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Junto a nuestra vivienda rural de alquiler, El Duque, hay un limonero. Brotó de una pepita de limón que plantamos sin saber por aquellos días que probablemente no saldría de ella la clase de limonero que esperábamos -es decir, sin saber que el árbol nacido de nuestra pepita podría no dar limones del mismo tipo que aquél del que la habíamos extraído, sino que había más probabilidades de que fuera un fruto primitivo, amargo y de gruesa cáscara, procedente de los albores de la historia de los limones. Normalmente los limoneros crecen muy despacio, pero a consecuencia de una extraña coincidencia -o tal vez porque había conseguido introducir sus raíces en la tubería del alcantarillado- al cabo de cinco años se había convertido en un frondoso árbol de gran tamaño repleto de dulcísimos limones. Te podías pasar de buena gana la tarde entera dormitando a su sombra. Este árbol se yergue junto a la puerta de la casa.
Una mañana de julio, al pasar Ana bajo el limonero llevando en los brazos un saco de ropa para lavar, bajó revoloteando un objeto verde brillante con plumas y aterrizó en su hombro. Se trataba de un loro -un ave que no se suele ver mucho en Andalucía. Se quedó posado tranquilamente, mirándola con la cabeza ladeada, quieto mientras mi mujer abría el maletero del coche y metía la ropa.
– Hola -dijo Ana, que no es una persona a quien pille por sorpresa un acontecimiento de este tipo-. ¿Así que quieres venir a casa conmigo?
El loro se colocó más cerca de su cabeza y le picoteó la oreja de un modo que ella consideró amistoso.
– Bien, pues no sería mala cosa tener nuestro propio loro, pero vamos a ver primero si Antonia sabe algo sobre ti -sugirió Ana.
Antonia era la persona más indicada a quien preguntar sobre loros porque durante los dos últimos años había estado cuidando de Yacko, el loro gris africano de su familia holandesa. Yacko es viejísimo y, como consecuencia de haber adquirido el vicio de picotearse las plumas, tiene el aspecto de un pequeño pavo desplumado, con un pico enorme y una pluma de color escarlata saliéndole del trasero. Desde que se vino al sur se ha pasado la mayor parte del tiempo escondido detrás de la nevera, desde donde contempla con resentimiento una delgada franja de paisaje alpujarreño, añorando sin duda los pólderes, los tulipanes y los cielos grises de su tierra.
Cuando llegó Ana con un loro extraviado en el hombro, Yacko no pudo evitar asomar un poco el pico desde su rincón de detrás de la nevera para echar una ojeada. Tras emitir un graznido de mil demonios se escabulló hacia atrás, quedándose atascado entre las tuberías. Yacko también hace esto con las personas, aunque de modo menos dramático, como si fuera una ancianita chismosa retirándose tras los visillos de su casa. Sin embargo, más tarde me pregunté si es que Yacko no habría notado entonces algún defecto de personalidad profundo e irremediable en el loro que le había llovido del cielo a Ana.
Antonia no había oído nada sobre un animal de compañía perdido, pero prometió hacer correr la voz por el valle y en el pueblo. Entretanto, llenó a Ana de semillas y consejos útiles para la alimentación y cuidado general del ave. Al loro pareció gustarle la idea de irse a casa con Ana, aferrándose a su hombro mientras ésta subía al asiento delantero y ponía en marcha el motor. Entonces, mientras el coche avanzaba dando tumbos por el valle hacia El Valero, se colocó con delicadeza en el respaldo del asiento del pasajero como para pasar revista a su nuevo hogar.
Durante los quince días siguientes nos dedicamos a preguntar si alguien había perdido un loro. Nadie sabía nada y la opinión general en la comarca era que lo había enviado la providencia. A nosotros eso nos venía bien, pues siempre habíamos querido un loro pero no estábamos dispuestos a apoyar un comercio cuestionable comprando uno en una pajarería.
Domingo, siempre al tanto de todo, sugirió que nuestro loro podía haberse escapado del parque ornitológico Loro Sexi (nombrado, por extraño que parezca, en honor de un almirante fenicio) de la costa. Otra atractiva teoría provenía de Rachel, que se dedica a confeccionar exquisitas joyas en su cortijo de las cercanías de Órgiva.
– Entonces fuisteis vosotros los que os quedasteis con el loro -dijo con un inconfundible tono acusador.
– ¿Qué diantres quieres decir con eso? -le pregunté.
– Pues que si deseas con fuerza suficiente tener un loro y tu energía es la correcta, te llegará un loro. Yo quería uno, ¿comprendes? Sentía que era el momento adecuado para tener un loro, por lo que construí una gran jaula y le dejé la puerta abierta, y entonces comencé a tratar de reunir la energía necesaria para que viniera un loro…
– Rachel, me parece que estás completamente chiflada.
– No, espera, el viernes pasado estaba dando un paseo, el mismo día que encontrasteis vuestro loro, ¿vale? Bueno, pues estaba caminando por el cauce del río, concentrándome en el tipo específico de loro que quería que apareciese. De repente sopló una ráfaga de viento y apareció una nube de polvo a mis pies. Por supuesto, pensé que era mi loro, pero cuando me agaché para cogerlo era un pájaro muerto, tan pequeño como un guijarro. De modo que, ¿lo ves?, parece ser que vosotros conseguisteis el loro y yo el pájaro muerto… siempre me pasa lo mismo…
– Mira, Rachel, lo siento, no fue nuestra intención quitarte el loro, pero no creo que haya ya ninguna posibilidad de trasladarlo. Se ha pegado a Ana de una manera tremenda.
– No, no, por supuesto. Disfrutad de vuestro loro. Yo seguiré trabajando con la energía y, quién sabe, tal vez la próxima vez tendré mejor suerte.
En realidad nuestro loro resultó no ser en absoluto un loro, sino un perico monje y, en la opinión de todo el mundo, un macho. Establecer el sexo de un loro no es un asunto fácil, a menos que dé la casualidad de que seas un loro, o tengas acceso a la prueba del ADN, o descubras a tu loro empollando un huevo. En cambio, establecer las diferencias entre un perico y un loro es fácil. Los pericos son de tamaño bastante más pequeño, a medio camino entre un periquito y un guacamayo. Nuestro ejemplar es de color verde luminiscente con panza gris, un gran pico anaranjado y las puntas de las alas y de la cola de un precioso color azul.
Al principio le llamamos Lorca, pero el nombre del gran poeta le venía grande y pesado -simplemente parecía demasiado noble para nuestro pequeño intruso plumoso. Después, un día a la hora de comer, Ana se encontraba mirando al perico picotear un trozo de jamón del plato de Chloë. Ana sujetó en el aire otro pedazo. «Aquí, Porca», le llamó. A esto sucedió un aleteo mientras nuestro loro hacía suyos su golosina y su nombre.
Porca se sintió en su casa desde el mismo momento en que llegó. Inspeccionó a todos los perros y gatos desde la eminencia del hombro de Ana o lo alto de su cabeza, e hizo balance de su nuevo reino y sus súbditos. En cuestión de unos días había conseguido someter los elementos más revoltosos y establecer una jerarquía, en cuya cúspide se encontraba él, como una especie de segundo de a bordo de Ana. Por debajo de ellos venía un orden amorfo de diferentes perros y gatos, así como Chloë y, por último, aproximadamente en el puesto número once o doce, yo.
Resulta de lo más humillante, pero cualquier intento que hago por ser ascendido se ve firmemente rebatido. Si trato de mimarlo, por ejemplo ofreciéndole un pedazo de cáscara de plátano (que Porca parece preferir a la fruta), lo picotea durante unos momentos y después muestra su desprecio por mi intento de congraciarme con él propinándome un fuerte picotazo en el dedo.
Porca vive en libertad, y el territorio que ha elegido es el cuarto de baño, donde se pasa toda la noche posado en los grifos de la ducha, que Ana ha cubierto indulgentemente con unos cartones de rollos de papel higiénico gastados para que el loro se encuentre más cómodo. Desde allí el animal lanza feroces ataques sobre cualquiera que entre por alguna razón en el cuarto de baño.
Porca es muy especial con la presencia, no solo de huéspedes, sino también de objetos en su cuarto de baño. Más que nada, detesta la presencia del vaso de dientes de plástico azul sobre la funda de la lavadora, por lo que yo a veces, para resarcirme, lo coloco cuidadosamente en ese mismo sitio. Nunca deja de enrabiarle. Enfurecido, se lanza desde su grifo sobre el vaso culpable, tratando de empujarlo hacia el retrete abierto para marcarse el anhelado tanto y ver flotar el odiado objeto en las aguas de su interior. Se le puede atormentar aún más llenando el vaso de agua para que no pueda moverlo, o cerrando la tapa del retrete. Éstas son mis pequeñas venganzas contra mi rival.
Durante el día Porca se mueve por todos lados, revoloteando por la parte superior de los postigos, las encimeras, los hombros y las cabezas de las personas y, cuando hace buen tiempo, por todo el cortijo. Su habilidad en el vuelo es algo digno de ser visto, especialmente en la casa, donde se ve obligado a tomar curvas cerradas, ascender de improviso y cambiar rápidamente de dirección para esquivar los obstáculos que encuentra en su camino -puertas inesperadamente cerradas, o perros y gatos con intenciones no del todo favorables para su bienestar.
Puede detenerse y darse la vuelta en el aire con una precisión pasmosa, y ha desarrollado una astuta estrategia para atravesar la cortina de flecos. Antes solía aterrizar primero, atravesar la cortina andando y echar luego a volar de nuevo, pero eso suponía una ocasión para que los gatos hicieran un intento de atraparlo, por lo que ha perfeccionado laboriosamente la técnica de aterrizar en la cortina, separar los flecos de cuentas con las patas, asomar la cabeza y el cuerpo por el hueco y, después, dejándose caer al otro lado, volver a elevarse de nuevo con un aleteo antes de que sus patas toquen el felpudo.
Además de su devoción a Ana, la otra obsesión de Porca es construir nidos. Durante un tiempo nos preguntamos si nos habíamos equivocado de sexo, pero de hecho son los machos los que se encargan de la mayor parte de la construcción en el mundo de los loros. Día tras día, Porca se dedicaba a volar por la casa y el jardín recogiendo un desconcertante surtido de cachivaches: palillos chinos, cordel de empacar, trozos de papel, ramitas, bolígrafos y cepillos de dientes. Resulta difícil imaginar cómo obtienen los loros estos pertrechos en las selvas del Brasil.
Una vez recogidos estos materiales, los colocaba de tal manera que ni siquiera con la imaginación más vivida podía verse la menor semejanza a un nido. Algunos objetos los apoyaba contra las patas de una silla; el cordel era entretejido entre patas y palillos; colocaba un cepillo de uñas de plástico en el lugar de honor en el centro; y para mantener el delicado equilibrio arquitectónico, aquí y allá dejaba briznas de hierba toscamente colocadas.
Porca seguía trabajando, seria y frenéticamente, insensible a mis burlas ante sus esfuerzos. Era cruel por mi parte ridiculizarlo, puesto que su incompetencia se debía sin duda al hecho de haber nacido en cautividad y a que sus padres no sabían o no pudieron transmitirle la información que necesitaba. Sin embargo, estoy seguro de que si Porca hubiera estado adecuadamente equipado, se habría reído a carcajadas de las desgracias e incompetencia de todos los demás.
Fuera de la casa, Porca suele posarse en la acacia, donde se dedica a ignorar deliberadamente a las palomas -humildes criaturas- o a gandulear en su comedero, un cachivache rústico que improvisé para él esperando así poder hacer en paz un día mis abluciones en el cuarto de baño.
A veces, se lanza en picado hacia abajo, sobrevolando el cortijo para llegar hasta el valle allá lejos. Ana considera a Porca como una especie de halcón. Se pone de pie al borde de la terraza, con el loro posado en el brazo en espera de su orden. Entonces, con un hábil golpe de muñeca, lo lanza surcando el aire hacia el valle con un graznido. «¡Uiiiiiii!», grita Ana. Porca se mueve como un cohete y, cuando el sol le da en las alas, lanza un destello verde como si se tratase de una esmeralda volante.
Una mañana, mientras subía por el río Cádiar montado en su burra, Domingo se quedó asombrado al ver un batir de alas verdes acompañado de la llegada del loro, al que apenas conocía. Porca se posó entre las enormes orejas de la burra, semejante a un piloto que guiara su barco río arriba, contempló el paisaje durante unos momentos y después remontó el vuelo con un graznido. Actualmente, muchas veces se va volando para posarse en el hombro de Domingo y mirarle mientras trabaja en los campos del río. Domingo le da de comer habas, que le encantan, y Porca las coge delicadamente de sus dedos.
Yo probé a hacerlo una vez y nunca más repetí.
Sin embargo, cerca del final de su primer verano, le sucedió algo a Porca que hasta le aseguró mis simpatías: fue pisado por un caballo.
Ni siquiera ahora estoy del todo seguro de cómo sucedió. Me encontraba ayudando a Pepe el herrero a herrar a Lola cuando noté enredando por el suelo una cosa de color un poquitín más verde que la hierba. Nunca he entendido el atractivo que tienen las virutas de los cascos para los animales, pero a los perros les vuelve locos su sabor, y Porca seguramente estaba peleándose con ellos por una parte. Entonces Pepe dio un martillazo al último remache y dejó caer la pata de la yegua. Un chillido desgarrador atravesó el aire. Porca se había quedado atrapado debajo de Lola y, entre graznidos y aleteos, trataba de escaparse de la monstruosa pezuña que lo aprisionaba.
Lola por supuesto no era consciente en absoluto de que estuviera sucediendo nada por la parte inferior de sus cuartos traseros, y permanecía firme e impertérrita. Me hicieron falta un par de segundos para darme cuenta de lo que había pasado. Me apoyé en ella con todas mis fuerzas y le levanté la pata. Porca salió disparado en un torbellino de alas y, chillando como un cerdo degollado, echó a volar hacia la casa.
Para cuando llegué jadeando a la cocina, la habitación se había convertido en un escenario del dolor. El pobre Porca yacía triste y lastimado en el pecho de Ana, con la cabeza apoyada en su cuello, mientras mi mujer le miraba afligida y le acariciaba las plumas despeluchadas del lomo. Chloë, a quien el loro había hecho sufrir casi tanto como a mí, estaba desolada, como lo estábamos todos. Yo pensaba que Porca tenía posibilidad de sobrevivir a causa de la energía que había desplegado al alejarse volando del lugar del accidente, pero no cabía duda de que era un perico muy disminuido. Toda su agresividad y sus poses de machismo habían desaparecido mientras yacía flácido y triste, mirando con dolorosa adoración la cara de su amada Ana.
A lo largo de la mayor parte de aquella semana siguió reinando un ambiente apagado en la casa. Nos parecía que la pata de Porca estaba tan terriblemente destrozada que tal vez no volvería a poder utilizarla. El loro es un animal con tres extremidades útiles: las alas le sirven para volar pero para no mucho más, mientras que utiliza el pico y las patas para la locomoción y la alimentación -una pata para sujetar la comida, la otra para mantener el equilibrio y el pico para partirla. Y aparte de eso está la limpieza, sirviéndose tanto del pico como de las patas para atusarse las plumas. Con solo una pata para mantenerse de pie, Porca no podría llegar hasta las plumas de la parte posterior de su cabeza y, dado que los loros son muy meticulosos con el aseo, comenzaría a decaer.
Resolvimos el problema de la alimentación por medio de un alambre con una pequeña pinza cocodrilo en un extremo y con el otro fijado a un bloque de plástico -una placa, al parecer, para poner los nombres de los comensales en una cena con invitados que había ido a parar misteriosamente al cajón de los cubiertos. Pero a Ana le preocupaba que, en su debilitada situación, Porca fuera presa fácil de los gatos, que estarían deseosos de tomarse la revancha tras las humillaciones a que los había sometido. Ana calculaba que la noche sería el momento en que lo intentarían, ya que Porca no podía volar a oscuras y se quedaría quieto en cuanto se apagaran las luces. Resolvió el problema llevándose el loro a la cama.
Comenzó en una especie de nido en el poste de la cama, pero al cabo de poco tiempo el loro se había dejado caer introduciéndose entre las sábanas, colocándose bajo el edredón con Ana. Por supuesto esto presentaba un grave conflicto de intereses, puesto que ahí era donde yo también quería estar, considerando además que tenía mayor derecho. Sin embargo, si era lo suficientemente imprudente como para ir acercándome poco a poco a la otra mitad de la cama y a Ana, Porca lanzaba un graznido y me atacaba con un fuerte picotazo. Las cosas no podían ser peores para la armonía matrimonial.
Contra todo pronóstico, la pata destrozada de Porca empezó a curarse y a recuperar fuerza. Primero comenzó dando golpecitos con precaución en su percha, y poco después empezó a apoyar su peso en ella. Ana, además de alimentarle con la calidez de su cariño -lo llevaba colgado de la cintura en una especie de bolsa marsupial- le aplicaba bálsamos curativos recomendados por sus tomos de medicina herbológica. Kate, una médica homeopática amiga suya, nos ayudó con un tratamiento de pequeñas píldoras blancas personalizadas para él. Parecía bastante satisfecha de tener la oportunidad de añadir un loro a su lista de clientes satisfechos, y sugirió que intentáramos tratarle también la agresividad. «Se puede resolver prácticamente todo -dijo- con la homeopatía.»Por desgracia, los remedios milagrosos de Kate no eran nada frente a la naturaleza inherentemente canallesca de Porca. En cuanto mejoró su pata, regresó a sus viejos ardides, echando a volar de improviso para atacarnos con saña a mí o a Chloë sin el menor motivo. Pero la mayor parte de su malévola energía la reservaba para aterrorizar a nuestros invitados. Porca tiene una habilidad infalible para descubrir a la persona a quien más miedo le dan los loros, y se lanza en picado hacia ella con el pico preparado para agarrarle el lóbulo de la oreja o un mechón de pelo. Para un lorófobo -y los hay a montones- este tipo de trato resulta insoportable.
Sin embargo, la homeopatía pareció tener un curioso efecto secundario: hizo que cambiaran los intereses arquitectónicos de Porca en cuanto a materiales para hacer sus nidos, que de la madera pasaron a ser el metal. De pronto se convirtió en una temible criatura armada que surcaba velozmente el aire de un lado para otro con unas tijeras de uñas colgadas del pico, o con una aguja para la carne con la que bombardeaba a los gatos. Desaparecieron las llaves del coche, una serie constante de dinero suelto -la moneda de veinticinco pesetas tenía un agujero en el centro y suponía una maravillosa adición para cualquier nido- y la mayor parte de los cubiertos de cocina.
Estas actividades dejaron la cocina desprovista de cubiertos, y si alguien que no fuera Ana era lo suficientemente imprudente como para agacharse y tomar prestada por ejemplo una cucharilla, Porca emprendía un feroz ataque. Pero los objetos de metal hacían que los nidos parecieran algo más interesantes aunque, para un ojo poco avezado como el mío, unos lugares poco prometedores para criar a unos pequeños periquitos.
Además de ser violento, agresivo y estúpido, Porca es también exigente e insistente como un niño. Aunque de hecho no sabe hablar, lo cual es probablemente una bendición, hace una aceptable imitación de ¿Qué pasa?, y emite un suave miip que por muy breves instantes le hace parecer de lo más dulce y atractivo. También emite un sonido como de arrullo que utiliza para tratar de atraer a Ana a sus recién creados nidos. Chic-a-chiuuu, Chic-a-chiuuu, canturrea mientras mira implorantemente a Ana a los ojos. Ahora bien, aunque Ana no sea lo que uno llamaría una mujerona, las posibilidades de que quepa en el nido de Porca bajo el estante de la cocina son casi tan remotas como el que ponga el tan anhelado huevo.
Las exigencias de Porca alcanzan su paroxismo cuando Ana y yo nos vamos a dormir la siesta y cerramos la puerta dejándolo fuera. A fin de atraer nuestra atención justo cuando nos estamos quedando dormidos durante las horas más calurosas del día, se le ha ocurrido la idea de posarse en el estante de los utensilios que hay sobre la cocina. La cocina es de chapa y, cuando le cae encima por ejemplo un pesado cucharón de acero o la paleta del pescado o la gran cuchara de servir, produce un grato estruendo. Cuando Porca termina de dar empujoncitos a todos los utensilios para hacerlos caer del estante -tiene aproximadamente diez de los que ocuparse- vuela hasta la puerta del cuarto de baño y se posa en el picaporte graznando a voz en cuello. Puede seguir graznando sin parar durante diez minutos, y es un ruido que podría despertar fácilmente, y no digamos fastidiar considerablemente, a un muerto.
Perecear en la cama por la mañana hasta tarde no es mucho más fácil de lograr, pues Porca ha aprendido a abrir la puerta del cuarto de baño. Como ya he dicho, se pasa la noche posado en el grifo de la ducha y, en cuanto hay luz suficiente para poder volar, abre la puerta -un logro no tan admirable como parece, ya que cuando coloqué la puerta, la puse al revés accidentalmente, por lo que solo hay que empujar para abrirla aunque es necesario hacer girar el picaporte para cerrarla. En todo caso, Porca se baja al suelo y, con todas sus minúsculas fuerzas, empuja y empuja hasta que se abre. A continuación vuela hasta nuestra cama, me pica en cualquier parte del cuerpo que encuentre sobresaliendo de las sábanas y, tras haber conseguido echarme, procede a insinuarse a Ana en la almohada. Entre quejas y gruñidos, me voy a la cocina arrastrando los pies para poner el agua a calentar. Cuando le llevo a Ana su taza de té matutina el loro me vuelve a atacar. Y así comienza un nuevo día.
Aunque el talento de Porca reside en la destrucción, hay unos pocos aspectos positivos de su presencia entre nosotros. Para empezar, es una fuente constante de fascinación, incluso en su elección de medio de locomoción: tanto al volar, al desplazarse subido en personas y animales, ir cabeza abajo en el bolsillo de Ana, o caminar por el suelo con el mayor descaro, ignorando las miradas predadoras de los perros y los gatos, añade salsa a nuestras vidas. En segundo lugar, contra toda lógica, Porca parece estar poniéndonos a todos en nuestro sitio. He observado que me he vuelto decididamente menos polémico desde que Porca está con nosotros. Hace ya mucho tiempo que no se me ocurre poner el vaso de dientes azul sobre la funda de la lavadora. También Chloë parece haberse vuelto más filosófica acerca de las caprichosas injusticias de la vida, especialmente las que adoptan la forma de ataques de loro, mientras que Ana parece sobrellevar razonablemente bien el ser tratada como el súmmum de la perfección.
No cabe ninguna duda. Aunque Porca me haga sufrir, ahora me resultaría difícil no tener un loro en la familia.