38005.fb2 El loro en el limonero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Hombres trajeados

Un buen antídoto para la complejidad de la existencia es ir a poner en marcha un tractor. Un fin de semana, aprovechando la ausencia de Manolo, decidí bajar a trabajar un poco con el tractor. Comencé por arar el campo situado debajo del establo, un trozo de terreno que no había sido removido desde hacía años.

El efecto del riego y el constante pisoteo de las pezuñas de las ovejas habían dejado la superficie dura como el hormigón. Tuve que amontonar piedras sobre la cultivadora para hacer alguna marca en el suelo, pero a pesar de ello éste no hizo más que romperse en gruesos terrones grisáceos. Sin embargo, después de algunas pasadas, empezó a aparecer una tierra cultivable de agradable olor, y el trabajo se convirtió en un placer. En la parte inferior del campo hay una hilera de limoneros y, cada vez que pasaba por debajo, la chimenea echaba una bocanada de humo y una lluvia de pétalos caía sobre el tractor y sobre mí y cubría la tierra de un mosaico de color blanco cremoso.

El resoplido del tractor, las virutas de tierra que iban cortando las rejas de la cultivadora y los silenciosos torbellinos de pétalos me provocaron una especie de trance. La agricultura puede ser preciosa, reflexioné. Miré en derredor mío hacia los bancales de naranjos cuidadosamente podados, la anárquica maraña de parras junto al establo y la alfalfa espesándose para la primera siega, y me permití un suspiro de satisfacción. Es cierto que yo no era el más competente de los agricultores, y que después de años de duro y a veces agotador trabajo, no estábamos más cerca de sacar un salario decente del cortijo. Pero hay otras maneras de obtener provecho: para empezar, está el privilegio de enriquecer nuestro propio entorno -un pequeño pedacito de la Tierra, verde como un oasis y enmarcado por montañas, ríos y la transparente bóveda del cielo.

Di rienda suelta a mis pensamientos, tal vez con algo de autocomplacencia, y me puse a pensar en todas las piedras que habíamos quitado de los campos, en la tierra en sí, la cual, cada vez que la cavaba, parecía ser un poco más rica y más oscura y estar un poco más repleta de bacterias. La vida parecía ser bastante buena. Pero entonces mi ensoñación fue rota por un potente grito de Ana, que me llamaba desde la casa. Acababa de regresar del pueblo y estaba haciéndome señas desde la terraza.

Le lancé otro grito para señalarle que iba para arriba y vi cómo regresaba despacio hacia la cocina. Incluso desde aquella distancia, y a pesar de que estaba medio oculta por una masa de perros excitados, yo notaba que algo pasaba. Paré el motor del tractor y me encaminé a la casa.

Ana tenía una carta para enseñarme, que venía dentro de un sobre de aspecto oficial que había recogido de la oficina de correos. Era de la Confederación Hidrográfica y declaraba, de la manera más sencilla que permite el lenguaje gubernativo, que dado que la acequia que pertenece a nuestro cortijo no estaba registrada oficialmente, la Confederación no podría ofrecernos ninguna protección en caso de litigio. Puesto que nadie había mostrado el menor interés por disputarnos nuestra acequia -nuestra fuente de riego para el cortijo- esto nos pareció inquietante. La carta finalizaba invitándonos, caso de que necesitáramos alguna aclaración o ayuda, a visitar la Confederación en sus temibles oficinas de Málaga, y venía firmada por un tal Juan Manuel Baldomero.

Miré a Ana. Estaba claro que esto no presagiaba nada bueno, aunque no supiera decir exactamente por qué ni cómo. Ana, a quien se le da bastante mejor descifrar amenazas en clave, estaba igualmente perpleja. «Es muy raro», reflexionó. Pensaba que quizá la carta tuviera que ver con un resurgimiento del plan hidroeléctrico pero, entonces, ¿por qué no la enviaron cuando se empezó a someter a discusión el proyecto? No puedo evitar preguntarme si es que no estarán preparando el terreno para algo aún peor.

Ana se refería a unos planes que había habido durante algún tiempo para construir una central hidroeléctrica río arriba por encima de nuestro cortijo. Ello habría supuesto perforar varios kilómetros de montaña para desviar el río. Habría llenado el valle de montones de escombros, puesto en peligro todos nuestros suministros de agua y creado un potencial peligro para la salud debido a los cables de alta tensión. Sin embargo, al parecer los planes habían sido archivados hacía más de un año. No tenía sentido que necesitaran disputarnos ahora nuestra acequia para resucitarlos. Busqué a mi alrededor el sobre en caso de que contuviera alguna pista, pero había desaparecido. Porca, partiendo de la base de que los enemigos de Ana eran también sus enemigos, se había llevado el objeto ofensivo y estaba haciéndolo trizas en su fortaleza de los grifos de la ducha.

Dos días después Ana y yo nos encaminamos a Málaga para ver a Juan Manuel Baldomero. La sede de la Confederación Hidrográfica estaba en un edificio anodino de ladrillo rojo, cerca del jardín botánico de la ciudad. Nos aventuramos a entrar, tratando de no parecer demasiado temerosos. Por supuesto, el señor Baldomero no estaba; al parecer había salido a tomar café. Pero podíamos esperarle, nos dijeron. Nos sentamos en un par de sillas de madera que había en el pasillo junto a su grandioso y amplio despacho.

La puerta estaba abierta, por lo que pudimos verificar fácilmente que en efecto no se encontraba allí. Entretanto, pasaba constantemente por delante de nosotros gente con enormes fajos de papeles y carpetas, y de vez en cuando un hombre o una mujer esmeradamente vestidos se detenían y nos preguntaban cortésmente lo que hacíamos ahí.

– Estamos esperando a Juan Manuel Baldomero -contestábamos-; está tomando café.

– Claro -respondían-, a esta hora de la mañana estará tomando café.

Y diciendo esto continuaban su camino.

Ana y yo charlábamos con desgana en voz baja, como se suele hacer cuando se está esperando para ver al director del colegio o al médico especialista en el hospital. Se paró más gente para interesarse por lo que hacíamos ahí. Les enseñábamos la carta. La estudiaban detenidamente con expresión de concentración, para luego devolvérnosla diciendo: «Para eso necesitan ver a Juan Manuel Baldomero». «Eso es -coincidíamos-, está tomando café.» «Efectivamente, así es.»A medida que fue transcurriendo la mañana, empezamos a conocer bastante bien a los habitantes de la Confederación. Una parte muy importante de su trabajo parecía consistir en acarrear fajos de papeles de un despacho a otro. De todas formas, eran gente bastante simpática y, cuando nos hubieron visto por enésima vez, simplemente nos sonreían porque ya no les quedaban más cosas que decirnos.

Después de mucho rato, un personaje de aspecto muy importante vestido con chaqueta de tweed y corbata apareció por la esquina del pasillo.

– Por fin -nos dijimos el uno al otro-. Éste será Juan Manuel Baldomero.

Nos pusimos de pie para estrecharle la mano y, después de presentarnos, le mostramos la carta, a la que echó un vistazo con un aire de concentración un tanto exagerado. Después nos miró por encima de sus gafas y la volvió a leer otra vez, hasta que finalmente, enfrascado aún en la lectura de la carta, nos condujo al despacho. Nos sentamos en unas sillas de madera al otro lado de la mesa.

– Bueno, pues… -dijo quitándose las gafas-. Para esto van a tener que ver a Juan Manuel Baldomero.

– Sí, pero está tomando café -contestamos.

– Así es -dijo nuestro nuevo amigo-. De todas formas, podrían esperarle en el despacho. Estarán más cómodos y, mientras tanto, pueden echarle una ojeada a estos papeles.

Rebuscó un poco por la mesa y empujó hacia nosotros una carpeta verde del grosor de un ladrillo puesto de lado.

– Pero ¿qué va a decir Juan Manuel Baldomero cuando se encuentre con dos desconocidos sentados a su mesa curioseando en sus carpetas? -pregunté.

– Oh, no le importará nada. Voy a ver si lo encuentro -dijo, y desapareció por el pasillo dejándonos solos con la carpeta en el despacho.

Ya solo quedaba alrededor de una hora antes de que la oficina cerrara para el almuerzo, por lo que Ana y yo comenzamos a rebuscar con urgencia en la carpeta, contentos de ir al fin a lo esencial. La mayor parte del contenido era un galimatías absolutamente incomprensible: resmas de memorandos administrativos, páginas de gráficos y de tablas y de gráficas circulares, montañas de cartas de un «excelentísimo» organismo a otro, repletas de respetuosa estima y redactadas en la más incomprensible de las jergas. Hace falta ser un determinado tipo de persona, bien versada en las artes de la administración, para echar un rápido vistazo a un montón de ese calibre sin agobiarse. Al cabo de unos minutos los ojos estaban empezando a quedárseme vidriados. Sin embargo a Ana, que tiene alguna nebulosa titulación en Ciencias empresariales, parecía dársele bastante mejor.

– ¿Qué es lo que estamos buscando en realidad? -le pregunté, dejando en la mesa mi mitad correspondiente de papeles de la carpeta.

– Cualquier cosa sobre El Valero, los ríos y el proyecto hidroeléctrico -me susurró con complicidad-. La empresa que lo propuso se llamaba Saltos de Sierra Nevada.

– Aquí está, Saltos de Sierra Nevada -exclamé, bastante satisfecho de haber tropezado con ello tan pronto. Había todo un lote de papeles que versaban sobre el proyecto.

Nos pusimos a estudiarlos ávidamente, página tras página de permisos y pronósticos y mediciones; y entonces, hacia el final, nos encontramos con una página titulada «Acequia del Valero».

– Fíjate -le dije a Ana-. ¡Toda una página dedicada a nosotros!

Me callé y ambos empezamos a leer la página y a mirar el dibujo. Al parecer el proyecto «Saltos de Sierra Nevada» no estaba archivado en absoluto, sino que en su lugar la empresa se había echado un poco hacia atrás y estaba reduciendo la escala del proyecto. Ana y yo hicimos una pausa durante unos momentos para digerir la información.

Rompí el silencio.

– Bueno… es malo pero no tanto, ¿sabes? La central no tendrá tanto impacto sobre el río, y no será una monstruosidad tan grande… -dije dejando la frase sin terminar.

Ana no escuchaba. Estaba estudiando el reverso de la página y se había quedado lívida.

– ¿Qué es lo que pasa? -exclamé.

Mi mujer me acercó la página. Había un dibujo de una presa, con elevaciones detalladas y referencias cartográficas. El encabezamiento rezaba «Propuesta de Presa de Retención en El Cerrado del Granadino», y debajo del dibujo había una carta diciendo que Saltos de Sierra Nevada trasladaría su proyecto de central hidroeléctrica teniendo en cuenta la elevación del lecho del río ocasionada por la construcción de la nueva presa, y que no exigiría a la Confederación ninguna indemnización por esta pérdida.

Ana se había quedado callada. El Granadino se encuentra a apenas un kilómetro río abajo de nuestra casa, y lo que teníamos delante era una propuesta para la construcción de una presa en nuestro valle: precisamente la presa que yo había temido desde que compramos el cortijo. La propuesta era específica. La presa no era para abastecimiento de agua ni de hidroelectricidad. Su función era algo totalmente diferente; se trataba de un filtro para impedir que los sedimentos fluviales y las piedras llegaran hasta la inmensa nueva presa de Rules, cerca de la costa. Rules era uno de los trabajos de ingeniería de mayor envergadura que se habían llevado a cabo nunca en España, con una longitud de 900 metros y un presupuesto de 40.000 millones de pesetas.

Nosotros no éramos más que un pequeño detalle dentro de este gran proyecto, pero la hoja que teníamos delante indicaba el papel que iba a desempeñar nuestro valle. La presa de filtración de El Granadino tendría cincuenta metros de altura y sería porosa, por lo que el valle acabaría inundado, no de agua, sino de sedimentos fluviales acumulados tras la presa. Éstos se elevarían hasta la curva de nivel de los 425 metros, señalada con un trazo grueso en el mapa. La altitud que había marcada para el cerro que hay en la parte baja de nuestro cortijo era 404 metros. Podíamos perder la totalidad de El Valero.

Mientras Ana y yo nos mirábamos con incredulidad, apareció por la puerta otro hombre importante y bien trajeado con chaqueta de tweed y corbata, que se presentó como Juan Manuel Baldomero.

– Ah, están mirando el expediente -dijo-. ¿Han encontrado algo que les resulte de interés?

– Pues sí, en realidad sí que hemos encontrado algo -repliqué.

Dirigió la mirada al expediente mientras se frotaba el bigote con el dedo pulgar.

– Mmmm, El Granadino, la presa de retención.

– Está sólo un poco más abajo de nuestro cortijo -le espeté-. Con esa altura parece que la presa va a sepultarlo por completo bajo el limo. Necesitamos saber si esto va a suceder y caso de que suceda, cuándo.

– Como usted comprenderá, es un asunto de enorme importancia para nosotros -añadió Ana en voz baja.

Baldomero se frotó de nuevo el bigote.

– Bien -dijo enunciando cuidadosamente-. Ustedes hablan español, me imagino.

– Así es -dijimos.

En ese preciso momento, el hombre que nos había conducido al despacho entró y se nos acercó, uniéndose a nuestro corrillo alrededor de la mesa. Cogió el documento y echó una rápida ojeada a la página culpable. Evidentemente era algo que había visto con frecuencia.

– Bien -prosiguió Baldomero-. Tienen que tener en cuenta que en estos momentos esto no es más que una posibilidad. No se ha concedido ningún permiso y aún no está sucediendo nada.

Y pasó a explicarnos que había una serie de obstáculos con los que podía tropezar un proyecto de tal envergadura, por lo que resultaba algo prematuro preocuparse por la posibilidad de tener que cultivar bajo el agua o, ni que decir tiene, bajo el limo.

Eran unas palabras comprensivas que habrían resultado enormemente tranquilizadoras si hubiéramos podido creérnoslas. Para entonces, Ana había clavado los ojos en el primer hombre trajeado con chaqueta de tweed. Él parecía entender que su opinión también era necesaria y, de un modo ligeramente más escueto, repitió las observaciones de su colega.

– Sí, es cierto. Aún no hay nada definitivo, e incluso en el peor de los casos -el peor desde el punto de vista de ustedes- tendrían que pasar muchos años antes de que el río depositara suficiente cantidad de limo para suponer una grave amenaza para su cortijo.

– ¿Cuántos? -preguntó Ana.

Don Traje la miró desconcertado.

– Años -explicó mi mujer.

El hombre se encogió de hombros y extendió las manos.

– Eso nadie lo puede saber. El río es poco fiable. Realmente, lo único que podemos hacer es mantenerles informados. Y por supuesto, aunque no pueda darle ninguna garantía, en realidad este proyecto no debería ser un grave motivo de preocupación para ustedes.

Estos repetidos intentos por calmar nuestros temores estaban resultando cada vez más desconcertantes.

– Mire usted… -dije con un tono de voz un poco más alto de lo que pretendía. Ana me lanzó una mirada-. Mire, hemos planeado vivir el resto de nuestras vidas en este cortijo. ¿Ustedes nos recomiendan que continuemos con este plan, que plantemos árboles, construyamos, invirtamos en él nuestro tiempo y nuestro dinero? Necesitamos saberlo.

Los dos hombres miraron un mapa topográfico que Baldomero había abierto sobre la mesa. Era un mapa de escala muy grande con todas las curvas de nivel claramente marcadas.

– No estoy seguro de que estemos en situación de responder de manera concluyente a eso. Hay demasiadas incertidumbres. Sabremos mucho más dentro de un año -respondió Baldomero.

– Pero, si estuviera en nuestro lugar, ¿invertiría la mayor parte de sus ahorros en ese lugar? -preguntó Ana mirando directamente a Don Traje.

Hubo una pausa.

– No -contestó-. Creo que no lo haría.

Ya había llegado la hora de comer. Ana y yo encontramos un bar no lejos de la Confederación y nos instalamos en él para asimilar la enormidad de lo que acabábamos de descubrir. Pedimos una botella de vino y algún tipo de pescado; el pescado de Málaga es legendario, pero igual podíamos haber estado comiendo palitos de pescado fríos. Le di la mano a Ana por debajo de la mesa y se la apreté, sonriéndole con algo de tristeza.

– En fin, podía haber sido mucho peor -dije.

– Sabía que ibas a decir eso -me contestó con una débil sonrisa.

– Y yo sabía que sabías que lo iba a decir. Por eso lo he dicho. Pero ¿sabes lo que estoy pensando?

– No, dímelo -dijo Ana.

– Bueno, pues que es un valle enorme que va a tardar muchísimo tiempo en rellenarse. Me parece que haría falta una eternidad incluso para que llegara hasta el establo de las ovejas. Y para entonces tú, yo y quizás hasta Chloë seremos demasiado viejos para que nos importe. Y también las ovejas.

– ¡Eso lo dirás por ti! -rezongó.

En cualquier caso, durante aquella comida tomamos una decisión. Íbamos a averiguar todo lo que pudiéramos sobre el proyecto de la presa y, si fuera necesario, trataríamos de luchar contra él. Pero ninguno de los dos nos dejaríamos arrastrar por el abatimiento. Resolvimos en aquel momento ser positivos, y el primer paso positivo que íbamos a dar era consultar al grupo ecologista local.

Y diciendo esto, salimos con paso enérgico del restaurante charlando animadamente y con excelente buen humor sobre unos temas que no nos interesaban en absoluto.