38005.fb2 El loro en el limonero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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De Genesis a la gran carpa

Lo extraño es -me encontré contándole a William- que todo había comenzado con Cliff Richard. A los trece años yo tenía una única gran ambición en la vida: iba a ser Cliff. Esto no quería decir que fuera simplemente a imitar a ese hombre (quien entonces todavía era, debo insistir, un roquero pagano), sino que de hecho iba a ser él mismo. Me parecía que el ser Cliff Richard me daría todo lo que la vida puede dar. Ahora, aproximadamente treinta y cinco años más tarde, me doy cuenta de que tal vez estaba equivocado, pero este razonamiento habría dejado frío a mi yo adolescente, totalmente fascinado con el estrellato. En cualquier caso, quiso la suerte que pronto se impusiera la realidad. Yo no sabía cantar, y evidentemente mis sueños no iban a realizarse. Así pues, me conformé con un futuro consistente en ser el guitarrista de Cliff, Hank Marvin.

Por supuesto, el ser Hank Marvin tampoco era ningún chollo. Dios, en su infinita sabiduría, había interpuesto algunos obstáculos en mi camino disponiendo que naciera sin oído musical y dándome las peores uñas que un guitarrista podía tener. Y no solo eso. Esas uñas eran prolongaciones, no de los finos dedos de un esteta, sino de las torpes manazas de un ayudante de mecánico.

Estos factores podrían haber dado al traste con mi carrera musical en una fase temprana de no haber sido por mi mejor amigo Duncan. Éste era un tipo fabuloso para tenerlo como amigo -animado, alocado y un poco furtivo- que sobresalía entre todos los demás en el internado adonde me habían enviado mis padres. Mientras el resto de nosotros, jóvenes degenerados, nos escapábamos en bicicleta a algún bar para beber y fumar, Duncan se quedaba en el colegio haciendo sus tres horas diarias de práctica de guitarra. Era un prodigio, y en las vacaciones tomaba clases del famoso guitarrista John Williams.

Un verano, mientras experimentábamos juntos los quince años de edad, Duncan y yo conocimos a dos chicas cuya persecución nos mantuvo ocupados durante todas las vacaciones. Una de ellas -una rubia alta y esbelta que podía dejarte sin aliento con una mirada y un movimiento de cabeza para echarse hacia atrás su larga melena- se llamaba realmente Eva. Su amiga era, por contraste, de aspecto poco agraciado, con un lacio flequillo moreno cuyas puntas abiertas se inspeccionaba constantemente. No recuerdo su nombre, aunque sí recuerdo una sonrisa bastante dulce en los raros momentos en que yo miraba en su dirección. Pero mi atención estaba enteramente ocupada en pelearme con Duncan por conseguir el asiento de al lado de Eva, echarle poco a poco de la pista de baile, o devanarme los sesos buscando algún comentario ingenioso que indujera a Eva a mirar en mi dirección.

Continuamos así durante varias semanas agotadoras, consiguiendo una fugaz supremacía unas veces Duncan y otras yo, mientras Eva le sacaba todo el jugo posible a la situación. Pero entonces, una tarde en que los padres de nuestra amiga se habían ido a Londres, Duncan se llevó la guitarra a casa de Eva. Mientras tocaba una serie de melodías astutamente seleccionadas para ganarse el corazón de una chica de quince años, se puso a mirarla intensamente a los ojos y yo ya supe que había perdido.

La amiga de Eva sabía que había llegado el momento de que nos marcháramos ella y yo. Con un gesto humanitario que bien pudo haberme salvado la vida me condujo hasta la parada del autobús, charlando sin parar mientras el sonido de la guitarra de Duncan iba apagándose y, cuando llegó su autobús, me hizo mirarla a los ojos mientras le prometía que regresaría directamente a casa en mi bicicleta. Pedaleé lentamente por las calles de Haywards Heath, pasando por la bolera y el bar Rose and Crown, y, sollozando bajo la llovizna de la noche, insensible a todo, seguí mi camino a casa deseando morir. A los quince años la vida no es nada fácil.

De vuelta al colegio, milagrosamente aún vivo, me dediqué a luchar contra la posibilidad de un futuro de celibato. Le compré a Duncan su vieja guitarra, junto con la promesa de unas cuantas lecciones gratis. La toqué con reverencia -el arma de seducción más potente que podía imaginar- y me puse a tratar de afinarla. Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía oído musical. Los profesores de música siempre te dicen que no existe la «falta de oído», pero sí que existe y yo era prueba de ello. No solo era incapaz de afinar la condenada guitarra, sino que además no podía decir cuándo estaba totalmente desafinada. Equivocándome cada dos por tres, tocaba alegremente «La casa del sol naciente» sin tener ni idea de por qué los pasillos se vaciaban y las puertas de los estudios se cerraban de un portazo.

Sin embargo seguí perseverando. Un día a la semana Duncan me afinaba la guitarra y yo practicaba hasta que no aguantaba más el dolor de los dedos. Mis progresos eran apenas perceptibles; en tres meses de práctica incesante conseguí lo que la mayor parte de los guitarristas logran en una semana. Pero para el final del trimestre había logrado dominar los acordes de Mi menor y La mayor y las modulaciones entre ellos, lo cual no es mucho. Todavía tenía todo un océano de música por el que navegar, y apenas si había conseguido sacar el barco del puerto. No obstante, me figuraba que esos dos acordes tenían un cierto patetismo seductor y, utilizados de manera inteligente, ¿quién sabe qué no podría conseguir?

El verano siguiente fui a Austria en un viaje del colegio para tratar de aprender alemán. En nuestro grupo había un chico llamado Skinner, un tipejo arrogante y malicioso que era guapo y rico, y capaz de cantar y rasguear (al igual que constantemente lo intentábamos todos) canciones de los Beatles con bastante brillantez. Durante un largo trayecto en tren a Salzburgo, Skinner hizo las delicias de todo el contingente de un colegio de chicas con su actuación, solo para enfriar el efecto cada vez que ponía los ojos en blanco y miraba con desprecio a las que tenían la temeridad de cantar.

Intuyendo que no tenía nada que perder, yo esperaba hasta descubrir por la posición de sus dedos una La o una Mi menor, y entonces le seguía, punteando y rasgueando la guitarra y haciendo que mi vacilante demostración pareciera más timidez musical que incompetencia. Aunque parezca raro, tuvo el efecto deseado. Margie, el premio rutilante del contingente del colegio de chicas, me incitó a lograr unos triunfos cada vez más grandes con mis dos acordes, antes de llegar a la conclusión de que la competencia con el plectro no lo era todo. Durante los tres años siguientes, hasta que me dejó por un guapo poeta de dudosa reputación, Margie eclipsó mi mundo.

En mi internado, Charter house, era obligatorio ser miembro del Cuerpo -la unidad juvenil del ejército-, lo cual suponía pasar dos tardes a la semana, e incluso algún que otro fin de semana, dedicados a la más absoluta estupidez: instrucción en el patio de armas, limpieza del equipo y aprendizaje de unas cosas que no resultaban del menor interés para nadie que no fuera un imbécil homicida. Pero había algunas estratagemas para mejorar tu suerte. La mejor de ellas era hacerse de la banda militar, para lo cual había que tocar algún instrumento metálico (y sacarle brillo), o bien aporrear un tambor -una ocupación para la cual mi talento musical me hacía idóneo.

Me apunté a ella y me dieron un librito de música de tambor, un par de palillos de nogal americano y un tambor con bordón de lo más bonito, con sus cuerdas trenzadas y sus aros de colores. Las deprimentes tardes en que el resto de los alumnos del colegio se mantenían en posición de firmes bajo la lluvia, aguantando las voces y los insultos de un hombre al que conocíamos con el nombre del Marsopo, que se tomaba francamente en serio el asunto de jugar a los soldaditos, los tambores tonteábamos sin profesores en la Sala de Tambores, fumando, bromeando y practicando nuestros paradiddles, redobles, flams y ratamacues.

Una o dos veces al trimestre teníamos que salir a tocar lo que se suponía que habíamos aprendido. Salíamos de nuestra Sala de Tambores como el grupo de muchachos-soldado más vergonzosamente desaliñados que imaginarse pueda, aparte de Osborne, el tambor mayor, que se contoneaba al frente haciendo girar sus bastones y Hopkins, el galés zopenco que aporreaba el gran bombo. Estos personajes tenían todo el aire de pompa y amenaza de una Marcha de la Orden de Orange de dos hombres, pero afortunadamente les superábamos en número. El resto de nosotros arrastrábamos los pies riendo y bromeando mientras el Marsopo se ponía cada vez más furioso. Girábamos a la izquierda cuando hubiéramos debido girar a la derecha; nos deteníamos cuando hubiéramos debido marcar el paso; formábamos a la derecha cuando hubiéramos debido formar a la izquierda; y lo hacíamos todo desternillándonos de risa contenida.

De todos modos, el resultado de todo esto fue que aprendí a tocar el tambor, lo cual se convirtió en una extraña obsesión. Llevabas tus palillos a todas partes, y durante las comidas utilizabas los cuchillos y los tenedores para tamborilear marchas en las mesas del refectorio. Y de esta forma mi carrera militar escolar me condujo a Genesis.

En el curso superior al mío había un chico llamado Gabriel que tocaba la batería en un conjunto de jazz, la League of Gentlemen. Tenía una gran batería anticuada con unas pieles de cuero blando que producían un sonido amortiguado cuando las golpeabas con los palillos. En alguno de sus momentos libres me enseñó, utilizando los pedales, los platillos y un poco de síncopa, la manera de adaptar al jazz mi experiencia como tambor militar.

Me entró bien fuerte lo de tocar batería de jazz- Me quedé inmediatamente enganchado y comencé a rondar a cualquiera que estuviese tocando -había por lo menos media docena de conjuntos en el colegio- y a colocarme en la banqueta en cuanto se iban. Llegué a un estado de agitación tal, que la vista de una batería me hacía sentir mareado. Dejé completamente la guitarra a favor de mi nueva obsesión, y practicaba día y noche.

Entretanto mi mentor Gabriel había comenzado a cantar y a tocar la flauta con su grupo. Al menos para las partes de flauta necesitaba tener las manos libres, por lo que me pidió que me hiciera cargo de la batería. Era una invitación a entrar en el Paraíso, y por supuesto la acepté con entusiasmo. Tocábamos Soul y Rhythm & Blues, que era lo que más le gustaba a Gabriel: «When a man loves a woman», «Knock on wood», «Dancing in the street» -Otis Redding, Percy Sledge, Wilson Pickett. Tocábamos en actos del colegio y en fiestas celebradas en las vacaciones, y de alguna manera adquirimos fama de ser el mejor conjunto del colegio. De vez en cuando tomábamos melodías del himnario, y tal vez fue por eso por lo que más adelante Gabriel nos hizo adoptar el nombre de Genesis.

Y esto habría sido todo, de no ser porque el emprendedor Gabriel no hubiera enviado una cinta a Jonathan King -un espabilado que había estado en nuestro colegio algunos años antes y que había conseguido el número uno en las listas con una horrorosa canción titulada «Everyone's gone to the moon». Dándose cuenta sagazmente de que no era ninguna estrella del pop, King había comenzado a forjarse una reputación como productor musical. Oyó la cinta de Genesis y, por alguna razón que hasta la fecha nadie ha logrado comprender, decidió que había algo de extravagancia adolescente en nuestras canciones que quizá podría conseguir lanzarnos a la lista de éxitos.

King organizó una sesión de grabación en un estudio in- sonorizado a base de cartones de huevos por la zona de Tottenham Court Road, y todos los del grupo nos dirigimos en tropel a Londres en estado de incredulidad para grabar tres o cuatro de nuestros números. No eran los éxitos de pop más evidentes -ni tampoco eran muy buenos, para ser sinceros- pero se sacó a la venta un single de la canción más memorable, «Silent sun», que vendió unas cien copias. Parecía que íbamos a tardar algún tiempo en poder competir con Cliff Richard.

Sin embargo Genesis era un grupo con gran dedicación, y seguimos adelante con aquello de la música. Pero mi propio papel en su historia casi había finalizado. Posé con aire seductor para unas cuantas fotos publicitarias y más tarde, ante la insistencia de mis padres, regresé al colegio. Los demás, cuyos padres tenían una opinión más liberal de la música pop como opción de carrera, lo dejaron y se pusieron a hacer un álbum. Necesitaban un batería de más sustancia, por lo que me pusieron de patitas en la calle.

Fue una buena decisión por su parte -yo no era un buen batería- y no iba a convertirme nunca en Phil Collins. Pero en aquel momento me quedé destrozado. Me parecía casi tan malo como perder a Eva. Pero entonces Peter Gabriel se presentó con un cheque por la extraordinaria suma de 300 libras esterlinas. Al parecer Jonathan King quería dejarlo todo bien arreglado, y el firmar un papel resolvía la cuestión de los posibles derechos futuros sobre las grabaciones.

Apenas daba crédito a mi buena suerte. Eso era mucho dinero.

Al año siguiente dejé el colegio -sólo con un examen aprobado, el de Arte. Como ninguna carrera me atraía especialmente, decidí que por qué no volver a intentar hacerme batería profesional. Tomé algunas lecciones de música de tambor y puse un anuncio en Melody Maker, el periódico de los músicos, que rezaba de la manera siguiente: «Caballero de 18 años busca colocación como batería».

Tal como esperaba de un anuncio con estilo tan excéntrico, recibí unas excéntricas respuestas. Una de ellas era de una tal Gran Banda de Glen Miller que tocaba en el bar Haré and Hounds de Brighton los jueves por la noche -la llamaban una «banda de ensayo y bebida». Me senté con ellos unas pocas veces y acabé totalmente borracho. La otra respuesta (solo hubo dos) era del «Circo de Sir Robert Fossett», que se ganaba la vida recorriendo la región de las Midlands y el norte de Gran Bretaña.

Henry Harris, un payaso bastante viejo y de aspecto clásicamente triste que, cuando no se encontraba de gira, vivía en un camping para caravanas en las afueras de Brighton, fue quien me hizo la entrevista y me dio el puesto. Parte del número de Henry consistía en dar vueltas alrededor de la pista con la gracia de un elefante, tocando «My Blue Heaven» con la trompeta mientras le salía humo de todos los orificios no directamente relacionados con la operación de tocar el instrumento.

El otro miembro de la orquesta del circo era un hombre meticuloso y pulcramente ataviado llamado Ken Baker. Medio polaco y bastante afeminado, tenía las manos delicadas que me habría gustado tener para tocar la guitarra, y tocaba esa abominación entre los instrumentos musicales, el órgano eléctrico.

– Me alegro muchísimo de conocerte, Chris -me dijo con entusiasmo cuando nos encontramos por primera vez-. Estoy seguro de que vamos a formar un equipo absolutamente maravilloso.

Inauguramos la temporada de verano de 1972 en el Queens Hall de Leeds. Ataviados con chaquetas rojas de lentejuelas y corbatas de pajarita, Ken y yo nos sentamos en una plataforma montada sobre unas grandes ruedas. Habíamos hecho un par de ensayos antes del show, Ken tocando las melodías y yo aporreando al compás.

– Añade simplemente unos cuantos redobles para aumentar el suspense -dijo Henry el payaso- y todo irá perfectamente.

Pero Henry había olvidado mencionar que Ken tenía un problema, grave para un organista de circo: no podía improvisar ni una nota y tenía que leer todo lo que tocaba. Ahora bien, en un circo no se suele tocar una canción completa. Lo que se hace es tocar algo emocionante y animado mientras el artista entra en la pista, que luego se convierte en algo atmosférico mientras éste va iniciando su actuación; después, a medida que van sucediéndose los números, se van mezclando las canciones con algún que otro silencio cargado de emoción, antes de llegar al momento culminante con un vigorizante redoble de tambores y un estruendo de címbalos cuando el artista cae en la red de seguridad o lanza el último cuchillo. A continuación se toca un final mientras el artista abandona la pista pavoneándose.

No es tan fácil como parece, al menos para el organista. En un número largo puede haber retazos de hasta una docena de canciones -el público se aburriría con la música ininterrumpida de «Nellie el elefante» no solo mientras Nellie se pasea desconsolada por la pista, sino también cuando se pone de rodillas, se sube a un cubo, etc.- y cada retazo tiene que ir sincronizado con las acciones. Ken no podía ver al artista porque tenía la cabeza hundida en las partituras. Había un gran fajo de papeles colocados sobre el órgano y para cada nuevo retazo de canción tenía que sacar la pieza, ponerla en el atril, subirse las mangas y comenzar a tocar. Por lo tanto una parte esencial de mi papel consistía en pasarle información a Ken acerca de lo que sucedía en la pista. Y con el estruendo de la batería, el bramido del órgano, el clamor de la muchedumbre y los chillidos de André, el director del circo, a menudo le resultaba imposible oírme.

En aquella primera actuación nuestro número musical comenzó a desbaratarse de mala manera durante el fastuoso espectáculo de trapecio de Serena Barontoni. Serena era un miembro lejano del clan Fossett y, junto con su hermano Rocco, ejecutaban un número de malabarismo un tanto deslucido que consistía fundamentalmente en dar vueltas malhumorados a la pista, tropezándose con los montones de bolos, batutas y teas caídos. Pero a Serena le iba mejor sola en el trapecio. Su número no era algo por lo que estarías dispuesto a viajar grandes distancias, pero estaba moderadamente bien realizado -y para dar brincos en las cuerdas y barras en la cúspide de una gran carpa debe hacer falta mucho más valor cuando eres un acróbata mediocre que cuando eres un virtuoso.

Serena venía después de Zelda, una belleza circense de pelo negro como el azabache recogido en una cola de caballo, que ejecutaba pasos de ballet montada en la grupa de uno o varios caballos mientras éstos trotaban alrededor de la pista. Todas las niñas se quedaban embelesadas, a la vez que tomaban a toda prisa firmes decisiones acerca de sus profesiones futuras mientras la artista daba vueltas a la pista a gran velocidad levantando y bajando sus perfectamente esculpidas piernas. Si bien recuerdo, salía de la pista con la música de Los siete magníficos.

– Bien, Ken -susurré-. Zelda ya se ha ido; ahora es André. Luego viene Serena: música de «Brasil».

– Daamaas y caballeeroos -chilló André-. ¡La in-creíii- ble, guapísimaaaa y dés-lumbranteee… Sé-yoritaaa Sereeee- naaa BAAARONDONIII!

– Aquí viene, Ken… ¡KEN!… ¡«Brasil»!

Serena entró a grandes zancadas en la pista con una mirada de intensa determinación y un rictus de sonrisa en un silencio sepulcral. Se puso a dar vueltas para ofrecer a una parte mayor del público el honor de lo que era a la vez una sonrisa y una expresión de pocos amigos. Continuaba reinando el silencio.

– Ken, está en la pista – ¡¡«BRASIL»!!

– ¡Vale, Chris, vale ya! -Ken empezaba a irritarse. La partitura se había quedado de lado y así no la podía leer. Por fin los primeros acordes inseguros de «Brasil» salieron a todo volumen del órgano, pero era demasiado tarde. Serena ya se había atado la cuerda y, con una mirada asesina en dirección a la plataforma de la orquesta, empezaba a trepar con toda la elegancia que su musculoso cuerpo permitía.

– «Llévame a la luna», Ken, ¡por el amor de Dios, hombre!

Ken seguía tocando «Brasil» despreocupadamente. Serena ya había trepado hasta la mitad de la cuerda cuando la melodía cesó bruscamente y Ken se puso a buscar a tientas. Tras un largo silencio comenzó a tocar «Llévame a la luna».

De nuevo era demasiado tarde. Serena, ya solo una pequeña figura brillante allá arriba en los endebles trapecios, estaba preparándose para saltar al vacío desde el columpio. Esto requería un silencio sobrecogedor, roto por un largo y vigorizante redoble de tambores que aumentara la tensión y el pavor. ¡ ¡ ¡ RrrrRRRATATATATA-CHÍN!!! Pero la tensión de algún modo fue estropeada por las notas de «Llévame a la luna» sonando cansinamente tras el crescendo de tambor.

– Bueno, Ken, ya está en el columpio. ¡¡Dale con todas tus fuerzas a «La Danza del sable»!!

En ese momento yo dejé el órgano para seguir los balanceos, caídas y volteretas del número de Serena: RRRATA- PLÁN, CHIN CHIN PUM, RATAPÚM CHIN PUM, CHIN CHIN PUM… tin tin titín. Mientras tanto el órgano seguía vomitando «Llévame a la luna», antes de que sobreviniera un silencio seguido por las primeras roncas y titubeantes notas de «La Danza del sable» que surgían del instrumento de Ken, mientras la pobre Serena se movía a toda velocidad de un lado para otro entre los aros y las barras en lo alto de la carpa.

Finalmente el desdichado número tocó a su fin y Serena agarró la cuerda para deslizarse lentamente hasta el serrín de la pista: la música de «There's no business líke show business» empezó a salir a trompicones del órgano.

– ¡No, Ken, por Dios santo! Todavía está ahí arriba, tiene que ser «Llévame a la luna» otra vez.

– Ay, lo siento, Chris, ¿en dónde se habrá metido eso ahora? -y de nuevo se sumergió para rebuscar entre el montón de partituras que recubrían el órgano. Serena siguió deslizándose por la cuerda en silencio, con el único acompañamiento del ruido de las bolsas de patatas fritas, el parloteo de los niños y el lejano zumbido del generador.

– Mamá, ¿por qué está tan enfadada esa señora? -se oyó que decía la voz de un niño pequeño de la primera fila. La respuesta fue apagada por Ken al iniciar una frenética repetición de «Llévame a la luna». Pero era demasiado tarde. Serena salió indignada de la pista.

– Olvídalo, Ken, ya se ha ido.

Pero no, Ken continuó batallando a pesar de todo, hasta acabar de tocar «No business like show business» y ahogar así el comienzo del «Daamaas y caballeemos…» de André.

– De veras lo siento mucho, Chris -me dijo Ken más tarde.

Me ablandé.

– No te preocupes, Ken, las cosas mejorarán con la práctica…

Pero por supuesto no lo hicieron. Sucedía a diario, los sábados dos veces al día y, a medida que fueron pasando las semanas, yo me encontraba en constante enfrentamiento con el pobre Ken. En una ocasión hasta le arrojé un palillo de tambor durante un espectáculo, incidente provocado por Ken al dejar caer al suelo todo un montón de papeles en mitad de un número de los Hermanos Voladores Manzini, una troupe de acróbatas italianos temperamentales y, en mi opinión, potencialmente homicidas.

Los Hermanos estaban dando vueltas a la pista a gran velocidad, como una docena de ellos amontonados unos encima de otros sobre una bicicleta de una rueda, cuando de pronto la música se detuvo. Entonces se oyó un juramento ahogado procedente de la plataforma de la orquesta, el absurdo sonido de los tambores repiqueteando solos y, mientras, los Hermanos Voladores Manzini girando como bólidos alrededor de la pista en silencio. Y siguieron dando vueltas, tan frescos como una lechuga pero lanzando mentalmente cuchillos a la plataforma. Dieron una vuelta más. Aunque no soy ningún adivino, tenía la extraña sensación de que tanto Ken como yo debíamos evitar andar de noche por detrás de la carpa, especialmente por la zona de detrás del camión del generador, en donde los gritos pueden ser camuflados con bastante facilidad.

El Circo Fossett viajó por todo el norte de Inglaterra y buena parte de Escocia; Leeds, Halifax, Rochdale, Liverpool, Wallasey, Preston, Carlisle, Glasgow, Kilmarnock. Llegué a conocer todos los baños públicos con sus cubículos alicatados, sus enormes bañeras y sus brillantes grifos de latón que relucían como si fueran controles de antiguos barcos de vapor, y fui iniciado en los bares que frecuenta la gente del circo. Pero lo que mejor recuerdo son los largos trayectos los domingos de madrugada, después de haber recogido la carpa al final de la segunda función el sábado por la noche.

Desmontar el circo, viajar y volver de nuevo a montarlo era como una batalla. En cuanto el público empezaba a salir en fila el sábado por la noche, notabas una repentina disminución de la tensión en la carpa a medida que los vientos iban siendo aflojados alrededor de todo su perímetro y los encargados de carpa comenzaban a sacar del suelo las estacas de hierro de seis pies de longitud. Los encargados de carpa, una heterogénea pandilla de forajidos y fugitivos, eran lo más bajo dentro de la jerarquía circense -pero todos, hasta los artistas principales, echaban una mano en la operación de desmontar la carpa y recoger.

Eran necesarias un par de horas para abatir la gran carpa, que a continuación se plegaba en unos rollos de lona increíblemente pesados y aparatosos y se cargaba junto con sus gigantescos postes en los remolques. Los animales del circo -que en aquel entonces incluían leones y tigres, elefantes, un pobre camello viejo, una llama y un par de avestruces- eran apiñados en sus remolques, listos para el viaje. Todos los asientos, las casetas, los tablones y los postes, los vientos y banderines, las vallas y los cables, las luces, la pista, las cuerdas y barras, los aros y los trapecios, las escalas y los cabrestantes, tenían que ser cargados y amarrados a sus respectivos remolques. Y todo ello se hacía en plena noche, la mayoría de las veces bajo una lluvia torrencial.

A las tres o las cuatro de la madrugada todo estaba ya recogido y colocado, los remolques enganchados a los tractores y el convoy listo para partir. Entonces era el momento para tomarse una sopa y una taza de té, todo en silencio ya excepto por el estruendo del enorme generador que hacía funcionar las luces. A continuación el generador se paraba por fin y los restos del campamento se sumían en un maravilloso silencio. Nos subíamos a la cabina del vehículo que nos había sido asignado -yo conducía la furgoneta de la carne- y salíamos con un sordo zumbido de motores por las puertas del parque.

Éramos gente de circo, y uno de los aspectos de esta vida que más me gustaban era este avanzar lentamente bajo cortinas de lluvia durante las pocas horas de noche que quedaban, escuchando el estruendo y el chirrido de las gigantescas máquinas de carretera junto con el incesante golpeteo de los limpiaparabrisas. Los faros iluminaban la señal de carretera a través de la lluvia: Kilmarnock 50. A nuestro ritmo de avance eso suponía cuatro horas o más. Borrachos de sueño, desplomados en nuestras cabinas, éramos el circo que entraba en la ciudad.

Y así transcurrió un feliz verano. Me imagino que si hubiera seguido allí y hubiera practicado mucho aquellos redobles, podría haberme convertido en un tambor de circo bastante bueno y tal vez me habría labrado con ello un futuro. Pero había llegado el momento de marcharse y probar algo diferente. En Carlisle nos instalamos en un parque entre el castillo y el río, y el sol lució durante toda la semana. Una mañana me fui de compras al centro con mi sueldo semanal de veinte libras esterlinas agujereándome el bolsillo, y entré en una tienda de discos para echar una ojeada a los estantes. Finalmente me decidí por un álbum de flamenco.

No recuerdo qué fue lo que empujó suavemente mi destino de esta manera tan curiosa; yo nunca había oído música de flamenco ni sabía nada de España. Pero aquella tarde, de vuelta a mi cuchitril en el remolque destinado a alojamiento, saqué mi pequeño tocadiscos de pilas, me tumbé en mi colchón de goma-espuma y comencé a escuchar mi nuevo disco. La guitarra era sencillamente cautivadora. No tenía ni idea de que se pudiesen hacer cosas así con una guitarra, ni por supuesto que los dedos pudieran moverse tan aprisa. No estaba totalmente seguro acerca de la música, pero la técnica -esos rápidos punteados, los profundos acordes oscuros y los golpeteos y rasgueados semejantes a un ruido de ametralladora- me dejó sin respiración.

De repente mi pequeño repertorio de canciones de Dylan y Donovan me pareció lastimoso. Iba a tener que ir a Sevilla para convertirme en un guitarrista de verdad.