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No sabía nada sobre España más allá de aquel disco de flamenco. Por supuesto no hablaba español, pero la idea de aprender a tocar la guitarra española se convirtió en una obsesión, casi tanto como mi primer affaire con el instrumento cuando estaba en el colegio. Así, tras despedirme de la gente del circo, me fui a Francia para trabajar en la vendimia y reunir dinero para una estancia en Andalucía. Desde Burdeos me dirigí a Valencia para recoger naranjas, en donde por fin cogí el autobús de Sevilla que por aquel entonces tardaba doce horas en llegar.
Coloqué mi guitarra en la rejilla y me acomodé en el asiento con una bolsa de bandolera llena de naranjas. Cuando el autobús tomó rumbo hacia el oeste, los últimos rayos del sol poniente se tiñeron de rojo, convirtiendo en siluetas al conductor y los pasajeros. Miré maravillado las palmeras y las alineaciones de secas colinas. Nunca antes había estado tan al sur. Pero a medida que oscurecía y que mi reflejo en la ventanilla iba haciendo desaparecer el paisaje, me sumí en el nebuloso estupor que provoca un largo viaje en autobús, soñando en lo que me esperaba en Sevilla.
Por aquellos días los autobuses españoles eran diferentes: traqueteaban y escupían humo y podías abrir las ventanillas, aunque esto no es algo que hubieras querido hacer en una noche como aquella. Hacía frío fuera del autobús, y el paisaje a lo lejos parecía un tanto amenazador a medida que subíamos hacia el interior en dirección a Granada. El autobús se convirtió en mi mundo, y empezó a aterrarme la idea de salir de él. Pero el viejo y decrépito autobús siguió avanzando ruidosamente a través de la oscuridad de la noche, hasta que por fin giramos para seguir el valle del Guadalquivir y apareció en el horizonte una constelación de luces. «Sevilla», gruñó el viejo sentado a mi lado mientras se abría ante nosotros una vista de la gran ciudad de talleres industriales y suburbios.
Había deseado durante meses llegar a esta ciudad, pero ahora que se encontraba ante mí habría dado mucho por estar en alguna otra parte. Sin embargo, por fin dejamos atrás los barrios del extrarradio y, avanzando cansinamente por una ancha avenida alineada de palmeras y jardines con fuentes de piedra adornando las intersecciones, atravesamos finalmente el arco de piedra de la estación de autobuses de Sevilla. Salí precipitadamente del autobús y mientras me quedaba de pie junto a éste preguntándome qué hacer y adonde ir, un viejo se me aproximó tímidamente y me susurró de modo conspirador: «Hotel, muy barato». Le seguí, sobre todo porque me había cogido la bolsa.
Resollando, mi guía atravesó a toda prisa un parque, antes de introducirse por un estrecho callejón adoquinado. El aire era una mezcla embriagadora de olor a jazmín y a orines, y una nube de polillas blancas revoloteaba alrededor de una farola. El eco de nuestras pisadas resonaba por las callejuelas mientras dábamos vueltas y vueltas por un laberinto, hasta que llegamos a una pequeñísima plaza en una de cuyas esquinas se levantaba una estrecha casa de tres plantas.
Entramos a oscuras. Un hombre gordo con gafas de sol y traje gris surgió de pronto de la penumbra: «125 pesetas la noche, o 175 en pensión completa, con agua fría solamente».
El precio me pareció más o menos apropiado por lo que, agarrando mis maletas, con mi viejo guía resollando y el gordo jadeando detrás, subí las escaleras hasta la azotea, donde se encontraba mi habitación, que consistía en una caja enjalbegada de ladrillos con dos camas, una silla y un par de alcayatas en la puerta.
Me dejé caer en la cama, que crujió bajo mi peso, y me puse a mirar feliz la bombilla desnuda. Por fin estaba aquí, instalado en Sevilla. Mañana por la mañana saldría a ver la ciudad.
Estaba demasiado excitado para dormir mucho, pero en algún momento debí quedarme dormido ya que por la mañana penetró en mis sueños el ruido de unos pesados postes de acero cayendo sobre un suelo de piedra. Un ventanuco enrejado daba luz a mi habitación, proyectando una pequeña mancha de sol en lo alto de la pared. Los postes de acero empezaron a caer cada vez con más frecuencia e intensidad hasta que todo el aire a mi alrededor resonaba con el estruendo. Mientras salía con gran esfuerzo del umbral del sueño me pregunté, de esa manera vaga como se hace antes de que la mente empiece a funcionar, en dónde diantres podía encontrarme y qué era aquel ruido infernal.
Cuando me vestí y salí al exterior, casi quedé cegado por el brillo de la luz matutina. Por todo alrededor había azoteas, torres y paredes de un blanco brillante; el cielo era de color azul pastel y mi propia azotea era un laberinto de cuerdas de fragante ropa tendida. Y entonces los postes de acero también se me revelaron -como las campanas de una iglesia; aquí arriba, a la altura de los campanarios, sonaban próximas y ásperas.
Después de desayunarme un café y una tostada untada con ajo crudo, aceite de oliva y sobrasada -esa especie de mantequilla anaranjada hecha con grasa de cerdo que tan apreciada es en Andalucía- salí con paso vacilante a la plazuela, seguí por un callejón adoquinado con geranios colgando de los balcones y fui en busca de Sevilla. Llegué a una plaza ligeramente más grande con cuatro naranjos y una fuente coronada por tres cruces de hierro. Era perfecta. A medida que avanzaba por otro callejón perfumado de jazmín y penetraba en otra plaza, iban entrando en juego más elementos: algo de ocre en las blancas fachadas, un patio lleno de flores y un estanque alargado bajo los naranjos.
Deambulé a mi antojo entre multitud de callejuelas. Tenían nombres como «Agua», «Aire», «Jazmín», «Vida», y todas ellas daban a una plazuela a cuál más exquisita y encantadora que la anterior. Medio mareado por este exceso de belleza, me encontré de pronto ante el coloso de la Catedral y la Giralda, el gran minarete árabe al que los cristianos colgaron unas campanas.
Este magnífico paisaje urbano estaba poblado por unas mujeres y unos hombres más bellos de lo que nunca había osado imaginar, y por todas partes se oía música: el sonido de una guitarra o un piano detrás de un balcón abierto, retazos de coplas y palmas en la cálida atmósfera de la ciudad. Los olores también eran fuertes: café, humo de tabaco negro, ajo, los escapes de las motos, «Heno de Pravia», la fragante colonia que tantos españoles usan, y por todas partes el aroma de los miles de naranjos.
Caminé aturdido por la ciudad durante todo el día, me salté el almuerzo y hasta me olvidé de que me dolían los pies. Entonces, cuando empezó a caer el fresco de la tarde, regresé a la plaza del hotel -Mezquita, se llamaba- a tiempo para la cena: pedazos de grasa de cerdo flotando en un lago de habichuelas y dientes de ajo hervidos, con vino, pan y, para terminar, una naranja. Me supo a néctar y ambrosía.
A la mañana siguiente me puse a lavarme la ropa en un lavadero de piedra que había en la azotea. Resultaba agrá- dable chapotear con el agua al sol de mañana de diciembre. Mientras frotaba con bastante ineptitud silbando para mis adentros una canción, surgió una figura del hueco de la escalera que conectaba la azotea con el resto del hotel. Era una mujer cuarentona corpulenta, con zapatos de tacón, falda estrecha y camiseta blanca de hombre, que se me quedó mirando perpleja.
– ¿Pero qué demonios estás haciendo? -preguntó.
– Lavando. Estoy lavándome la ropa -respondí, bastante satisfecho de mí mismo. Durante mi viaje hacia el sur había descubierto que ésta era una pregunta inevitable y que bastaba sumergir una grisácea prenda interior en agua jabonosa para que alguien en alguna parte apareciera y te preguntara. Muy previsoramente, había descubierto la respuesta con ayuda del diccionario. Mi español era bastante rudimentario, pero aún así mi compañera consiguió hacerme comprender la idea de que tenía que abandonar inmediatamente mi labor porque no era apropiado que un hombre se lavara la ropa, y que de ahora en adelante ella lo haría por mí. Inmediatamente tomó el relevo y mientras la mujer chapoteaba con el agua, yo intenté corresponder dándole una serenata de guitarra. Incluso estando como estaba yo trastornado por la guitarra, no acababa de convencerme del lodo de que el trato fuese totalmente justo.
Mi nueva amiga se llamaba Isa. Trabajaba en el hotel y al parecer me había tomado algo de cariño. A veces por las tardes me llevaba a un bar con su joven amiga Viki, una chica regordeta y bastante bonita que se reía mucho. Ponían un gran esfuerzo en ataviarse para aquellas ocasiones, y salían de sus respectivas habitaciones con zapatos de un tacón increíblemente alto, medias de malla, amplios escotes y unos cuantos botes de maquillaje generosamente aplicados. Entre las dos me pasaban revista, quitándome los pelos, migajas y quién sabe qué de la camisa arrugada y arreglándome el pelo antes de dictaminar que ya estábamos listos. Entonces, taconeando y con paso tambaleante, nos dirigíamos por las calles adoquinadas a una especie de barezucho.
Siempre pensaba que Isa y Viki eran muy amables por llevarme consigo en esas expediciones, puesto que yo no podía haber sido muy divertido para ellas. Solíamos apoyarnos los tres en la barra del bar, donde mis compañeras conseguían causar máxima impresión con sus medias y sus minifaldas con abertura. Parloteaban la una con la otra, volviéndose de vez en cuando para dirigirme una sonrisa amigable. Yo les devolvía cortésmente la sonrisa y me ponía de nuevo a batallar con el idioma.
Quería con todas mis fuerzas participar en su conversación, y todo el tiempo trataba de idear cosas que decirles con ayuda de papel y lápiz y de un diccionario de español. Pero, por supuesto, para cuando había encontrado la manera de entablar conversación, el momento ya había pasado y no me quedaba más remedio que recurrir a una sonrisa tímida.
De todos modos disfruté mucho de aquellas tardes y del Mezquita en general. Era un lugar ruidoso pero agradable, el resto de cuyos residentes eran fundamentalmente hombres jóvenes del campo que trabajaban en una fábrica justo al otro lado del río. Durante la cena nos dedicábamos a intercambiar artificiosas medias frases, sonrisas desconcertadas y arqueamientos de cejas. Pero, por extraño que parezca, yo debía resultarles socialmente valioso, ya que también ellos me llevaban a los bares.
En una de aquellas salidas, mientras me encontraba en un lóbrego bar lleno de estudiantes, humo y animada charla, entró una mujer enorme con una presencia tan fuerte que el parloteo cesó de golpe. Pegado a sus talones venía un chico pequeñísimo con un estuche de guitarra más grande que él. Uno de mis compañeros me dio un codazo y sonrió con suficiencia. -Lola la Gorda -dijo, indicando con las manos (de modo bastante innecesario) su figura.
Lola la Gorda se sentó contra la pared y le fue despejado un espacio por delante. Sacó la ligera guitarra amarillenta de su estuche y, sujetándola con los brazos casi totalmente extendidos entre los pliegues de su gran corpachón, se lanzó a recorrer las cuerdas con los dedos con gran fuerza y soltura. Tras un ligero ajuste de las clavijas, comenzó a tocar. Se hizo un silencio reverencial mientras iba arrancando de las cuerdas unos agudos arpegios. Su improvisación ascendía para descender luego en picado, como un lamento y un gemido, y después iba subiendo de nuevo hasta llegar a un estruendo mientras golpeteaba el instrumento con la muñeca más rápida y flexible que jamás he visto. Yo nunca había escuchado el sonido de la guitarra flamenca en vivo y estaba hipnotizado. Su desconocido timbre oriental llenaba la música de misterio y angustia, y la facilidad y fuerza con que esta mujer tocaba hacía que pareciese como si la guitarra estuviese tocando sola.
La intensidad fue poco a poco descendiendo hasta convertirse en un bajo quejido repetitivo, semejante a un reiterado desafío. Uno de los trabajadores de la fábrica salió al espacio despejado y se arrodilló en el suelo delante de Lola. Se oyeron gritos de «¡Olé!» y «¡Anda!» procedentes del público. Persuasiva, la guitarra le engatusaba tratando de sacarle una copla, hasta que de pronto el hombre lanzó un grito como si sintiera un gran dolor. El grito se convirtió en un lamento y un profundo quejido, culminando en una larga y tensa ululación. Mientras iba cantando copla tras copla, lloraba lágrimas de verdad. Yo estaba absolutamente petrificado.
Al día siguiente me lancé en busca de un profesor de guitarra. No tuve que ir muy lejos. Mientras desayunaba café y rosquillas en un bar, me encontré a Xernon sentado a mi lado, un chico rubio de cara regordeta mitad mejicano, mitad norteamericano. Parecía tener como doce años de edad, pero tenía un estuche de guitarra y nos pusimos a hablar.
– Si deseas aprender flamenco -me dijo- tienes que alojarte en el Hostal Monreal; ahí es donde está todo el mundo. Si quieres, puedo llevarte.
Así pues, dejé a mis amigos del Mezquita -Xernon se había quedado sorprendido al descubrir que me alojaba en una casa de citas (tal como hasta yo había empezado a sospechar tras salir unas cuantas noches con Isa y Viki)- y, echándome al hombro la guitarra, caminé hasta la Catedral, junto a la que se encontraba el Hostal Monreal en una esquina. Di mis datos en recepción a una mujer llamada Mary, una bonita irlandesa de voz suave que llevaba la contabilidad, se encargaba de que el personal estuviera a gusto y actuaba como mediadora con la heterogénea colección de huéspedes, la mayoría de ellos estudiantes de guitarra o de baile flamenco.
El amante de Mary, José, era el propietario del establecimiento. A cualquier hora del día o de la noche se le veía deambulando con una llave de fontanería y cara de profunda preocupación. Le gustaba arreglar las cañerías, y su sueño era deshacerse de la zarrapastrosa clientela del hotel y llenarlo de ricos turistas americanos. Si hubiera arreglado mejor la fontanería, probablemente habría podido subir las 175 miserables pesetas que cobraba por la «pensión completa, con agua fría solamente».
Pero la fontanería era algo absolutamente único. Para disfrutar al máximo de la ducha de agua fría tenías que apoyarte en los azulejos por debajo del agujero donde goteaba agua de la pared y, torciendo el cuello y los hombros, podías guiar el hilillo de agua hacia la parte del cuerpo que lo necesitara. No era lo más indicado para despertar el entusiasmo de unos americanos derrochadores.
El Monreal tenía tres plantas y un patio central, rodeado por unas balaustradas de madera, con unas aspidistras ajadas y una fuente de la que salía un hilillo de agua y que iluminaban unas lucecitas verdes y rojas. En la azotea estaban las cuerdas para tender la ropa y dos cubículos, que eran algo más baratos que las habitaciones propiamente dichas. Durante el día eran hornos, mientras que por la noche necesitabas una tonelada de mantas para que no te castañetearan los dientes. Tomé uno de ellos por un mes y comencé a llevar a cabo mi misión.
Los guitarristas del Monreal éramos una pandilla internacional, y la mayoría teníamos entre dieciocho y veintipocos años. Pero de vez en cuando se nos unía algún guitarrista de más experiencia para rememorar, enseñar un poco o condescender con nosotros, simples principiantes, apuntándose a una sesión. Herb era la excepción. Se trataba de un americano fibroso con cola de caballo saliéndole de debajo de una calva incipiente que nos dejó a todos perplejos por conseguir combinar su extrema vejez (tenía treinta y un años) con una torpe incompetencia. Recuerdo haber meditado estupefacto sobre su decisión de comenzar a tocar la guitarra en el ocaso de su vida y, en mi imprudencia juvenil, hasta llegué a preguntarle en una ocasión: «Y, digo yo, hombre, ¿para qué molestarte ya?». Era una frase que más tarde me perseguiría.
Las sesiones de práctica tenían lugar todos los días en la azotea, y los más entusiastas nos sentábamos a tocar allí entre ocho y diez horas al día. Por supuesto, el sonido que producíamos entre todos practicando escalas ascendentes y descendentes y soltándonos las muñecas con ruidosos rasgueados, todo ello con unas guitarras que sonaban fuerte y estridentemente, era absolutamente horroroso. No se veían las caras de los guitarristas, pues las ocultaba la ropa puesta a secar; todo lo que se veía eran las sillas, los pantalones y las guitarras, aunque si te echabas hacia atrás podías ver entre las sábanas las torres y los balcones de la ciudad y el cielo de un azul intenso. De vez en cuando subía una de las camareras y, con el pretexto de ver si se había secado la ropa, se entregaba a un poco de coqueteo.
Un día en que estábamos bebiendo juntos durante un descanso de las guitarras, todos estuvimos de acuerdo en que nuestro estudio para ensayar era realmente intolerable, e ideamos unas reglas para hacer más provechosas nuestras sesiones de práctica. A partir de ese momento, cualquiera que quisiera practicar en la azotea tenía que tocar con un calcetín metido debajo de las cuerdas hasta el mediodía, y ningún guitarrista podía beber ni ofrecer vino antes de la hora del almuerzo.
Y así se estableció una rutina. Nos sentábamos febrilmente durante toda la mañana haciendo vibrar sordamente las cuerdas de nuestras guitarras hasta que oíamos repicar las campanas, momento en que se extraían los calcetines, se sacaban las botellas de vino y setenta y dos cuerdas comenzaban de nuevo a sonar libremente. A veces la rutina era interrumpida por la llegada de un viejo con sombrero cordobés que había estado enseñando a uno de los guitarristas más avanzados en su habitación. Después todos le escuchábamos hechizados mientras tocaba sin esfuerzo una serie de falsetas, deslumbrándonos con su técnica.
Pasó el invierno y, con la llegada de los primeros meses de la primavera, empezaron a aparecer estrellas blancas entre las oscuras hojas de los naranjos y comenzaron a llegar los primeros calores fuertes del año. En Tokio y Los Ángeles la inversión térmica crea una nube tóxica que se cierne sobre la ciudad durante varios días, haciendo que la gente se muera de asfixia. En Sevilla, que es la ciudad más romántica del mundo, la densa nube de olor a azahar que la envuelve en primavera y principios de verano hace que la gente se vuelva loca de amor.
En el Monreal el objeto de toda nuestra locura era Laura, una chica norteamericana que estaba aprendiendo a bailar flamenco. Tenía el pelo rizado y castaño, una nariz respingona y unos enormes ojos de color avellana, y se movía con la gracia de las hojas de bambú al ser rozadas por el viento. Todos estábamos locos por ella, pero mientras se movía etéreamente entre los músicos parecía no tener la menor idea del efecto que estaba teniendo sobre nosotros.
La atmósfera del Monreal se llenó de rivalidad sexual y nos lanzamos al combate con nuestras guitarras. La pobre chica debió dormir poco con nuestras interminables serenatas, mientras que durante el día esperanzados acompañantes hacían cola ofreciéndole sus servicios para sus prácticas de baile. Desgraciadamente, yo ni siquiera entraba en liza por este honor, pues Xernon y el resto de los virtuosos del grupo me superaban fácilmente en armamento.
Era una historia bien conocida, pero una vez más me hizo progresar con mi técnica musical. Una noche en que había estado practicando en el Parque de María Luisa con Paul, un compañero de aprendizaje, éste empezó a tocar una pieza ligera clásica llamada «Romanza». Escuché con extasiada atención. Efectivamente la música era total y absolutamente romántica, con un toque de profundo patetismo, pero más que nada era sencilla. Pensé que si Paul me daba algunas lecciones, pronto le pillaría el truco y tendría por fin alguna posibilidad con Laura. Paul, que era gay y por lo tanto estaba fuera de la persecución, dijo que por supuesto me ayudaría.
No fue tan fácil de aprender como me había imaginado, pero finalmente llegué a dominar la pieza y sólo tuve que esperar a que se presentara una oportunidad para ejecutarla. Pero no se presentó ninguna. Cada vez que aparecía Laura en la azotea, uno de mis superiores se abría paso hasta el primer plano con alguna fogosa pieza de flamenco y la monopolizaba durante el resto de la práctica. Yo mientras tanto, desde mi taburete detrás de la ropa tendida, punteaba sin cesar mi «Romanza» con expresión soñadora, mientras otros como el viejo Herb ahogaban mis mejores momentos.
Decidí tomar medidas. Una tarde, cuando Laura desapareció para irse a su habitación, la seguí y llamé tímidamente a su puerta. La chica la abrió con una mirada inquisitiva no del todo impaciente.
– Quería tocarte una canción -le espeté-. A lo mejor te ayuda a relajarte después de tanto baile.
Se produjo una pausa. Laura sonrió, una sonrisa triste y ligeramente torcida, y replicó: «De acuerdo, pero prométeme que no será esa pieza que has estado tocando toda la semana en la azotea. Realmente no podría soportar oír cómo la crucificas otra vez… es decir, al menos no de cerca». Y entonces añadió de modo desconcertante: «¿Sabes?, esa película fue tan bonita y tan triste y tan, cómo diría yo, tan verídica, que quiero mantenerla fresca en mi recuerdo». Evidentemente Laura era una de esas personas que están de acuerdo con lo que dice el refrán de que quien bien te quiere te hará llorar -una extraña idea, pues me imagino que la mayoría de la gente prefiere que simplemente se les quiera.
– Ajá, claro, por supuesto… no te preocupes -conseguí mascullar mientras retrocedía por el pasillo. Pero, aparte de la humillación que me resonaba en los oídos, los comentarios de Laura me habían dejado perplejo. ¿Qué demonios era eso de una película?
Xernon se cruzó conmigo. Trataba de contener una sonrisita de superioridad, pero dándose cuenta de que verdaderamente yo estaba in albis, se detuvo para aclararme el asunto.
– Has estado tocando el tema de esa película francesa, Los Juegos prohibidos, so petardo, ¿no lo sabías? -Yo seguía con cara inexpresiva-. ¿No la conoces?, esa película antigua en blanco y negro que han estado poniendo en el Plaza Nueva. -Negué con la cabeza-. ¿Sobre una pobre huérfana a la que se le muere el perro durante la ocupación de Francia?
Finalmente se le escapó a Xernon de los labios la sonrisa de superioridad que le había estado rondando por ellos, extendiéndose por toda su cara como un sarpullido.
– No exactamente flamenco -comentó.
El amor en el Monreal estaba bien y era algo que imprimía carácter, pero de lo que realmente me había enamorado yo era de España. Y habiéndolo hecho, lo que de verdad quería ser era español, o lo que entonces imaginaba que suponía serlo: tener la piel morena y los ojos negros, una mano diestra con una navaja afilada y una naranja, ser un guitarrista natural y un donjuán.
A medida que fueron pasando los meses, me di cuenta de que no iba a dar la talla. La nariz se me puso de color rojo cangrejo; tendía más a la reflexión que a la excitabilidad; era -reconozcámoslo- un pésimo guitarrista; y mis aptitudes como seductor se veían entorpecidas por una tendencia a la parálisis mental cuando me encontraba frente a frente con el objeto de mis sentimientos. Aparte de eso, me había gastado todo el dinero. Sevilla estaba tocando a su fin para mí.
A medida que fue intensificándose el calor del verano, lomé un coche de caballos para ir a la estación y subí a un tren nocturno lleno de soldados. El tren me llevó a Barcelona y desde allí fui haciendo autostop hasta París, donde toqué la guitarra en el metro para reponer fondos. En la estación de Étoile había un largo corredor alicatado y allí me coloqué. La acústica era excepcional, haciendo que el suave rasgueado de una guitarra española sonara como la música de toda una orquesta y, entre otras cosas, toqué «Romanza». Era una manera de borrar mi humillación, y quería creer que la parte central estaba empezando a quedarme bastante bien. La gente se paraba a puñados para escuchar, pareciendo quedarse pensativa y algo melancólica antes de echar una moneda de alto valor en mi sombrero.
Resultó que estaban poniendo Los Juegos prohibidos en el cine Étoile, con la sala abarrotada todos los días. Estaba de suerte. En poco tiempo reuní el dinero suficiente para sacarme un billete de vuelta a Inglaterra.
De nuevo bajo los cielos boreales, mis ambiciones guitarrísticas fueron poco a poco siendo sustituidas por unas pasiones nuevas y bastante contradictorias: la agricultura y los viajes. Mi temporada en Sevilla había hecho que me aficionara a la idea de lanzarme a mares desconocidos, mientras que una breve estancia en una granja de ovejas en las Montañas Negras de Gales y un trabajo en una granja de Sussex me hicieron entrever una trayectoria profesional sin traje ni corbata. Durante los veinte años siguientes me dediqué más que nada a la ganadería, pasando algún que otro período ayudando a documentar guías de viajes. La guitarra reaparecería solo de manera ocasional en mi vida -un invierno tuve un trabajo los sábados por la noche en un restaurante ruso de Fulham tocando la guitarra- pero tuvieron que pasar casi veinte años antes de que me encontrara de vuelta en España con tiempo suficiente para probar suerte de nuevo con el flamenco.