38005.fb2 El loro en el limonero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Ley del Mal

– Hay un hombre al teléfono -dijo Ana-. Creo que se llama Ley del Mal. Dice que quiere hablar contigo.

– Qué nombre tan raro -murmuré, y ambos miramos el teléfono como si éste pudiera ofrecernos algún tipo de pista. Pero cuando cogí el auricular la línea se había cortado. Y entonces caí en la cuenta. Se trataba por supuesto del periodista Leith, del Mail on Sunday. Mi libro acababa de publicarse en Inglaterra y, ante la particular incredulidad de Ana, no había desaparecido sin dejar rastro. De hecho, a raíz de un par de buenas reseñas y de su lectura en Radio Four, había ido ascendiendo meteóricamente en las listas de libros de no ficción.

Había sido entonces cuando Leith había telefoneado diciendo que quería escribir un artículo y que iba a venir a hablar con nosotros a nuestra casa de España.

– Alquilaré un coche en Málaga -nos dijo, desechando despreocupadamente mis intentos de advertirle de los peligros que le esperaban-. Y os veré muy pronto.

– Probablemente cree saber dónde vivimos por ese mapa que hay al principio del libro -dijo Ana-. Ya sabes, ése que dibujaste.

Comencé a sentirme algo culpable por mi obra artística: esos dibujos de bosquecillos de eucaliptos y olivares en los que tal vez un camino o un cruce hubieran resultado más descriptivos. En realidad no había considerado la posibilidad de que alguien fuera a utilizar el mapa del libro. Había sido más bien una cosa tipo mapa del tesoro de un cuento infantil.

Resultó que primero llegaron Eugene, el fotógrafo, y su ayudante. Venían bien informados, y con gran desenvoltura habían alquilado a cuenta del periódico un Volvo plateado del mejor modelo de la gama para transportarles a ellos junto con su equipo hasta El Valero. Primero aparecieron a toda velocidad por la accidentada pista en medio de una nube de polvo. A continuación se precipitaron por la atroz cuesta que desciende hasta el río y atravesaron a gran velocidad el vado salpicando agua con las ruedas -una hazaña que solamente intentan los conductores de todo-terrenos más fornidos y machotes.

– No es más que un puñetero coche de alquiler -dijo Eugene arrastrando las palabras-. Vamos, tío, no esperarán que te pases la semana sacándole brillo al cacharro a la puerta de tu chalé, ¿no?

Al parecer Eugene era un tipo guay.

Me quedé rondando el coche mientras los fotógrafos sacaban sus enormes bolsas y cajas, sus paraguas plateados y pantallas coloreadas, las lámparas solares, los cargadores y los trípodes. Me parecían de otro planeta.

– La semana pasada fue Oasis y la próxima las Spice Girls -comentó Eugene.

– Qué bien -dije mientras arrastraba los pies en el polvo.

– Jo, tío, esto es un festín de alucine -dijo Eugene atacando el chorizo, el jamón y las aceitunas que habíamos sacado para agasajarles-. ¿No tenía que venir también un periodista? -preguntó.

– Sí, será Ley del Mal, pero aún no ha llegado. Se ha debido perder.

– No me extrañaría nada. -Eugene miró hacia el sol con los ojos entrecerrados-. Bien, tomémonos un par de cervezas y después podéis sentaros todos en esa terraza.

Sonó el teléfono. Era Ley, que se había perdido. Ana habló con él y le explicó detalladamente cómo encontrar la carretera que se dirige al valle.

Era un calurosísimo día de julio y, como siempre ocurre en julio, el sol ardía con furia en medio de un cielo raso. Andrew, el ayudante de Eugene, estaba colocando una enorme hilera de focos bajo la terraza.

– ¿Para qué queréis todo eso un día como hoy? -le pregunté.

– Estas fotos tienen que ser buenas, tío -afirmó Eugene mientras añadía a su cámara unas probóscides cada vez más invasivas-. No me gusta la luz natural; no puedes fiarte de ella. En cualquier caso al lector medio del Mail no le mola ver las cosas en una luz natural. ¿Puedes hacer algo con esos pelos, Chris?

– Pues en realidad, no. Creo que es lo que suele llamarse «cabello encrespado», o al menos eso se llama lo que me queda de él…

Me lo aplasté un poco con los dedos.

– Así, ¿qué tal ahora?

– Tendremos que conformarnos, supongo. Ahora mira a un punto justo por encima de la cámara y trata de sonreír de algún modo…

El teléfono sonó de nuevo. Ley… todavía perdido.

Eugene y Andrew nos zarandearon a empellones a Ana, a Chloë y a mí, forzándonos a adoptar toda suerte de posturas y poses diferentes, y nos empujaron de un lado para otro como si fuéramos una familia de osos de peluche. Después volvieron a hacerlo todo otra vez pero utilizando diferentes objetivos y filtros y paraguas y pantallas, haciéndonos sujetar diferentes accesorios y apoyarnos en diferentes objetos, hasta que finalmente nos hicieron quedarnos en pie de la mano dando saltos en el río:

– Intentar simplemente parecer naturales, porfa, os quiero en unas poses así como comunes y corrientes, tío.

Nos sentíamos como una familia de imbéciles y, cuando salió después la foto, eso era exactamente lo que parecíamos -unos cabeza de chorlitos soltados por un día de algún tipo de institución. Aún así, Eugene y Andrew eran divertidos y todos nos reímos mucho del asunto -a excepción, por supuesto, de los momentos en que debíamos reír para la cámara, en que simplemente parecíamos anormales.

En el transcurso de la mañana Ley llamó varias veces más, cada una de ellas un poco más perdido que la anterior. Todos nos reímos del pobre Ley, que al parecer era una especie de reportero estrella.

– ¿Por qué habrá querido el Mail enviarnos a un periodista estrella? No creo que seamos gran noticia, ¿no? -me pregunté.

– Te tratan como si lo fueras -nos tranquilizó Eugene-. Quizá no tanto como las Spice Girls, pero importante en cualquier caso. Por eso te envían a Ley.

William Leith se presentó justo antes del almuerzo. Llegó todo acalorado y más sofocado de lo que nunca he visto estar a nadie. También él tenía el cabello encrespado, empapado de sudor por la caminata cuesta arriba, sus gafas estaban pringosas de polvo y suciedad, y temblaba como una hoja. Entró en la casa tambaleándose y se dejó caer en una butaca.

– Soy William -dijo con voz ronca, chupándose a continuación los labios resecos-. ¿Tenéis cerveza?

Saqué un botellín -una de esas pequeñas botellas que hay en España cuyo contenido apenas si sería detectado si lo vertieras en un vaso de una pinta [2]. William se recostó en su butaca. Eugene y Andrew se miraron el uno al otro y después nos miraron a nosotros, quienes a nuestra vez les dirigimos una mirada socarrona. Ana me miró con intención. William se bebió toda la cerveza de un trago y, al levantar después la vista, observó que algunos de nosotros -los que no estábamos mirándonos unos a otros- le estábamos mirando a él.

– ¡Dios! -dijo-. ¿Hay alguna otra por ahí?

Permaneció desplomado en su butaca con su segundo botellín, semejante a algún extraño organismo que de alguna manera hubiese ido a parar al elemento equivocado -un animal de las profundidades marinas en una sala de bingo, por ejemplo. Nos lo quedamos mirando todos, preguntándonos qué iba a decir a continuación. Pero solo después de haberse bebido tres cervezas le fue posible comunicarse.

– ¡Dios santo, qué carretera! Jamás en mi vida he sentido tanto miedo! ¡Y luego ese puente de fabricación casera, como de carrera de obstáculos! Pensé que iba a morirme, os lo juro…, mirarme: aún estoy temblando. ¿Dónde está el cuarto de baño?

Supusimos que los horrores de su experiencia con la carretera y el puente habían tenido un efecto laxante para Ley, por lo que le condujimos a toda prisa hasta el cuarto de baño. Sin embargo el reportero no cerró la puerta y, cuando todos miramos en esa dirección, le vimos pasando revista a los potingues que había en los estantes y los armarios, levantándolos uno por uno, dándoles la vuelta y leyendo sus instrucciones de uso.

– Es un periodista -explicó Andrew-. Eso es lo que hacen, no pueden evitarlo.

– ¡Ahora se os meterá en el cajón de la ropa interior! -dijo Eugene con una risita.

Efectivamente, cuando William terminó de hacer lo que tenía que hacer en el cuarto de baño, salió y se metió en el dormitorio.

– Querías ser un escritor famoso -dijo Andrew-. Pues bien, ¡en esto es en lo que consiste!

Yo no estaba totalmente seguro de haber querido ser alguna vez un escritor famoso pero, cuando nos sentamos a comer, William se recuperó de los traumas de su viaje y resultó ser muy agradable. Bebimos algo más de vino de lo conveniente, y después William sacó su bloc de notas y dio comienzo a la entrevista.

Nos hizo todo tipo de preguntas -unas preguntas buenas e incisivas que nos hicieron pensar un poco a Ana y a mí- y poco a poco fue cayéndome simpático, haciéndome empezar a ver nuestra vida como un posible artículo de dominical bastante divertido. Le hablé a William de todo lo que me preguntaba, interrumpiéndome solo una vez cuando Ana me dirigió una mirada de advertencia, con lo cual cambié de tema de buena gana y me puse a soltar todo un tratado sobre las ventajas de la agricultura ecológica frente a la agroindustria, que William escuchó cortésmente. Después, el periodista se volvió hacia mí mientras pasaba la página de su bloc de notas.

– En la contraportada de tu libro dice -anunció- que fuiste uno de los miembros fundadores de Genesis. ¿Es cierto eso?

– Bueno, pues sí -dije un tanto tímidamente-. Pero fue hace una barbaridad de tiempo y duró menos de un año, y para serte sincero no es mucho lo que recuerdo de ello.

– Entonces, dime exactamente lo que recuerdas -insistió William…


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Medida habitual de cerveza en el Reino Unido que equivale a 0,5683 I. (N. de laT.)