -dice Teresa-. Recién salió.
Una chica de unos doce años, flaca como su madre e idéntica a ella, tan rotosa, sucia, flaca, negra y seria como ella, sale del interior del rancho y se para junto a su madre, sin decir palabra. La mujer la mira.
– Salude a los tíos -dice.
– Buen día -dice la chica.
– Cómo te va, Teresita -dice Wenceslao.
Rogelio le pasa la mano por la cara. El Ladeado mira al grupo desde lejos, con atención intensa y cuidadosa.
– ¿Los muchachos están en el criadero? -pregunta Rogelio.
– Sí -dice Teresa.
– Hay que avisarles que vayan a comer a casa también -dice Rogelio.
Aunque hablan con la mujer y sonríen a las criaturas, Rogelio y Wenceslao parecen mantenerse a distancia. La construcción precaria del rancho está casi ahogada de maleza y rodeada de suciedad. Un perro de policía, enorme, flaco, sucio y serio como la mujer y la nena, los mira de entre los matorrales. A dos metros de la entrada del rancho hay un montón de basura. El perro sale de entre la maleza y empieza a escarbar la basura, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia el grupo con aprensión y resentimiento.
– Nosotros le avisamos a Agustín porque ahora vamos para el almacén -dice Rogelio-. Manda al chico al criadero para que le diga a los muchachos.
– Bueno -dice la mujer.
– Han de ser ya las diez -dice Rogelio.
– En seguida voy -dice la mujer-. En seguidita.
Dejan atrás también el rancho y ahora caminan a la par por el arenal rodeado de árboles; hay algarrobos y espinillos y curupíes y también paraísos. La luz del sol atraviesa sus copas. Wenceslao mira el cielo y ve el sol, pero desvía rápido la mirada porque el disco incandescente destella arduo y amarillo. A mediodía estará en lo alto del cielo, porque sube despacio, sometiendo a las sombras a una reducción lenta; por un momento permanecerá inmóvil en lo alto, el disco al rojo blanco y lleno de destellos paralelo a la tierra y sus rayos verticales chocando contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua.
Entre silencios intermitentes las voces resonaban agudas y rápidas, pueriles, elevándose por encima de las cabezas ensombreradas o desnudas, enredándose y repercutiendo en la fronda fría de los paraísos y de los algarrobos plantados en semicírculo en el patio delantero del almacén. Los caballos atados a los árboles permanecían quietos, bajo la sombra, sin una mata de pasto para tascar, sacudiendo de vez en cuando la cabeza para espantar las moscas monótonas que les zumbaban alrededor.
Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.
– No ha sido la peor -dijo.
– La peor ha sido la del sesenta te digo -dijo el otro Salas.
No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.
– Qué va ser -dijo Salas el músico-. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.
– ¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? -dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.
– Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua -dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.
– Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén -dijo el otro Salas.
– Qué lo parió -dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.
– Sí -reconoció Salas el músico-. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.
El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.
– No es para reírse -dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas-. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.
– Porque tu abuelo no vio la del sesenta -dijo el otro Salas.
– No, no la vio, pobrecito -dijo uno de los que escuchaban.
Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.
– Chin lo conoció bien -dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza-. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?
Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.
– Nunca -dijo.
Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.
– ¡Berini! -gritó.
– ¡Bueno! -respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.
– ¡Pese un poco de queso y corte un salamín! -ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.
El otro Salas no lo miraba.
– Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo -dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa-. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.