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Era noche cerrada y ya llevaba seis largas horas conduciendo por una carretera helada que, semejante a un túnel, atravesaba los bosques nevados del norte de Suecia. Encorvado sobre el volante y con el cuerpo entumecido, escudriñaba la monotonía de los pinos y de la nieve a través del lúgubre haz de los faros. Uno de ellos ya se había apagado y pasado a mejor vida tras luchar en vano contra el azote del hielo y una temperatura de veinticinco grados bajo cero, y más allá del pálido haz de luz de su compañero y del mortecino resplandor verde del salpicadero se extendía una negrura ilimitada. Hacía ya más de una hora que no me había adelantado ningún coche, y ni siquiera se veía el brillo de una farola entre los árboles. Los campesinos suecos tienen la curiosa costumbre de dejar una luz encendida en la ventana toda la noche para animar al viajero que por allí pasa, pero durante muchos kilómetros lo único con que me había encontrado había sido la negrura profunda de un cielo tachonado de estrellas y un frío fulminante. Envuelto en la cálida y cargada atmósfera del interior de mi Volvo de alquiler tenía la sensación de encontrarme más alejado de mis semejantes de lo que jamás hubiera creído posible.
La radio no servía de mucha ayuda. La única emisora que había conseguido captar parecía estar totalmente dedicada a piezas de acordeón y violín para baile, el tipo de música sobria y alegre que podría escucharse en el funeral de un perro famoso. Así pues, para mantenerme despierto me puse a practicar chino mandarín, que llevaba años intentando aprender. Contar en voz alta -yi, er, san, si, wu- es una buena manera de acostumbrarse a los tonos, pero además me ayudaba a olvidar lo increíblemente solo que me sentía. Cada vez que llegaba hasta cien más o menos, dejaba volar mi imaginación para retornar a mi casa de España: el sol iluminando un bancal de naranjos y limoneros, mi mujer, Ana, y yo tumbados en la hierba mirando hacia arriba por entre las hojas con los ojos entrecerrados, mientras nuestra hija, Chloë, le arrojaba palos al perro… y entonces sentía una punzada de añoranza que casi me producía un dolor físico, con lo que volvía a comenzar: yi, er, san, si, wu…
Al llegar por tercera vez a sesenta y tantos, el motor del coche empezó a hacer de las suyas. Cada pocos minutos su zumbido continuo era interrumpido por una serie de preocupantes toses y vibraciones, y el vehículo se ponía a traquetear hasta alcanzar un clímax de demenciales sacudidas. Entonces el motor se calmaba de nuevo y reanudaba su zumbido habitual.
Cada vez que esto sucedía me asaltaba la vivida imagen de mi propia muerte por congelación. Con el aire del exterior a veinticinco grados bajo cero no sería preciso mucho tiempo. La calidez de la cabina se desvanecería en unos diez minutos. Eso me daría justo el tiempo suficiente para sacar la ropa de la bolsa y ponérmela toda encima, coronando la operación con el enorme abrigo de lona y piel de borrego -treinta euros en la tienda de excedentes del Ejército sueco-, unas gruesas manoplas y un gorro de lana. El calor de mi cuerpo calentaría el conjunto desde dentro durante aproximadamente media hora tras lo que, en virtud del proceso habitual de intercambio termodinàmico, la inmensa masa de aire frío invadiría la diminuta masa de calor de mi persona y la anegaría. Dar saltos, correr en parada o hacer alguna actividad de este tipo prolongaría un poco más las chispas de calor, pero había leído en algún sitio que no se debe abusar de esas cosas. Sin embargo, no podía recordar bien qué era lo que se entendía por abusar.
De todos modos, cuando el motor se reanimó y una vez más reanudó su zumbido, le di unos afectuosos golpecitos al salpicadero con la esperanza de que ello diera aliento al coche para olvidar sus problemas y llevarme hasta Norrskog, el pueblo de agricultores al que me dirigía, aún a muchas horas de viaje por el bosque.
Había recogido el coche la tarde anterior en Weekie’s Car Lot, una tienda de alquiler de coches situada frente al muelle marítimo de Copenhague. Weekie me había mirado a través de los gruesos cristales de sus gafas y la niebla producida por el humo de su cigarrillo. «Llévese el que quiera… -me había dicho-… de los de allí», y había señalado con un gesto desdeñoso hacia lo que parecía ser un cementerio de coches. Salí al frío glacial del exterior donde el viento azotaba la orilla del estrecho de Öresund e inspeccioné la oferta. Había viejos cacharros con aire triste esparcidos por todas partes, algunos desplomados sobre una rueda pinchada y otros sin el capó, dejando al descubierto unos motores cubiertos de grasa y aceite endurecido y con una ligera capa de nieve por encima. Éste era el lugar donde acababan sus días los coches de la gente respetable y adinerada, relegados a una zona marginal para servir de medio de transporte a aquéllos que no podían permitirse el lujo de alquilar un coche como es debido. Pero había algo de atractivo en el establecimiento de Weekie. Era como un santuario de caballos a los que nadie quiere y donde, por una cantidad mínima de dinero, podías sacarlos a dar una vuelta. Elegí un Volvo de color verde botella, dejé una pequeña señal y, arrojando mis cosas en la parte trasera, puse rumbo hacia el norte de Suecia a lo largo de sus interminables carreteras.
Había venido a pasar un mes para hacer algún dinero esquilando ovejas durante lo más oscuro del invierno -un trabajo que daba lo suficiente para que nuestra pequeña familia y nuestro cortijo en Andalucía pudiesen ir tirando durante el resto del año. Parecía que yo estaba condenado a este purgatorio anual. Para vivir en nuestro cortijo de montaña de Andalucía no hacía falta mucho ya que, gracias a que contábamos con sus productos para mantenernos, teníamos pocos gastos y facturas que pagar, pero prácticamente no le sacábamos ningún dinero. Nunca parecía haber bastante para hacer frente a las diferentes crisis domésticas que nos acosaban, por ejemplo cuando se averiaban el generador o la nevera de gas, cuando un jabalí destrozaba nuestra nueva cerca de tela metálica, o cuando los perros hacían trizas uno de los adorados zapatos de flamenco de Chloë. Por eso estos viajes a Suecia resultaban esenciales.
Mientras conducía rumbo a Norrskog iba reflexionando, al igual que había hecho todos y cada uno de los años anteriores, sobre otras posibles maneras de obtener dinero en efectivo. Este año tenía una nueva posibilidad, pues había enviado a unos amigos editores de Londres unas cuantas historias que había escrito sobre la vida en nuestro cortijo. Me preguntaba qué pensarían sobre mis páginas manuscritas -probablemente, que había demasiadas cosas sobre ovejas y perros- y me permití el lujo de ponerme a soñar despierto (aunque en Suecia la profunda oscuridad de las tardes de invierno invitan más a soñar dormido) en un contrato editorial y un cheque. Entretanto, muerto de cansancio, me mantenía ojo avizor por si aparecía algún alce.
Los alces suponen un gran peligro en las carreteras suecas. No puedes asegurarte contra ellos porque las carreteras están literalmente plagadas de estos animales. Surgen de pronto entre los árboles y de un salto se plantan justo delante del coche -tan solo un par de segundos de aviso y ahí los tienes. Cuando tienes mala suerte, el coche les golpea en las patas y les hace perder el equilibrio -un gran alce es como un caballo gigante con cornamenta- tras lo cual, pasando como bólidos por encima del capó, se te cuelan en la cabina a través del parabrisas.
Invariablemente, estas confianzas pueden resultar mortales para ambas partes: para el alce, porque ha sido golpeado por una tonelada de hierro desplazándose a gran velocidad, y para ti porque te encuentras sujeto a tu asiento por el cinturón de seguridad con un alce retorciéndose en tus rodillas entre estertores de agonía. Si vas realmente deprisa, pueden llevarse por delante toda la parte superior del coche, junto con la parte superior de sus ocupantes. Los suecos hacen todo lo posible por mitigar esta situación tan desagradable erigiendo cercas de gran altura a lo largo de las autopistas y unos postes especiales que captan las luces de los coches y lanzan señales de advertencia hacia el interior del bosque. Pero a pesar de ello cada año hay centenares de accidentes.
Yo tengo un truco que siempre me ha resultado muy útil para evitar a los alces. Buscas un gran camión que vaya más o menos a la misma velocidad que tú y te pegas a sus talones. Por supuesto, te cae encima todo el barro que salpica con sus ruedas traseras y, si el camionero frena de repente y tú no te das cuenta, te encuentras con todos los inconvenientes de que, en lugar de un alce, sea un camión gigantesco lo que se te por el parabrisas. Pero aún así, considerando todos los factores, eso resulta más relajado que la tensión que supone el escudriñar constantemente la franja oscura que se extiende entre el bosque y la carretera por ver si hay señales de movimiento.
Era la perspectiva de un encuentro con un alce lo que me había impulsado a elegir el Volvo de Weekie. Resentido por la competencia japonesa en el mercado automovilístico, Volvo puso una vez un anuncio que apareció en las vallas publicitarias de toda Suecia. En él se veía un coche nipón lleno de japoneses con aspecto muy sorprendido y, delante de ellos, cerniéndose sobre el coche, un enorme alce macho. La leyenda decía: «Compre Volvo -en Japón no hay alces».
La primera población que rompía la interminable monotonía del bosque y la oscuridad era Norrköping. Me detuve para tomarme un plato de albóndigas calentadas en microondas y llamar por teléfono a la primera granja de mi itinerario, que se encontraba en una pequeña isla trescientas millas al norte.
– El mar se ha congelado -me dijo por teléfono el granjero-. Podrá pasar con el coche si no se acerca demasiado a la orilla. Junto a los juncos la capa de hielo no es muy gruesa. Colgaré un cubo rojo en el abedul que hay a la entrada del camino para que sepa por donde tiene que ir.
– De acuerdo -dije, sin absorber del todo la información.
Mientras espoleaba el viejo coche para penetrar en la enorme oscuridad que se extendía más allá de las farolas del pueblo, la noche me envolvió como las aguas de un océano. La calefacción seguía ronroneando, llenando la cabina de un aire cálido y cargado, y durante un par de horas el motor funcionó sin problemas. Me sentía cansado y me fue invadiendo una agradable sensación de calor. Pero justo cuando me removía en el asiento para tratar de encontrar una postura cómoda, el motor se paró con una sacudida; a continuación se volvió a encender y, tras arrancar, tosió un poco y se detuvo otra vez. La sangre se me heló en las venas y se me quedaron Rojos los brazos y las piernas.
Salí del coche. Empezaban a caer con fuerza gruesos copos de nieve que amortiguaban el ya de por sí sordo silencio. Reinaba una tranquilidad tan absoluta que hasta oía correr la sangre por mis capilares y los rítmicos latidos de mi corazón; incluso percibía el infinitesimal zumbido de las neuronas en el interior de mi cerebro.
La carrocería del coche crujió y rechinó un poco a medida que se enfriaba el metal caliente. Me quedé quieto durante tal vez un minuto, casi sin atreverme a respirar por si acaso rompía el mágico e increíble silencio. Cuando ya no pude aguantar más el frío, volví a entrar en el coche. Si dejaba que el motor se enfriara durante unos minutos, tal vez volvería a arrancar. Me quedé sentado tras el volante con la boca abierta observando cómo iban cayendo los gruesos copos en el pálido resplandor de la nieve. En cuestión de unos minutos el coche se había enfriado, y todo el calor de la cabina había desaparecido. Le di al motor de arranque. Se encendió. Entonces puse las luces y el coche empezó a avanzar de forma vacilante por la carretera.
El motor funcionaba ya con mucha brusquedad, y la llegada de una nueva borrasca de nieve no mejoró mucho las cosas. Las ventiscas pueden tener un efecto hipnótico peligroso, ya que la nieve al caer forma ante ti un túnel del que puede resultar difícil apartar los ojos. Estaba empezando a preocuparme de verdad. Mi mapa mostraba una pequeña población a unos veinte kilómetros de allí, por lo que seguí avanzando con el corazón en un puño, pensando sólo en el momento en que todos mis problemas habrían acabado.
El pueblo se llamaba Abro y, cuando aparecí por él a las once, daba la sensación de que había echado el cierre hacía varias horas. Había una pizzería solitaria cerrada a cal y canto, y la única luz que se veía provenía de las farolas de la calle. Pero mientras daba vueltas traqueteando por las callejuelas, me encontré con un rótulo débilmente iluminado en que se leía la palabra «Hotel».
Aparqué el coche y llamé al timbre. Esperé tiritando unos minutos, y la simple fuerza con que caía la nieve me cortó la respiración. El Volvo crujió a mi lado. Volví a llamar al timbre, pero de nuevo, nada, ni una luz, ni un sonido. Por fin se abrió una de las ventanas del piso de arriba.
– ¿Sí? ¿Qué quiere? -pronunció la voz brusca de una mujer de edad madura.
– Ah, mmm…, éste es el hotel, ¿no?
– Sí.
– Es que se me ha averiado el coche y le estaría realmente agradecido si me pudiera dar cama para esta noche.
– No es posible, no tenemos övernattning1.
– ¿Qué quiere decir con que no tienen övernattning?
– ¡Pues eso mismo: que no tenemos övernattning!
– ¿Entonces esto no es un hotel?
– Sí, es un hotel.
– Pues si es un hotel, digo yo que podré quedarme a pasar la noche, ¿no?
– Es un hotel pero no puede quedarse a pasar la noche porque no tenemos övernattning -repitió con firmeza y, dando por satisfactoriamente concluido el asunto, cerró la ventana de un porrazo. Le grité que, dado que no tenía ningún otro sitio donde dormir, si me moría de congelación ella sería totalmente responsable. Pero era como si se lo estuviese gritando a la nieve. La hotelera no iba a ablandarse por un enclenque extranjero contrariado por su postura en cuestión de övernattning, que, por cierto, quiere decir «quedarse a pasar la noche».
Media hora antes habría dicho que ya había tocado fondo, pero aquello no era nada comparado con este nuevo* En sueco en el original. En inglés existe la palabra overnight, de la misma raíz, y la expresión to stay overnight significa pernoctar. (Nota de la traductora) nivel de desesperación. Mis opciones para superar aquella noche glacial estaban adquiriendo unos tintes de lo más sombríos. Decidí dormir en el asiento trasero del coche frente al condenado hotel y dejar el motor en marcha, tanto para mantenerme caliente como para fastidiar a la arpía del hotel. Corría el riesgo de morir asfixiado o congelado, pero al menos tendría la satisfacción de que por la mañana se encontrarían a la puerta del hotel los embarazosos restos de un hombre congelado en el interior de su coche.
Me tendí totalmente vestido, poniéndome unas cuantas capas más de ropa, por si acaso, bajo el abrigo de piel de carnero. La bilis se me había alterado, la cólera me inundaba la cabeza y me castañeteaban los dientes. Sin embargo, pronto caí dormido y cuando desperté de madrugada el motor seguía ronroneando, el zumbido de la calefacción continuaba sonando y yo seguía vivo. Respiré con júbilo al notar cómo se me encogían y congelaban los pelos de los orificios nasales y para que esto suceda tiene que hacer muchísimo frío.
Salí del pueblo todavía despotricando contra el hotel. ¿De qué servía una cosa tan absurda? ¿Qué execrable objeto podía tener? Parecía muy poco probable que los honrados habitantes del pueblo se entregasen a echar una cana al aire en habitaciones alquiladas por horas. Las poblaciones rurales de Suecia no son famosas por las correrías eróticas que puedan tener lugar en ellas, por lo cual tenía que ser para beber: en la Suecia rural no hay ningún lugar donde uno pueda sentarse en un ambiente agradable y pedir una cerveza o beberse pensativamente poco a poco una botella de vino. El método preferido consiste en beber vodka o whisky barato de una botella discretamente oculta en una bolsa de papel de estraza. Estaba visto que el hotel era un local para beber.
Al cabo de una hora, sin embargo, mi cólera se había esfumado ante las atenciones mecánicas de Matts, un hombre fornido de barba crecida y ojos bondadosos que me ayudó a empujar el coche hasta su taller, situado a la entrada del pueblo siguiente. Matts sabía exactamente cuál era el problema y, mientras su mujer me traía humeantes tazas de té, él trabajaba sin parar con destornillador y llave inglesa, hasta que al cabo de media hora declaró que ya estaba arreglado. Con cierto nerviosismo, ya que cualquier tipo de reparación en Suecia tiene unos precios astronómicos, le pregunté cuánto le debía.
– Oh, no se preocupe -insistió-. Yo también solía viajar mucho de joven, y de todos modos es un placer ayudar a un viajero extranjero; aquí no llegan muchos.
Insistí pero no quiso aceptar nada, y me dijo adiós jovialmente con la mano mientras el coche y yo desaparecíamos por el bosque con el motor ronroneando. Matts era el tipo de sueco que puede conseguir que hacer övernattning en una furgoneta refrigerada resulte tolerable.
Contento con el giro que habían dado los acontecimientos, comencé a disfrutar del paisaje sueco. Las nubes ya se habían levantado y el sol iba subiendo lentamente por la parte baja de un helado cielo azul. La nieve centelleaba en los árboles y, al despejarse un poco el campo, pude ver la perfecta blancura del mar congelado bajo una capa de nieve recién caída. Cuando descubrí el cubo rojo colgado de un abedul, bajé serpenteando a través del bosque por una sinuosa pista de purísima blancura salpicada de manchas de luz. Al final de la pista había un pequeño embarcadero totalmente cubierto de nieve y, efectivamente, junto a éste la pista descendía por el terraplén y penetraba en el mar. Unos tres kilómetros más allá se veían unas islas cubiertas de pinos cuyo color oscuro contrastaba con la blancura deslumbradora del mar. Al comenzar a descender cautelosamente por el terraplén hacia la carretera marcada, los neumáticos rechinaron sobre la nieve recién caída. Entonces, estremeciéndome con cada sacudida y cada crujido del coche, empecé a atravesar el mar.
¿Qué ocurre si el hielo se rompe?, pensé. Sin duda el coche se sumergiría en el agua helada como si fuera un ladrillo. Después, aun suponiendo que consiguiera salir con dificultad y llegar nadando hasta la superficie del agujero dejado por el coche, una tarea nada fácil, tendría que encontrar la manera de trepar por las gruesas paredes de hielo. Recordé que esto resulta imposible de hacer sin grampones. Necesitas uno en cada mano para agarrarte al hielo con la fuerza suficiente para poder subir. E incluso si tuvieras un par de ellos a mano y la fuerza suficiente para darte impulso y salir, ¿cuánto tiempo durarías empapado de agua y sentado en un mar de hielo?
Mientras avanzaba siguiendo cautelosamente las boyas con la cabeza llena de estos negros pensamientos, vi cómo un pequeño objeto amarillo, que parecía una furgoneta de juguete, dejaba la isla y venía hacia mí. En poco tiempo su tamaño creció, hasta alcanzar enormes proporciones al pasar a gran velocidad soltando una ráfaga de nieve. El conductor, con un cigarrillo colgando de la boca, me dirigió una jovial sonrisa. Se trataba de un camión de muebles. Me sentí aliviado y, acto seguido, algo preocupado de que su enorme peso hubiera resquebrajado el hielo.
¿Cómo sabe esta gente en qué momento el hielo deja de ser lo suficientemente seguro como para pasar por encima con un camión de muebles?, me pregunté. Pero la suerte estaba de mi lado, y pronto llegué hasta los juncos amarillentos que crecían alrededor de la isla. Detuve el coche y puse cautelosamente los pies en el hielo. Mirando hacia atrás vi cómo el camión se desvanecía entre el resplandor de la nieve.
Al apagar el motor, me quedé impresionado una vez más por el extraordinario silencio del invierno sueco, en el cual no sopla la menor ráfaga de viento y, aún en el caso de que soplara, los árboles, cargados de una gruesa capa de nieve helada, serían demasiado pesados para moverse. No se oye el canto de los pájaros, y un sarcófago de hielo acalla el ruido del mar. El único ruido del paisaje proviene de ti.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el repentino estruendo de una moto de nieve. Por un hueco entre los árboles apareció un granjero vestido con un mono naranja y un gorro de lana, que bajándose de la moto se encaminó pesadamente hacia mi coche.
– ¡Hej! -dijo con aire triste-. Bienvenido a Norbo.
Se tomó un tiempo en quitarse la manopla derecha mientras miraba distraídamente la nieve. Entonces extendió una mano sonrosada y blanca.
– Björn -murmuró, retirando rápidamente la mano después de apretármela.
– Chris -dije yo.
– Bienvenido a Norbo -dijo de nuevo.
– Tak -gracias -le repliqué intentando que no se cortara la conversación, aunque nuestro intercambio parecía haber tenido un cierto carácter definitivo.
Björn, un hombre sonrosado y rechoncho de aire melancólico, tenía unos treinta años. Parecía sentirse más cómodo en silencio que hablando de trivialidades, aunque cuando nuestras miradas se cruzaron se permitió esbozar una lánguida sonrisa que iluminó momentáneamente sus facciones apagadas. Le dirigí a su vez una amplia sonrisa, pero esto pareció ser demasiado para él, por lo que desvió la mirada y se tapó la boca con las manoplas fingiendo una tos discreta.
Cargamos mis bártulos en el remolque de la moto en amistoso silencio, nos subimos a ella y nos deslizamos por el hielo hasta la orilla. Medio escondida entre los pinos había una gran casa amarilla, construida parte en piedra y parte en madera, que había recibido recientemente una capa de pintura pero cuya carpintería necesitaba algunos cuidados básicos para estar a la altura del aspecto inmaculado que habitualmente tienen las casas suecas. Sin embargo, tal como tan bien lo expresan los suecos: Bättre lite skit i hörnet än ett rent helvete, «más vale un poco de mierda en un rincón que un infierno limpio».
Dejamos atrás la granja y, zigzagueando por un bosque- cilio de abedules, llegamos a las dependencias de las ovejas. Se trataba de una catedral de madera, una mole colosal de tablas de color rojo desteñido y vigas podridas de cuyo interior surgía el balido de cientos de ovejas semejante al zumbido de un enjambre de abejas gigantescas.
Björn cogió una pala y dando unas hábiles paletadas a la nieve, reveló una pequeña puerta de madera. Con su cuchillo cortó la cuerda que la sujetaba y le dio un fuerte puntapié. Rechinando, la puerta se abrió hacia adentro lo suficiente para que pudiéramos pasar. Cuando entramos el balido se hizo ensordecedor y mi nariz fue asaltada por un denso miasma a lana húmeda, heno enmohecido y excrementos de oveja.
Poco a poco mis ojos se fueron adaptando a la penumbra -la poca luz que había penetraba a través de las grietas que quedaban entre las tablas y por unas ventanas llenas de polvo- y a un espectáculo verdaderamente desolador. Había ovejas por todas partes, unos negros animales mugrientos cuyos lomos despedían vaho. Éste formaba una gran nube hedionda en cuyo interior y como flotando en el aire podían verse aún más ovejas paseándose por unos tablones que conducían hasta la cavernosa bóveda del establo. Por todas partes había enormes pacas malolientes de heno y ensilaje, en cuyo interior y por cuya superficie pululaban ovejas como si se tratase de gorgojos en una galleta.
– Tienes algo de follón aquí, ¿no, Björn? -murmuré, utilizando un eufemismo muy distante de la realidad. Me encontraba frente a uno de los trabajos más duros que había tenido que emprender en los diez años que llevaba yendo a trabajar a Suecia.
Björn parecía alicaído. Bajó los ojos retorciéndose las manos, y las pestañas le rozaron las mejillas.
– Lo que pasa es que ha sido un año terrible -dijo en voz baja.
– Desde luego que lo ha sido, Björn: ¡tienes una porquería de ovejas! Pero, en fin, no te preocupes, esta tarde nos ponemos con ellas y en un par de días estarán como nuevas.
– Bueno, entonces, ¿vamos a tomar un bocado? -dijo con un atisbo de sonrisa. Llegué a la conclusión de que Björn me caía bien.
Los padres de Björn, Tord y Mia, estaban esperándonos en la cocina que, a diferencia del establo, tenía un aspecto limpio y alegre -evidentemente, se trataba de los dominios de Mia. De una bandeja colocada sobre una gran mesa de madera emanaba un olor a café y panecillos de canela calientes.
– Venga usted a comer -dijo solemnemente Mia acercándose al horno con dificultad y doblándose por la cintura en una envarada reverencia para sacar otra bandeja más de panecillos. Con una leve mueca de dolor se enderezó de nuevo.
– Espero que se quede -añadió mirando a su marido como para pedirle que apoyara la invitación. Tord, una versión más grande, gruesa y sonrosada de Björn, me dirigió una amplia sonrisa pero no pareció dispuesto a comprometerse de palabra. En lugar de ello se sirvió otro panecillo y me hizo un gesto para que hiciera lo mismo.
– Gracias, estos panecillos están muy buenos -dije con entusiasmo. Era cierto que estaban buenos y que tenían mucha canela y mucho azúcar, pero por otro lado eran iguales a todos los panecillos que había tomado en cualquier momento y en cualquier rincón de la Suecia rural, desde el extremo norte al sur.
– Aah det är de… -sí que lo están… -coincidió Tord haciendo un gesto en dirección a la cafetera.
– Buen café -comenté con algo menos de sinceridad puesto que detesto el café recalentado. Sin embargo, éste no parecía el momento adecuado para ponerse de cháchara.
Miré significativamente a Björn. Éste asintió y nos levantamos de la mesa para regresar al establo de las ovejas. Una vez allí, me cambié para ponerme mi gélida y grasienta ropa de esquilar y colgué mi máquina en un rincón mientras Björn encendía una lámpara de mercurio. No eran más que las dos y media pero el sol bajaba ya rápidamente. Las cochambrosas ovejas negras rumiaban insolentemente a nuestro alrededor, y cuando la lámpara de mercurio alcanzó su máxima potencia me hallé de pronto en el centro de un foco bañado por una luz azulada, semejante a un actor en una obra de teatro alternativo. Björn desapareció en la oscuridad y regresó con una oveja, el primer cliente del día, con lo que le di un tirón al cordón de arranque.
Cuando se esquila una oveja, con el primer movimiento la esquiladora se desliza desde el pecho a la barriga -o al menos así debería ocurrir. Pero la máquina se atascó casi inmediatamente en una maraña de lana apelmazada. Empujé con un poco más de fuerza, saqué el peine y probé de nuevo desde otro ángulo, pero daba lo mismo: por más que empujaba, tiraba de uno y otro lado y me esforzaba, esa primera porción de lana del día se negaba a separarse de la piel. O Björn me había elegido la peor oveja del rebaño, o me esperaba un auténtico suplicio durante una temporada.
La oveja era una auténtica calamidad, pero finalmente conseguí quitarle la mayor parte de la lana a fuerza de empujones y codazos, y de darles tirones con la mano sin piedad a los mechones más reacios. Cuando al fin regresó a la oscuridad, su aspecto era lamentable.
– Lo siento, Björn -dije jadeante-. Está hecha un espantajo, pero me ha llevado casi quince minutos esquilar una maldita oveja. Si hay tantas como dices que hay vamos a pasarnos aquí toda la semana, y ¡menuda semanita va a ser!
Björn adoptó una expresión de abatimiento.
– Tal vez ésta sea un poco mejor -sugirió esperanzado mientras sacaba a rastras de la oscuridad la siguiente oveja.
Pero no lo era. Como tampoco lo era la siguiente. A continuación le llegó el turno a una que solo podía ser descrita con juramentos. Me enderecé dejando escapar un gemido a causa del dolor de espalda. Llevaba una hora trabajando y había esquilado cuatro ovejas. Se suponía que era un rebaño de unas trescientas… lo cual significaba setenta y cinco horas de este suplicio.
Con un gemido me puse a pensar en la larga semana que me esperaba -el frío, el establo maloliente- y más que nada en la soledad, ya que aunque Björn me caía bien, ni él ni sus padres eran el tipo de personas que uno elegiría para pasar con ellos una semana. Empecé a pensar en la posibilidad de escaquearme en aquel mismo momento.
– ¿Quién esquila normalmente estas ovejas, Björn?
– Generalmente lo hago yo, lo que pasa es que me he hecho daño en la espalda, trabajando con la motosierra en el bosque. -El problema de siempre en Suecia.
Me dio la impresión de que Björn me estaba leyendo el pensamiento. Parecía realmente desesperado, y con razón: si no esquilaba yo esas ovejas, no veía cómo iba a llegar nadie más hasta aquí para hacerlo. Me puse a pensar en el largo viaje que había hecho, en el dinero que necesitaba, en la tarea cada vez más difícil que dejaría sin hacer y me ablandé. Le hice señas a Björn para que sacara otra oveja.
Aunque no quiero seguir insistiendo demasiado en el tema del esquilado de las ovejas, cuatro ovejas en una hora es un calvario. Cuando se trata de ovejas en buen estado y limpias, en general puedo esquilar entre veinte y veinticinco por hora. Yendo a esa velocidad, el cuerpo está continuamente en movimiento, con todos los músculos bien ejercitados y moviéndose fluida y libremente en lo que casi parece una danza coreografiada. Pero cuando estás inclinado sobre la misma oveja, forcejeando, empujando y dando tirones en la misma postura terrible, el dolor en la parte baja y media de la espalda, así como en las piernas, es casi insoportable -y para las ovejas tampoco es un placer.
Mientras yo forcejeaba y luchaba con las ovejas, Björn permanecía de pie a mi lado lleno de abatimiento, con el aliento saliéndole en forma de vaho debido al aire frío y húmedo del establo. A medida que avanzaba el día mis pensamientos se iban volviendo cada vez más negros y maldecía en silencio todo y a todos: a Björn, sus desgraciadas ovejas, su repugnante establo y a sus padres. No sentía nada que no fuera amargura y dolor de espalda. ¡Vaya una manera de ganar dinero! ¡Qué pérdida de tiempo!
– Vamos a acabar ya -me rogó Björn viendo que la cólera se apoderaba de mí.
– No, vamos a hacer dos más. Así habrá dos menos al final de la faena.
Björn trajo dos ovejas más y, como si estuviese siendo recompensado por mi perseverancia, ambas resultaron rapidísimas. Jóvenes y de carnes prietas y rollizas, se quedaron sentadas en la tabla dóciles y sumisas mientras la lana se les desprendía como si fuese seda gris.
Me enderecé tambaleándome y me estiré, soñando con una cerveza. Pero entonces recordé que estaba en la Suecia rural. Lo mejor que podía esperar era una cerveza ligera, fabricada mediante algún proceso químico repugnante. Hasta podría ser lättöl -sin alcohol, pero también sin sabor, sin aroma y sin placer. Esta bebida siempre me hace pensar en la «Cerveza de la Victoria» de la novela de George Orwell 1984.
Colgué las tijeras de esquilar y, juntos, atravesamos lentamente el patio helado haciendo crujir la nieve con nuestras botas (lo que quiere decir, si no me equivoco, que la temperatura era de al menos diez grados bajo cero). Björn abrió de un tirón la puerta de la casa y nos colamos en tropel entre hileras de botas y ropa de trabajo malolientes. Nos quitamos las prendas exteriores y entramos en la luminosa cocina arrastrando nuestros calcetines de lana. Tord se encontraba allí, esbozando como siempre una amplia sonrisa, y me pasó una botella de lättöl y un vaso de plástico de color rosáceo.
– Gracias te daré -dije utilizando esa curiosa forma de hablar de los suecos.
Tord miró cómo me iba bebiendo sin entusiasmo la cerveza. Esta noche, nos dijo, iríamos a la reunión semanal del Círculo de Estudio de los Granjeros de Norrskog, pues pensaba que sería muy interesante para mí asistir y participar en el encuentro. Pensé en la posibilidad de rehusar. Sabía que por supuesto eso no iba a suponer una noche de diversión desenfrenada, pero por otro lado nos imaginé a todos pasando la velada sentados alrededor de la mesa de la cocina dando sorbitos a nuestro lättöl y contemplando el montón decreciente de bollos de canela. Así pues, fui a coger mi abrigo.
Avanzando a toda velocidad en el coche de Tord por unas carreteras heladas, nos dirigirnos al centro cultural y social del pueblo, situado en un claro del bosque, deteniéndonos de camino para recoger a Ernst, el presidente del Círculo de Estudio, que vivía en una casita roja al borde de la carretera. Ernst era pequeño y enjuto, con una boca de labios delgados ligeramente torcida, y Tord parecía sentir por él un respeto reverencial. Llegados al edificio, Tord me hizo pasar por la cámara de descompresión, unas pesadas puertas dobles, antes de adentrarnos en una cálida habitación de madera intensamente iluminada. Grupos variopintos de hombres altos y corpulentos vestidos con camisas de lana y gorras de béisbol daban vueltas con aire inseguro bebiendo a sorbitos sus refrescos de fruta en vasos de papel. Estos hombres trabajaban solos en lo más profundo del bosque con sus motosierras, o vivían en comunión íntima con sus cerdos en unos establos oscuros cuyas ventanas permanecían tapadas por la nieve, y charlar sobre temas triviales no era lo que mejor sabían hacer. Cuando Tord y Ernst entraron se hizo un silencio que detuvo, para gran alivio de los concurrentes, sus espasmódicos y constreñidos intentos de entablar conversación.
– ¡Hejsan! -hola -exclamó Ernst mientras pasábamos por la sala. Todos bajaron los ojos y movieron nerviosamente los pies de un lado a otro llenos de embarazo.
– ¡Hej, Ernst! -murmuró algún valiente.
– Hej, hej, hej… -añadieron a coro en voz baja. Estaba claro que Ernst era el dueño del cotarro, lo que quiera que éste fuese, y cuando hablaba la gente le escuchaba, acogiendo con alivio cualquier cosa que dijese porque gracias a ello nadie más estaba obligado a decir nada. Por eso todos los reunidos permanecían pendientes de sus palabras.
– Esta noche tenemos a un inglés entre nosotros -anunció Ernst-. Va a hablarnos de la agricultura y la ganadería en Inglaterra.
– Maldita sea, Ernst, no puedo… -farfullé, antes de que mis palabras fueran ahogadas por una ronda de tibios aplausos. Dirigí la mirada al mar de gorras de béisbol (bueno, por lo menos serían veinte) inclinadas hacia arriba y comencé-. Esto…, buenas tardes -dije.
– Go'afton -replicaron uno o dos.
Se hizo una pausa.
– Realmente no soy ningún experto -aventuré tratando de ganar tiempo-. No sé mucho sobre el aspecto técnico de la agricultura, ni siquiera sobre cosas corrientes como las tasas de conversión de materia seca o la recuperación del subsidio… ¿no podría, esto…, simplemente contestar a algunas de vuestras preguntas sobre animales y cosechas?
Las gorras de béisbol apuntaban hacia mí con expectación, pero nadie se decidía a romper el silencio, hasta que finalmente Ernst puso las cosas en marcha.
– Kris -comenzó (kris quiere decir «crisis» en sueco)-, dinos, ¿con qué tamaño vendéis una vaca en Inglaterra?
Por el asentir concertado de las gorras vi que se trataba de un tema que suscitaba un interés universal. Sin embargo, no tenía la menor idea del tamaño con que vendíamos las vacas en Inglaterra. Traté de imaginar una vaca, el tipo de vaca gorda que podría ponerse a la venta. Las vacas son unos bichos enormes, con grandes panzas colgantes y unas cabezas descomunales. Hice un cálculo mental rápido.
– Bien, pues supongo que con un par de toneladas.
De la multitud de gorras surgió un grito ahogado, seguido de un animado murmullo. Evidentemente, me había pasado en mis cálculos.
– Por supuesto -añadí-, una vaca así sería muy grande, en realidad una de las más grandes. Supongo que un tamaño más normal sería de alrededor de una tonelada y media.
Nuevos gritos ahogados aún más incrédulos. Me había hundido hasta el cuello.
– Y por supuesto muchas de ellas son bastante más pequeñas… algunas, incluso, solo pesarían una tonelada, las más canijas, claro está.
Las cosas fueron empeorando cada vez más. Para el final de la velada había pintado una imagen de Inglaterra como una tierra poblada por unos animales de proporciones fabulosas y llena a rebosar de los más inverosímiles cultivos y las más asombrosas cosechas.
Más tarde, una vez en el coche, Björn rompió el denso silencio.
– No te preocupes, Kris -dijo-. La gente da demasiada importancia a los datos.
Hizo una pausa.
– Lo que has dicho ha sido… bueno, digamos que inusual. Ha hecho que la gente se despertara.
– Björn -gemí-. ¿Cómo he podido decir que una vaca pesa dos toneladas? ¡Eso supone casi tres veces su tamaño normal! Deben estar pensando que soy un auténtico gilipollas.
– No sé -dijo Tord desde el asiento trasero. Hablaba sin apenas poder contener la risa-. ¡Tampoco es que hayas dicho que alguna vez les limpiaste el establo!
Le tomé bastante cariño a Björn durante la semana que estuve en Norbo. Los tristes días que pasamos juntos en el establo de las ovejas nos hicieron llegar a un cierto grado de cordialidad; un par de noches cruzamos esquiando el mar a la luz de la luna, y otra fuimos al baile del pueblo, donde nos dedicamos a mirar a las chicas desde las sombras apoyados en una pared mientras bebíamos whisky de una botella de Coca-Cola escondida en una bolsa de papel de estraza.
Cuando Björn anunció que creía que solo quedaban cuatro ovejas, sentí una oleada de afecto hacia mi melancólico amigo, que ni siquiera se disipó cuando esas cuatro se convirtieron en quince o más escondidas en la penumbra. Mientras nos dirigíamos a la puerta del establo salió el sol, y unos rayos finos como agujas se filtraron por los agujeros del revestimiento podrido de las paredes pintando manchas en los palpitantes flancos esquilados de las ovejas, cuyo aliento se escapaba en forma de vaho. Björn miró su rebaño con evidente alivio y, quitándose la manopla, me estrechó solemnemente la mano.
– Gracias te daré -me dijo.
Al día siguiente, lancé mis cosas al interior del coche y volví a cruzar el mar, desplazándome a otra media docena de granjas separadas por fatigosas travesías de bosques infestados de alces.
Como de costumbre, el viaje duró alrededor de un mes: mucho tiempo para estar fuera de casa, y mucho tiempo para pasar a oscuras, en la carretera o entre ovejas. El momento culminante fue la llegada de una carta de mi familia mientras me encontraba en una de las granjas. Chloë me enviaba un breve poema en español acompañado del dibujo de una princesa, y Ana me escribía una maravillosa y divertida carta con unas noticias trascendentales.
Al parecer mis amigos editores de Londres opinaban que tal vez iban a poder sacar algún provecho de mis historias del cortijo, y habían enviado un adelanto para que pudiera ponerme manos a la obra y terminar de escribirlas. «Prepárate para ser un escritor de éxito -advirtió Ana con tono de cansancio-. No tienes más que vender unos cuantos cargamentos de libros y nunca más necesitarás regresar a Suecia para esquilar ovejas.»Ante esta remota perspectiva sonreí bovinamente lo haría una vaca gigante en los prados de Inglaterra.