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Me apeé del autobús en Órgiva, la pequeña población y centro de la vida urbana de Las Alpujarras Occidentales, y el fuerte sol de abril me hizo entrecerrar los ojos. Después de pasar un mes fuera, hasta una parada de autobús de mala muerte me parecía alegre y animada, flanqueada como estaba por la óptica de color verde pastel y el supermercado rojo y blanco, y con unas bolsas de plástico de vivos colores revoloteando alrededor de los contenedores de basura. Respiré profundamente el inimitable olor de los pueblos españoles a café, ajo y tabaco negro y, echándome al hombro la bolsa, me encaminé a mi casa. Siempre prefiero hacer a pie el último tramo del viaje de regreso, ya que le añade una cierta nota romántica y me da la oportunidad de disfrutar de las vistas y de los ruidos del campo durante el camino. Esta última etapa dura aproximadamente una hora y media, en las raras ocasiones en que no te encuentras a nadie con quien detenerte a hablar.
Tras cruzar el hilillo de agua del río Seco, descendí a grandes zancadas hacia la vega -los campos de olivos, naranjos y hortalizas que rodean el pueblo- y tomé la carretera hacia Tíjola. La carretera entraba y salía serpenteando de los barrancos para luego ir subiendo y bajando por los cerros, y sus bordes estaban revestidos de una suave hierba recién salida y matas de oxalis de un amarillo deslumbrante. Entre el oscuro follaje de los naranjos y limoneros colgaban multitud de frutos de vivos colores, algunos de los cuales rodaban por la carretera aquí y allá. Al aparecer las primeras casas, los perros del pueblo, que yacían acostados en el asfalto caliente, se pusieron de pie para ladrarme.
«Adiós», decían las mujeres del pueblo asomándose entre las nubes de geranios y margaritas que crecían en sus patios plantadas en latas viejas de pintura. «Adiós», les replicaba saludándolas con el brazo. En España es así como se saluda normalmente a alguien al pasar [1]. Puede que parezca algo raro decirle adiós a una persona que se te acerca, pero si pasas de largo la cosa tiene una cierta lógica.
Dejé atrás Tíjola y tomé el camino que asciende entre rocas y matorrales hasta la cresta situada al extremo de nuestro valle. Cuando llegué a lo alto me descolgué la bolsa del hombro y me senté en una roca caliente para mirar la vega que acababa de atravesar. A mis pies se extendía un mosaico de campos bien cuidados de diferentes colores y texturas. Un penacho de humo azulado se elevaba por la atmósfera serena, y el sol arrancaba destellos a las plateadas cintas de agua que serpenteaban entre los campos. Pensé en los oscuros bosques de pinos de Suecia aguantando a duras penas su pesada carga de hielo y me permití esbozar una amplia sonrisa de satisfacción. Entonces volví a echarme al hombro la bolsa y comencé a subir la última parte de la cuesta.
Aparte del ruido que hacían mis pies al avanzar pesadamente por el polvo de la carretera, lo único que se oía era el fragor del río allá abajo precipitándose por la garganta. Tras unos minutos más de marcha alcancé la hendidura de la roca que es el primer lugar desde el que puede divisarse nuestra casa, El Valero, pequeña y distante al otro lado del río. Un enorme eucalipto oculta la vista de la casa desde la carretera, pero distinguía los campos del lado del río con su cosecha de alfalfa, así como el verde más intenso de los bancales de riego por debajo de la acequia (uno de los canales ele riego árabes que conduce el agua por la ladera desde el río hasta el cortijo). Más arriba, veía las ovejas moviéndose entre los matorrales, mientras que cerca de ellas Lola, mi yegua, atada en el cauce del río, se espantaba las moscas con la cola.
«Casi estoy en casa», pensé al doblar la curva del camino y alcanzar el almendro seco, el lugar en que los visitantes anuncian su llegada tocando el claxon del coche o con un grito. Así pues, formando bocina con las manos, lancé un grito. No es un sonido fuerte, pero a lo largo de los años Ana y yo lo hemos perfeccionado hasta conseguir el tono adecuado que nos permite oírnos el uno al otro desde los rincones más apartados del valle. Incluso si no oímos el grito, nunca falla en conseguir que los perros se pongan a ladrar y, efectivamente, pude distinguir el ladrido agudo de Big, el terrier, el de bajo profundo de nuestra perra pastor Bumble y un sonoro graznido de Bonka, su madre. No es fácil explicar por qué un perro tiene que graznar como un pato, pero Bonka siempre lo ha hecho así y me apenaría que alguna vez cambiara.
Vislumbré una esbelta figura que saludaba con el brazo desde el bancal de los mandarinos. Se trataba de Ana. Apretando los ojos, intenté fijarme en los detalles -se había cortado el pelo, no, era un gorro- pero estaba demasiado lejos para distinguirlo bien. Entonces un árbol empezó a moverse frenéticamente y de repente apareció bajo una de sus ramas, moviendo los brazos con entusiasmo, una pequeña figura con una mata de pelo rizado rubio: Chloë, mi hija de cinco años. Grité un poco más, di voces y saltos moviendo frenéticamente los brazos, y entonces me adentré a grandes zancadas en el valle. Es una sensación rara el poder ver tu casa desde lo alto durante un tiempo antes de llegar a ella, como si se te estuviera ofreciendo un avance en exclusiva. Aún me quedaban más de veinte minutos para alcanzarla.
Caminé otro kilómetro más a lo largo de la carretera, que por aquí estaba espectacularmente cortada en la roca por encima del río, y después bajé deslizándome y resbalando por el empinado sendero que conduce a la acequia. A medida que iba avanzando por su orilla a la sombra de los eucaliptos, el aire se iba haciendo más fresco gracias al rápido discurrir de las aguas.
Por fin tomé la pista que descendía hasta el lecho del río y comencé a avanzar aguas arriba hacia el puente. En el banco de guijarros junto al río descubrí la figura de un hombre fornido de baja estatura con sombrero de paja y la camisa rota. Estaba en cuclillas, medio escondido entre los matorrales, absorto al parecer en algo que había en el suelo. Se trataba de Domingo, mi vecino.
Domingo me vio en el mismo momento en que yo le descubrí, y me hizo señas para que me acercara. Se encontraba inclinado pensativamente sobre una oveja de aspecto enfermo, hurgándole aquí y allá. Le separó uno de los párpados y escudriñó el interior del ojo.
– Es lo de siempre -dijo sin mirar hacia arriba-, los ojos como papas. Mira, no tienen ningún color.
Domingo no tiene ninguna dote para los saludos.
La oveja yacía en el suelo con los flancos palpitantes y ese aire resignado que suelen tener las ovejas.
– No tiene demasiado buen aspecto -observé, pensando en realidad que estaba en las últimas.
– No, no lo tiene -respondió sonriéndome-. Pensaba que podía ser el hígado. He notao cómo les han salio algunos quistes en el hígado a un par de ovejas que han muerto hace poco. Pero también tenían el estómago lleno de albaida, con lo que es difícil saber de qué murieron. (La albaida es la Anthyllis cytisoides, un arbusto de flor amarilla que tapiza los montes, y que en esta época del año está lleno de flores y semillas -un sabroso aperitivo de alto contenido en proteínas si se mordisquea con moderación, pero que a menudo resulta mortal si se consume de manera desaforada).
– ¿Cómo demonios sabes eso, Domingo? -exclamé-. Normalmente es necesaria una autopsia para descubrir esas cosas.
Domingo se encogió de hombros.
– Bueno, no le sirven pa' ná a nadie cuando están muertas, ¿no? Qué más da abrirlas y echarles una ojea por dentro. -Dicho esto, dio una palmada en el costado de la oveja y le dio la vuelta para que se enderezara-. Pero ésta se recuperará, aún no está demasiao mal.
Poniéndose de pie, se estiró y se secó el sudor de la frente con el brazo, mientras yo miraba a la oveja alejarse tambaleándose para luego dejarse caer a la sombra de un tamarisco. Creo que a mí no se me da mal diagnosticar las enfermedades ovinas, pero al parecer Domingo estaba en una clase más avanzada que yo.
– Entonces -dijo alargando la mano con una amplia sonrisa-, ¿cómo te ha ío en Suecia?
– No me ha ido mal -respondí y, espoleado por este comienzo inusitadamente expansivo, le conté lo de mi contrato para escribir un libro mientras él me escuchaba en silencio.
– ¡Um!, no está mal si te gustan esas cosas -comentó, comenzando acto seguido a hablarme de una disputa sobre pastizales. Me sentí curiosamente decepcionado por su falta de interés.
– ¿Y tú, Domingo, cómo van las cosas en tu lado del río? ¿Y cómo está Antonia?
– 'Tamos bien -respondió-. También he estao haciendo otras cosas. Tendrías que venir a verlas. ¿Por qué no vienes… -dijo bajando los ojos mientras empujaba una piedra con la punta del zapato-… o venís tós a cenar mañana por la noche?
Y eso fue todo, una simple invitación, hecha con una cierta dosis de embarazo. Pero creo que los dos la reconocimos como algo diferente. En los trece años que llevaba viviendo en el valle, nunca antes me había invitado Domingo formalmente a cenar a su casa. Era evidente que la vida de cada uno de nosotros se había desviado levemente de su eje: yo me encontraba de pronto con un contrato en la mano para escribir un libro, y Domingo se dedicaba a extender invitaciones para cenar.
Le miré socarronamente durante unos momentos.
– Bueno… sí, por supuesto que iremos -le dije.
Seguimos de pie un rato más mientras Domingo me explicaba los problemas que estaba teniendo con unos cazadores y unos propietarios del cerro que había a nuestras espaldas. Después, desatando su burra de los carrizos donde la había amarrado, mi vecino se montó en ella y echó a andar al trote camino arriba, mientras yo seguía andando hacia el puente absorto en mis pensamientos y preguntándome qué capricho del destino había querido que Domingo hubiera formado pareja con una escultora holandesa.
Durante casi cuarenta años Domingo había llevado una vida tranquila y más bien solitaria en el cortijo de su familia. Parecía bastante satisfecho, pero su vida y su trabajo apenas se beneficiaban de su aguda inteligencia y su sed de nuevas ideas y conocimientos. Una breve temporada trabajando en Barcelona en una fábrica había puesto fin a las ansias de conocer mundo que hubiera podido sentir, pero a cambio se puso a aprender todo lo posible acerca de las ideas y costumbres noreuropeas de sus vecinos extranjeros, Joop yMarijke, una pareja holandesa que vivía valle abajo, en La Cenicera, y nosotros.
Y entonces un verano llegó una holandesa pecosa de pelo castaño llamada Antonia. Se dedicaba a hacer esculturas de los distintos animales que había en nuestro valle y decidió quedarse, haciendo un improvisado hogar del cortijo abandonado de La Herradura. Las ovejas de Domingo pacían de vez en cuando en La Herradura, pero el verano en que Antonia empezó a vivir allí se convirtieron en parte de la decoración, pastando en la finca hasta dejarla como una mesa de billar. Para cuando empezaron las lluvias de octubre, Domingo había convencido a Antonia para que se fuera a vivir con él a su cortijo, e inmediatamente después comenzó a reconstruir la casa para alojar a su primer y único amor |unto con su taller de artesanía.
Antonia regresó a Holanda, en donde pasó gran parte del invierno obteniendo encargos y ocupándose del fundido en bronce de sus modelos, pero a principios de primavera regresó al valle. Ana me había escrito diciendo que se habían hecho inseparables y que en aquellos momentos estaban trabajando juntos arreglando el viejo y destartalado cortijo de Domingo. Yo estaba intrigado por ver qué es lo que estaba sucediendo.
Atravesé nuestro desvencijado puente de madera hasta alcanzar los verdes campos a orillas del río. Allí, los penachos gigantes del bosque de eucaliptos se elevan por encima de los olivos que bordean el campo de alfalfa. La propia alfalfa, salpicada de florecillas azules, tiene el más profundo color verde que uno pueda imaginar, y en verano con solo mirarla sientes una sensación de frescor. En este lugar el camino atraviesa lo que es prácticamente un túnel de gigantescas zarzamoras, tamariscos y retama, y a partir de ahí comienza la cuesta que asciende hasta la casa.
Éste es el momento en que siempre suelen empezar a asaltarme preocupaciones acerca de mi vuelta a casa. ¿Estarían Ana y Chloë tan contentas de verme como me habría gustado pensar que lo estaban, o se mostrarían frías y un tanto molestas de que hubiera vuelto a introducirme en sus vidas justo cuando se habían acostumbrado a estar sin mí? ¿Les decepcionaría que después de tantas semanas de separación siguiera siendo el mismo tipo normal y corriente de antes? A medida que subía penosamente la cuesta iba dándole vueltas a estos pensamientos, hasta que de pronto, bajando a toda velocidad, llegaron los perros meneando el rabo locos de alegría, saltando y cubriéndome de polvo y de babas. Ellos sí sabían quién era yo y les importaba un bledo que fuera del montón. Eso me dio ánimos.
Entonces, antes de que me diera tiempo a extender los brazos, Chloë se lanzó de golpe contra mi pecho. Cuando miré hacia arriba entre aquel amasijo de brazos, piernas y patas vi a Ana sonriendo en la terraza. Chloë miró al mismo tiempo y los tres nos sonreímos tímidamente.
A la tarde siguiente, con una botella de vino bajo un brazo y balanceando a Chloë entre Ana y yo con el otro, atravesamos el valle y nos encaminamos a paso lento a la casa de Domingo y Antonia. Por detrás se oía el aullido lejano de los perros, que veían con malos ojos que les dejáramos atados en la terraza. El aire era mucho más fresco en el fondo del valle, y una casi imperceptible brisa nos traía el olor embriagador de la retama en flor, junto con alguna que otra esporádica vaharada a estiércol de oveja.
El tinao de Domingo (el pequeño patio cubierto que constituye la principal zona de estar de todas las casas alpujarreñas) tenía muchas más flores y plantas de las que yo recordaba, y la oscura cocina de antes contaba ahora con una claraboya, una reciente innovación que consistía en un agujero abierto en el tejado y cubierto por el parabrisas de la vieja furgoneta Mercedes que, desde que yo recordaba, había permanecido arrumbada entre los matorrales junto al gallinero. Esto había mejorado las cosas de tal manera que ahora uno podía ver lo que estaba haciendo en la cocina. Antes la madre de Domingo había tenido que efectuar sus tareas más bien al tacto y por instinto.
Acercamos nuestras sillas a la mesa, en el centro de la cual había un tarro de mermelada con una de esas hermosas etiquetas adhesivas para conservas caseras pegada en su exterior. Lo cogí y le di la vuelta distraídamente. En la etiqueta se leían las palabras «Mermelada de membrillo y nueces», escritas con una cuidadosa letra.
– Es buena, pero me parece que le puse demasiao membrillo -dijo Domingo-. Ésta es mejor, llévatela a tu casa -y me entregó otro tarro que había en un estante, esta vez con una etiqueta donde ponía «Níspero y jengibre».
– ¿Quién ha hecho las etiquetas? -pregunté.
– Yo -dijo Domingo.
– Domingo tiene unas ideas extrañas sobre la mermelada -comentó Antonia, como si el experimentar con mermeladas fuera la ocupación más natural de un pastor alpujarreño-. Pero a veces dan un resultado muy bueno. Esa de ahí es deliciosa.
Ana me miró con intención y me dio un puntapié por debajo de la mesa para que no me quedara con la boca abierta, mientras Antonia nos servía a todos un misterioso mejunje que había preparado, sazonado con jengibre y cilantro recién cortado. A medida que sus sabores orientales inundaban mis sentidos, me puse a pensar que algo extraño estaba sucediendo en nuestro pequeño valle.
Después de comer fuimos a visitar el estudio, que era la habitación antes dedicada a los cerdos y cuya transformación Domingo estaba llevando a cabo. Chloë y Ana se pusieron a deambular admirando las figuras de bronce, algunas de las cuales eran antiguas conocidas, entre otras una excelente reproducción de Lola y un temible jabalí. Ana cogió una nueva, una cabra montés maravillosamente reproducida y, sosteniéndola con cuidado en la mano, se volvió para mostrármela.
– ¿Qué os parece? -preguntó Antonia sonriendo.
– Es maravillosa -replicamos los dos al mismo tiempo-. Una de las mejores que has hecho, Antonia -añadí-. Reproduce a la perfección la gracia de movimientos de una cabra montés.
– También les pareció eso a los trabajadores de la fundición, y ellos no suelen hacer comentarios sobre los objetos que funden -añadió-. Me sentiría halagada si fuera mía. -Y se volvió para sonreír a Domingo-. Él no sabe el talento que tiene.
Ana y yo nos quedamos boquiabiertos, dirigiendo nuestros ojos desde la cabra montés a su escultor. Esta era otra noticia extraordinaria cuya trascendencia me costaba asimilar, pero Ana, como de costumbre, me había tomado la delantera.
– ¿Quieres decir que la has hecho tú? -exclamó.
– Bah, no es ná -respondió Domingo encogiéndose de hombros-. Simplemente la estuve mirando un rato y la copié.
Después, entusiasmándose con su papel de artista expositor, se fue a buscar los diferentes toros, cabras montesas y caballos que había modelado en cera con herramientas de madera y caña que se había fabricado él mismo.
Si a Antonia le inquietaba mínimamente el que Domingo se revelara también como escultor, lo ocultaba muy bien. Recordé cómo le había enseñado yo a esquilar ovejas y cómo el alumno había aventajado a su maestro en muy poco tiempo.
– Voy a intentar vender algunas -continuó Domingo-. Antonia cree que puede conseguir que una galería de la costa exhiba algunos de mis animales. A lo mejor es algo que puedo hacer cuando ya esté demasiao viejo para pasarme el día yendo detrás de las ovejas por estos montes.
De vuelta a El Valero, decidí que había llegado el momento de coger por los cuernos mi propio nuevo futuro profesional. Me levanté inusitadamente temprano y me sumergí en mis faenas matutinas. El ejemplo de Domingo me había dado la idea y hoy iba a ser el día en que iba a conseguirme un estudio y a convertirme en escritor.
En primer lugar, le serví a Ana su taza de té bastante más temprano de lo que ella hubiera deseado; a continuación di de comer a las gallinas, después a las palomas y más tarde bajé al establo para soltar las ovejas. Una vez hecho esto, eché a andar por el sendero que rodea la casa hasta llegar a un edificio bajo que se encuentra justo debajo de la antigua era y empujé su puerta de madera. Se trataba de la «cámara», o almacén, donde Pedro Romero, el último propietario del cortijo, había guardado sus alimentos no perecederos. Cuando nosotros llegamos estaba festoneado por ristras de pimientos, cebollas, ajos y pedazos amarillentos de tocino. Extendidos por el suelo había montones de sal y de farfollas de maíz, sacos de grano y, en un rincón, una vieja máquina de hierro para despinochar maíz con un volante y una manivela.
La máquina de despinochar todavía seguía en el rincón, aunque ahora rodeada de un tipo diferente de detritos: viejas macetas, cajas llenas de ropa, juguetes jubilados y libros polvorientos, así como una guitarra que, semejante a un perro muy querido, esperaba ahí pendiente de mi antojo. Éste iba a ser el lugar donde iba a sentarme a escribir el libro.
Quité de en medio la máquina de despinochar maíz, di un soplido a la mesa para eliminar el polvo y la limpié con una camiseta vieja. A continuación me senté, saqué punta a algunos lápices, llené de tinta mi estilográfica y me puse a buscar el tipo adecuado de papel para dar comienzo a mi trabajo. Con un gesto triunfal escribí las palabras «El Libro» en la parte superior de la página.
Me detuve unos instantes para mirarlas con satisfacción, y entonces dirigí los ojos hacia la ventana y vi las palomas volando alrededor del eucalipto a cuyos pies se encuentra el huerto de Ana. De pronto noté un pequeño movimiento en el rincón de las fresas… ¡Maldición! ¡Era una oveja! ¡Las ovejas estaban atacando el huerto! Crucé la puerta como una exhalación y salí disparado camino abajo. Esto podía ser el principio de una catástrofe de grado A. Ana se pondría furiosa y las ovejas, cuya popularidad con las mujeres de mi familia se encontraba ya en un punto bastante bajo, correrían el riesgo de ser expulsadas del cortijo.
– ¿Qué pasa? -gritó Ana al verme pasar corriendo agitadamente por delante de la casa.
– ¡Nada, solamente voy a dar un paseo! -respondí a gritos, mientras desaparecía cuesta abajo en medio de una nube de polvo con los perros ladrando eufóricamente a mi alrededor.
– Como esas malditas ovejas se hayan metido otra vez en el huerto… -comenzó a decir Ana, pero la amenaza quedó ahogada por el estrépito que produje al saltar la cerca y abrirme paso entre los matorrales de barrilla.
Entre los perros y yo, y a fuerza de gritos y ladridos, conseguimos que las ovejas salieran del huerto dejando solo unos pocos daños colaterales. Tras alejarlas con horribles maldiciones, me puse a tapar los agujeros por donde se habían introducido.
Y en eso quedó mi primera mañana como escritor.
Pasé aquel primer mes desde mi regreso a casa sufriendo toda una serie de retrasos e interrupciones en mis primeras tentativas literarias. Durante mi ausencia se habían acumulado en el cortijo multitud de tareas: había que desbrozar las acequias, limpiar el establo y segar la cosecha de alfalfa. Era necesario llevar y recoger a Chloë de la parada del autobús escolar en el otro extremo del valle, había que arreglar como es debido la cerca del huerto de Ana, además hacía falta desmontar el coche (tras lo cual había que encontrar a alguien para que lo montara de nuevo) y así sucesivamente, hasta que, como ocurre a menudo, llegamos a una situación límite y me vi obligado a buscar ayuda.
El día que finalmente decidí que las cosas se habían pasado de la raya y que era necesario tomar algún tipo de medida vino marcado por un acontecimiento singular. Había atravesado el valle a primera hora de la tarde con idea de ir a ver a Joop, no recuerdo con qué intención, antes de recoger a Chloë del autobús escolar. Ciertamente había reservado esa hora para escribir, pero sin duda tenía urgentes asuntos que discutir con mi vecino.
Cortando desde el valle, el sendero hasta la casa de Joop serpentea por una zona llena de matorrales, árboles y chumberas entre los que crece una multitud de enredaderas y plantas trepadoras. Una pequeña curva pedregosa discurre entre un profundo tajo y una chumbera donde, si uno resbala, en una fracción de segundo tiene que decidir si rodar barranco abajo o caer en la chumbera y pasarse un mes extrayendo millones de púas microscópicas. Esta vez sorteé la curva sin contratiempos y subí jadeando el último tramo del camino hasta llegar a la carretera, donde encontré a Joop mirando hacia las ramas de una alta higuera que se inclinaba sobre el sendero.
Mi vecino me sonrió apesadumbrado mientras miraba hacia arriba rascándose la barbilla cubierta de una barba incipiente. Me detuve a su lado.
– Hola, Joop, ¿qué tal?
– Buenos días, Cristóbal, no estoy mal, no me puedo quejar, pero tengo un pequeño problema aquí.
– ¿Qué ocurre?
Como respuesta señaló la copa de la higuera. Miré hacia las ramas de arriba protegiéndome los ojos del sol con la mano: en lo alto del árbol había algo que parecía ser un perrito. Miré socarronamente a Joop.
– Sí -dijo-. ¿Ves?, es der Moffli.
– Sí, ya veo que es el Moffli, pero ¿qué diablos está haciendo en lo alto de ese árbol?
– Está muerto -dijo Joop con cierta solemnidad.
– Ah -dije aliviado de haber descubierto la explicación del extraño aspecto del perro, si bien ello arrojaba poca luz sobre la razón por la que se encontraba ahí. El Moffli era el perro de la familia de Joop, un pequeño pequinés muy querido de los niños. Al principio habían sido dos -llamados los Mofflis por los personajes de una historieta holandesa- pero el primero había sucumbido a alguna enfermedad el año anterior, para gran disgusto de los niños. Y ahora parecía que el otro había seguido el mismo camino.
– Se murió anoche -explicó Joop-. El último de los pequeños Mofflis. No quería que lo vieran los niños, así que decidí esperar hasta que se marcharan al colegio para arrojarlo al barranco. Pues bien, lo hice girar dándole varias vueltas así, ¿sabes? -dijo mientras hacía un movimiento circular con el brazo- y luego lo solté… pero me parece que apunté mal.
Joop desvió la mirada del árbol para volverse hacia mí y, para gran vergüenza nuestra, ambos estallamos en carcajadas. Pero inmediatamente Joop se tapó la boca con la mano y me hizo gestos para que me callara.
– No, no, es muy triste -dijo- y un problema tremendo. El árbol se encuentra justamente en el camino que siguen los niños cuando vienen del autobús. Imagínate lo que les afectaría si miraran hacia arriba y vieran al Moffli ahí colgado.
En ese preciso instante un suave céfiro levantó el cuerpo de Moffli, que comenzó a balancearse en el lugar de su descanso eterno. Ahora me daba cuenta de la gravedad de la situación.
– ¿Pero cómo vamos a poder bajarlo -se preguntó Joop- antes de que vuelvan los niños?
– Podríamos tirarle piedras para intentar que caiga al suelo -sugerí.
La idea le gustó a Joop, por lo que reunimos un montón de piedras y nos pusimos a lanzárselas al desgraciado animal. A pesar de que de vez en cuando dábamos en el blanco, lo cual era gratificante a su manera, lo único que conseguimos fue empujar al Moffli aún más hacia el interior de su hendidura.
– No -declaró finalmente Joop-. Así no conseguiremos nada. Vamos a tener que pensar en otra cosa.
En aquel momento un ruido de motor y la aparición de una nube de polvo por la curva anunció la llegada del autobús escolar. Tenía que tomar una decisión: o subía corriendo para encontrarme con los niños e improvisar alguna distracción, o daba media vuelta y me quitaba de en medio para bajar a recoger a Chloë en el puente. Elegí esta segunda opción.
Tal vez para expiar este arrebato de cobardía poco digna de un vecino me prometí a mí mismo quedarme escribiendo hasta muy tarde y continuar trabajando en el libro durante todo el día siguiente, decisión que no me costó mucho tomar mientras regresaba a paso lento al cortijo a última hora de la tarde. Después de cenar me retiré a la «cámara», pero mientras me dirigía hacia allí noté que las ovejas aún no habían vuelto al cortijo: se encontraban todavía en la ladera de detrás de la casa. Estaba haciéndose de noche y empecé a preocuparme por el riesgo que corrían si las dejaba ahí arriba: era luna llena y las alimañas estarían delirantes de malevolencia contenida. Las pobres ovejas, a quienes la luna no parece afectar, no tendrían nada que hacer. Así pues, agarrando un palo y con Bumble y Big a mis talones, comencé a ascender la ladera.
Los perros desaparecieron alegremente entre los matorrales mientras yo subía por las gradientes más suaves del sendero, deteniéndome de vez en cuando para aguzar el oído en el silencio que me rodeaba e intentar captar el tintineo de un cencerro. No se oía nada y pronto se hizo de noche. Seguí subiendo con dificultad por el tosco sendero, intentando acostumbrar mis ojos a la tenue luz de las estrellas y sin que hubiera aún una sola señal ni se oyera un solo ruido de las ovejas. Entonces la suave palidez que surgía por el este detrás de una alta escarpadura se transformó de repente en el gran disco refulgente de la luna llena, cuyo blanco resplandor contrastaba con la negrura de los tajos. Los perros corrían jadeantes entre la maleza de un lado para otro, asustando a las perdices que se elevaban histéricas por el aire y corrían con estrépito monte abajo. Bumble, gigantesca y blanca a la luz de la luna y con su oscura sombra avanzando junto a ella a lo largo del polvo blanquecino del camino, parecía el espectro de un perro.
De repente oí el ruido de un cencerro, claro y cercano, a no más de cincuenta metros. Me quedé inmóvil. Silencio. Los perros se me acercaron y juntos nos quedamos los tres completamente quietos con los ojos clavados en la oscuridad. No volvió a oírse el sonido del cencerro; el monte seguía envuelto en silencio.
Permanecimos inmóviles aguzando el oído por si captábamos algún sonido que delatara la presencia de las ovejas. Yo respiraba por la boca para no hacer ruido, y por un momento me sentí, en lugar de como un enclenque europeo de edad madura con gafas, como un guerrero Masai, señor silencioso del cerro que se extendía ante mí en la noche de montaña.
Pero pronto me cansé de mi pose de guerrero. A lo lejos se oía el ladrido de unos perros, y más allá del cerro me pareció percibir en la distancia el aullido salvaje de los zorros. Continué ascendiendo, dejando el valle para dirigirme a los pinares. Los perros corrían dichosos, y para mí hay pocas maneras mejores de pasar una noche de luna que deambulando por los montes, pero se estaba haciendo tarde y ya había desperdiciado una noche de trabajo. Sin embargo, tampoco podía sentarme a escribir mientras mis ovejas eran perseguidas en el monte por manadas enloquecidas de perros salvajes.
A pesar de mi recelo, al fin tuve que admitir mi derrota. Había pasado la mayor parte de la noche recorriendo en vano el cerro de arriba abajo, y siempre cabía la posibilidad -y ésta no sería la primera vez- de que el rebaño hubiera bajado dando un rodeo y regresado al establo.
Al pasar por la casa vi que estaba a oscuras: Ana se había acostado. Seguí bajando hacia el establo. Reinaba un silencio absoluto pero al inclinarme para mirar por la ventana oí de pronto un movimiento y el tintineo de un cencerro. Ahí estaban las muy cabronas, sanas y salvas en la cama. Las reconvine furioso por haberme hecho perder la noche.
– No volváis a hacerlo -les insté-. Estoy intentando hacer algo que podría beneficiarnos a todos: imaginaros, nuevos pesebres, un tipo mejor de grano…
Pero las ovejas se me quedaron mirando, mascando insolentemente semejantes a un grupo de gamberros en un descampado.
Al día siguiente me desplomé sobre mi mesa de trabajo, agotado tras la noche anterior y un tanto desmoralizado. Tal vez debía olvidarme de la idea de hacerme escritor. Si tenía que dedicarle una parte tan grande de mi tiempo al día a día -y evidentemente ése era el eterno problema que representaba vivir en un remoto cortijo- ¿cómo diantres iba a encontrar tiempo para hacer algo creativo? Sin duda pronto empezaría a sonar el teléfono, y sería mi amigo y socio esquilador José Guerrero anunciando el comienzo de la temporada de esquila: más de dos meses de trabajo ininterrumpido y agotador que me dejarían absolutamente extenuado. Era como si un sueño hecho realidad solo a medias ya estuviera empezando a desvanecerse.
Pero entonces Ana propuso una solución. Podría emplear el anticipo que me habían pagado para contratar a alguien que me echara una mano en el cortijo. Resultaba absurdo que yo tratara de dar de sí tanto y, en cualquier caso, ¿acaso no era ése el objeto de un anticipo, el que me quedara un poco más de tiempo para escribir? Se trataba de una idea perfecta que solo tenía un defecto: no conocíamos a nadie a quien preguntar. Los buenos trabajadores agrícolas escasean hoy en día en Las Alpujarras, y El Valero, situado como estaba en el lado más inaccesible del río, no era el lugar más solicitado ni más cómodo donde trabajar.
– Debías preguntarle a Manolo, es un buen trabajador -dijo Domingo cuando fui a pedirle consejo.
– ¿Manolo del Molinillo, dices?
– Sí, no hay nadie mejor que él, pero eso ya lo sabes tú de cuando te ayudó a limpiar la acequia con su padre hace un par de años. Y además es bueno con las ovejas.
– Conozco bien a Manolo -dije con aire abatido- y ya sé que es verdad lo que dices. Pero es una persona a la que no puedo contratar…
– ¿Por qué no?
– Bueno… -comencé. En realidad no había querido mencionar esto-. Manolo todavía no me ha pagado por haberle esquilado las ovejas el año pasado.
– No me puedo creer eso de Manolo. Es más honrao que nadie…
– Eso era lo que pensaba yo -dije-. Pero en cualquier caso, cuando te debe dinero una persona es un poco difícil pedirle que trabaje para ti…
– Sí, pero más difícil sería si fueras tú el que le debe dinero a él -respondió Domingo dándose la vuelta para marcharse. Tenía un trabajo que quería terminar en su estudio.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Los ingleses utilizan good-bye solo como fórmula de despedida. (Nota de la traductora)