38005.fb2
Hasta ahora en El Valero nos hemos resistido al reclamo del teléfono móvil. Es cierto que su atractivo es limitado en cuanto que un móvil no funcionaría en el lugar donde vivimos, ya que estamos rodeados de montañas. Pero en cualquier caso me siento un poco incómodo con la tecnología telefónica; una vez perdí toda una mañana en casa de unos amigos tratando de hacer una llamada con el mando a distancia del televisor. También Ana es un poco ludita y, por ejemplo, no quiere saber nada de ordenadores. No hace mucho tiempo alguien le regaló una vieja máquina de escribir a bola IBM que es tan grande y tan pesada como una pequeña locomotora de tracción. Se quedó encantada con ella, a pesar de que salpica con pegotes de aceite de máquina de coser cualquier papel que se le ponga. «Éste es el futuro», anunció mientras metía trabajosamente el armatoste por la puerta.
Durante muchos años no tuvimos ningún tipo de teléfono en El Valero. Escribíamos cartas a nuestros amigos y recibíamos cartas de ellos y, en las raras ocasiones en que había algo urgente, íbamos al locutorio de Tíjola. Una emprendedora familia del pueblo había invertido en un contador de llamadas. Esto les permitía ofrecer un servicio público y, con una multiplicación astronómica del precio ya de por sí ruinoso de Telefónica, obtener unos buenos beneficios. Sin embargo, por mucho que cobraran, el locutorio no era el lugar más indicado para hacer una llamada relajada. El teléfono y el contador estaban montados en la pared de la sala de estar familiar, entre un cuadro del Sagrado Corazón y un ramo de flores de plástico desteñidas. Estaba claro que cuando alguien venía a hacer una llamada estaba invadiendo la intimidad familiar.
El modo más rápido de llegar al locutorio por aquel entonces era mediante una caminata río abajo por un camino particularmente malo, y de este modo una llamada telefónica se convertía en toda una operación. Primero estaba el tonificante paseo de una hora, que incluía una estrepitosa travesía de los cañaverales y un chapotear hasta el muslo en la fuerte corriente. Y después estaba el problema de introducirse en el hogar de un extraño tratando de no llenar de agua del río el suelo recién fregado.
El método habitual era anunciar tu llegada dando una voz -o al menos eso era lo que hacían los lugareños. Yo solía mostrarme un poco vacilante, preguntando en un lenguaje excesivamente formal «si sería tal vez posible utilizar el teléfono durante unos breves momentos». La mujer del teléfono me miraba entonces de arriba abajo con desaprobación, clavando los ojos con especial disgusto en mis zapatos empapados, antes de indicar con gesto imperioso que debía seguirla al otro lado de la cortina de flecos. Una vez dentro de la oscura sala de estar, ponía el contador a cero y se quedaba de pie junto a él con los brazos cruzados mirándome iracunda. Los días verdaderamente malos, otros miembros de la familia se congregaban y también me miraban iracundos.
Mientras marcaba el exótico número extranjero, me quedaba pegado a la pared sonriendo con vacuidad a los espectadores mientras el teléfono sonaba al otro extremo de la línea. Sonaba una y otra vez -Telefónica te da un minuto- hasta que finalmente se paraba. Durante todo ese minuto todos me miraban fijamente.
– No contestan -le decía a la mujer del teléfono.
– No le han contestao -traducía ella en atención a los otros, quienes recibían la noticia con un gruñido y se alejaban arrastrando los pies.
Y entonces yo regresaba río arriba, trotando y saltando entre las rocas para intentar llegar a casa antes de que se hiciera de noche.
Ana y yo nos las arreglamos con cartas y con el locutorio de Tíjola durante nuestros primeros seis años en España, incluido el momento del nacimiento de Chloë, lo cual en retrospectiva quizá fuera un poco imprudente. Pero estábamos satisfechos con la situación y coincidíamos en que probablemente la vida era mejor sin teléfono -incluso si hubiéramos podido tener uno, lo cual no era el caso. Porque Telefónica, una entidad con poco entusiasmo por la filantropía, no iba a tender una línea hasta el valle, a lo largo de toda esa distancia, y pasarla luego al otro lado del río solo para nosotros.
Pero un día de principios de verano pasamos por delante de una tienda en Granada que anunciaba un nuevo tipo de radioteléfono. Entramos a echarle un vistazo y, como una pareja de palurdos, antes de que nos diéramos cuenta estábamos firmando el contrato. Casi parecía demasiado bueno para ser verdad. Podíamos comprar un flamante auricular junto con su base a un precio especial, subvencionado cuando las viviendas se encontraban en zonas rurales alejadas, y en el plazo de una semana vendría un técnico a encargarse de su instalación.
Y así sucedió, llegando poco después nuestro técnico, sudoroso y sofocado por la caminata desde el puente y quejándose de que la pila de su receptor estaba descargada. Se pasó otra media hora deambulando por los alrededores y rezongando, haciendo todo lo posible por que nos sintiéramos culpables de la molestia que le estábamos causando con nuestra decisión de instalar un teléfono en un remoto cortijo. Su mal humor parecía aumentar por momentos, hasta que finalmente declaró, como si de una terrible sentencia se tratase:
– No, no va a funcionar. No hay señal en ningún lugar de la casa. Están demasiado lejos de todas partes.
– Pero acaba de decir que la pila estaba descargada -le indiqué.
– Claro, pero eso no tiene nada que ver -respondió con un gruñido-. Espere, en ese sitio de ahí hay una ligera señal; es casi demasiado débil para poder oír, pero es lo mejor que van a poder conseguir en este lugar de mala muerte. Ahí mismo es donde tienen que poner el teléfono.
Y nos dirigió una mirada triunfal.
– No podemos poner un teléfono ahí -dijimos con voz entrecortada-. Está justo en mitad de la chumbera.
Pues bien, la chumbera es una planta que adorna prácticamente todos los cortijos de la Península. En el siglo XXI, cuando fue traída de América junto con las pitas y el oro y la plata, se descubrió no solo que daba unos sabrosos frutos, sino que tenía la extraordinaria propiedad de absorber la mierda. La chumbera se convirtió en un componente esencial de cualquier vivienda del campo, y para la gente del campo es una comodidad a la que le resulta difícil renunciar. El año pasado un pastor de Torvizcón, aguas arriba del Cádiar, me enseñó las dependencias de su recién modernizado cortijo. Fue abriendo con orgullo cada una de las puertas para mostrarme todas las innovaciones: el televisor, la lámpara de araña, la cocina amueblada; finalmente, con un ademán triunfal, abrió de par en par la puerta del cuarto de baño:
– Y aquí -dijo- está el váter, con agua corriente y tó. Lo pusimos el año pasao -añadió, mirándome para comprobar que le estaba prestando atención- pero gracias a Dios todavía no hemos tenío que usarlo.
Así pues, aunque se pueden decir muchas cosas a favor de la chumbera, no es el lugar más indicado para poner un teléfono. Me había imaginado, tal vez tontamente, que íbamos a poder tener teléfono en casa, pero evidentemente no iba a ser así.
– Lo que tienen que hacer -dijo el técnico- es hacer obra y construir una especie de cabina para el aparato receptor.
Una cabina telefónica en el jardín. Bien, la verdad es que eso tenía un cierto atractivo, y tan pronto como se marchó el técnico nos pusimos a hablar de su construcción. Ana se mostraba particularmente entusiasmada.
– Si se va a construir una cabina telefónica en la chumbera -sugirió-, ¿por qué no combinarla con algo más útil, como por ejemplo una caseta para el perro?
– Tienes razón, ¿por qué no? Podría ser una caseta con cúpula, ¿no te parece? -Yo siempre había querido construir una cúpula.
– Puede ser de la forma que tú quieras -dijo Ana, contenta de tener una caseta para el perro del tipo que fuese-, hasta con arbotantes si fuera necesario.
Así pues, comencé a construir la caseta con cúpula. Pero, por supuesto, a partir de una cierta altura los ladrillos empezaron a caerse hacia adentro y, a pesar de que busqué inspiración en un libro sobre Estambul con imágenes de la gran mezquita de Santa Sofía, me desanimé y aplané la cúpula. El resultado final parecía más bien una seta de cuento o la planta inferior de una pagoda truncada.
Dos semanas más tarde se presentó un nuevo técnico de Telefónica. Se trataba de otro hombre distinto, un aficionado a la cría de palomas que llevaba un receptor con la pila completamente cargada, lo cual le granjeó inmediatamente mi afecto.
– ¿Qué diantres es eso? -preguntó al llegar, mirando aquella especie de caseta para el perro.
– Es lo que hemos construido para alojar el aparato receptor del teléfono -dije con orgullo.
– ¡Bendito sea Dios, hombre, ahí no puede poner un teléfono! -dijo mirándome lleno de asombro-. ¡Está en medio de la chumbera!
Le conté lo de su predecesor con su pila descargada.
– Pues, de acuerdo con mi contador, pueden ponerlo aquí mismo donde estamos hablando, justamente en la cocina… sí, esta señal será más que suficiente -dijo señalando la viga de madera de encima de la ventana, el lugar ideal para un teléfono. Dio unas cuantas vueltas más por la casa por si acaso encontraba una señal mejor en algún otro lugar, pero afortunadamente no fue así.
– Esas palomas que tienen ahí son preciosas -dijo mirando unas cuantas que se habían posado en nuestro tejado.
– Son una maravilla, ¿verdad? -dije alardeando-. Son de cola de abanico. -Y en ese preciso instante comenzaron a revolotear por el tejado.
– Ya lo veo -dijo-. Me gustan las de cola de abanico, pero vuelan muy mal, ¿sabe? Tengo palomas en mi casa y algunas vuelan de maravilla. Si quieren les traeré unas cuantas. Su teléfono empezará a dar guerra dentro de una semana más o menos. Les traeré las palomas cuando venga a arreglarlo.
Aquella noche celebramos la llegada del nuevo teléfono llamando a mi madre a Inglaterra. Pues bien, he telefoneado a mi madre en innumerables ocasiones, pero muy pocas me ha impresionado tanto el fenómeno de la aparición de su voz en mi oído desde otro lugar del mundo. Me parecía increíble estar charlando con ella mientras veía por la puerta nuestras mismísimas montañas y mismísimos ríos. Y yo la notaba igualmente conmovida por la ocasión. «¿Es Chloë la que se oye al fondo? ¡Santo cielo, ahí está Bonka!», exclamó llena de excitación.
Después llamamos a Joop a su casa al otro lado del valle. Él también acababa de instalar uno de esos nuevos artilugios, así que le llamamos para comparar notas y felicitarnos mutuamente por el gigantesco paso que habíamos dado hacia el futuro. La Cenicera, el cortijo de Joop y Marijke, se encuentra a apenas un kilómetro de distancia en línea recta y cuando el viento sopla en la dirección adecuada, podemos hablarnos a gritos. Pero aquella noche era como si hubiésemos estado a una milla de profundidad bajo el agua. Hicimos lo que pudimos durante cinco minutos, hasta que por fin colgué de un porrazo el aparato sin haber conseguido entender ni siquiera una palabra de la parte de la conversación correspondiente a Joop -si es que de hecho era Joop con quien había hablado.
Cuando Enrique el técnico se presentó a la semana siguiente para arreglar el teléfono, que había superado sus predicciones dejando de funcionar por completo, llegó con una gran caja de cartón bajo el brazo dentro de la cual había un par de preciosas palomas blancas de cola recta. Las encerramos una semana con las nuestras de cola de abanico para que se acostumbrasen a su nuevo hogar y después las soltamos. Eso fue toda una revelación, pues estas palomas de veras sabían volar. Se lanzaron juntas desde el tejado, surcando el trémulo fulgor del aire que cubría el valle, y se dirigieron hacia los lejanos cerros más allá del río. Después, blancas contra el azul profundo del cielo y el color oscuro de las montañas, regresaron a cuál más rápida, volaron sobre la acacia y se posaron en el tejado para volver a repetir la misma operación. Resultaba emocionante observarlas.
– Nuestras palomas de cola de abanico no vuelan nada -dijo Ana-. Son unas holgazanas. ¡Y pensar que podríamos no haber sabido nunca lo que es un auténtico volar de palomas!
Las palomas de Telefónica eran inseparables, y juntas volaban cada vez más lejos, mientras que las de cola de abanico las ignoraban por completo y seguían con sus arrullos y aleteos habituales. Sin embargo después de algún tiempo las voladoras parecían tratar de alentar a las holgazanas. Las de cola de abanico se pasaban el día entero posadas en una larga línea al borde del tejado -al menos las que no estaban ocupadas en empollar huevos en el palomar de debajo- y las voladoras se paseaban con calma de un lado para otro por detrás de ellas, echándolas del tejado de un empujón e impidiéndoles posarse de nuevo. Algunas de ellas probaron a dar alguna que otra volada un poco más audaz, incluso aventurándose hasta el eucalipto. Pero, mira por dónde, la prudencia habría resultado ser una opción mejor, pues los vistosos vuelos de las nuevas palomas llamaron la atención de las águilas y empezamos a perder una por una las palomas de cola de abanico. Las palomas de Telefónica eran demasiado veloces para las águilas y podían cambiar de dirección con demasiada rapidez; en cambio las pobres palomas de cola de abanico eran presa fácil.
Sin embargo un día solo quedó una de las palomas de Telefónica; las águilas habían conseguido finalmente llevarse a su amiga. La superviviente se quedó desolada y languideció durante varios días, permaneciendo posada sola y triste, volando de vez en cuando con gran abatimiento en unas cortas y solitarias voladas. No nos importaba perder alguna que otra paloma de cola de abanico; así se controlaba la población y, además, tengo que admitir que resultaba bastante emocionante ver las águilas perdiceras tan cerca de la casa. Pero la pérdida de la paloma de Telefónica nos entristeció profundamente, y sentimos que habíamos perdido algo bello en nuestras vidas.
Y entonces una mañana en que había salido temprano y me encontraba acordonando la avena y los alverjones en los campos de la margen del río, un repentino aleteo en el cielo me hizo mirar hacia arriba. Había una gran bandada de palomas de cola de abanico que, con la paloma de Telefónica a la cabeza, emprendían un largo vuelo hacia el extremo más lejano del valle. Al fin ésta había conseguido convencerlas y ya tenía compañía para volar.
Continuaron las visitas de Enrique el técnico pero, por desgracia, su ajuste de nuestro sistema telefónico nunca consiguió recrear nada que se aproximara a la sencilla manera de llegar al otro lado del valle que habían conseguido las palomas: Joop todavía sonaba como si estuviese hablando desde una fosa en las profundidades del mar.
Un día Joop y yo nos encontrábamos sentados en el tocón de una higuera junto a la fuente hablando de este singular fenómeno, cuando Domingo apareció montado en su burra, Bottom.
– Debías comprarte uno de esos teléfonos inalámbricos como los nuestros -le dijo Joop de modo un tanto sorprendente.
– Sí que debías -coincidí.
– ¿Pa qué me sirve a mí eso? -dijo Domingo parándose de manera repentina-. No tengo a quién llamar y, aunque lo tuviera, ¿qué iba a decirle?
Nos quedamos todos pensando en esto durante unos momentos antes de que Domingo añadiera:
– De toas maneras, a mí me interesan más esas cosas nuevas que hay, eso que va dentro de los ordenadores… -Joop y yo nos quedamos mirándolo perplejos.
– ¿Discos? -ofrecí.
– No, módems -contestó-. Por aquel entonces yo no tenía la menor idea de lo que era un módem y, a juzgar por la sonrisa inmutable de Joop, él tampoco. Sin darse cuenta de que en lo referente a este tema estaba solo, Domingo nos ofreció un resumen de los placeres de la navegación por Internet y las dificultades que íbamos a encontrar para conectarnos en Las Alpujarras. Al parecer Antonia tenía muchas ganas de exhibir algunas de sus esculturas on line, pero haría falta una nueva generación de teléfonos móviles y un ordenador portátil para tener posibilidad de que todo ello funcionara. Joop parecía estar de acuerdo, aunque su amplia sonrisa seguía sin delatar nada.
– Con la nueva tecnología vale la pena esperar -prosiguió Domingo-. La calidad y el precio siempre están mejorando. Si compras lo primero que sale al mercao te encuentras con que casi siempre es una mierda.
– Es verdad -mascullamos los dos.
Bottom nos miró pensativamente mientras movía la oreja para espantarse una mosca y, obedeciendo a una orden imperceptible de Domingo, echó a trotar. Joop y yo nos quedamos en el tocón de higuera en silencio durante algún tiempo mientras veíamos desaparecer a nuestro vecino por la carretera. Ninguno de los dos teníamos prisa por reanudar la conversación sobre los módems. Abordé el asunto desde otro ángulo.
– Algunas veces es mejor que otras -aventuré.
– ¿Qué es lo que es mejor? -preguntó Joop.
– El teléfono, a veces funciona mal, otras veces funciona muy mal.
– Y otras no funciona en absoluto -concluyó.
– Sí, así es.
– Alguien me dijo una vez por qué pasa eso -dijo Joop-. Al parecer el satélite tiene un ala rota y ahora tiene que ir renqueando por el cielo como un perro con tres patas.
Nos quedamos sentados un rato más asimilando todo el impacto de esta información, hasta que Joop se dio cuenta de que las cabras se estaban acercando peligrosamente a sus hortalizas y pusimos fin a nuestras deliberaciones tecnológicas.
Durante aquellos primeros días emocionantes nuestras cabezas bullían de pensamientos en torno a la telefonía, y estábamos dispuestos a aceptar cualquier idea relacionada con una señal que atravesara silbando la estratosfera. Es la única manera como puedo explicar remotamente por qué un ciudadano de mentalidad secular en pleno uso de sus facultades y que no se encontrara bajo la influencia de ninguna droga se despertara una mañana convencido de que estaba oyendo música celestial.
Sucedió al cabo de solo unas pocas semanas de que instaláramos el teléfono. Una mañana casi indistinguible de ninguna otra de aquel verano seco, caluroso y sin nubes, me desperté con el ruido de un curioso y apagado zumbido resonando por el valle. Ciertamente parecía sobrenatural y tenía un tono grandioso, como si el sonido emanase de las mismas rocas y de los cerros. Desperté a Ana y le pregunté si creía que podrían ser las trompetas del Juicio Final. A juzgar por el modo como se puso a escuchar atentamente durante un tiempo antes de contestar a mi pregunta parecía ser que el ruido la inquietaba. Normalmente sus primeras palabras están relacionadas con una taza de té.
– Pues a mí no me suena mucho a trompetas. Es más bien un zumbido bajo -concluyó.
Traté de argumentar que las trompetas celestiales no iban a sonar como la sección de instrumentos de viento de la banda de música de un balneario, pero ella parecía haber perdido interés por el tema. Entonces sonó el teléfono, lo que era inusual a una hora tan temprana. Se trataba de alguien que estaba haciendo burbujas con un tubo de respiración. Supusimos que era Joop que llamaba para ver si también nosotros habíamos oído el ruido y sabíamos algo acerca de él. Al parecer este sonido estaba inundando la totalidad del valle y, que yo supiera, del mundo.
– Creo que uno de nosotros debería investigar -dije con decisión y, deteniéndome solo para ponerme presentable (aunque en aquellas circunstancias la desnudez podría haber resultado apropiada), salí en busca del origen de este fenómeno. Primero bajé por la pista en dirección al río y recorrí los bancales y campos, y después bajé sigilosamente hasta el lecho del río atravesando el bosquecillo de tamariscos. Por todas partes el sonido era igual, ni más fuerte ni más débil. Procedía de las mismas entrañas de la Tierra y parecía tan viejo como el tiempo. Mientras cavilaba sobre la música de las esferas y el indescriptible zumbido que las grandes bolas de roca fundida y gases producían al precipitarse a través del cosmos, salí de la sombra del bosquecillo de eucaliptos y descubrí que el sonido era un poquitín más fuerte. Me encontraba más cerca de su origen. La oropéndola dorada se puso a emitir su aflautado trino en el eucalipto y entonces los vi: dos parejas más o menos jóvenes sentadas en círculo (si es que cuatro personas pueden formar un círculo) con las piernas cruzadas y haciendo sonar con intensa concentración unos didgeridoos.
Uno de los músicos alcanzó a verme y me miró con sobresalto. La música cesó.
– Buenos días -dije, mientras los miembros del grupo se quitaban de la boca los largos tubos de madera.
– Hola -respondió el más alto, un hombre con el aspecto de un hippy algo atildado, con la ropa pulcramente planchada y una barba rubia recortada-. Espero que no le importe que acampemos en su terreno…
– Nada en absoluto, no faltaba más. No todos los días tenemos ocasión de despertarnos al son del didgeridoo.
Y se apartaron un poco para hacerme sitio en el círculo.
Averigüé que eran profesores belgas ambulantes de didgeridoo que habían venido a ejercer su un tanto esotérico oficio en Andalucía. Esto no se consideraría precisamente inusual entre los recién llegados a Las Alpujarras -hay una profesora de flamenco danesa en la zona y un tipo de Sussex que esquila ovejas- pero podía imaginarme ciertas dificultades para encontrar alumnos de didgeridoo en cualquier parte de Andalucía. De todos modos, me callé estas pesimistas predicciones y, sentado junto a su furgoneta sobre la hierba húmeda de rocío, escuché las explicaciones que me dieron sobre este antiguo instrumento.
El didgeridoo es un tallo largo de eucalipto cuyo interior ha sido roído por las termitas. Este instrumento no se fabrica, sino que se encuentra. Lo puedes decorar para hacerlo más de tu gusto, pero el trabajo pesado tiene que ser llevado a cabo por las termitas. El corazón del eucalipto es tan fuerte como el acero. El didgeridoo es un instrumento muy ecológico ya que, aparte del ruido que hace, tiene un mínimo impacto sobre el medio ambiente.
Aunque me fue impartida una lección gratis no pude arrancar ni siquiera un quejido del cacharro. Cuando se toca bien, se supone que se debe producir una especie de gemido continuo, inhalando aire por la nariz a la vez que se expulsa por la boca soplando por el tubo. Una parte de mí empezó a fantasear sobre una posible vida itinerante, libre como el viento y sin responsabilidades, arrastrando mi didgeridoo de pueblo en pueblo… pero pensándolo bien decidí que en realidad me faltaba dedicación.
Dije adiós con la mano a mis profesores y me encaminé de regreso a casa para desayunar. Tenía que hacer una llamada telefónica.
No fue preciso mucho tiempo para que el hacer llamadas telefónicas empezara a perder su romanticismo. No había mucha gente a quien necesitáramos telefonear y pronto se nos acabaron las cosas que decir a quienes necesitábamos hacerlo. Pero el recibir llamadas tenía un cierto aire de imprevisibilidad y por lo tanto continuó conservando su emoción. Muchas tardes nos quedábamos sentados echando miradas de reojo al teléfono y deseando que sonara, aunque la mayoría de las veces no lo hacía.
Los primeros que comenzaron a utilizarlo fueron los pastores; se acercaba la temporada de esquila. Antes de la llegada de nuestro teléfono, los pastores que querían que les esquilara sus rebaños llegaban hasta nuestra misma puerta, las más de las veces a lomos de muía o a pie. Otros convencían a sus amigos más modernos, que disponían de una furgoneta, para que les trajesen, pero de todos modos suponía un esfuerzo bastante grande ya que El Valero está muy por debajo de las montañas donde tienen sus ovejas la mayor parte de los pastores.
Hoy en día los pastores alpujarreños se han hecho expertos en el uso del teléfono móvil, pero esto no era así cuando instalamos nuestro primer teléfono. Aquellos días lejanos, agarrar un teléfono comportaba un asunto serio, y por supuesto no era algo que debiera acometerse en estado de sobriedad.
Por regla general un pastor solía esperar hasta haber encerrado su rebaño y llevado a cabo todas las demás tareas, antes de dirigirse a un bar del pueblo que contara con las instalaciones necesarias para hacer una llamada telefónica. Las ovejas veían con malos ojos que se les encerrara mucho antes del anochecer; las demás tareas alrededor del establo llevaban una buena media hora; el trayecto a pie o a lomos de caballería hasta el pueblo podía durar entre una y tres horas, y a su llegada al bar el pastor sentía la necesidad de recuperar por completo sus fuerzas antes de emprender la desconocida e inquietante tarea que le esperaba. Por lo tanto las primeras llamadas empezaban a llegar alrededor de la medianoche.
Cuando descolgábamos el auricular lo primero que oíamos era la música y el griterío de un bar, tal vez junto al parloteo de las máquinas tragaperras. A esto sucedía un largo silencio al otro extremo de la línea.
– Es un trabajo de esquila -decía Ana pasándome el teléfono.
Podía imaginarme al tipo al otro extremo sujetando el aparato con el brazo estirado, mirándolo con repugnancia y dándole después gritos a voz en cuello. Por supuesto, cuando yo les hablaba no había posibilidad alguna de que me oyeran dada la gran distancia entre el diafragma y el oído, aparte de la algarabía que se escuchaba a su alrededor en el bar. Así pues, el pastor le daba gritos furiosos al teléfono para que hablara más fuerte.
– ¡CRISTÓBAL! -oía como en un apagado y ronco bramido.
– Sí, dime…
– ¡CRISTOÓBAAL!
– Sí, sí, te oigo. Dime ya…
– ¡CRIISTOOÓBAAAL-¡SIIÍ! ¿QUÉ QUIERES?
Silencio al otro extremo de la línea, como si el pastor estuviera digiriendo la idea de que el objeto de plástico con cable al que estaba gritando le hubiera gritado a su vez a él.
– CRISTÓBAL, ¿CUÁNDO VAS A VENIR A ESQUILARME LAS OVEJAS?
– ¿QUIÉN ERES?
– ¡CRISTOÓBAAL!
– SÍ, TE OIGO, PERO NECESITO SABER QUIÉN ERES.
Esto creaba un silencio al otro extremo, al que seguía un murmullo cuando los demás residentes del bar eran consultados y éstos a su vez ofrecían su consejo.
– CRISTÓBAL…
– Mira, necesito saber… -pero no servía para nada, mi interlocutor ya se había hartado y colgaba el teléfono de un porrazo.
Así sucedía con los pastores y el teléfono, aunque a medida que se fueron haciendo más expertos en su uso y aprendieron algunas de las dotes sociales necesarias, las cosas comenzaron a mejorar poco a poco, hasta que por fin llegó un momento en que incluso podíamos intercambiar por teléfono información de carácter rudimentario.
Sin embargo, inevitablemente seguían produciéndose malentendidos. Una noche, a una hora bastante tardía, Chloë contestó el teléfono. Noté cómo se apartaba bruscamente del oído el teléfono para evitar que el ronco grito procedente del otro extremo la hiciera ensordecer.
– NO -respondió a gritos al auricular-, NO SE PUEDE PONER MI MARIDO PORQUE NO TENGO NINGÚN MARIDO. ¡SOLO TENGO SIETE AÑOS! -Y colgó de un porrazo.
No pude evitar sentirme orgulloso de que mi hija mostrara un poco de carácter.
Y entonces una noche sonó de nuevo el teléfono a una hora tardía. Lo descolgué preparándome para escuchar el ensordecedor grito.
– Chris -dijo una voz suave-. ¿Eres tú?
Se trataba de una persona que conocía el teléfono, una auténtica bendición del cielo.
– Jefa! -grité-. Dime, ¿qué noticias hay del ancho mundo?
– Bueno -dijo Nat, mi editora de Londres, pues de ella se trataba-. ¿Estás sentado? Porque tengo noticias para ti.
– No, no puedo sentarme; el teléfono me obliga a quedarme encajado en un rincón. Así están las cosas aquí. Pero me apoyaré en algo.
– Lo que voy a decirte -prosiguió Nat en tono suave- es que no te hagas demasiadas ilusiones, pero se va a leer Entre Limones en la radio, y estamos recibiendo pedidos de todas partes.
Me quedé mirando el teléfono. Ninguno de nosotros había esperado nada semejante. Era un poco como presentarse a un concurso local de horticultura y descubrir que has ganado una escarapela en la Muestra Floral de Chelsea.