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Paco de la Charca vive entre El Valero y Órgiva, en un cortijo que, como su nombre indica, está situado en un cenagal. Comparte este terreno poco envidiable con trescientas o cuatrocientas ovejas que deambulan por allí hozando y comiendo grandes cantidades de menta de agua, juncos y otras plantas propias de zonas pantanosas, así como abundantes mimbres. Llevo muchos años esquilando las ovejas de Paco y he llegado a conocerle bastante bien. No es un auténtico alpujarreño pues procede de Iznalloz, un pueblo al pie de las sierras del norte de Granada, aunque al oírle hablar nunca se sospecharía ya que, al menos cuando estoy yo delante, se limita a arremeter contra la gente de cualquier lugar situado más allá de los confines de Órgiva, en especial los extranjeros.
– ¡Venís aquí a invadir nuestra tierra, a cargaros nuestro idioma! ¡La hostia! ¡Y no os entiendo ni jota! ¡No servís pa' ná como no sea esquilar ovejas, y ni siquiera eso lo hacéis bien! ¡Mira esa oveja! ¿A eso lo llamas tú esquilar? ¡Y, encima, seguro que no me vas a cobrar menos por esquilarla! ¡Tos los extranjeros sois unos ladrones del carajo, que nos dejáis con lo puesto a los de aquí!
Todos estos disparates los suelta refunfuñando a gritos con una voz áspera y quebrada y, a medida que va entusiasmándose con el tema, grita más fuerte y con voz cada vez más áspera, apretando un cigarrillo en la comisura de la boca y clavando en ti sus ojos astutos. Yo antes pensaba que hablaba en serio, y la primera vez que le esquilé las ovejas estuve por largarme dejando el trabajo a medio hacer, pero Domingo, que estaba trabajando conmigo, me dijo que Paco le hablaba así a todo el mundo y que lo hacía sin mala intención. Y parece que así es. Ahora le adivino un atisbo de sonrisa bailándole en los ojos mientras suelta los peores insultos. Pero en cualquier caso soy consciente de que para tomarle gusto hace falta que pase tiempo.
Paco es solo un par de años mayor que yo, pero cuando le conocí calculé que tendría por lo menos sesenta y cinco: el efecto del sol y del viento y del tabaco y de las emanaciones de la ciénaga y de la dieta implacable a base de productos del cerdo… y de dar muchas voces. De hecho, hace un año sufrió un pequeño infarto que le dejó muy debilitado y hasta un tanto apagado.
Poco después de este episodio me lo encontré un día en el bar Paraíso, desde donde me llamó con el tono de voz que una persona normal utilizaría para llamar de lejos a un taxi pero que probablemente tenía un par de decibelios menos que su saludo habitual.
– ¡Cristóbal! Ven pa'cá, que no me queda más que un hilo de voz. Tengo que contarte una cosa. He vendió las ovejas.
– ¿Y qué diantres vas a hacer sin las ovejas, Paco? Te vas a volver loco.
– No valgo pa'ná. Ya no le sirvo a nadie -prosiguió con cara de resuelto estoicismo-. Ahora voy a dedicarme más a empinar el codo. Pero, mira que te diga, le he vendió las ovejas a Manolo.
– ¿Manolo el del Molinillo?
– Sí, a ese mismo muchacho, y al cabrón de su amigo Miguel. Me las han comprao a un precio muy bueno, y a estas horas estarán con ellas en el cenagal. Quiero que las esquiles.
– De acuerdo, por qué no. Conozco bastante bien a Manolo, pues ha trabajado para mí algunas veces. Es un muchacho simpático y bueno con las muías; pero la verdad es que no le veo como pastor.
– No, yo tampoco. Y Miguel es demasiao vago, no podrá contar mucho con él para ayudarle. Va a ser un desastre. Pero eran ellos los que querían comprarlas.
Una mañana de la semana siguiente fui temprano en coche por el cauce del río hasta La Charca y coloqué mis trastos a la sombra irrisoria de un olivo medio seco que crecía en el corral de Paco. Pronto llegó Manolo, vestido con su mono azul, sonriendo con orgullo a la cabeza de su rebaño.
Me puse manos a la obra y comencé a esquilar las ovejas, a medida que Manolo las iba cogiendo y poniendo de golpe y sin esfuerzo a mi lado en una tabla. De vez en cuando se detenía y buscaba con la mirada a Miguel, que había prometido venir a ayudarle. Sin embargo Miguel no se presentó, y Manolo se pasó el día buscando pretextos sin perder el buen humor.
Hicieron falta dos días de duro trabajo para terminar con lodo el rebaño. Finalmente, mientras recogía mi maquinaria y la guardaba en el coche, Manolo me confió:
– En este momento toavía no tenemos el dinero, Cristóbal… ¿podemos pagarte la semana que viene?
– Claro que sí, Manolo -accedí-. No te preocupes en absoluto, págame cuando puedas.
En doce años que llevaba esquilando ovejas en España había trabajado para algunos tipos terribles, pero nunca había tenido el menor problema a la hora del pago, aparte de algún que otro maquillaje de cuentas. Además yo conocía bien a Manolo y era honrado como él solo.
Un mes más tarde me encontré de nuevo con Paco. Estaba mucho mejor y había abandonado el asunto de hablar en susurros.
– ¡Eh, Cristóbal! -comenzó-. ¿Has cobrao ya por esquilar las ovejas?
– No, todavía no, pero solo es cuestión de un par de semanas…
– ¡No te van a pagar ná! -anunció Paco adoptando con deleite el papel de buscapleitos.
– ¿Qué me dices?
– Pues que la cagaron del tó, como te dije que harían, y ahora les he comprao otra vez las ovejas. Van a pagar las deudas que puedan -pienso, pastos, trabajo y tó eso- pero le han dicho a Manolo que al extranjero no le pague.
Me quedé absolutamente estupefacto pero me recobré lo mejor que pude.
– Entonces, Paco -refunfuñé-, si las ovejas eran tuyas antes y ahora otra vez son tuyas y yo las he esquilado, quien me debe dinero eres tú, porque tú eres el que se beneficiará de que estén esquiladas, ¿no?
– Bueno -dijo sonriendo Paco mientras desdoblaba un mugriento trozo de papel que se había sacado del bolsillo-. En otras circunstancias, a lo mejor. Pero este papel dice que las deudas contraídas mientras las ovejas eran de ellos son responsabilidad suya. Por eso son ellos los que tienen que pagarte… y no me parece que lo vayan a hacer.
Trescientas ovejas a 150 pesetas la oveja -un total de 45.000 pesetas- equivalían más o menos a doscientas libras esterlinas. Ése era un dinero que necesitábamos, pero lo que empeoraba todavía más las cosas era el principio: iba a resultar humillante ser engañado de esa manera. Así pues, aquella tarde telefoneé a Manolo, solo para que su madre me dijera que no estaba en casa; y lo mismo ocurrió la noche siguiente y la de después. Pronto me cansé de llamar y me hundí en la tristeza por haber juzgado tan mal las cosas.
Como una semana después de mi conversación con Domingo, Ana me llamó para que saliera a la terraza. Había observado a un hombre a caballo avanzando por el cauce del río hacia nuestro cortijo. Con los ojos entrecerrados a causa de la luz del sol, nos pusimos ambos a mirar la figura que aparecía y desaparecía entre los peñascos.
– Es Manolo del Molinillo -murmuró Ana sorprendida. Mi mujer tiene mucha mejor vista que yo, pero inmediatamente pude comprobar que estaba en lo cierto. Manolo es más alto que la mayoría de los hombres de aquí y más corpulento, y además monta a caballo de una manera tan relajada y natural que es difícil confundirle con otra persona.
Efectivamente, diez minutos más tarde estaba Manolo atando su caballo a un poste de la cerca justo debajo de la casa. Bajé a verle adoptando una expresión fría y neutral que parecía totalmente inadecuada para saludar a un tipo tan simpático como Manolo.
También él parecía sentirse violento y miraba inquieto hacia el suelo en lugar de saludarme con su amplia sonrisa habitual.
– Mmm… Te he traío una cosa, Cristóbal.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que me has traído?
Me entregó un gran fajo de billetes.
– Es solo la mitad del dinero que te debo y siento haber lardado tanto, pero han sío unos tiempos difíciles. Perdimos una pila de dinero con las ovejas de Paco y he tenío que trabajar yo solo para pagar lo que debíamos. He estao trabajando toas las horas que he podio para sacar dinero con que pagar nuestras deudas, y ha sío mucho dinero. Te traeré la otra mitad en cuanto gane más, pero ahora no hay mucho trabajo.
Me puse loco de contento. Yo había sabido desde el principio que no había maldad ninguna en Manolo, pero ahora las dudas se habían disipado. Me dirigí a él como a un amigo a quien hubiera perdido tiempo atrás:
– Manolo, ya sabía yo que no me fallarías. Mira, si necesitas más dinero siempre puedes venir a trabajar para mí… bueno, de hecho no me vendría mal algo de ayuda.
Manolo se mostró encantado con la oferta, y con un par de cervezas sellamos el trato. También me contó lo terriblemente mal que lo había pasado durante las semanas de pastoreo en que había intentado mantener el rebaño él solo, para luego descubrir que estaba siendo acosado por las deudas. El recuerdo de esto le hizo estremecerse, pero después me dedicó una sonrisa aún más amplia que antes. Iba a instalarse a trabajar regularmente en El Valero, mientras yo… ¿qué era lo que yo iba a hacer? Ah, sí… iba a sentarme ahí en la «cámara» a escribir un libro.
Manolo comenzó a trabajar al día siguiente de nuestra reconciliación y juntos bajamos al establo para decidir cuáles eran las tareas más urgentes. Cuando vio nuestro tractor se detuvo en seco.
– Vaya, tienes un tractor -dijo sin apenas poder contener su entusiasmo.
– Sí -dije-. Un tractor.
Lo que teníamos delante era un Massey Ferguson 135 de cincuenta años aparcado bajo un naranjo: una magnífica y práctica máquina en que podían verse algunas pequeñas manchas de pintura roja asomando entre el polvo y la herrumbre. La habíamos comprado con un dinero que nos había dejado Grum, que era como llamábamos a la abuela de Ana. A la buena señora, con ciento cuatro años, creo que no le había hecho demasiado infeliz marcharse al otro barrio, aunque quizá habría preferido dejarnos en recuerdo un objeto algo más refinado.
Por mi parte, trataba el tractor con una cierta veneración y veía en él un nuevo comienzo agrícola para El Valero. El único problema era que encontraba difícil armarme del valor suficiente para ponerme al volante. Tal vez se debía al hecho de ser padre, o quizás a las pendientes tan acusadas de nuestro terreno y a todos los accidentes de tractor que tanto gustaba a la gente relatarme. Cualquiera que fuese la razón, sentado en lo alto de aquel exoesqueleto de acero de sobrecogedora fuerza hidráulica me sentía extremadamente vulnerable, un blando y frágil objeto de carne y hueso.
Manolo, por el contrario, no tenía tales reservas y, embelesado, subió de un salto al asiento para empezar a buscar impacientemente la manera de poner en marcha el motor.
– Hay un mando negro -expliqué-. Presiónalo primero y luego dale vuelta a la llave.
Esa fue la primera y la última vez que tuve la supremacía en conocimientos sobre tractores. A partir de entonces Manolo y la máquina se hicieron inseparables, y ya no hubo trabajo con tractor que le arredrara. El tractor tenía un cargador delantero, con el que Manolo comenzó a transformar el paisaje de nuestro cortijo. Allanó las profundas rodadas del camino que conducía a la casa hasta dejar una lisa superficie de suaves contornos; apartó del lugar donde habían dificultado el cultivo unas rocas que hasta entonces habían sido imposibles de quitar; y con la cultivadora labró la tierra de unos bancales tan estrechos que no se habían tocado desde hacía años.
Durante todo aquel proceso Manolo trabajó con un placer que daba alegría contemplar, hasta que un día el tractor decidió escacharrarse en mitad de un campo. Manolo se quedó desconsolado.
Fuimos a consultarle a Domingo, quien dijo que era el perno de seguridad de la caja de embrague. Con el corazón en la boca, Manolo y yo le contemplamos mientras sustituía hábilmente el perno roto por el nuevo.
– Tienes que tener más cuidao, Manolo -advirtió-. Como no vayas más tranquilo, el que se te rompa el perno de seguridad va a ser el menor de tus problemas.
Ambos nos quedamos algo preocupados por aquello y le insistimos a Domingo para que nos diera más consejos.
– Menos forzarlo y hacerlo rechinar con el acelerador pisao a fondo -advirtió-. Hay que tratarlo como a una mujer.
– Vale. Como a una mujer -musitó Manolo sonriendo no del todo seguro.
Puede que fuera coincidencia, pero a partir de entonces empecé a notar que Manolo prestaba pequeñas atenciones al tractor. Con un trapo suave le frotaba las pocas partes que aún tenían posibilidades de relucir, y a intervalos regulares le engrasaba el motor con aceite. Compró un llavero de plata con una imagen de San Isidro, patrón de los agricultores, y una mañana se presentó con un cojín de lana de colores para el asiento. Siempre que podía encontraba una excusa para llevarse el tractor a casa por las noches y lucirse paseándose en él por la pista de Tíjola.
Durante un tiempo me preocupó que el tractor se hubiera convertido en una obsesión que fuera a reemplazar sus dotes tradicionales de mulero. Manolo tiene dos muías así como una hermosa yegua baya joven, y cuando alguna persona del valle necesita subir una carga pesada a algún lugar imposible, o labrar un campo en una ladera casi vertical, es a él a quien se lo pide. Con sus bestias puede llevar a cabo tareas delicadas que están más allá de la capacidad de cualquier tipo de maquinaria agrícola.
Me hubiera apenado que perdiera sus dotes, pero no había motivo de preocupación porque Manolo tenía una relación especial con sus muías y no iba a permitir que perdieran forma; muchas veces, al pasar por la vega las tardes de verano y los fines de semana, le veíamos trabajando con sus bestias.
Entretanto yo intentaba labrarme un nuevo porvenir laboral. Un día, hacia el final de la primera semana de trabajo de Manolo en el cortijo, una vez despachada Chloë en el autobús escolar, me dirigí a la «cámara», me senté ante el escritorio, abrí mi cuaderno de rayas y le doblé hacia atrás el lomo. El ordenador que acababa de desempaquetar se encontraba acusadoramente ante mí, pero traté por todos los medios de ignorarlo mientras cargaba la estilográfica. «On with the job -me dije con determinación-. A la faena…»Sin embargo a los pocos minutos me había puesto a mirar fijamente la máquina de despinochar que había colocado en el rincón. Me imaginaba a mí mismo dándole vueltas a la gran manivela de madera hasta que el gran volante de hierro se ponía a zumbar girando como una peonza, listo para que se le introdujeran unas panochas de maíz. Ya veía el maíz meneándose y saltando a continuación un poco, antes de desaparecer de pronto entre los dientes del interior de la máquina, de cuya boquilla surgía entonces una rociada de granos que caían al cesto repiqueteando. Tenía que haber muy pocas maneras mejores de pasar una hora o dos que dándole vueltas sudando a la manivela mientras se veía cómo iba aumentando la cantidad de grano en el cubo, al mismo tiempo que el montón de farfollas rojizas iba creciendo junto a la máquina con la promesa de una cálida lumbre las heladas noches de invierno, ya que las farfollas son un material maravilloso para encender el fuego de la chimenea.
Tras exhalar un suspiro miré sin entusiasmo el ordenador de plástico barato y me dispuse a garabatear de nuevo en mi cuaderno. En los entresijos de mi cerebro se puso en marcha una ruedecita; desenrosqué la estilográfica y escribí una frase corta. Entonces volví a cargar la pluma y empecé a escuchar los sonidos del cortijo. Oía el ruido del tractor de Manolo trabajando junto al eucalipto, y me puse a pensar amargamente que eso era precisamente lo que yo quería hacer, trabajar ahí fuera con un tractor, en lugar de mirar fijamente una hoja de papel para intentar ganar dinero con que pagar a Manolo para que lo hiciera él. Entonces el ruido del motor se extinguió y empecé a oír el arrullo de las palomas contra el telón de fondo de millones de cigarras.
El aire del interior de la «cámara» se iba haciendo asfixiante a medida que el sol de mediodía calentaba el delgado techo de hormigón. Extendiendo los codos sobre la mesa apoyé la cabeza en la parte blanda de mi antebrazo y me quedé beatíficamente dormido. Más tarde, solo sé que me desperté al oír silbar a alguien fuera e, inmediatamente después, abrirse con gran estrépito la puerta. Y ahí estaba Manolo sonriendo algo desconcertado.
– ¿Tos escribiendo?
– Bueno, intentándolo. ¿Y tú, qué estás haciendo ahí abajo?
– He labrao el campo del establo y lo he sembrao de hierba…
– ¿Has pasado la grada?
– No, mañana me traeré las muías para hacerlo. Y he regao la alfalfa, las tuberías estaban atascas y he tenío que desmontarlas toas pa' quitarles la mugre, había un tapón que pa' qué. Es ese viento que ha hecho, que ha llenao la acequia de palos, hojarasca y pétalos de adelfa y tó eso ha acabao en las tuberías. ¿Cuándo vas a hacer ese filtro del que siempre estás hablando?
– Lo siento. A ver si puedo ponerme a hacerlo mañana…
– Bueno. Y también he puesto bien el almiar y he arreglao el bebedero de los carneros, y he atao los tomates…
Miré la hoja de papel que tenía ante mí en el escritorio. Manolo iba avanzando poco a poco para intentar echar un fugaz vistazo a mi trabajo de la mañana, y me apresuré a taparlo con el brazo.
Manolo miró detenidamente la habitación.
– Muchos libros -observó.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Y cómo va tu libro?
Dirigí la mirada al escritorio y pensé en la formidable cantidad de tareas que había conseguido hacer Manolo durante la mañana. En la hoja de papel estaba escrita la frase: «Capítulo I. Llegada a El Valero»; cogí la pluma y le añadí un punto.
– No va mal -mentí-. No va mal.
Hacia las cinco o seis de la tarde el calor empieza a amainar un poco y la jornada agrícola toca a su fin. Manolo había venido a la casa a tomarse una cerveza. Estábamos sentados en el patio, Manolo dándoles por turno afectuosas palmaditas a los perros, acostados fervorosamente a su alrededor, y yo sentado junto a él bebiéndome a sorbos un té de menta mientras discutíamos las cosas que había que hacer en el cortijo.
– Tendrás que comprar abono artificial pa' echarle a la alfalfa -dijo Manolo.
– No, Manolo -repliqué-. Ya sabes que nos estamos inscribiendo como productores ecológicos, por lo que no podemos utilizar productos químicos de ningún tipo, ni abono artificial.
– Pondremos estiércol, entonces…
– Sí, estiércol y mantillo…
– Entonces, ¿abono no? Parece una lástima no echar siquiera un poco de abono.
– Mira, Manolo. Tú sabes que la gente de aquí utiliza demasiados productos químicos, que luego van al río y envenenan los peces. Y los pájaros también. Acuérdate de cómo estaba esto antes, cuando empezaste a venir a limpiar la acequia. Romero tenía este sitio tan saturado de productos químicos venenosos que nunca se oía cantar a los pájaros, y ahora, escucha…
Nos pusimos a escuchar mientras seguíamos sentados. Mezclados con el sordo rugir del río y el sonido de la brisa en el eucalipto nos llegaba el canto de las oropéndolas doradas, los mirlos, las alondras de algún que otro tipo y hasta un ruiseñor tardío.
– En Tíjola no se oye cantar a los pájaros -comentó Manolo-. Y llevas razón, los productos químicos los envenenan. Tós los días me encuentro media docena de pájaros muertos.
– Exactamente, y ésos habrían sido precisamente los pájaros que se habrían comido los insectos que acaban con las cosechas. Hay que lograr un equilibrio entre la naturaleza y la agricultura, y una vez que empiezas a bombardear el campo con productos químicos destruyes ese equilibrio y las plagas se descontrolan. Y además creo que merece la pena recolectar un poquito menos de cada producto simplemente por el placer de escuchar el canto de los pájaros.
– Sí, llevas razón… pero aún así parece una lástima no poner siquiera una mijilla de fertilizante en la alfalfa.
Encargamos a Barcelona una carga de fertilizante ecológico, lo cual apaciguó un poco a Manolo. Se trataba de humus de lombriz o algo semejante: una turba negra y arenosa con unos poderes de retención de agua al parecer extraordinarios, que es justamente lo que hace falta aquí, pues el factor de retención de agua de nuestra tierra es nulo. Se suponía que un kilo de este producto retenía diez litros de agua.
Mis discusiones con Manolo las considero como una especie de cruzada por el planeta. Si logramos convencerle de los beneficios de la agricultura ecológica, bajaremos a predicar al pueblo, y cuando caiga Tíjola no pasará mucho tiempo antes de que Tablones, Las Barreras y hasta Órgiva empiecen a ver las cosas desde un punto de vista diferente.
Un día de junio pareció que al fin se había producido el avance decisivo. Manolo subió con gran estruendo las escaleras y franqueó la cortina de flecos como una exhalación.
– Mira lo que tengo aquí -dijo jadeante. Llevaba en los brazos un melón, enorme y perfecto-. Vaya meloncillo -dijo con entusiasmo-. Y sin una gota de abono -añadió, como si todo hubiera sido idea suya.
(Antes de continuar debo explicar que una de las grandes idiosincrasias del idioma español, y en particular del dialecto andaluz, es el uso constante y excesivo de los diminutivos, utilizando los sufijos -ito o -illo. Pero realmente no se trata tanto de tamaño como de una expresión de entusiasmo por el objeto en cuestión. Especialmente entre la gente del campo, este fenómeno puede a veces estar totalmente fuera de control. Así, «un vinillo» resulta una expresión bastante razonable para referirse a un pequeño vaso de vino, pero ¿«un vasito de agüilla»? Ni que decir tiene que la exclamación «¡vaya pedazo de meloncillo!» apenas contaría como una contradicción en sí misma).
Aquel verano, como para remachar el mensaje ecológico, tuvimos nuestra primera cosecha excepcional de patatas. Mientras intentábamos aprovechar al máximo esta superabundancia vegetal tuvimos que renunciar a la idea de llevar a cabo cualquier otra tarea, lo cual me resultaba un tanto frustrante porque por fin me había espabilado y redactado suficientes páginas en el ordenador para enviar un disquete a mis amigos editores, que ya estaban esperando recibir más. Pero la llamada de las patatas era urgente, y cada tarde dedicábamos más y más tiempo a lavarlas y meterlas en sacos, arrojando a la chumbera las que se encontraban en mal estado. Ana y yo trabajábamos juntos, con la ayuda esporádica de Chloë, y, mientras pasábamos tarde tras tarde inclinados sobre montañas de patatas y unos barreños de agua repugnante, de vez en cuando nos preguntábamos si merecía la pena. Una patata se vende a peseta o poco más y, con un poco de suerte, en una hora apenas llegaríamos a embolsar cien patatas entre los dos. Como bien puede imaginarse, era un trabajo duro y poco gratificante, pero así es la agricultura: patata tras patata tras patata, cada una de ellas lavada sucesivamente en dos barreños y puesta a secar al sol.
Las apilamos en un edificio anexo, oscuro y bastante fresco, y nos pusimos a preparar platos a base de patatas para celebrar nuestra producción propia: patatas al romero, asadas en un horno muy caliente con aceite, una mata entera de romero, ajo y aceitunas; «aligot», un puré ligerísimo a base de patatas cocidas con queso, nata y ajo, batido hasta un punto en que hay que sujetarlo en la sartén para que no se vaya flotando; y hasta probamos una receta para un postre, fundamentalmente puré de patatas con chocolate líquido, que no fue ningún éxito.
Y entonces les dio la roya. Por el suelo junto a los sacos aparecieron unos charcos mugrientos y mefíticos de un líquido negro, y cuando volcamos los sacos retrocedimos horrorizados. Una patata con roya se convierte en un lodo maloliente. Cuando se le hunde un dedo en la piel te encuentras con una sustancia parecida a las aguas residuales, y esto te hace pensar en el sufrimiento que tuvo que suponer la hambruna de la patata en Irlanda: las multitudes de indigentes muertos de hambre asistiendo desesperados a la apertura de los ensilados, solo para encontrarse con un fango blanquecino maloliente; y los miles de personas muriéndose con la boca verde a causa de la hierba que intentaban comer mientras por el Liffey bajaban grandes barcos repletos hasta los topes de cajones de alimentos para exportar a Inglaterra. Las fuerzas del mercado salvarían la situación. Una patata con roya me recuerda a eso…
Como para compensarnos por nuestra mala suerte con las patatas, Manolo aumentó sus obsequios de alimentos y frutas procedentes de su parcela de Tíjola. Tras atravesar el puente, llegaba cargado de bolsas de plástico llenas de queso fresco de oveja, tomates, cebollas, berenjenas y los correosos pimientos verdes locales.
Pensándolo bien, Manolo se había convertido en parte de la familia. Además de su trabajo en el cortijo, también nos ayudaba a llevar y traer a Chloë del colegio. Yo solía encargarme de hacer el viaje de la mañana, que combinaba de vez en cuando con una visita a la oficina de correos para mandar la siguiente entrega del libro, y muchas veces Manolo iba a esperarla al autobús al final de la jornada. Para ello utilizaba una vieja moto de motocross que un amigo había dejado en el cortijo, y la manejaba como si se tratara de un caballo, haciéndola pasar con habilidad entre las rocas y las pozas del río. Mi propia técnica era un poco temeraria, y en más de una ocasión Chloë y yo habíamos acabado en el río. No había lugar a dudas: cuando se trataba de las cosas auténticamente de hombres -aparte de la esquila de sus ovejas y las mías, la única tarea en la que aún me defiendo bien- yo no estaba a la misma altura que Manolo del Molinillo.