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A la mañana siguiente nos encaminamos a El Granadino para ver por nosotros mismos lo que estaba haciendo la máquina en el cauce del río. Era un día de fuerte calor sin una brizna de aire, pero cerca del desfiladero siempre corre una brisa y, al aproximarnos a sus altas escarpaduras rojizas, sentimos un aire fresco en la cara. Trepamos por un montón de piedras. «¡Dios mío! ¡Mira eso!», exclamó Ana. Una enorme excavadora amarilla dormitaba bajo las paredes de roca. Junto a ella la superficie del acantilado había quedado desnuda, roída vorazmente por la máquina hasta quedar reducida a su esqueleto. Las mismas raíces de la montaña habían quedado limpias, como si fueran caries excavadas en una muela.
Nos quedamos mirando la espantosa escena en silencio; no había mucho que decir. Parecía tal intromisión, tal acto de violencia gratuita perpetrado en el tranquilo valle y en el cauce de su río, hasta entonces salpicado de rocas desparramadas sin orden. Había sido un lugar de perfecta tranquilidad. A veces veníamos aquí las tardes de verano para disfrutar de la brisa y sentarnos a mirar cómo las golondrinas y los murciélagos volaban casi a ras del agua, lanzándose de repente en picado para beber. Regresamos a paso lento río arriba, inmersos cada uno en nuestros propios pensamientos.
Al llegar al cortijo nos encontramos con Trev, ocupado en arrastrar mangueras de un lado para otro. Hacía tanto tiempo que no habíamos trabajado en serio y de modo organizado en la piscina que tardé un poco en asimilar las implicaciones que este hecho tenía.
– Buenas, maestro -le dije, con bastante más jovialidad de la que sentía-. No me digas que realmente vas a llenar de agua esta piscina…
– No sé que otra cosa podría hacer con estas mangueras -respondió lacónicamente mientras encajaba el extremo de la manguera entre dos rocas junto al estanque de los peces.
– Bueno, será interesante ver si la piscina se llena de agua antes de que el valle se llene de sedimentos -dije con tono sombrío.
Trev me miró de cerca.
– No es típico de ti hablar de ese modo.
– No te extrañes de que lo haga. Ana y yo acabamos de ir a echar un vistazo a la obra de la presa. Ya no nos quedan muchas dudas de que vaya a seguir adelante.
– Chris, no puedes pensar seriamente que toda esa inmensa superficie del valle vaya a llenarse mientras tú vivas. Incluso para alcanzar el nivel del establo la cola tendría que llegar casi hasta Torvizcón.
Torvizcón es un pueblo que está por lo menos seis kilómetros río arriba.
– ¿De veras lo crees? Porque eso es exactamente lo que creo yo, solo que me resulta difícil tomar en serio mis propias opiniones.
– Mira -dijo Trev sentándose a mi lado-. No tienes más que mirar el tamaño de los valles de esos ríos. He estado haciendo algunos cálculos en mi ordenador. Por supuesto, no significan nada: nadie puede dar unas cifras reales para este tipo de cosas. Pero calculo que el volumen de limo que haría falta para alcanzar este nivel donde estamos ahora sentados serían varios miles de millones de metros cúbicos. Las probabilidades de que pierdas siquiera los campos del río mientras vivas son bastante remotas. Realmente no deberías preocuparte, ¿sabes?
El dictamen de Trev no era nada nuevo. Ya llevaba meses diciendo más o menos lo mismo mientras yo no hacía más que preocuparme por la presa. Pero de alguna manera esta vez sus palabras tuvieron eco, ejerciendo un efecto tranquilizador que me cogió por sorpresa. Dirigí una sonrisa a Trev.
– Quizás tengas razón, no deberíamos preocuparnos – dije volviéndome hacia la piscina-. Así que realmente vamos a poder nadar en ella por fin… Casi no puedo creerlo.
– Yo que tú no me entusiasmaría tanto…
– ¿Por qué? ¿Cuándo estará llena?
– Pues, teniendo en cuenta su forma elíptica, el progresivo ensanchamiento de los escalones y el ángulo de inclinación entre la parte poco profunda y la profunda, y calculando un caudal lento de, digamos, once litros por minuto más algo de evaporación, debería llevar como nueve días. -Trev hizo una pausa para frotarse la nariz-. Eso, suponiendo que no utilices el agua para nada más.
Dirigimos la vista hacia el hilo de agua que poco a poco iba extendiéndose por el suelo alicatado de la ecosfera. Corría tan lentamente que resultaba difícil imaginar cómo iba a llegar hasta arriba alguna vez.
Tal como Manolo había señalado al principio, la gente que construye piscinas por estos lugares espera que estén listas para poderse bañar en ellas en un plazo de quince días. Pero no nuestra ecosfera (para nadar). Llevaba ya doce meses en construcción y ni siquiera estaba aún terminada. Trev todavía tenía que construir la noria, aunque por el momento había improvisado una bomba, mucho menos agradable desde el punto de vista estético y bastante menos eficiente.
Al igual que tantas otras veces desde que comenzó el disparatado proyecto, tanto Chloë como Ana se mostraron algo recelosas de mi entusiasmo. A medida que fueron pasando los meses y que aparecieron grandes huecos en el programa de trabajo mientras esperábamos a que nos llegara alguna pieza o material esencial, empezaron a sugerir que había tenido la imprudencia de dejarme subyugar por el arquitecto y sus maquinaciones. Luego habíamos recibido la noticia de la presa, y la piscina de ecosfera empezó a parecemos, incluyéndome a mí, una distracción frívola y costosa. Había semanas en que pasaba de largo por el lugar al parecer abandonado sin querer hacer frente a la idea de que todo ello podía ser un gran elefante blanco. Pero entonces reaparecía Trev y nos sentábamos al borde del agujero de hormigón con las piernas colgando mientras él me explicaba por centésima vez los cálculos de volumen y fuerza de ascensión, y la exquisita complejidad de la forma en sí de la piscina. Yo mantenía una especie de fe en el proyecto y me consolaba con la sencilla belleza del estanque de filtrado, con sus peces, sus rocas y carrizos, sus nenúfares y libélulas negras aterciopeladas, sus zapateros de agua y renacuajos, y la delgada culebra que había decidido instalarse allí.
Cada mañana yo echaba una mirada furtiva a la piscina para ver si realmente el nivel del agua había subido o no. Parecía estar igual, aunque Trev, que andaba enredando por los alrededores con un nivel y un metro o una regla de cálculo, me aseguraba que todo se estaba desarrollando de acuerdo con sus cálculos. Y entonces una mañana, nueve días más tarde, ahí estaba el agua rebosando y derramándose por el borde, corriendo por los canalillos de piedra y cayendo en cascada entre las rocas al estanque de los peces -ante la consternación de estos últimos. Trev la miraba pensativamente mientras se frotaba un lado de la nariz.
– ¡Dios, Trev!… ¡Funciona! Mira, está llena de agua y funciona. ¡Es increíble!
– No -dijo Trev-. No está bien del todo; el agua corre por los canalillos demasiado deprisa para que los rayos ultravioletas sean totalmente eficaces en el proceso de purificación. Vamos a tener que subir los niveles una pizca.
– Vaya, eso es una lástima… a mí me parece que está bien así.
– Pues no, no lo está, pero servirá por el momento. Mañana me voy a Inglaterra. Lo arreglaré cuando vuelva.
– ¿Cómo qué te vas a Inglaterra?
– Voy a hacer un curso.
– ¿Qué tipo de curso?
– Desarrollo personal, en cierto sentido -dijo Trev con lo que me pareció un ligero aire de picardía.
– Entonces, ¿cuándo vuelves?
– Me voy por lo menos para un mes.
– ¡Un mes! ¡Pero no puedes, todavía no has terminado la piscina!
– Estará bien así; os servirá para lo que queda de verano.
– Y si no funciona, ¿qué?
– Sí que funcionará. Sé que lo hará. He hecho los cálculos.
– ¡Maldita sea, Trev, qué morro tienes, largándote sin más en mitad de un trabajo!
– Mira, aparte de todo, va a ser mucho más agradable para todos vosotros tener la piscina para vosotros solos durante el resto del verano, sin que esté yo rondando por ahí todo el tiempo. Además me tengo que ir mañana, o llegaré tarde al curso y no quiero perdérmelo…
– Está bien, pero ¿qué curso es ése?
Trev se puso a mirar fijamente la burbuja de su nivel.
– Sexo tántrico, con alojamiento para los participantes -dijo.
– Ajá, ahora comprendo -dije consideradamente-. No, no puedes llegar tarde a él.
Así pues, Trev se marchó a disfrutar de los placeres prohibidos de Yorkshire, dejándonos de este modo libres para hacer el tonto en las cristalinas aguas de nuestra nueva poza.
– Mira -le dije a Ana-. Hasta se ve el fondo.
– Mmmm -dijo-. Es verdad.
Pero al día siguiente el fondo había desaparecido por completo.
– Ya no se ve nada el fondo -observó Chloë.
– Sí, ya lo sé, pero eso es natural y, además, yo creo que un matiz verde hace que el agua tenga un aspecto todavía más apetitoso, ¿no te parece?
Chloë y Ana no estaban del todo convencidas. Y al día siguiente, varios de los escalones inferiores habían seguido la misma suerte que el fondo.
– Creo que le da un aspecto como de charca de bosque que le va bastante bien -sugerí en respuesta a sus críticas.
Pero a lo largo de los días siguientes la charca de bosque se convirtió en una sopa clara de miso, que iba espesándose y haciéndose más verde a un ritmo alarmante. Para el final de la semana se había convertido en un caldo opaco de verde mefítico con una capa viscosa flotando en la superficie. Yo era el único que seguía nadando en ella.
– Venga, Chris, ¿cómo puedes nadar ahí? -es una asquerosidad.
– Admito que no tiene un aspecto muy apetitoso, pero a menos que me equivoque creo que hoy está ligerísimamente más limpia… Casi se ve el segundo escalón.
Durante toda la semana había tratado por todos los medios de ser positivo. La viscosidad parecía significar que el sistema había fallado aunque, por lo que yo veía, todos los distintos elementos funcionaban a la perfección. Hacía sol para propulsar las bombas eléctricas durante todas las largas horas del día, por lo que el agua seguía siendo elevada a la perfección hasta el filtro de arena, desde donde se filtraba a un ritmo adecuado para regresar al fondo de la piscina y crear allí su corriente circulatoria. A continuación se desbordaba por la parte de arriba, y el sol impregnaba con sus rayos ultravioletas las láminas de agua que corrían formando una capa fina por los canalillos de piedra. Desde allí caía al estanque de los peces en donde éstos se zampaban ávidamente las algas y demás microorganismos adversos a la claridad del agua de nuestra piscina. Todo esto parecía funcionar… así pues, ¿qué era lo que fallaba?
La rabia estaba empezando a anidar en algún lugar de mi corazón. Todo este proyecto de la piscina era una cagada, un fallo; me habían embaucado y yo había hecho el primo. Aquí estábamos mi familia y yo, desconsolados junto al borde de una cubeta de agua de aspecto siniestro donde hasta el más pestilente de los hipopótamos dudaría en revolcarse, mientras el arquitecto de este asqueroso proyecto se encontraba en el norte de Inglaterra retozando con las huríes de Hull. Era absolutamente humillante. De pronto me sentí avergonzado por haber tenido tanta fe en su prognosis de la presa. Evidentemente ese hombre no tenía ni idea.
Decidí telefonear a Trev y ajustar cuentas con él allí mismo.
– ¿Qué quieres decir con que «eso es lo que tiene que pasar»? -me sorprendí farfullando casi en cuanto contestó el teléfono.
– Pues eso precisamente. Que el agua pasa por esa fase…
– Mira, Trev, 110 soy un hombre poco razonable, pero realmente no creo que sea mucho pedir que…
– Cálmate y escucha… -insistió. Yo no esperaba que se mostrase tan sereno, y eso me desinfló un tanto-. Todo forma parte del orden natural de las cosas, ¿comprendes? Hay que pasar por la fase de la mugre antes de que el agua se aclare. Yo sabía que iba a suceder eso. Y, hagas lo que hagas, no cambies el agua o tendrás que volver a empezar desde el principio, pero si la observas con atención, verás cómo se va aclarando. Llevará aproximadamente una semana.
– Ah… vale. Entonces, ¿cómo va el curso?
Una semana después de que colgara el teléfono, reapareció el fondo. Casi podían distinguirse las líneas de los azulejos y, no mucho más tarde, el agua recobró su claridad original. Los peces estaban gordos como bolas y los filamentos estaban asquerosos, pero el agua de la ecosfera estaba tan transparente como el aire -bueno, casi. Yo estaba encantado y hasta telefoneé a Trev para decirle que estaba pasando lo que él había dicho. «Ya te lo dije», dijo. En realidad, no sé qué otra cosa esperaba que dijera.
Las bombas de agua zumbaban silenciosamente y el rastreador solar seguía la trayectoria del sol; los rayos del sol caían con fuerza sobre las piedras, masacrando las bacterias enemigas a millones. Los peces del estanque de filtrado se comían cualquier cosa que caía en su órbita. Eran carpas, que después averiguamos que son las cabras del mundo de los peces y que no eran buenas para nuestro ecosistema. Las carpas se lo comen todo -renacuajos, ranas jóvenes, zapateros de agua, libélulas- y, si pudieran, se comerían a las personas.
Habíamos comprado otras cinco carpas pequeñas para que hicieran compañía a las dos grandes originales, tranquilizados por el hombre de la tienda de los peces quien nos había dicho que estarían bien, puesto que los peces jamás comen ejemplares de su propia especie. Pero en el plazo de un día todas ellas habían sido devoradas por las carpas grandes. No nos engañemos: las carpas son unos bichos de cuidado.
Había algo más que no había entrado en nuestros cálculos acerca de la ecosfera, algo que tal vez deberíamos haber pensado desde el principio. La piscina era un paraíso para las ranas. En cierta medida la culpa era nuestra, pues habíamos ayudado a Chloë a introducir un cubo de renacuajos procedentes del lecho del río, pensando que estaría bien tener por ahí alguna rana que otra. Pero cualesquiera que fuesen las sustancias nutritivas que había en el estanque, evidentemente eran las que más les gustan a las ranas y, al cabo de poco tiempo, la población había alcanzado masa crítica y se vio obligada a enviar patrullas de reconocimiento en busca de nuevas aguas que colonizar. Las que fueron en dirección suroeste tenían un largo viaje hasta alcanzar el río, y en cualquier caso el río es un entorno muy poco de fiar para las ranas; pero las que se dirigieron hacia el noreste pronto regresaron con la noticia de que a menos de cuatro buenos saltos de allí había una magnífica extensión de agua límpida, lista para la conquista.
Pues bien, no me importa nadar en una piscina acompañado de aproximadamente una docena de ranas -ya que casi ni las ves-, e incluso consideraría que veinte es un número aceptable, aunque tal vez yo esté en minoría sobre este punto. Sin embargo, al cabo de poco tiempo empezó a preocuparme la posibilidad de que nuestra piscina se convirtiera en una palpitante masa de ranas en perpetuo croar y copular. Suponía una perspectiva horrorosa pero ¿qué podíamos hacer? Era imposible utilizar algún producto químico que las ahuyentara porque precisamente el objetivo de la piscina era no necesitar productos químicos y ser ecológica (¡lo que sin lugar a dudas era!). Por otra parte, un disuasor químico para las ranas era poco probable que resultara beneficioso para los bañistas. Así pues, me vi obligado a dedicar muchas horas cada día a sacar ranas y renacuajos.
Por supuesto, la caza de ranas tiene su parte de diversión y es un asunto que requiere mucha habilidad. Las ranas se mueven con mucha rapidez y no les gusta ser recogidas con una red para, como era éste el caso, ser devueltas a un repugnante estanque lateral. Y cuando lograba cogerlas y devolverlas a su parte de la piscina, no tardaban mucho tiempo en dar media vuelta y regresar directamente de un salto.
Necesitábamos asesoramiento, pero cuando le mencioné a Trev por teléfono mi preocupación, lanzó un suspiro de resignación como si yo fuese una especie de imbécil. «¡No puedes estar preocupado en serio porque haya unas cuantas ranas en el agua! ¡Con lo bonitas que son y la elegancia con que nadan! Por Dios, hombre, no estás en el Ritz, ¿no?» Y entonces pasó a asegurarme que las carpas se las arreglarían perfectamente para mantener a raya la población.
Ni que decir tiene que Chloë estaba entusiasmada con la piscina. Constituía un placer verla pasar largos días de verano jugando en el agua con sus amigas, entrando y saliendo del follaje a la carrera para tirarse a la piscina con las ranas. Una carcajada señalaba por lo general la llegada de Porca, que se posaba en su habitual atalaya natatoria en la cabeza de Ana para quedarse allí mientras ésta se deslizaba cuidadosamente de un lado para otro.
No mucho después de que se llenara la piscina, me encontraba flotando un día en el agua contemplando el valle, cuando Ana se me acercó nadando cautelosamente con Porca. Bajo nosotros el río serpenteaba tranquilamente a una velocidad que haría que tardase un milenio en enterrar nuestra casa bajo sus sedimentos.
– ¿Sabes? -le dije a Ana-. Creo que Trev quizás esté en lo cierto después de todo.
– Sí, es verdad que las cosas estarán mejor cuando tengamos funcionando la noria -contestó.
– No, me refería a lo que dijo sobre la presa y los niveles de agua en el cauce del río. Creo que realmente está en lo cierto, ¿sabes?, y no le va a pasar nada al cortijo… ni tampoco al valle.
Ana se encogió de hombros.
– El tiempo lo dirá -dijo, y se sumergió lentamente bajo el agua, obligando a Porca a abandonar la nave con un fuerte graznido y un torbellino de alas.
Desde las profundidades de la jungla del estanque surgió un fuerte croar de ranas que se elevó por la cálida atmósfera de la noche.