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– ¡Tienes que estar loco, hombre! No puedo pasar por ahí. Esto es un coche, no una muía. Me esperaré.
Había un camión atravesado en la pista, con la rampa bajada apoyada en el terraplén. Cuatro hombres trataban de persuadir a un novillo para que se metiera en el remolque, pero comprensiblemente el animal no quería avanzar. Cerca de allí estaba atada la madre, un tranquilo animal de ojos líquidos con cuernos y un suave hocico húmedo, mirando tristemente y sin comprender lo que sucedía.
El camión pertenecía a Antonio, el primo de Manolo. El ganado era de Juan Díaz, que tiene un cortijo en Carrasco.
– ¿Te van a dar un buen precio por él, Juan? -le pregunté.
– No, Cristóbal. Precio no bueno. Cortijeros mú, mú pobres. Carnicero hombre mú rico.
– Siempre pasa eso. Es un toro precioso.
– Toro precioso. Huevos grandes, grandes -dijo dándole palmaditas a la flácida bolsa-. Buenísimo comer. Él niño. Ella mamá. -E indicó la vaca-. Ella venir ponerlo contento.
Juan es un hombre que sabe de agricultura, y supone un verdadero placer visitar su cortijo, siempre verde, cuidado y bien cultivado, con unos árboles sanos y excelentes cosechas. Está situado en el valle, un poco más abajo del cortijo de Joop, quien habla español alpujarreño con más fluidez que ninguna otra persona que conozco, pero a pesar de ello Juan le trata, al igual que al resto de los extranjeros, como si fuera su primer día en la academia de idiomas.
Joop me contó que un día, mientras estaba ahí de pie charlando con Domingo, había aparecido a grandes zancadas Juan Díaz por la curva del camino, a su vuelta del pueblo.
– Buenos días, Juan. No hace mal día hoy -le comentó Joop.
– No llover. Mú malo, mu malo. Sol ser bonito pero no ser bueno. Árboles y plantas secos. Cortijeros pobres.
– He oído el pronóstico del tiempo esta mañana. Han dicho que hay posibilidad de que llueva para finales de semana.
– Quizás llover. Quizás no llover. Nosotros no saber…
Domingo, que se había quedado mirando atónito a Juan durante este intercambio verbal, le interrumpió.
– ¿Por qué hostias hablas de esa manera tan rara, Juan? Nunca en la vida he oío ná igual. Joop no es imbécil.
– No. No imbécil. Extranjero, no español. No entender.
– Pero Joop habla español tan bien como tú o como yo.
Juan se encontraba en una situación difícil; no sabía si hablar normalmente en atención a Domingo o seguir utilizando el español de indio de película en beneficio del pobre ignorante de Joop que, aunque hablara bien el español, seguía siendo un extranjero.
En cualquier caso, las críticas de Domingo no cambiaron en absoluto las cosas. Juan no se dirige a un extranjero como no sea con esa extraña media lengua. A veces mantengo unas conversaciones bastante largas con él, por ejemplo cuando le llevo en mi coche al pueblo. Su extraña manera de hablar simplificada me lleva a buscar las expresiones más coloquiales que encuentro.
– Buenas, Juan, súbete, te libraré de un trecho.
– Gracias, Cristóbal. Órgiva lejos. Juan viejo. Piernas mal.
– ¿Y qué te lleva a ir al pueblo una mañana tan bonita, Juan?
– Llevarme tú, Cristóbal, en tu coche. Mú grande, mú rápido.
– No, quiero decir que por qué vas.
– Ver médico. Juan estar malo.
– ¿Qué te pasa?
– Doler manos. No trabajar bien -dijo mostrándome sus enormes manos agrietadas-. Demasiao trabajo, agua fría. Piernas también mal.
Y así continuamos. Aunque siga viviendo cerca de Juan durante el resto de mi vida, nunca se dirigirá a mí de ningún otro modo. Pero lo hace con buena intención: es un lenguaje ideado para ser lo más considerado posible con un simplón en lingüística. Juan se las arregla para hablar casi sin recurrir en absoluto a los verbos y, en las raras ocasiones en que no queda más remedio, utiliza solo el infinitivo. Los sustantivos siempre son sencillos y nunca utiliza el artículo, ya sea determinado o indeterminado.
Esta manera de hablar puede que exija poco esfuerzo, pero a la vez resulta seriamente restrictiva. No se puede profundizar mucho en temas abstractos sin utilizar verbos.
Una noche de otoño entró un tejón en el huerto y nos lo arrasó. Me fui al otro lado del río a contarle mis desgracias a Joop.
– El hombre a quien tienes que preguntar -me dijo inmediatamente- es Juan Díaz. Sabe todo lo necesario sobre los tejones.
Así pues, me fui a hablar con Juan sobre el problema del tejón. Chloë, que va al colegio con una nieta de Juan, se vino conmigo por hacer algo.
Nos encontramos a Juan arrancando los pequeños nogales que habían nacido de semilla por todos sus bancales. Se enderezó, se sacudió un poco la suciedad de las manos y le dio a Chloë una cariñosa palmadita.
– ¡Hola, guapísima! -le dijo a modo de saludo.
A continuación se volvió hacia mí con una sonrisa de concentración en los labios.
– Arbol grande. Hijos chiquitillos. Árboles un día también grandes -dijo señalando los árboles jóvenes-. Tú plantar en El Valero. Ahora chicos, un día bosque de nogales.
Y, en un aparte, le preguntó a Chloë: «¿Tú crees que tu madre querría alguno? A ella se le dan muy bien los árboles».
Al igual que muchos de nuestros vecinos, Juan hace una distinción entre Chloë, nacida y criada en Las Alpujarras, y unos absolutos extraños como nosotros. Por supuesto el acento de Chloë contribuye a ello -habla español con el leve ceceo y las pocas consonantes que son propios de estos lugares, salpicándolo de modismos juveniles. Ana y yo nunca podríamos esperar ponernos a su altura.
– Eres muy amable -interrumpí a pesar de todo-. A Ana le encantan los nogales. Pero, Juan, hemos venido a verte esta tarde tan magnífica porque tenemos un problema con un tejón, bueno, al menos creo que eso es lo que es. Se nos está comiendo las hortalizas. Joop dice que entiendes mucho de tejones. Así es que, ¿tienes alguna idea de lo que podemos hacer para que éste no se nos meta en el huerto?
– Tejón mú malo. Cable de embrague moto… -dijo Juan dibujando un círculo en el aire y haciendo como que lo apretaba.
– ¿Cómo?
– Cable de embrague moto. Mú bueno. Con embrague moto matarlo bien muerto.
– Tiene que hacer falta algo más que eso, ¿no? ¿No te habrás olvidado de explicar algo? -le pregunté con un poco de pedantería.
– Es un cepo, papá -dijo Chloë entre dientes-. El tejón se mete corriendo y se queda atrapado, a veces incluso muere estrangulado.
Y mientras decía esto me clavó los ojos con la más severa de sus expresiones. Chloë y Ana comparten las mismas opiniones estrictas sobre la moralidad de los cepos, aunque en deferencia a Juan mi hija estaba intentando callárselas.
– Chloë tener razón -añadió Juan sonriendo sin darse cuenta de esto. Luego, como si se hubieran confirmado todos sus temores en cuanto a tener que comunicarse con la escoria intelectual de Europa, continuó con su explicación mediante gestos y articulando para que yo pudiera leerle los labios-. Averiguar de dónde venir tejón. Mismo sitio siempre. Cable embrague en mita del camino, venir tejón, meter pescuezo por lazo… ¡pillao! ¡Zas! ¡Muerto! Fácil, ¿no?
– Sí -respondí-. ¿Pero por qué necesitas un cable de embrague?
Juan me miró con la expresión que utiliza la gente cuando decide volver a empezar a explicar laboriosamente algo desde el principio.
– Papá quiere saber por qué eliges un cable de embrague en vez de cualquier otra cosa -ceceó Chloë lanzándose a mi rescate.
– Porque hay un montón de ellos por la carretera muertos de risa junto al taller de motos de Daniel y sirven igual que cualquier otra cosa -le confió Juan.
Así es que ése era el modo de afrontar el problema del tejón, clara y escuetamente explicado. Sin embargo, aún quedaba un asunto insignificante por resolver.
– ¿Chloë? -le pregunté mientras atravesábamos a saltos el vado del río de regreso a casa-. ¿Sabes cómo se dice «snare» en español?
Chloë hizo una mueca.
– No, no lo sé, ni creo que quiera saberlo tampoco. Son unas cosas horrendas, papá, y hacen daño de verdad a los animales. No deberíamos utilizar nada así en El Valero -anunció, tras lo cual siguió chupando pensativamente el caramelo que Juan se había sacado clandestinamente del bolsillo del mono.
Aunque quiero pensar que mi vocabulario español ya ha aumentado lo suficiente para ajustarse a la mayor parte de las necesidades de la vida en Las Alpujarras, he descubierto que a cada momento me topo con… bien, con una snare -una trampa.
Los animales, en particular, suponen un mar de incertidumbres. «Comadreja», «garduña», «jineta», «gato clavo», «hurón», son todos ellos nombres de animales que existen en un ámbito de identidades inciertas, y que a menudo se distinguen solo por el tamaño del agujero por el que pueden pasar para llevársete las gallinas. Estoy seguro de que existen confusiones parecidas con sus equivalentes en inglés.
Después, si bajas otro escalón en la escala de animales amenazadores llegas al todavía más interesante territorio lingüístico de los «bichos». Pues bien, «bicho» es una de mis palabras españolas favoritas. En general se refiere a una categoría de animales aproximadamente del tamaño de los insectos (como cuando se dice, por ejemplo, «en esta cama hay bichos y me están comiendo vivo»), pero su significado a veces abarca también otros seres pequeños que no son insectos, como por ejemplo los roedores y, en circunstancias excepcionales, sus fronteras semánticas pueden incluso abarcar un gato o hasta un perro. A pesar de mi categoría de extranjero y de tener un terriblemente imperfecto dominio del idioma, hasta he conseguido incluir en este campo semántico animales del tamaño de una vaca y un caballo, y añadiendo el sufijo -acó he logrado que la palabra suene a algo temible e incluso amenazador. «¡Vaya bicharraco!», exclamo en algunas ocasiones.
Sin embargo, todo esto son unos inconvenientes lingüísticos de poca importancia comparados con el campo de minas que constituye el escribir una carta o una nota.
Cuando vives durante toda tu vida en el mismo país donde has nacido, no es probable que el problema de escribir notas a los conductores de autobuses escolares te ponga demasiado a prueba. Naturalmente, es posible que tengas que hacerlo, pero seguramente las podrás escribir de corrido y sin tener que pensarlo mucho:
A quien corresponda:
Mi hija Chloë no volverá en el autobús esta tarde porque va a quedarse en el pueblo para llevar a cabo actividades extraescolares. Gracias por su colaboración.
Atte.
Christopher Stewart
(padre)
Me imagino que rezarán de manera parecida, habiendo sido escritas a toda prisa, aunque no estoy del todo seguro ya que nunca he tenido que escribir una en inglés. Aquí en Andalucía es muy diferente.
– Chris, ¿puedes escribirle una nota al conductor del autobús? -me pidió Ana un día. No era una petición inusitada.
– ¿Por qué, cariño? -respondí, intentando ganar tiempo como de costumbre.
– Porque mañana después del colegio Chloë va a quedarse con Alba Teresa y Laura María.
– ¿Y no podemos simplemente decírselo al conductor?
– No, realmente tenemos que hacerlo como es debido. ¿No te acuerdas de lo que pasó una vez?
Ana se refería a una ocasión en que se nos culpó de que se hubieran quedado seis niños atrapados en un autobús una tarde de calor sofocante, todo porque no habíamos entregado una nota diciendo que Chloë se quedaba en el pueblo para ir a una clase de baile, sin importar el hecho de que Ana ya hubiera avisado al conductor en dos ocasiones diferentes. La pobre Chloë tuvo que sufrir una semana de miradas glaciales y comentarios de todos los padres, antes de que el foco de atención recayera sobre otro pobre pardillo desprovisto de nota. Así es que estos días siempre les escribimos al conductor del autobús y a Mari Carmen, que es la persona responsable de comprobar que se suben todos los niños al salir del colegio.
– Entonces, ¿por qué no escribes tú la nota? -repliqué.
– Porque estoy ocupada y, además, pensaba que eras tú el escritor de la familia.
La pulla de Ana resultaba en cierto modo un golpe bajo, pero me resigné a llevar a cabo la tarea y me puse a buscar un trozo de papel adecuado para escribir la nota. El papel no debía ser demasiado grande, puesto que el tipo de nota que tenía intención de escribir no ocuparía demasiado espacio, y un trozo grande de papel llamaría la atención sobre este punto. Tampoco debía ser demasiado pequeño, ya que daría una impresión de indigencia o, peor aún, mezquindad, ninguna de las cuales es la impresión que quieres producir en un conductor de autobús escolar. Tras haber recorrido sin éxito toda la casa, además de la totalidad de sus edificaciones anexas, en busca de un trozo de papel del tamaño adecuado, se me ocurrió la idea de cortar un pedazo para darle exactamente las dimensiones necesarias y así crear una especie de página para nota a conductor de autobús a medida. Por supuesto, había que cortarlo exactamente como es debido. Probé con nuestras tijeras prehistóricas, con unos cuchillos, con una regla, y hasta doblándolo y partiéndolo con las manos.
Finalmente conseguí el trozo de papel perfecto, encontré mi bolígrafo y me senté a componer la nota. Me puse a pensar durante unos momentos. Muy Pino mío, escribí. Ésta era una forma habitual de comenzar una carta, pero no me gustaba mucho; había algo que no acababa de encajar y, por añadidura, no estaba seguro de quién conducía el autobús aquella semana. Había tres posibles conductores: Pino, Moya o Jordi. Ya era demasiado tarde para preguntárselo a Chloë, que estaba profundamente dormida.
Taché Muy Pino mío, pero no, eso no podía ser, no debía dejar tachones. Arrugué el papel con la mano y cogí otra hoja. Esta vez lo escribiría primero en sucio. Parte del problema es que la escritura de cartas en español tiende a ser bastante formal, y la escritura de cartas formales de negocios parece estar sumergida en unas prolijidades demenciales. Una vez se me pegaron algunas ideas de español de negocios de un libro con el que estaba aprendiendo, y solo aquella breve exposición pareció contaminar mi estilo.
Estimado señor, volví a comenzar. Sonaba bien pero tal vez era demasiado serio. No podría usarlo. Lo taché y, con gesto triunfal, escribí: Querido amigo. Consideré esto con incertidumbre durante unos momentos, dudando de su mérito literario. Y ése era otro problema; la gente del pueblo sabía que había tenido cierto éxito en el extranjero como escritor, por lo que el contenido de esa nota podría no quedarse exclusivamente entre el destinatario y yo. Existía la espantosa posibilidad de que los conductores se pasaran la nota de uno a otro para darle vueltas, criticarla, admirarla o vilipendiarla. En mis peores y más paranoicas figuraciones veía la nota clavada al tablón público de anuncios del Ayuntamiento como ejemplo. Tenía que hacer bien esto.
Medité detenidamente sobre la nota durante algún tiempo sin encontrar ninguna solución. Después me bebí mi parte de una botella de vino por ver si encontraba en él alguna inspiración, pero solo me produjo deseos de irme a la cama. Probablemente la inspiración vendría durante la noche, y sólo tendría que escribir la carta de tirón por la mañana. Por supuesto, me pasé la noche angustiado dando vueltas en la cama, atormentado por diferentes combinaciones de tratamientos. Apreciado amigo, Querido señor, Excelentísimo conductor… Muy conductor mío…
A la mañana siguiente me levanté temprano para prepararle a Ana su taza de té matutina, hacerle el desayuno a Chloë y trabajar algo más en la nota. Hola Jordi, comencé. Chloë me había dicho que Jordi era el conductor aquella semana y, dado que Jordi es más joven y moderno que Pino o que Moya, sería más que probable que se contentara con un planteamiento menos formal: Hola Jordi: Te informo con esta carta que mi hija Chloë no regrese en el autobús esta tarde, pues va a quedarse en el pueblo.
No me entusiasmaba mucho la construcción, pero tendría que servir en vista de la proximidad del plazo límite. No regrese: quizás no debería haberlo puesto en subjuntivo, puesto que después de todo no se refería a una acción que se contemplara llevar a cabo en un futuro incierto, y tampoco la persona que era el sujeto verbal tenía ninguna duda acerca del cumplimiento de la acción. No, no parecía haber razones suficientes para utilizar el subjuntivo. Pero iba a suponer una pesadilla tan grande el tratar de encontrar el tiempo verbal adecuado que decidí desentenderme. A Jordi no le importaría.
¿Pero cómo debía terminar la nota? No era una carta comercial y conocía a Jordi bastante bien, por lo que no sería necesario recurrir a esas recargadas fórmulas religiosas como la de Dios guarde a Vd. muchos años, una despedida formal pero sorprendentemente frecuente en las cartas españolas. Esto dejaba, así, las siguientes posibilidades: atentamente, un saludo, un abrazo, un beso o besos. Descarté sin más estas dos últimas fórmulas. Le tenía cariño a Jordi pero no tanto.
Un saludo, Cristóbal
Con un suspiro de alivio busqué un sobre y, a continuación, me fui a llevar a Chloë a la parada del autobús. Me alegré de descubrir que era de hecho Jordi quien lo conducía.
– Buenas, Jordi, aquí tienes una nota -anuncié.
– ¿Ah, sí? ¿Pa' qué es?
– No es más que para decirte que Chloë no va a volver en el autobús esta tarde.
– Vale, me acordaré.
– Sí, pero coge la nota.
– ¡Pero si me lo acabas de decir! No me hace falta la nota.
– Venga, toma la nota.
– No, ¿pa' qué la quiero yo?
– Es la manera como hay que hacerlo… Tengo que entregarte una nota.
– De verdá que no hace falta, Cristóbal…
– Mira, Jordi, me he pasado la mitad de la puñetera noche despierto escribiendo esta nota y no pienso volvérmela a llevar a casa ni en broma.
– Tranquilo, Cristóbal, tranquilo. Ya está, ya tengo tu nota.
Y, después de coger el sobre, lo colocó detrás de la visera.
Satisfecho de un trabajo bien hecho, me quedé de pie mirando desaparecer el autobús por la curva de la escarpadura en una nube de polvo, entre traqueteos y ruido de piezas sueltas. De haber sabido que me esperaban nuevas tareas literarias, habría sido mucho menos autocomplaciente.
Una de las razones por las que Ana no tenía tiempo para escribir notas era que estaba haciendo los preparativos para ir a encontrarse con su madre y pasar con ella en Málaga el fin de semana, dejándome a mí al cuidado de Chloë, el cortijo y los animales. Di de comer al ganado y, antes de instalarme para dedicar una larga jornada de duro trabajo a la contemplación del ordenador, me puse a preparar masa de crepes para Chloë. Cuando haces crepes siempre consigues que los niños se pongan de tu parte, lo cual hace, en mi opinión, que el asunto del cuidado de los niños se asiente sobre las bases adecuadas.
A las seis me dirigí al otro lado del valle para recoger a Chloë de la casa de una amiga del colegio.
– ¿A que no sabes lo que tenemos para cenar esta noche? -le dije mientras bajábamos juntos hacia el río.
– Crepes, supongo -contestó algo ausentemente tras lo que, reanimándose un poco, añadió-: ¡Yupiii!, mi comida favorita.
Evidentemente, había algo que le preocupaba.
– ¿Papá? -preguntó tras una pausa.
– ¿Sí?
– Papá, ¿me prometes que no te vas a enfadar si te pregunto una cosa?
– Intentaré prometerlo, aunque depende de lo que quieras preguntarme.
– Bueno, pues… quiero dejar de ir a clase de religión. Es que ya no me gusta. ¿Puedo, papá? ¿Puedo dejar de ir?
– No tengo por qué enfadarme por una cosa así, ¿no? Verás lo que vamos a hacer, hablaremos de ello cuando vuelva tu madre.
Normalmente puedo soslayar los asuntos espinosos con este sencillo dispositivo dilatorio, pero esta vez Chloë no estaba dispuesta a dejarse desviar del tema.
– Pero tenemos Religión el viernes y no quiero ir. ¿Puedes ir a hablar con el profesor para decírselo? Anda, papá, por favor.
Para entonces ya habíamos llegado al puente, por lo que la conversación quedó momentáneamente en suspenso mientras avanzábamos con cuidado por las vigas de madera por encima de un torrente de aguas blancas.
La cuestión de la Religión no era nueva en absoluto. Cuando Chloë empezó a ir al colegio estuvimos dudando mucho tiempo entre dejarla en la clase de Educación religiosa o decidirnos por la de Ética, alegando mi agnosticismo empedernido. Al final resolvimos que un conocimiento introductorio de la Biblia y de los principios del Cristianismo supondría más una ventaja que un inconveniente a la hora de aprender la literatura y la cultura europea. También parecía ser una buena manera de familiarizarse con los rudimentos de los numerosos festivales y fiestas de santos que salpican el calendario alpujarreño.
Una ojeada a los libros de religión nos convenció de que en ellos también se le daban a la oposición todas las oportunidades. Había breves descripciones de otras creencias, acompañadas de caricaturas de hombres de tonalidad oscura y ojos saltones con taparrabos sentados en la posición del loto. Mahoma y los musulmanes recibían escasa atención si mal no recuerdo -se encuentran peligrosamente cerca de Andalucía- pero las religiones más orientales se suponía que estaban suficientemente lejos para no representar una amenaza. Sin embargo estos libros evidentemente no se editaban pensando en Las Alpujarras. Aquí están bien representadas todas las religiones orientales, y en un radio de diez kilómetros de Órgiva hay más cultos y sectas y sub- sectas que varillas de incienso en un almacén de productos esotéricos.
Seguí preguntándole un poco más a mi hija.
– ¿Por qué estás tan en contra de la clase de religión, Chloë?
– La Religión es aburrida y no me gusta, y además la Ética es mucho más interesante.
– Ah, pero ¿cómo sabes que es más interesante?
– Me lo ha dicho Hannah.
– Claro, ella ya debe saber bastante de eso.
Hannah es la mejor amiga de Chloë. Es alemana y sus padres son bastante progresistas, por lo que optaron desde el principio por que no fuera a las clases de religión.
– Y Zohra también -añadió Chloë. Zohra es otra buena amiga de Chloë y, como puede deducirse por el nombre, es musulmana.
– Y Alba Recio.
Los padres de Alba Recio son españoles progresistas. La imagen iba quedando ya más clara: a Chloë le gustaba la idea de formar parte del pequeño círculo exclusivo, sentándose aparte y estudiando ética mientras las masas aborregadas recitaban monótonamente el catecismo y aprendían a pasar las cuentas del rosario. Me había quedado impresionado y, mientras nos sentamos a comernos juntos las crepes, me puse a meditar en voz alta sobre lo interesante que era el tema de la ética.
Chloë estuvo absolutamente de acuerdo y, antes de que se fuera a acostar, leímos dos capítulos de Heidi, uno de los libros favoritos de Chloë en aquel momento. Había esperado poder mantener una conversación con ella sobre los diferentes universos éticos del abuelo y de la Señorita Rottenmeier, pero nos enfrascamos en los efectos asombrosamente curativos del queso tostado y del aire de montaña sobre la discapacidad de Clara. Observé, sin embargo, que Chloë no parecía tener nada en contra de que el abuelo regresara a la iglesia del pueblo a codearse con el párroco.
La noche siguiente, cuando Ana llegó a casa, le hablé de nuestra conversación. «¿Estás seguro de que no quiere tener simplemente una hora libre para hacer el tonto con sus amigas?», dijo.
A veces Ana puede ser terriblemente desconfiada. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que sería hipócrita por nuestra parte obligar a Chloë a seguir con la Religión si había decidido específicamente optar por la Ética, y en que tal vez debíamos ponernos del lado de nuestra hija en esta ocasión. Personalmente, estaba encantado con la postura anticlerical de Chloë y pensaba que era un buen presagio para un futuro de librepensamiento. Así pues, a la tarde siguiente me fui a ver a su profesor, don Manuel.
Chloë se quedó haciendo el indio por el patio mientras yo subía a la planta de arriba para cerrar el trato. Don Manuel se mostró muy comprensivo pero, dijo, había un problema: el trimestre estaba ya muy avanzado y, normalmente, si querías cambiar de asignatura tenías que hacerlo a principio de curso. Se trataba del tipo de irregularidad que podría hacer que todo el mundo pretendiera subirse al mismo carro porque, me confió, había muchos alumnos que querían cambiarse de clase. La Ética, al parecer, estaba haciéndose cada vez más popular.
– Ay, don Manuel, ¿porfi? -dije, utilizando sin darme cuenta la abreviación infantil de «por favor».
– Mire, le diré lo que vamos a hacer. Vamos a ver a don Antonio, el director, a ver si tiene alguna sugerencia. ¿Qué le parece?
– Muy bien -dije-, me parece bien.
Y don Manuel me condujo hasta el despacho del director. Hacía años que no había estado en uno de ellos, y me sorprendí a mí mismo mordisqueándome la uña del dedogordo. Pero don Antonio era una persona agradable e inteligente que pronto hizo que me sintiera a gusto. Nos estrechamos la mano calurosamente.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó.
Miré a don Manuel y don Manuel me miró a mí. Entonces éste expuso mi caso.
– Sí, eso es exactamente -dije.
– Muy bien -dijo don Antonio despacio-. Pero dígame, ¿por qué exactamente quiere que su hija haga Ética en lugar de Religión?
Tosí para ganar un poco de tiempo.
– Bueno, pues la cuestión es que… -y le ofrecí a don Antonio con frases entrecortadas un argumento sobre los ideales humanistas y mis deseos de animar a Chloë a pensar más allá de las limitaciones de la religión.
– Eso me parece razonable -dijo-. Pero usted comprenderá el problema de Manuel, ¿no? Si concedemos este privilegio a su hija, también todos los demás querrán cambiarse a Ética. La Ética es una asignatura muy popular, ¿sabe?
– Eso me han dicho -respondí.
– Pero le diré lo que vamos a hacer -dijo el director-. Si usted me escribe una carta exponiendo brevemente sus razones por querer sacar a Chloë de la clase de Religión, haré una excepción con usted.
– La tendrá el lunes por la mañana -dije.
– ¿Qué ha dicho, papá, qué ha dicho?
Me pregunto por qué los niños tienen que repetirlo todo.
– Bien, he ido a ver al director y me ha dicho que si le escribo una carta buena te dejará cambiarte a Ética.
– ¡Yupii! Gracias, papá, gracias.
– Pero tendrás que ir a Religión el viernes, no voy a tener terminada la carta tan pronto.
– No me importa, papá, no me importa nada.
Disponía del resto de la semana y del fin de semana para escribir la carta. Y no me iba a sobrar ningún tiempo. Esto eran palabras mayores, redactar un ensayo filosófico para el director. Iba a necesitar tiempo para calentar motores y perderme en una maraña de argumentos para después retomar el hilo, o explorar mi tesis central desde toda una serie de ángulos.
Tras afilar mi lápiz y servirme una bebida, me puse a matar algunas moscas. Después abrí mi cuaderno, quité unos pegotes de cera de la mesa y cogí el periódico.
Me desperté sobresaltado cuando una voz me sacó de mi ensimismamiento.
– ¿Le estás escribiendo esa carta al director, papá?
– Eeeeh, sí, justamente lo estaba haciendo.
– ¿Puedo ver lo que has escrito?
– Todavía no es mucho, solo dice «Estimado Don Antonio»-En español «don» se escribe con minúscula.
– ¿Ah, sí?
– Todavía no has escrito mucho, ¿verdad? -añadió Chloë cogiendo sus rotuladores y yéndose al otro extremo de la habitación.
Pero pronto la musa comenzó a tomar las riendas y escribí de una sentada tres o cuatro párrafos pasables. Me eché hacia atrás para admirarlos y entonces entró Ana.
– ¿Cómo va el ensayo? -preguntó y, viendo que ya iba por la segunda página, añadió-: ¿Has terminado ya con la Contrarreforma? -Decididamente había una sonrisita bailándole en los labios. Sin embargo, Chloë se había puesto de pie de un salto con una expresión de preocupación en la cara.
– No va nada mal, a pesar de las interrupciones.
Y blandí despreocupadamente la hoja en dirección a Ana -una imprudente decisión puesto que no quería que la leyese todavía.
Ana frunció el ceño y su cara empezó a adquirir una expresión de concentración.
– Chris, no puedes poner eso… -anunció cogiendo la hoja.
– ¿Qué es lo que no puede poner? -preguntó Chloë acercándose a la mesa.
– ¡Por el amor de Dios!, ¿quién está escribiendo la carta?
– Es demasiado poco claro, Chris. No creo que nadie entienda a qué diantres te estás refiriendo -dijo Ana, completamente en serio ya.
– Papá, anda, hazlo bien, porfi… por favor, papá.
– Por ejemplo -continuó Ana-, ¿qué es lo que quieres decir exactamente con eso de «la deformación de las tendencias naturales de los niños hacia lo numinoso»? ¿De dónde diablos ha salido todo eso?
No andaba muy equivocada.
– A lo mejor tienes razón…
– ¿Pero tú sabes lo que quiere decir?
– Bueno…, lo leí en un libro, se refiere a lo de quedarse sobrecogido por la presencia de lo divino. -En realidad no sonaba mucho más convincente en palabras del autor.
– ¡Papá! -farfulló Chloë exasperada-. ¿Qué tiene ESO que ver? Y además, es «la razón», no «el razón», ¿es que no sabes nada?
A continuación, Chloë empezó a dictarme con expresión concentrada, subrayando cada palabra con un movimiento de su rotulador.
– ¿Por qué no dices simplemente que quieres que cuando sea mayor me convierta en una buena ciudadana en una… esto… mmm… ah, sí, en una sociedad secular, y que crees que es la Ética lo que mejor me puede enseñar a serlo? -Finalizó con un golpe dramático de su rotulador en la mesa y arrimó su silla a la mía para supervisar el trabajo secretarial.
Me quedé atónito. Hasta Ana había levantado una ceja. Si este cambio de clase podía revelar tales dotes retóricas en mi hija, sin duda merecía la pena.
– Chloë -dije boquiabierto-. Eso es genial. Es un argumento extraordinariamente bueno, sencillo, directo…
– Bueno -dijo Chloë encogiéndose de hombros-. Funcionó con Hannah y Alba Recio. ¿Por qué no voy a decirlo yo también?
El lunes por la mañana introduje la carta en el sobre de aspecto más respetable que encontré y la envié al colegio con Chloë.
– Si pierdes esta carta te tendrás que quedar en Religión para siempre -le advertí.
Al día siguiente Chloë regresó del colegio en estado de euforia.
– Don Manuel dice que ya no tengo que ir más a Religión -dijo-. Gracias, papá, gracias.
La verdad es que me puse bastante contento.
Esa misma semana me encontré en el pueblo con Tina, la madre de Hannah. Tina es una mujer guapa y enérgica que dirige con su marido un consultorio médico y un cortijo. Pero nunca está demasiado ocupada para pararse a charlar, y siempre resulta un placer el hacerlo.
– Chloë está contentísima de estar ahora con Hannah en la clase de ética -anuncié. Pensé si añadir una breve descripción de mis esfuerzos epistolares, pero parecía un poco gratuito.
– Ajá -dijo Tina, como esperando a que continuara con el tema principal.
Esto me molestó un poco.
– Estoy algo preocupado -proseguí- de que se sienta muy por detrás del resto de la clase. Todavía no le han dado ningún libro de texto, ¿sabes?
– ¿Libro de texto? -Tina me miró con incredulidad-. Pero está haciendo Ética.
– Sí, ya lo sé, pero tendrán al menos un libro de referencia o algo, ¿no?
– Chris -dijo con la misma mirada de incredulidad-. Tú sabes lo que es Ética, ¿verdad?
– Bueno, creo que sí, he elaborado un argumento bastante bueno sobre las razones por las que Chloë debe estudiarla… -Pero no tuve ocasión de repetir el elocuente razonamiento de Chloë porque las siguientes palabras de Tina me dejaron con la moral por los suelos.
– Es colorear, Chris.
– Glup -dije tragando saliva-. Entonces, ¿no son debates sobre moralidad?
– No, Chris, solo son… lápices de colores.