38006.fb2 El ?ltimo Cat?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

El ?ltimo Cat?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

2

Llegué a Roma el lunes por la noche, sumida en un mar de confusiones y temores. Había hecho algo que nunca hubiera esperado de mí misma: había desobedecido, había obtenido una importante información por métodos poco ortodoxos y contra los deseos de la Iglesia. Me sentía insegura, acobardada, como si un rayo divino fuera a reventarme de un momento a otro por mi mala acción. Seguir las normas es siempre mucho más sencillo: te evitas los remordimientos y las culpabilidades, te ahorras las inseguridades y, encima, puedes sentirte orgullosa de lo que has hecho. Yo no me sentía nada satisfecha de mi mezquino trabajo de fisgona ni, desde luego, de mí misma. Estaba bastante preocupada y no sabía cómo iba a encarar a Glauser-Róist. Tenía el convencimiento de que la culpabilidad se me notaría en la cara.

Aquella noche recé buscando el consuelo y el perdón. Hubiera dado cualquier cosa por olvidar lo que sabía y poder retornar al punto en que le había dicho a Pierantonio: «Estoy dispuesta», para, simplemente, darle la vuelta a la frase y recuperar la paz interior. Pero era imposible… Cuando, a la mañana siguiente, cerré la puerta de mi laboratorio y vi la triste silueta pegada con cinta adhesiva a la madera, llena de dibujos y garabatos de rotulador, recordé, contra mi voluntad, el nombre del etíope: Abi-Ruj Iyasus… Pobre Abi-Ruj, me dije encaminándome lentamente hacia la mesa sobre la que descansaban las terribles fotografías de su maltrecho cadáver, había tenido una muerte horrible, de esas que nadie quisiera para sí, aunque, sin duda, en consonancia con la magnitud de su pecado.

Mi sobrino Stefano, con los dos dedos índices de sus manos apuntando al teclado del ordenador y un par de greñas morenas cayéndole sobre los ojos, me había preguntado «¿Qué quieres que busque, tía Ottavia?», y yo le había respondido «Accidentes… cualquier accidente en el que haya muerto un joven etíope». «¿Cuándo fue eso?», «No lo sé», «Y ¿dónde ocurrió?», «Tampoco lo sé», «O sea, que no sabes nada», «Exactamente», respondí levantando los hombros con un gesto de impotencia. Y con esos datos empezó a rastrear miles de documentos a una velocidad vertiginosa. Tenía varias pantallas funcionando a la vez, cada una con un buscador diferente: Virgilio, Yahoo Italia, Google, Lycos, Dogpile… Las palabras de búsqueda eran «accidente» y «etíope», aunque, aprovechando la vastedad de páginas e información en inglés, también «accident» y «ethiopian». Rápidamente, miles de documentos empezaron a llegar al ordenador de Stefano, que, sin embargo, los desechaba a la misma velocidad en cuanto comprobaba que el accidente no tenía nada que ver con el etíope (que venía mencionado, por cualquier otra razón, tres párrafos más abajo) o que el etíope tenía ochenta años o que el accidente y el etíope eran de la época de Alejandro Magno. Sin embargo, aquellas páginas que sí parecían tener alguna relación con lo que yo buscaba, las guardaba en una carpeta -por supuesto virtual- a la que llamó «Tía Ottavia».

La puerta del laboratorio, a mi espalda, se abrió y se cerró suavemente.

– Buenos días, doctora.

– Buenos días, capitán -respondí sin volverme. No podía apartar los ojos del pobre Abi-Ruj.

Stefano se desconectó de Internet cerca de la hora de comer y comenzamos la criba del material archivado. Tras una primera limpieza, nos quedamos sin documentos en italiano; tras la segunda, sumamente concienzuda y meticulosa, obtuvimos, por fin, lo que estábamos buscando. Se trataba de cinco ejemplares de prensa fechados entre el miércoles 16 y el domingo 20 de febrero de ese mismo año: una edición inglesa del diario griego Kathimerzni, un boletín de la Athens News Agency, y tres publicaciones etíopes llamadas Press Digest, Ethiopian News Headlines y Addis Tribune.

El resumen de la historia era el siguiente: el martes, 15 de febrero, una avioneta de alquiler, una Cessna-182, se había estrellado contra el monte Quelmo (Opos Celmos), en el Peloponeso, a las 21.35 horas de la noche. En el accidente habían resultado muertos tanto el piloto, un joven griego de veintitrés años que acababa de obtener la licencia, como el pasajero, un etíope llamado Abi-Ruj Jyasus, de treinta y cinco años. Según el plan de vuelo entregado a las autoridades del aeropuerto de Alexandroúpoli, al norte de Grecia, la avioneta se dirigía hacia el aeródromo de Kalamata, en el Peloponeso, donde tenía previsto tomar tierra a las 21.45 horas. Diez minutos antes, y sin que mediara previo aviso de socorro, el aparato, que sobrevolaba el boscoso monte Quelmo, de 2.355 metros de altitud, realizó un brusco descenso a 2.000 pies y desapareció del radar. Los bomberos de la cercana localidad de Kértazi, avisados por las autoridades aéreas, se precipitaron al lugar y encontraron los restos de la avioneta, todavía humeantes, desparramados en un radio de un kilómetro, y al piloto y al pasajero, muertos, colgando de unos árboles cercanos. Esta información se recogía, básicamente, en los periódicos griegos, que se hacían eco del suceso a través de los corresponsales de la zona. En el Kathimerini venía, además, una instantánea del accidente, muy borrosa, en la que se distinguía a Abi-Ruj en una camilla. Pese a que resultaba dificilísimo reconocerle, no me cupo la menor duda de que se trataba de él: su cara estaba grabada en mi memoria a costa de tanto mirar y remirar una y mil veces las fotografías de su autopsia. El corresponsal de la Athens News Agency, más explícito, describía las heridas mortales de los dos hombres, que se correspondían, en el caso del pasajero, con las de mi etíope. Al parecer, las escarificaciones, ocultas bajo las ropas, habían pasado desapercibidas a los periodistas.

– Tengo buenas noticias, doctora Salina.

– ¿Ah, sí…? Pues cuénteme -murmuré, sin el menor interés.

Una frase perdida en la noticia de la Athens News Agency, sin embargo, llamó poderosamente mí atención: los bomberos habían encontrado, en el suelo, a los pies del cadaver de Iyasus (como si se le hubiera escapado de las manos con el último aliento de vida), una bella caja de plata, que, al abrirse como consecuencia del golpe, había dejado escapar unos extraños pedazos de madera. Los periódicos etíopes, por el contrario, apenas daban detalles del accidente, que mencionaban casi de pasada, limitándose a demandar la ayuda de los lectores para localizar a los familiares de Abi-Ruj Iyasus, miembro de la etnia oromo, un pueblo de pastores y agricultores de las regiones centrales de Etiopía. Lanzaban su petición, especialmente, a los encargados de los campos de refugiados (una terrible hambruna estaba asolando el país), pero también, y esto era lo más curioso, a las autoridades religiosas de Etiopía, puesto que, en poder del fallecido, se habían encontrado «unas reliquias muy santas y valiosas».

– Quizá debería volverse y mirar lo que le estoy ofreciendo -insistió el capitán.

Me giré a regañadientes, saliendo con dificultades del ensimismamiento, y vi la monumental figura del suizo -que, ¡oh, milagro!, exhibía una enorme sonrisa en los labios- con el brazo extendido, alargándome una fotografía de grandes dimensiones. La cogí con toda la indiferencia de la que fui capaz y le eché una ojeada desdeñosa. Sin embargo, al instante, el gesto de mi cara cambió y solté una exclamación de sorpresa. En la imagen se veía la sección de un muro de granito de color rojizo, brillantemente iluminado por la luz solar, que mostraba, en relieve, dos pequeñas cruces dentro de unos marcos rectangulares rematados por unas pequeñas coronas radiadas de siete puntas.

– ¡Nuestras cruces! -proferí, entusiasmada.

– Cinco de los más potentes ordenadores del Vaticano han estado trabajando sin parar durante cuatro días para dar, finalmente, con eso que tiene usted en la mano.

– ¿Y qué es lo que tengo en la mano? -me hubiera puesto a dar saltos de alegría si no hubiera sido porque, a mi edad, hubiese quedado fatal-. ¡Dígamelo, capitán! ¿Qué tengo en la mano?

– La reproducción fotográfica de un segmento de la pared sudoeste del monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí.

Glauser-Róist estaba tan satisfecho como yo. Sonreía abiertamente y, aunque su cuerpo no se movía ni un milímetro, tan congelado como siempre -las manos en los bolsillos del pantalón, retirando los extremos de una preciosa chaqueta azul marino-, su cara expresaba una alegría que nunca se me hubiera ocurrido esperar de alguien como él.

– ¿Santa Catalina del Sinaí? -me sorprendí-. ¿El monasterío de Santa Catalina del Sinaí?

– Exactamente -repuso-. Santa Catalina del Sinaí. En Egipto.

No podía creerlo. Santa Catalina era un lugar mítico para cualquier paleógrafo. Su biblioteca, a la par que inaccesible, era la más valiosa del mundo en códices antiguos después de la del Vaticano y, como ella, estaba envuelta en una nube de misterio para los extraños.

– ¿Y qué tendrá que ver Santa Catalina del Sinaí con el etíope? -inquirí, extrañada.

– No tengo la menor idea. En realidad, esperaba que ese fuera nuestro trabajo de hoy.

– Bien, pues, manos a la obra -confirmé, ajustándome las gafas sobre el puente de la nariz.

Los fondos de la Biblioteca Vaticana contaban con un abundante número de libros, memorias, compendios y tratados sobre el monasterio. Sin embargo, la mayoría de la gente no sospechaba, ni remotamente, la existencia de un lugar tan importante como ese templo ortodoxo enclavado a los pies del monte Sinaí, en el corazón mismo del desierto egipcio, rodeado de cumbres sagradas y construido en torno a un punto de trascendencia religiosa sin parangón: el lugar donde Yahveh, en forma de Zarza Ardiente, le entregó a Moisés las Tablas de la Ley.

La historia del recinto nos enfrentaba de nuevo con algunos viejos conocidos: en torno al siglo IV de nuestra era, en el año 337, la emperatriz Helena, madre del emperador Constantino (el del Monograma o Crismón del mismo nombre), mandó construir en aquel valle un hermoso santuario, puesto que hasta allí empezaban a desplazarse numerosos peregrinos cristianos. Entre esos primeros peregrinos se encontraba la célebre Egeria, una monja gallega que, entre la Pascua del 381 y la del 384, realizó un largo viaje por Tierra Santa magistralmente relatado en su Itinerarium. Contaba Egeria que, en el lugar donde más tarde se levantaría el Monasterio de Santa Catalina del Sinaí, un grupo de anacoretas cuidaba de un pequeño templo cuyo abside protegía la sagrada Zarza, todavía viva. El problema de aquellos anacoretas era que dicho lugar se encontraba en el camino que enlazaba Alejandría con Jerusalén, de modo que constantemente se veían atacados por feroces grupos de gentes del desierto. Por este motivo, dos siglos más tarde, el emperador Justiniano y su esposa, la emperatriz Teodora, encargaron al constructor bizantino Stefanos de Aila, la edificación, en aquel lugar, de una fortaleza que protegiera el santo recinto. Según las más recientes investigaciones, las murallas habían sido reforzadas a lo largo de los siglos e, incluso, reconstruidas en su mayor parte, quedando de aquel primer trazado original, únicamente, el muro sudoeste, el decorado con las curiosas cruces que reproducía la piel de nuestro etíope, así como el primitivo santuario mandado construir por Santa Helena, la madre de Constantino, aunque había sido reparado y mejorado por Stefanos de Aila en el siglo VI. Y tal cual se conservaba desde entonces, para admiración y pasmo de eruditos y peregrinos.

En 1844, un estudioso alemán fue admitido en la biblioteca del monasterio y descubrió allí el famosísimo Codex Sinaiticus, la copia completa del Nuevo Testamento más antigua que se conoce -ni más ni menos que del siglo IV-. Por supuesto, dicho estudioso alemán, un tal Tischendorff, robó el códice y lo vendió al Museo Británico, donde se encontraba desde entonces y donde yo había tenido ocasión de contemplarlo con avidez hacia algunos años. Y digo que lo había contemplado con avidez porque en mis manos se hallaba por aquel entonces su posible gemelo, el Codex Vaticanus, del mismo siglo y, probablemente, del mismo origen. El estudio simultáneo de ambos códices me hubiera permitido llevar a cabo uno de los trabajos de paleografía más importantes jamás realizados. Pero no fue posible.

Al terminar el día, reuníamos una abultada e interesantísima documentación sobre el curioso monasterio ortodoxo, pero seguíamos sin aclarar qué tipo de relación podía existir entre las escarificaciones de nuestro etíope de treinta y tantos años y el muro sudoeste de Santa Catalina, levantado en pleno siglo VI.

Mi mente, acostumbrada a sintetizar con rapidez y a extraer los datos relevantes de cualquier maraña de informaciones, ya había elaborado una compleja teoría con los elementos repetitivos de aquella historia. Sin embargo, como se suponía que yo desconocía una buena parte de ella, no podía compartir mis ideas con el capitán Glauser-Róist, aunque me hubiera gustado saber si también él había llegado a similares conclusiones. Ardía en deseos de apabullarle con mis deducciones y demostrarle quién era allí la más lista y la más inteligente. En mi próxima confesión, el padre Pintonello iba a tener que imponerme una durísima penitencia para expiar el orgullo.

– ¡Muy bien, esto se ha terminado! -dejó escapar Glauser-Róist a última hora de la tarde, dando carpetazo al grueso volumen de arquitectura que tenía entre las manos.

– ¿Qué es lo que se ha terminado? -quise saber.

– Nuestro trabajo, doctora -declaró-. Se acabó.

– ¿Se acabó? -farfullé con los ojos abiertos como platos por la sorpresa. Claro que sabía que, antes o después, mi papel en aquella historia iba a terminar, pero ni por un momento se me había pasado por la cabeza que, en un punto tan interesante de la investigación, yo fuera a quedar eliminada del juego de un plumazo.

Glauser-Róist me miró largamente con la escasa simpatía y comprensión que su pétrea naturaleza le permitía, como si entre nosotros dos se hubieran creado, a lo largo de aquellos veinte días, misteriosos lazos de confianza y camaradería de los que yo ni me había enterado.

– Hemos completado el trabajo que le encargaron, doctora. Ya no hay nada más que usted pueda hacer.

Estaba tan desconcertada que no podía hablar. Sentía un nudo en la garganta que se iba cerrando poco a poco, hasta dejarme sin aliento. Glauser-Róist me observaba detenidamente. Sabía que me estaba viendo palidecer hasta la exageración y dentro de un instante creería que iba a desmayarme.

– Doctora Salina… -murmuró azorado el suizo-, ¿se encuentra usted bien?

Me encontraba perfectamente. Lo que pasaba era que mi cerebro estaba funcionando a toda máquina y el resto de la energía y la sangre de mi paralizado organismo se concentraba en la masa gris, que se preparaba así para lanzarse a la conquista del objetivo.

– ¿Cómo que ya no hay nada más que yo pueda hacer?

– Lo siento, doctora -musitó-. Usted recibió un encargo que ya hemos cumplido.

Levanté los párpados y le miré con resolución:

– ¿Por qué me dejan fuera, capitán?

– Ya se lo dijo Monseñor Tournier antes de comenzar, doctora… ¿No lo recuerda? Sus conocimientos paleográficos resultaban imprescindibles para interpretar los símbolos del cuerpo del etíope, pero esto sólo era una pequeña parte de la investigación que está en marcha y que va más allá de lo que usted pueda sospechar. No puedo contarle nada, doctora, pero, lamentándolo mucho, debe retirarse y volver a sus trabajos habituales, intentando olvidar lo que ha pasado en estos últimos veinte días.

Bien. Me lo iba a jugar a todo o nada. Era arriesgado, desde luego, pero cuando una se enfrenta a una estructura jerárquica tan poderosa e inalterable como la Iglesia Católica, o se salva o termina en el circo con los leones.

– ¿Se da usted cuenta, capitán -vocalicé claramente para que no perdiera detalle de lo que le estaba diciendo-, que Abi-Ruj Iyasus, nuestro etíope, no puede ser más que una pieza pequeña dentro de un gran engranaje que, por alguna razón, se ha puesto en marcha y ha comenzado a robar sagradas reliquias de la Vera Cruz? ¿Se da usted cuenta, capitán -¡Dios mío, cómo me empujaba la desesperación para enfatizar mis palabras de aquella manera! Parecía un viejo actor de teatro griego dirigiéndome a los dioses-, que detrás de todo esto sólo puede existir una secta religiosa que se considera a sí misma descendiente de tradiciones que se remontan a los orígenes del Imperio Romano de Oriente, Bizancio, y al emperador Constantino, cuya madre, Santa Helena, además de ordenar erigir la basílica de Santa Catalina del Sinaí, descubrió la Verda dera Cruz de Cristo en el año 326?

Los ojos grises de Glauser-Róist y su cara descolorida, enmarcada por los reflejos rubios y metálicos de la cabeza y las mandíbulas, parecían más que nunca los de una de esas feroces cabezas de Hércules, de mármol blanco, que se exhiben en los Museos Capitolinos del Palazzo Nuovo de Roma. Pero no le di respiro.

– ¿Se da usted cuenta, capitán, de que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus hemos encontrado siete letras griegas, STAYPOS, que significan «Cruz», siete cruces de siete diferentes diseños que reproducen las del muro sudoeste de Santa Catalina del Sinaí y que cada una de estas cruces está rematada por una coronita radiada de siete puntas…? ¿Se da cuenta de que Abi-Ruj Iyasus estaba en posesión de importantes reliquias de la Vera Cruz en el momento de morir?

– ¡Basta ya!

Si su mirada hubiera podido matarme, me habría fulminado en aquel mismo instante. Las chispas que saltaban del acero y el plomo de sus ojos salían despedidas hacia mí como dardos incandescentes.

– ¿Cómo sabe usted todo eso? -bramó, poniéndose en pie y acercándose amenazadoramente hacia donde yo me encontraba. Consiguió intimidarme, en serio, aunque no me arredré; yo era una Salina.

No había sido especialmente complicado relacionar los extraños pedazos de madera encontrados por los bomberos a los pies del cadáver de Iyasus con esas «reliquias muy santas y valiosas» mencionadas por los periódicos etíopes. ¿Qué reliquias de madera podrían movilizar al Vaticano y al resto de Iglesias cristianas? Era evidente. Y las escarificaciones de Iyasus lo confirmaban. Según una leyenda generalmente admitida por los estudiosos eclesiásticos, Santa Helena, madre de Constantino, descubrió la Verdadera Cruz de Cristo en el año 326, durante un viaje a Jerusalén realizado con objeto de encontrar el Santo Sepulcro. Según la conocida Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine [3], en cuanto Helena, que entonces tenía ochenta años, llegó a Jerusalen, sometió a tortura a los judíos más sabios del país para que confesaran cuanto supieran del lugar en el que Cristo había sido crucificado -¿qué importaba que hubieran transcurrido más de tres siglos y que la muerte de Jesús hubiera pasado totalmente desapercibida en su momento?-. Obviamente, consiguió arrancarles la información y, así, la llevaron hasta el supuesto Gólgota, el monte de la Calavera -en realidad, todavía no localizado de manera fehaciente por los arqueólogos-, donde el emperador Adriano, unos doscientos años antes, había mandado erigir un templo dedicado a Venus. Santa Helena ordenó derribar el templo y excavar en aquel lugar, encontrando tres cruces: la de Jesús, por supuesto, y las de los dos ladrones. Para averiguar cuál de las tres era la del Salvador, santa Helena ordenó que un hombre muerto fuera llevado al lugar y, en cuanto lo pusieron sobre la Vera Cruz, el hombre resucitó. Después de este feliz acontecimiento, la emperatriz y su hijo hicieron construir en el lugar del hallazgo una fastuosa basílica, la llamada basílica del Santo Sepulcro, en la que guardaron la reliquia. De ella, con el devenir de los siglos, salieron numerosos fragmentos que se repartieron por todo el mundo.

– ¿Cómo sabe usted todo eso? -tronó, de nuevo, el capitán, muy encolerizado, situándose a pocos centímetros de mí.

– ¿Acaso Monseñor Tournier y usted han pensado que soy tonta? -protesté con energía-. ¿Creían que negándome la información o manteniéndome al margen iban a poder utilizar sólo la parte de mí que les interesaba? ¡Venga ya, capitán! ¡He ganado dos veces el Premio Getty de investigación paleográfica!

El suizo permaneció inmóvil durante unos segundos interminables, observándome fijamente. Pude adivinar que pasaron muchas cosas por su cabeza durante aquel momento: rabia, impotencia, cólera, instintos asesinos…, y, por fin, un rayo de prudencia.

Luego, de repente, en el más absoluto silencio empezó a recoger las fotografías de Abi-Ruj, a arrancar de la puerta las hojas que formaban la silueta del etíope, a guardar en su cartera de piel los papeles de notas, los bosquejos, los cuadernos y las imágenes. Por fin, apagó el ordenador y, sin despedirse, sin decir ni una sola palabra, sin ni siquiera volverse a mirarme, salió de mi laboratorio y cerró con un portazo que hizo temblar las paredes.

En aquel mismo momento supe que había cavado mi propia tumba.

¿Cómo explicar lo que sentí cuando, al pasar a la mañana siguiente, mi tarjeta identificativa por el lector electrónico, una luz roja comenzó a parpadear en la pequeña pantalla del panel y una sirena, como de coche de bomberos, hizo que todos los que se encontraban en el recibidor del Archivo Secreto se volvieran a mirarme como si fuera una delincuente…? No, no se puede explicar. Es la sensación más humillante que he vivido nunca. Dos integrantes del cuerpo de seguridad, vestidos de paisano, con gafas negras y auriculares de esos que llevan un cordoncillo como de cable de teléfono, se plantaron delante de mi antes de que me diera tiempo a suplicar a Dios que la tierra me tragara y, con muy buenas maneras, me rogaron que les acompañara. Apreté los párpados con tanta fuerza que me hice daño; no, aquello no podía estar pasando, seguro que era una terrible pesadilla y que me despertaría en cualquier momento. Pero la voz amable de uno de aquellos hombres me devolvió a la realidad: debía ir con ellos hasta el despacho del Prefecto, el Reverendo Padre Ramondino.

Estuve a punto de decirles que no hacía falta, que me dejaran marchar que ya sabía lo que iba a decirme el Reverendo Padre. Pero me callé y les acompañé dócilmente, más muerta que viva, sabiendo que mis años de trabajo en el Vaticano habían llegado a su fin.

No tiene mucho sentido recordar morbosamente lo que ocurrió en el despacho del Prefecto. Mantuvimos una conversación muy correcta y amable en la que fui oficialmente informada de que mi contrato quedaba rescindido (se me pagaría, por supuesto, hasta la última lira de lo que marca la ley para estos casos) y de que mi compromiso de silencio sobre todo lo relativo al Archivo y la Biblioteca permanecería en pie hasta el último día de mi vida. También me dijo que había quedado muy satisfecho con mis servicios y que esperaba, de todo corazón, que encontrara otra ocupación acorde con mis muchas capacidades y conocimientos, y, por último, aplastando una mano fuertemente contra la mesa, me comunicó que sería duramente sancionada e, incluso, excomulgada, si alguna vez se me ocurría hacer el menor comentario sobre el asunto del etíope.

Con un fuerte apretón de manos, me despidió en la puerta de su despacho, donde el doctor William Baker, el Secretario del Archivo, me esperaba pacientemente con una caja de mediano tamaño en los brazos.

– Sus cosas, doctora -declaró con gesto despectivo.

Creo que fue entonces cuando comprendí que me había convertido en una paria, en alguien a quien ya no querían volver a ver en el Vaticano. Me habían condenado al ostracismo y debía abandonar la Ciudad.

– ¿Me entrega su acreditación y su llave, por favor? -concluyó Baker, pasándome la caja que contenía mis escasas posesiones personales. El cartón estaba perfectamente sellado con cinta adhesiva ancha. Me pregunté si habrían metido la mano roja del cumpleaños de Isabella.

Pero esto no fue todo; ni todo ni lo peor. Dos días después, la directora general de mi Orden reclamó mi presencia en la casa central. Por supuesto, no me recibió ella -cargada siempre con mil responsabilidades-, sino la subdirectora, la hermana Giulia Sarolli, quien puso en mi conocimiento que debía abandonar el apartamento -y la comunidad- de la Piazza delle Vaschette, puesto que iba a ser destinada, con carácter urgente, a nuestra casa de la provincia de Connaught, en Irlanda, donde debería hacerme cargo de los archivos y bibliotecas de varios antiguos monasterios de la zona. Allí encontraría, añadió la hermana Sarolli, la paz espiritual que tanto estaba necesitando. Debía presentarme en Connaught la próxima semana, entre el lunes, día 27 de marzo, y el viernes, día 31. ¿Para cuándo quería los billetes? A lo mejor deseaba pasar antes por Sicilia, para despedirme de mi familia… Denegué el ofrecimiento con un movimiento de cabeza; estaba tan desmoralizada que no me sentía capaz de hablar. No tenía ni idea de cómo se lo diría a mi madre. Sentía una pena inmensa por ella, que tan orgullosa estaba de su hija Ottavia. Le iba a doler mucho y me sentía culpable por ese dolor. ¿Y qué diría Pierantonio? ¿Y Giacoma? Lo único bueno que podía encontrar de aquel destierro era que tendría a mi hermana Lucia más cerca de mí -en Londres-, y que ella me ayudaría a superar el bache, a sobrellevar el fracaso. Porque eso es lo que era, lo mirara desde donde lo mirara: un fracaso, y yo, una fracasada. Había fallado a mi familia. No es que fueran a quererme menos por pasar de trabajar en el Vaticano a trabajar en un lugar remoto y perdido de Irlanda, pero sabía que todos mis hermanos, y especialmente mi madre, ya no me verían de la misma manera. ¡Pobre mamá, ella que tanto presumía de Pierantonio y de mi! Ahora tendría que olvidarse de Ottavia y hablar sólo de Pierantonio.

Esa noche, como era viernes de Cuaresma, Ferma, Margherita, Valeria y yo, fuimos a la basílica de San Juan de Letrán para rezar el Via Crucis y participar en la celebración penitencial. Entre aquellos muros cargados de historia me sentí menguar, empequeñecer, le dije a Dios que aceptaba aquel castigo por mi grandísimo pecado de soberbia. Lo tenía bien merecido: me había sentido investida con un poder superior por haber obtenido hábilmente algo que me había sido denegado e, investida con dicho poder había logrado mi objetivo. Ahora, doblegada y vencida, pedía perdón humildemente, me arrepentía de lo que había hecho a sabiendas de que era un arrepentimiento tardío y de que ya no podía cambiar mi castigo. Sentí temor de Dios, y acepté aquel Via Crucis como una prueba más de la misericordia divina, que me permitía compartir con Jesucristo el dolor y el sufrimiento del Calvario.

Por si algo me faltaba, aquella madrugada, como haciéndose eco del dolor que me roía por dentro, el Etna, el volcán al que los sicilianos, por ser nuestro y por conocerlo bien, miramos siempre con ansiedad y temor, protagonizó una espectacular erupción: un mar de lava descendió por sus laderas hasta el amanecer, mientras su boca escupía fuego y cenizas a 3.200 metros de altura. Palermo, por fortuna, está bastante lejos del volcán, pero eso no libra a la ciudad de sufrir las consecuencias: seísmos, cortes de luz, de agua, de carreteras… Llamé a casa, preocupadisima, y encontré a todos despiertos y pendientes de los boletines informativos de las emisoras de radio y televisión local. Felizmente, me tranquilizaron, nadie había corrido peligro y la situación estaba controlada. Debí decirles en ese momento que abandonaba Roma y el Vaticano para marcharme a Irlanda, pero no me atreví; hasta ese punto temía su decepción y sus comentarios. Cuando estuviera en Connaught, instalada, ya se me ocurriría alguna idea para convencerles de que el cambio era francamente positivo y que estaba encantada con mi nuevo destino.

El jueves siguiente, a la una del mediodía, subí al avión que debía llevarme al destierro. Sólo Margherita pudo venir a despedirme. Me dio dos besos muy tristes y me rogó encarecidamente que no me resistiese a la voluntad de Dios, que intentara adaptarme con alegría a esta nueva situación y que luchara contra mi fuerte temperamento. Fue el vuelo más triste y angustioso que había hecho en toda mi vida. No quise ver la película ni probar bocado de la comida de plástico que me pusieron delante, y mi única obsesión era componer laboriosamente las frases que debería decirle a mi hermana Lucia cuando la llamara y las que debería decir a mi familia cuando fuera capaz de hablar con ellos.

Casi dos horas y media después -las cinco de la tarde en Irlanda-, tomamos tierra, por fin, en el aeropuerto de Dublin y los pasajeros, cansados y nerviosos, entramos en tropel en la terminal internacional para recoger nuestros equipajes de las cintas transportadoras. Sujeté con fuerza mi enorme maleta, di un hondo suspiro y me encaminé hacia la salida, buscando con la mirada a las hermanas que debían haber acudido a recogerme.

En aquel país pasaría, seguramente, los próximos veinte o treinta años de mi vida y, quizá, me decía sin convicción, con un poco de suerte conseguiría adaptarme y ser feliz. Estos eran mis estúpidos pensamientos y, al oírme, sabía que mentía, que me engañaba a mi misma: aquel país era mi tumba, el final de mis ambiciones profesionales, la puerta de salida de mis proyectos e investigaciones. ¿Para qué había estudiado tanto? ¿Para qué me había esforzado durante años y años consiguiendo un título tras otro, un premio tras otro, un doctorado tras otro, si ahora todo eso no iba a servirme para nada en aquel miserable pueblo de la provincia de Connaught en el que me iban a enterrar? Miré con aprensión todo cuanto me rodeaba, preguntándome cuánto tiempo podría soportar aquella deshonrosa situación, y recordé, con negro pesar, que no debía hacer esperar más a las hermanas irlandesas.

Pero, para mi sorpresa, allí no había ninguna religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María. En su lugar, un par de jóvenes sacerdotes vestidos a la antigua, con alzacuellos, sotana y gabardina negra, se apresuraron a hacerse cargo de mi equipaje mientras me preguntaban, por supuesto en inglés, si yo era la hermana Ottavia Salina. Cuando respondí afirmativamente, se miraron con alivio, pusieron mi maleta en un carrito y, mientras uno lo embestía con los brazos extendidos, como si le fuera la vida en ello, el otro me explicaba que debía embarcar en un vuelo de regreso a Roma que salía dentro de una hora.

Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero ellos aún sabían menos. Durante los minutos que pasé a su lado, antes de entregar la tarjeta de embarque que me habían dado, me explicaron que eran secretarios del Obispado y que les habían enviado al aeropuerto para recogerme de un avión y meterme en otro. La orden la había dado directamente el señor obispo, que se encontraba de viaje por la diócesis y que había llamado desde su teléfono móvil.

Y eso fue todo lo que vi de la República de Irlanda: su terminal de vuelos internacionales. A las ocho de la tarde aterrizaba de nuevo en Fiumicino (¡me había pasado el día volando de un sitio a otro, como los pájaros!) y, para mi sorpresa, un par de azafatas me escoltaron hasta la zona VIPs, donde, en una sala privada, sentado en un cómodo silloncito, me esperaba el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, quien, levantándose, me tendió la mano con cierta turbación.

– Eminencia… -dije a modo de saludo mientras hacía la genuflexión y le besaba el anillo.

– Hermana Salina… -balbució azorado-. Hermana Salina… ¡No sabe cuánto lamentamos lo sucedido!

– Eminencia, como supondrá, no tengo la menor idea de lo que me está hablando.

Se refería, por supuesto, al maltrato del que me habían hecho objeto tanto el Vaticano como mi Orden durante los últimos ocho días, pero no estaba dispuesta a ceder fácilmente, así que le di a entender que temía que hubiera ocurrido alguna desgracia por la cual me habían hecho regresar de aquella manera.

– ¿Algún miembro de mi familia…? -insinué con cara de infinita preocupación.

– ¡No, no! ¡Oh, no, no! ¡Dios bendito! ¡Su familia se encuentra perfectamente!

– ¿Entonces, Eminencia?

El Cardenal Vicario de Roma sudaba profusamente a pesar del aire acondicionado de la sala.

– Acompáñeme a la Ciudad, por favor. Monseñor Tournier le explicará.

Salimos directamente de la salita a la calle por una puertecilla y allí, justo delante de nosotros, nos esperaba una de esas limusinas de color negro y matrícula SCV (Stato della Cittú del Vaticano) que poseen todos los cardenales para su uso personal, y a las que los romanos, que son gentes muy socarronas, han cambiado el significado por Si Cristo lo Viese [4]… Algo muy grave debía haber ocurrido, me dije entrando en el vehículo y tomando asiento junto al Cardenal, no sólo porque me habían tenido todo el día cruzando el cielo europeo de un lado a otro, sino porque habían enviado al mismísimo Presidente de la Confe rencia Episcopal Italiana a recogerme al aeropuerto (como si para recoger a la sirvienta se presentara el señor conde en persona). Aquello sonaba muy raro.

La limusina cruzó orgullosamente las vías de Roma, abarrotadas de turistas incluso a esas frías horas de la noche, y entró en la Ciudad del Vaticano por la Piazza del Sant’Uffizio, por la llamada Porta Petriano, justo a la izquierda de la plaza de San Pedro, mucho más discreta y desconocida que la Porta Santa Anna. Una vez que los guardias suizos, con sus llamativos uniformes de colores, nos franquearon el paso, ascendimos por las avenidas dejando a nuestra izquierda el Palacio del Santo Oficio y la Cámara de Audiencias, y luego, dando un rodeo, dejamos a la derecha la enorme Sacristía de San Pedro -que, por sus dimensiones, bien podía tratarse de otra basílica más- para desembocar en la espaciosa Piazza di Santa Marta, cuyos jardines y fuentes bordeamos hasta detenernos frente a la puerta principal de la flamante Domus Sanctae Martae.

La Domus Sanctae Martae (llamada así en honor de Santa Marta, la hermana de Lázaro, que alojó a Jesús en su humilde casa de Betania), era un espléndido palacio cuya reciente construcción había costado más de 35.000 millones de liras [5] y que se había erigido con el doble propósito de, por un lado, ofrecer un cómodo alojamiento a los cardenales durante el próximo Cónclave y, por otro, servir de hotel de lujo para los visitantes ilustres, los prelados o cualquiera que estuviera en disposición de pagar sus elevadísimas tarifas. O sea, exactamente lo mismo que la humilde casa de Santa Marta.

Al entrar en el recibidor, brillantemente iluminado y decorado con gran suntuosidad, Su Eminencia y yo fuimos recibidos por un anciano portero que nos escoltó hasta la recepción. En cuanto el gerente reconoció al Cardenal, salió de detrás de su elegante mostrador de mármol y nos acompañó, muy solicito, a través del ancho vestíbulo en dirección a unas impresionantes escalinatas curvilíneas que descendían hasta un bar con varias salas. Vislumbré una biblioteca a través de unas puertas abiertas y, en un rincón, la zona de las oficinas administrativas de la Domus. Al otro lado, en penumbra, un salón de congresos de gigantescas dimensiones.

El gerente, siempre un paso por delante de nosotros pero con el cuerpo contorsionado ligeramente hacia atrás para señalar la preeminencia del Cardenal, nos condujo hasta un recinto, dentro del mismo bar, en el que se veían varios reservados. Con gesto respetuoso, llamó a la puerta del primero de ellos, la entreabrió para indicarnos que ya podíamos pasar y, acto seguido, consumó una distinguida reverencia y desapareció.

Dentro del reservado -una especie de sala de reuniones con una pequeña mesa oval acordonada por negros y modernos sillones de respaldo alto-, nos esperaban tres personas: presidiendo la reunión, Monseñor Tournier, sentado en uno de los extremos y con cara de pocos amigos; a su derecha, el capitán Glauser-Róist, igual de pétreo que siempre pero con un aspecto diferente, extraño, que me llevó a examinarlo con mayor atención y a sorprenderme enormemente al reparar en que, como si hubiera estado una semana tomando el sol en alguna playa turística de la costa adriática, exhibía un hermoso bronceado (con partes tirando a rojo-cangrejo) que permitía diferenciar, por fin, las zonas de pelo de las zonas de piel; y, por último, un individuo desconocido, a la derecha de Glauser-Róist, que mantenía la cabeza baja y las manos fuertemente entrelazadas como si estuviera muy nervioso.

Monseñor Tournier y Glauser-Róist se pusieron en pie para recibirnos. Me fijé en las alineadas fotografías que colgaban sobre las paredes color crema: todos los pontífices de este siglo, con sus sotanas y solideos blancos, exhibiendo afables y paternales sonrisas. Hice una genuflexión ante Tournier y luego me encaré con el soldadito de juguete:

– Volvemos a encontrarnos, capitán. ¿Debo agradecerle este interesante vuelo de ida y vuelta a Dublin?

Glauser-Róist sonrió y, por primera vez desde que nos conocíamos, se atrevió a tocarme, sujetándome por el codo y acercándome hasta el asiento donde permanecía inmóvil el desconocido, que se llevó un susto de muerte al vernos avanzar directamente hacia él.

– Doctora, permítame presentarle al profesor Farag Boswell. Profesor… -este se puso de pie tan rápidamente que un bolsillo de la chaqueta se le enganchó en el reposabrazos del sillón y sufrió un brusca frenada en su intento de levantarse. Luchó a brazo partido con el bolsillo hasta que consiguió liberarlo y, sólo después de ajustarse sobre la nariz las menudas gafitas redondas que llevaba, fue capaz de mirarme directamente a los ojos y sonreír con timidez-. Profesor Boswell, le presento a la doctora Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María, de quién ya le he hablado.

El profesor Boswell me tendió una mano temerosa que yo estreché sin demasiado convencimiento. Era un hombre muy atractivo, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, casi tan alto como la Roca y vestido de manera informal (polo azul, chaqueta deportiva, pantalones beige anchos, muy arrugados, y un par de botas de campo sucias y gastadas). Parpadeaba nerviosamente mientras trataba de evitar que su mirada huyera despavorida de la mía, cosa que hacía de continuo. Era un tipo curioso aquel profesor Boswell: tenía la piel morena de los árabes y sus rasgos eran un perfecto compendio de morfología judía, sin embargo, su pelo, que le caía suave y suelto a ambos lados de la cabeza, era de un castaño muy claro, casi rubio, y sus ojos eran completamente azules, de un precioso azul turquesa como los de ese actor de cine que hizo aquella película… ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo, pero todos se mataban por la gasolina y viajaban en extraños vehículos. Bueno, el caso es que aquel asombroso profesor Boswell me gustó casi desde el primer momento. Quizá fuera su torpeza (tropezaba con las rayas del suelo aunque no las hubiera) o su timidez (perdía por completo la voz cuando tenía que hablar), pero sentí por él una súbita oleada de simpatía que me sorprendió.

Tomamos asiento alrededor de la mesa, aunque ahora el Arzobispo Secretario cedió la presidencia al cardenal Colli. Frente a mi, Glauser-Róist y el profesor Boswell, y a mi lado, el siempre agradable Monseñor Tournier. Aunque me moría de ganas por saber qué era lo que estaba pasando, decidí que mi actitud debía ser de aparente indiferencia. A fin de cuentas, si estaba allí era porque me necesitaban de nuevo y me habían hecho demasiado daño durante la última semana como para que me rebajara a pedir explicaciones. Por cierto, hablando de explicaciones, ¿sabrían en mi Orden por dónde andaba (o volaba) yo a esas horas…? Recordé que las hermanas irlandesas no habían ido al aeropuerto a buscarme, de modo que debían saberlo, así que dejé de preocuparme.

El primero en tomar la palabra fue el capitán:

– Verá, doctora -comenzó, con su voz de barítono germano-, los acontecimientos han dado un giro insospechado.

Y, diciendo esto, se inclinó hacia el suelo, recogió su cartera de piel, la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior un bulto, del tamaño de una tarta de cumpleaños, envuelto en un lienzo blanco. Si yo esperaba unas disculpas o algún otro tipo de acto de conciliación, desde luego que ya estaba servida. Todos los presentes miraron el paquete como si fuera la joya más preciada del mundo y la siguieron con los ojos mientras se deslizaba suavemente sobre la mesa empujada por las manos del capitán. Ahora estaba justo frente a mí y yo no sabía muy bien qué debía hacer con aquello. Creo que, salvo yo, nadie más respiraba.

– Puede abrirlo -me invitó, tentadoramente, Glauser-Róist.

Por mi cabeza pasaron muchos pensamientos en aquel momento, todos a una velocidad vertiginosa y sin mucha coherencia, pero si de algo estaba segura era de que, si abría aquel envoltorio, volvería a convertirme en un vulgar instrumento de usar y tirar. Me habían hecho volver a Roma porque me necesitaban, pero yo ya no quería colaborar.

– No, gracias -objeté, empujando de nuevo el paquete hacia Glauser-Róist-. No tengo el menor interés.

La Roca se echó hacia atrás en el asiento y se ajustó el cuello de la chaqueta con un gesto duro. Luego, me lanzó una larga mirada de reconvención.

– Todo ha cambiado, doctora. Debe confiar en mí.

– ¿Y sería usted tan amable de decirme por qué? Si no recuerdo mal (y tengo una memoria muy buena) la última vez que le vi, hace exactamente ocho días, salía usted de mi laboratorio dando un portazo y, al día siguiente, por casualidad supongo, me despidieron del trabajo.

– Deja que yo se lo explique, Kaspar -atajó de repente Monseñor Tournier, que levantó incluso una mano admonitoria en dirección a la Roca mientras giraba su asiento hacia mí. Había un tono melodrámatico en su voz, de falsa contrición-. Lo que el capitán no quería revelarle es que… fui yo el responsable de su despido. Si, ya sé que es duro de oír… -en efecto, pensé, el mundo no está preparado para escuchar que Monseñor Tournier ha hecho algo incorrecto- El capitán Glauser-Róist había recibido unas órdenes muy estrictas…, mías, debo añadir, y, cuando usted le confesó que conocía todos los detalles de la investigación, él se vio en la obligación de… ¿cómo lo diría?, de informarme, sí, aunque debe saber que se mostró enérgicamente contrario a su… despido. Hoy he venido para decirle cuánto lamento la equivocada actitud que la Iglesia adoptó contra usted. Fue, sin duda…, un error deplorable.

– De hecho, hermana Salina -terció el cardenal Colli en ese momento-, el capitán Glauser-Róist ha asumido totalmente la dirección de esta investigación, por decisión personal del Cardenal Secretario de Estado, Su Eminencia Reverendísima Angelo Sodano. Monseñor Tournier, si puedo decirlo así, ya no lleva las riendas del asunto.

– Y las dos primeras cosas que he pedido al asumir tal dirección -apostilló Glauser-Róist, enarcando las cejas con aire impaciente-, son su incorporación inmediata a la investigación, como miembro de mi equipo, y la renovación de su contrato con el Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana.

– ¡Cierto! -confirmó el Cardenal Colli.

– Así que, doctora -terminó la Roca-, si está usted conforme con todo, ¡abra el maldito paquete de una vez!

Y propinándole un brusco empujón al envoltorio, este regreso patinando hasta mi lado de la mesa. Una exclamación de horror salió de la garganta del profesor Boswell.

– Lo siento, he perdido los nervios -se disculpó el capitán.

Sinceramente, estaba tan desconcertada que no sabía qué pensar. Puse las manos sobre el lienzo blanco del paquete y me quedé en suspenso, indecisa. Había recuperado mi trabajo en el Archivo Secreto, había dejado de ser una proscrita en el Vaticano y, además, era miembro de pleno derecho del equipo de investigación de Glauser-Róist en una misión que me había apasionado desde el primer momento. ¡Era más de lo que hubiera esperado aquella misma mañana cuando me levanté de la cama dispuesta a salir hacia el destierro! De repente, mientras sopesaba estas buenas noticias, un ligero cosquilleo en las palmas de las manos me llevó a frotármelas, inconscientemente, para quitar una molesta arenilla que se me había adherido a la piel. Sorprendida, miré los diminutos granitos blancos que caían como nieve sobre la oscura madera bruñida de la mesa.

Glauser-Róist los señaló con el dedo:

– No debería tratar así a la arena sagrada del Sinaí.

Le miré como si no le hubiera visto antes. Mi sorpresa y estupor no tenían limites.

– ¿Del Sinaí? -repetí automáticamente, atando cabos a la velocidad del viento.

– Para ser más preciso, del monasterio de Santa Catalina del Sinaí.

– ¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que usted ha estado en Santa Catalina del Sinaí? -le reproché, apuntándole con el índice de mi mano derecha. ¡Era increíble! Mientras yo pasaba la peor semana de mi vida, él había estado en un lugar que, por derecho, como paleógrafa, me correspondía visitar a mí. Pero la Roca pareció no apercibirse de mi enojo.

– En efecto, doctora -repuso, volviendo a su tono neutro habitual-. Al final, resultó imprescindible. Y como estoy seguro que tendrá muchas preguntas que hacerme, le aseguro que responderé a todo… -se detuvo en seco y giró la cabeza hacia el profesor Boswell, que empezó a menguar en el sillón-, responderemos a todo sin ocultarle ninguna información.

Estaba molesta, desde luego, pero no por ello dejaba de llamarme la atención la nueva actitud de Glauser-Róist hacia Monseñor Tournier y el cardenal Colli. Mientras que en la primera reunión que mantuvimos, aquella en la que también estuvieron presentes Sodano y Ramondino, el capitán se mantuvo en un discreto y disciplinado segundo plano -atento, únicamente, a las órdenes de Tournier-, en el momento presente parecía ignorarlos por completo, igual que si fueran sombras proyectadas contra una pared.

– Muy bien, muy bien… -repuse levantando los brazos en el aire y dejándolos caer pesadamente con un gesto de resignación-. Empiece por Abi-Ruj Iyasus y termine por este envoltorio lleno de arena del Sinaí.

Glauser-Róist elevó la mirada al techo y tomó aire antes de empezar.

– Bueno, veamos… El accidente de la Cessna -182 el pasado 15 de febrero en Grecia fue el verdadero comienzo de esta historia. A los pies del cadáver del ciudadano etíope Abi-Ruj Iyasus, los bomberos encontraron una valiosa caja de plata, muy antigua y decorada con esmaltes y gemas, que contenía unos extraños pedazos de madera sin valor aparente. Como la caja, en realidad, parecía un relicario, las autoridades civiles consultaron a la Iglesia Or todoxa Griega, por si ellos podían ofrecer alguna explicación, y los ortodoxos se llevaron una sorpresa considerable al comprobar que uno de aquellos fragmentos de madera seca era, nada más y nada menos, que el famoso Lignum Crucis [6] del Monasterio Docheiariou, en el monte Athos. Rápidamente, dieron la voz de alarma al resto de los numerosos Patriarcados ortodoxos de Oriente y, al comprobar que, uno tras otro, todos los relicarios con fragmentos de la Verdadera Cruz estaban vacíos, decidieron ponerse en contacto con nosotros, los herejes católicos, dado que estamos en posesión de la mayoría de Ligna Crucis [7] del mundo.

El capitán se arrellanó en el sillón, buscando una postura más cómoda, y continuó:

– Todo esto que le estoy contando se llevó a cabo en un tiempo ínfimo: apenas veinticuatro horas después del accidente, Su Eminencia Reverendísima el Secretario de Estado había sido informado por el Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia y había dado la orden de que, lo más discretamente posible, todas las iglesias católicas del orbe en posesión de Ligna Crucis comprobaran el estado de sus relicarios. El resultado fue de un sesenta y cinco por ciento de estuches vacíos, entre ellos, precisamente, los que contenían los fragmentos más importantes: el Lígnum de Verona, los Ligna de Santa Croce in Gerusalemme y San Juan de Letrán, en Roma, los de Santo Toribio de Liébana y Caravaca de la Cruz, en España, el del monasterio cisterciense de La Boissiere y el de la Sainte -Chapelle, en Francia. Pero, y esto es muy significativo, también Latinoamérica había sido expoliada: se echaron en falta los importantes fragmentos de la Catedral Metropolitana de México y el de la Hermandad de Jesús Nazareno del Consuelo de Guatemala, entre otros.

Jamás he sentido la menor devoción por las reliquias. Nadie en mi familia era partidario de adorar exóticos pedazos de huesos, telas o maderas, ni siquiera mi madre, de gustos tridentinos en cuestiones de religión, y mucho menos Pierantonio, que vivía en Tierra Santa y era responsable del hallazgo, durante las excavaciones arqueológicas, de más de un cuerpo con olor de santidad. Pero aquella historia que me estaba narrando el capitán resultaba estremecedora. Muchos fieles depositan realmente su fe en esos objetos sagrados y bajo ningún concepto se les debe faltar al respeto por sus creencias. Además, aunque la propia Iglesia, con los años, hubiera ido abandonando estas prácticas tan dudosas, todavía existía dentro de ella una corriente muy proclive a la veneración de reliquias. Sin embargo, lo más sorprendente era que no se trataba del brazo momificado de santa como-se-llame, ni del cuerpo incorrupto de san lo-que-sea. Estábamos hablando de la Cruz de Cristo, de la supuesta madera sobre la cual el cuerpo del Salvador había sufrido tortura y muerte, y resultaba muy extraño que, aunque todos los Ligna Crucis del mundo pudieran calificarse a priori como falsificaciones o fraudes, aquellos pedazos de madera se hubieran convertido en el objetivo único de una pandilla de fanáticos.

– La segunda parte de esta historia, doctora -continuó Glauser-Róist, imperturbable- es el descubrimiento de las escarificaciones en el cuerpo de Iyasus. Mientras las autoridades griegas y etíopes comenzaban a investigar sin ningún éxito, la vida y milagros del sujeto, Su Santidad, a través del Secretario de Estado, y a petición de las Iglesias de Oriente (con menos medios para poner en marcha una investigación) decidió que nosotros deberíamos descubrir quién o quiénes estaban robando los Ligna Crucis y por qué. La orden del Papa fue, si no recuerdo mal, parar las sustracciones inmediatamente, recuperar las reliquias robadas, descubrir a los ladrones y, por supuesto, ponerlos en manos de la justicia. En cuanto la policía griega descubrió las extrañas cicatrices del etíope, se lo comunicó a Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, y éste, pese a que las relaciones con Roma no son muy buenas, solicitó el envío de un agente especial para que estuviera presente en la autopsia. Ese agente fui yo y lo que viene después ya lo sabe usted misma de primera mano.

No había comido nada en todo el día y empezaba a sufrir una desagradable hipoglucemia. Debía ser tardísimo, pero no quise mirar el reloj para no sentirme todavía peor: me había levantado a las siete de la mañana, había cogido un avión que me había llevado hasta Irlanda, había vuelto a Roma por la noche y… Me sentía tan agotada que me dolía hasta el aliento.

Todavía quedaba mucha historia por contar, recordé viendo el envoltorio blanco delante de mi, pero, a pesar de mi curiosidad, sí no comía algo pronto, iba a caer desfallecida sobre la mesa. Así que aproveché el repentino silencio del capitán para preguntar si podíamos hacer un pequeño descanso y tomar algo, porque me estaba mareando. Se produjo un murmullo unánime de aprobación -estaba claro que allí nadie había cenado-, de modo que Su Eminencia el cardenal Colli hizo un gesto al capitán y éste, tras quitarme el paquete de las manos y guardarlo de nuevo en su cartera de piel, abandonó unos segundos el reservado, volviendo de inmediato con el encargado del restaurante.

Poco después, un ejército de camareros con chaqueta blanca entraba en la habitación empujando grandes carritos cargados con montones de comida. Su Eminencia bendijo los alimentos con una sencilla oración de agradecimiento, y todos, hasta el tímido profesor Boswell, nos lanzamos sobre los platos con verdadera ansia. Estaba tan hambrienta que, cuanto más ingería, menos saciada me encontraba. No perdí la compostura, pero comí como si no lo hubiera hecho en un mes. Supongo que también se debía a la falta de sueño y al cansancio. Al final, viendo la sonrisita mezquina de Monseñor Tournier, decidí parar, aunque, para entonces, ya me encontraba bastante recuperada.

Durante la cena, y hasta que terminamos el exquisito y humeante café exprés, Su Eminencia el cardenal Colli nos estuvo contando las grandes esperanzas que Su Santidad, Juan Pablo II, tenía puestas en la resolución de este complicado problema de los robos de las reliquias. Las relaciones con las Iglesias de Oriente eran peores de lo que cabría esperar después de tantos años de lucha por el ecumenismo y, si conseguíamos devolverles sus Ligna Crucis y acabar con los expolios, quizá el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Alejo II, y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomeos I -los dos líderes ortodoxos más representativos dentro de la pléyade de líderes e Iglesias Ortodoxas-, estuvieran dispuestos al diálogo y a la reconciliación. Al parecer, estos dos patriarcas cristianos estaban actualmente enfrentados entre si por la repartición de las Iglesias ortodoxas de los países que pertenecían a la antigua Unión Soviética, pero ambos formaban una coalición inquebrantable frente a la Iglesia de Roma por el tema de las reclamaciones de nuestros católicos de rito oriental, los uniatos, que reivindicaban bienes y propiedades incautados en su momento por el régimen comunista y que ahora se encontraban en manos ortodoxas. En fin, que en el fondo se trataba de un vulgar asunto de propiedades y poder. La estructura jerárquica de las Iglesias cristianas Ortodoxas -que, en teoría, al menos, no existía como tal-, era una tupida red formada por urdimbres históricas y tramas económicas: el Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias, en manos de Su Santidad Alejo, cobijaba bajo sus alas a las Iglesias Ortodoxas independientes de los paises del Este de Europa (Serbia, Bulgaria, Rumania…) y el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en manos de Su Divinísima Santidad Bartolomeos, a todas las demás (las de Grecia, Siria, Turquía, Palestina, Egipto… incluida la importantísima Iglesia Greco-Ortodoxa de América). Sin embargo, las fronteras no estaban tan claras como a primera vista podría parecer y existían monasterios y templos de ambas facciones tanto en uno como en otro ámbito de influencia. En cualquier caso, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, a pesar de no tener ningún poder sobre ellos, «precedía en honor» a todos los demás patriarcas ortodoxos del mundo, incluido Alejo, pero éste parecía ignorar totalmente esta antigua y milenaria tradición, preocupado tan sólo por impedir que las autoridades rusas permitieran la entrada de la Iglesia Católica en su feudo, cosa que, hasta el momento, estaba consiguiendo con bastante exíto.

En fin, un caos; pero nosotros debíamos colaborar al allanamiento de los pedregosos caminos que conducían a la unión de todos los cristianos resolviendo el asunto de los robos, ya que esto serviría de aceite y gasolina para el deteriorado motor del ecumenismo.

Durante las horas que llevábamos en aquel reservado, el profesor Boswell no había despegado los labios como no fuera para comer. Sin embargo, se notaba que estaba perfectamente atento a todo cuanto se iba diciendo pues, de vez en cuando, sin darse cuenta, hacía algún imperceptible gesto afirmativo o denegativo con la cabeza. Era el hombre más silencioso que había conocido en mi vida. Daba la sensación de que aquel entorno le venía grande, de que no estaba cómodo en absoluto.

– Bueno, bueno… profesor Boswell -dejó escapar en aquel momento Monseñor Tournier leyéndome el pensamiento-. Creo que ha llegado su turno. Por cierto, ¿habla mi idioma? ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¿Entiende algo de lo que se ha dicho aquí esta noche?

Observé que Glauser-Róist entrecerraba los ojos para mirar a Monseñor fijamente y que el profesor Boswell parpadeaba, aturdido, y carraspeaba, aclarándose la garganta en un desesperado intento por dominar la voz.

– Le entiendo perfectamente, Monseñor -balbució el profesor con un marcado acento árabe-. Mi madre era italiana.

– ¡Ah, magnifico, magnífico! -exclamó Tournier, exhibiendo una amplia sonrisa.

– El profesor Farag Boswell, Monseñor -aclaró Glauser-Róist con una entonación cortante que no dejaba lugar a dudas-, además del árabe y el copto, domina perfectamente el griego, el turco, el latín, el hebreo, el italiano, el francés y el inglés.

– No tiene ningún mérito -se apresuró a explicar tartamudeando, el profesor-. Mi abuelo paterno era judío, mi madre italiana y el resto de mi familia, incluido yo, por supuesto, somos coptos católicos.

– Pero su apellido es inglés, profesor -comenté extrañada, aunque enseguida recordé que Egipto había sido colonia inglesa durante mucho tiempo.

– Esto le gustará, doctora -apuntó Glauser-Róist con una de sus extrañas sonrisas-: el profesor Boswell es biznieto del doctor Kenneth Boswell, uno de los arqueólogos que descubrieron la ciudad bizantina de Oxirrinco.

¡Oxirrinco! Si aquel dato ya resultaba sumamente interesante, lo mejor de todo era ver a Glauser-Róist en aquel nuevo papel de amigo-paladín del egipcio.

– ¿Es eso cierto, profesor? -le pregunté.

– Así es, doctora -me confirmó Boswell con una tímida inclinación de cabeza-. Mi bisabuelo descubrió Oxirrinco.

Oxirrinco, una de las capitales más importantes del Egipto bizantino, perdida durante siglos y comida por las arenas del desierto, había vuelto a la vida en 1895, gracias a los arqueólogos ingleses Bernard Grenfell, Arthur Hunt y Kenneth Boswell, y, hasta la fecha, se había revelado como el yacimiento más importante de papiros bizantinos y como una auténtica biblioteca de obras perdidas de autores clásicos.

– Y naturalmente, usted también es arqueólogo -afirmó Monseñor Tournier.

– En efecto. Trabajo… -se detuvo un momento, frunció la frente y se corrigió-, trabajaba en el Museo Grecorromano de Alejandría.

– ¿Ya no trabaja usted allí? -quise saber, extrañada.

– Ha llegado el momento de contarle una nueva historia, doctora -anunció Glauser-Róist. Y volvió a inclinarse hacia su cartera de piel, que descansaba en el suelo, y a sacar el envoltorio de lienzo blanco lleno de arena del Sinaí. Pero esta vez no me lo entregó; lo apoyó cuidadosamente sobre la mesa y, sujetándolo con ambas manos, lo contempló con un intenso destello metálico en sus ojos grises-. Al día siguiente de abandonar su laboratorio, y después de entrevistarme con Monseñor Tournier, como ya sabe, cogí un avión con destino a El Cairo. En el aeropuerto estaba esperándome el profesor Boswell, aquí presente, comisionado por la Iglesia Copto -Católica para servirme de intérprete y guía.

– Su Beatitud Stephanos II Ghattas -le interrumpió Boswell, colocándose nerviosamente las gafas en su sitio-, Patriarca de nuestra Iglesia, me pidió personalmente el favor. Me dijo que hiciera todo cuanto estuviera en mis manos para ayudar al capitán.

– En realidad, la ayuda del profesor ha sido inestimable -añadió el capitán-. Hoy no tendríamos…, esto -y señaló el paquete con el mentón- si no fuera por él. Cuando me recogió en el aeropuerto, Boswell conocía aproximadamente la tarea que yo tenía que realizar y puso todos sus conocimientos, sus recursos y sus contactos a mi disposición.

– Me gustaría tomar otro café -interrumpió en aquel momento el cardenal Colli-. ¿Quieren ustedes también?

Monseñor Tournier miró rápidamente su reloj de pulsera e hizo un gesto afirmativo. Glauser-Róist volvió a ponerse en pie y a salir del reservado, pero, aunque tardó unos minutos más de lo que, para mí, resultaba soportable con aquella compañía, volvió con una enorme bandeja llena de tazas y una gran cafetera en el centro. Mientras nos servíamos, el capitán continuó hablando.

Entrar en Santa Catalina del Sinaí no había resultado una tarea sencilla, nos explicó Glauser-Róist. Para los turistas existe un horario limitado de visitas y un recorrido más limitado aún del recinto monástico. Dado que ellos no sabían qué era lo que debían buscar, ni cómo buscarlo, necesitaban amplia libertad de movimientos y de tiempo. El profesor, por tanto, había elaborado un arriesgado plan, que, sin embargo, funcionó a la perfección:

Aunque, en 1782, el monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí se había independizado del Patriarcado de Jerusalén por remotas y confusas razones (convirtiéndose en Iglesia autocéfala, la llamada Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí), el Patriarcado seguía conservando cierto ascendiente sobre el monasterio y sobre su cabeza visible, el abad y arzobispo de dicha Iglesia. Pues bien, conociendo esta influencia, Su Beatitud Stephanos II Ghattas había pedido al Patriarca de Jerusalén, Diodoros I, que emitiese cartas de presentación para el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell, de manera que el recinto les abriese completamente sus puertas. ¿Por qué debía Santa Catalina acatar la petición del Patriarcado de Jerusalén? Muy sencillo, porque, de los dos visitantes, uno, el extranjero europeo, era un importante filántropo alemán interesado en donar varios millones de marcos al monasterio. De hecho, en 1997, desesperadamente necesitados de dinero, los monjes habían aceptado -por primera y única vez en su historia-, enseñar algunos de sus más valiosos tesoros en una magnífica exposición que tuvo lugar en el Museo Metropolitano de Nueva York. El propósito de aquella exposición había sido, no sólo conseguir el dinero que había pagado el propio museo por el evento, sino, además, captar inversores dispuestos a financiar la restauración de la antiquísima biblioteca y el extraordinario museo de iconos.

De modo que, con la intención de encontrar alguna pista que diese un nuevo impulso a la investigación, el capitán Glauser-Róist y el profesor Boswell se presentaron en las oficinas que la Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí tenía en El Cairo, y contaron sus mentiras con toda la sangre fría del mundo. Esa misma noche alquilaron un todoterreno preparado para cruzar el desierto y salieron hacia el monasterio. Les recibió el abad en persona, Su Beatitud el arzobispo Damianos, un hombre sumamente atento e inteligente, que les dio la bienvenida y les ofreció su hospitalidad durante todo el tiempo que quisieran. Esa misma tarde, comenzaron a inspeccionar la abadía.

– Vi las cruces, doctora -murmuró Glauser-Róist, claramente emocionado-. Las vi. Idénticas a las del cuerpo de nuestro etíope. Siete en total también, las mismas que reproducían las escarificaciones. Estaban allí, esperándome en el muro.

Y yo no las he visto, pensé. Yo no las he visto porque me dejaron fuera. Yo no he estado en el desierto egipcio, saltando sobre las dunas en un todoterreno, porque Monseñor Tournier valoró que la hermana Salina debía ser despedida por saber más de lo debido, porque desde el principio no le hizo gracia que una mujer se encargara del asunto.

– No debería, pero siento mucha envidia de usted, capitán -reconocí en voz alta, dando un largo sorbo de mi taza de café-. Me hubiera gustado ver esas cruces. Al fin y al cabo, son tan mías como suyas.

– Tiene razón -admitió el capitán-. A mí también me hubiera gustado que las viera.

– De todos modos, hermana -añadió el profesor Boswell con su marcado acento árabe-, y aunque no le sirva de consuelo, usted… -parpadeó evasivamente y se subió las gafas hasta lo más alto de la nariz-, usted no hubiera podido hacer mucho en Santa Catalina. Los monjes no admiten con facilidad a las mujeres en el recinto. No es que lleguen al extremo de la comunidad del monte Athos, en Grecia, donde ya sabe que ni siquiera pueden entrar las hembras de los animales, pero tampoco creo que la hubieran dejado pernoctar en la abadía ni deambular libremente por el lugar, como afortunadamente pudimos hacer nosotros. Los monjes ortodoxos son muy parecidos a los musulmanes en lo que respecta a las mujeres.

– Eso es cierto -confirmó Glauser-Róist-. El profesor le está diciendo la verdad.

No me sorprendió. Por norma, todas las religiones del mundo discriminaban a las mujeres, bien situándolas en un incomprensible segundo plano o bien legitimando que pudieran ser maltratadas y vejadas. Era algo realmente lamentable a lo que nadie parecía querer encontrar una solución.

El monasterio ortodoxo de Santa Catalina estaba emplazado en el corazón de un valle llamado Wadi ed-Deir, al pie de una estribación del monte Sinaí y era uno de los lugares más hermosos creados por la naturaleza con la colaboración de la mano del hombre. Un perímetro rectangular, amurallado por Justiniano en el siglo VI, cobijaba tesoros inimaginables y una belleza sin fin que dejaba mudos de asombro a quienes traspasaban la puerta y eran admitidos en su interior. La aridez del desierto circundante y las yermas montañas de granito rojizo que lo protegían, preparaban muy mal a los peregrinos para lo que iban a encontrar en el monasterio: una impresionante basílica bizantina, numerosas capillas, un inmenso refectorio, la segunda biblioteca más importante del mundo, la primera colección de bellísimos iconos… y todo ello ornamentado con lámparas de oro, mosaicos, maderas labradas, mármoles, marquetería, plata sobredorada, piedras preciosas… Un festín irrepetible para los sentidos y una exaltación inigualable de la fe.

– Durante un par de días -contaba Glauser-Róist-, el profesor y yo nos recorrimos de arriba abajo el monasterio en busca de algo que tuviese relación con el etíope. La presencia de las siete cruces en el muro sudoeste estaba empezando a perder sentido para mí. Me preguntaba si no sería una ridícula casualidad y si no estaríamos avanzando en la dirección equivocada. Pero el tercer día… -su boca se ensanchó en una deslumbrante sonrisa y se giró para mirar al profesor, buscando su asentimiento-. El tercer día nos presentaron, por fin, al padre Sergio, el responsable de la biblioteca y del museo de iconos.

– Los monjes son muy precavidos -explicó el profesor, casi en un susurro-. Lo digo para que entiendan por qué nos hicieron esperar dos días para enseñarnos sus objetos más preciados. No se fían de nadie.

En aquel momento consulté mi reloj: eran las tres de la madrugada. Ya no podía con mi alma, ni siquiera después de dos tazas de café. Pero la Roca hizo como que no había visto ni mi gesto ni mi cara de agotamiento, y continuó, impertérrito:

– El padre Sergio vino a buscarnos alrededor de las siete de la tarde, después de la cena, y nos guió a través de las estrechas callejuelas del monasterio, iluminándonos con una vieja lámpara de aceite. Era un monje grueso y taciturno, que, en lugar de llevar el bonete negro como los demás, usaba un gorro de lana puntiagudo.

– Y se tironeaba de la barba continuamente -añadió el profesor, como si aquello le hubiera hecho mucha gracia.

– Cuando llegamos frente a la biblioteca, el padre sacó de entre los pliegues de su hábito una argolla de hierro cargada de llaves y empezó a abrir una cerradura detrás de otra hasta completar siete en total.

– Otra vez siete -dejé escapar yo, medio dormida, recordando las letras y las cruces de Abi-Ruj.

– Las puertas se abrieron con un fuerte chirrido y el interior estaba oscuro como la boca de un lobo, pero lo peor era el olor. No pueden imaginárselo… Nauseabundo.

– Olía a cuero podrido y a trapos viejos -aclaró Boswell.

– Avanzamos en penumbra entre las filas de estanterías llenas de manuscritos bizantinos, cuyas letras iluminadas con pan de oro chispeaban con la luz de la lámpara que llevaba el padre Sergio. Por fin, nos detuvimos frente a una vitrina. «Esta es la zona donde conservamos algunos de los códices más antiguos. Pueden mirar lo que quieran», nos dijo el monje. Yo pensé que estaba de broma: ¡pero si no se veía nada!

– Recuerdo que fue entonces cuando tropecé con algo y me golpeé con la esquina de una de aquellas viejas vitrinas -señaló el profesor.

– Sí, fue en ese momento.

– Y entonces le dije al padre Sergio que si querían que el invitado extranjero les entregara su dinero para la restauración de la biblioteca… -carraspeó esforzadamente y se colocó las gafas de nuevo en su sitio-, lo mínimo que podían hacer era enseñársela en buenas condiciones, con luz de día y sin tanta reserva, y entonces el padre Sergio me dijo que debían proteger los manuscritos porque ya les habían robado antes, y que apreciásemos que nos estaba enseñando lo más valioso del monasterio. Pero como yo seguí protestando, al final el monje se acercó hasta un rincón de la pared y pulsó un interruptor.

– Resulta que la biblioteca tiene una deslumbrante luz eléctrica -terminó de explicar el capitán-. Los monjes de Santa Catalina del Sinaí protegen sus manuscritos, sencillamente, enseñándolos sólo a quienes acuden con autorización previa del arzobispo, como era nuestro caso, y, además, mostrándolos en penumbra, para que nadie pueda hacerse una idea de lo que realmente guardan allí. Cuando acude algún estudioso que ha obtenido el permiso, le llevan a la biblioteca por la noche y le mantienen envuelto en sombras mientras consulta el manuscrito en el que estaba interesado. De ese modo, nunca llega a sospechar lo que ha tenido a su alrededor. Imagino que el robo del Codex Sinaiticus por parte de Tischendorff en 1844 dejó una huella dolorosa e imborrable en los monjes de Santa Catalina.

– La misma huella que dejará nuestro robo, capitán -murmuró Boswell con un rictus pesaroso.

– ¿Han robado ustedes un manuscrito del monasterio? -pregunté alarmada, despertando bruscamente del dulce sopor en el que me acunaba.

El silencio más profundo respondió a mi pregunta. Les fui mirando uno a uno, confundida, pero las cuatro caras que me rodeaban se habían convertido en inexpresivas máscaras de cera.

– Capitán… -insistí-, contésteme, por favor. ¿Ha sido capaz de robar un manuscrito de Santa Catalina del Sinaí?

– Júzguelo usted misma -respondió friamente, alargándome la tarta de cumpleaños cubierta por el lienzo blanco-, y digame luego si no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Perpleja y sin la menor capacidad de reacción, miré el envoltorio como si fuera una rata o una cucaracha. No pensaba volver a poner las manos encima de aquello.

– Ábralo -me ordenó súbitamente Monseñor Tourníer.

Me volví hacia el cardenal Colli, buscando su protección, pero tenía la mirada perdida en algún punto bajo la mesa. El profesor Boswell se había quitado las gafas y las estaba limpiando con el faldón de su chaqueta.

– Hermana Salina -exigió de nuevo la voz impaciente de Monseñor Tournier-, le acabo de decir que abra ese paquete. ¿Es que no me ha oído?

No tenía más remedio que hacer lo que me decía. No era el momento para andarse con remilgos ni con problemas de conciencia. El lienzo blanco resultó ser una bolsa y, no bien hube aflojado las cintas que la cerraban, comencé a distinguir la esquina de un códice antiguo. No podía creer lo que estaba viendo… Conforme iba extrayendo el pesado volumen, mi turbación era mayor. Finalmente, sostuve entre las manos un grueso y sólido manuscrito bizantino, de primitiva factura cuadrada, con cubiertas de madera forradas de cuero repujado en el que podían verse, en relieve, las siete cruces de Santa Catalina (dos columnas de tres a cada lado de la cubierta y una más abajo, formando una fila con las cruces de los extremos inferiores), el Monograma de Constantino, en la parte superior central y, debajo, la palabra griega de siete letras que parecía ser la clave de todo aquel asunto: STAYPOS (STAUROS), Cruz. Mirando aquello, con la mente vacía como una cáscara de huevo, me acometió un temblor de manos tan agudo que casi doy con el códice en el suelo del reservado. Intenté dominarme pero no pude. Supongo que, en buena medida, se debió al agotamiento terminal que padecía, pero Monseñor Tournier tuvo que arrebatarme el volumen para salvaguardar su integridad.

Recuerdo que en aquel momento escuché algo que me sorprendió bastante: el capitán Glauser-Róist acababa de soltar su primera carcajada.

Resulta evidente que no está en nuestras manos resucitar a los muertos, porque esa capacidad taumatúrgica sólo pertenece a Dios. Pero aunque no podamos hacer que la sangre vuelva a circular por las venas y que el pensamiento regrese a un cerebro sin vida, sí podemos recuperar los pigmentos que el tiempo borró de los pergaminos y, así, las ideas y pensamientos que alguien plasmó en la vitela. El milagro de reanimar un cuerpo muerto no está entre nuestras facultades, es cierto, pero sí lo está el prodigio de alentar el espíritu que duerme, aletargado, en el interior de un códice medieval.

Como paleógrafa, estaba capacitada para leer, descifrar e interpretar cualquier texto antiguo escrito manualmente, pero lo que no podía hacer de ninguna manera era adivinar qué se había escrito en aquellos pergaminos rígidos, traslúcidos y amarillentos, cuyas letras, difuminadas por los siglos, resultaban prácticamente ilegibles.

El códice Iyasus, como dimos en llamar -en honor a nuestro etíope- al manuscrito robado por Glauser-Róist y Boswell en Santa Catalina, se encontraba en unas condiciones verdaderamente lamentables. Según el capitán, después de explorar la biblioteca del monasterio durante un par de días, el profesor y él descubrieron en un rincón, junto a los montones de leña que los monjes utilizaban para caldear la estancia durante los meses fríos del invierno, unos cestos de pergaminos y papiros desechados, que se utilizaban para encender y avivar el fuego. Con la idea de distraer al padre Sergio mientras Glauser-Róist examinaba el contenido de los cestos, el profesor Boswell llevó a la biblioteca una botella del inmejorable vino egipcio Omar Khayyam, un lujoso placer reservado a los no musulmanes y a los turistas (el profesor, tan atento como siempre, había acarreado varias botellas desde Alejandría para obsequiarlas al arzobispo Damianos como regalo de despedida y agradecimiento). El padre Sergio, encantado con aquel detalle, correspondió al profesor con otra botella del vino que elaboraban en el monasterio y, entre una cosa y otra, ambos acabaron achispados perdidos, cantando alegremente viejas canciones egipcias (el padre Sergio antes de ser monje había sido marinero) y soltando exclamaciones de júbilo al ver reaparecer al ausente Glauser-Róist que, para entonces, llevaba el códice Iyasus escondido bajo la camisa, en la espalda.

El códice, según el capitán, se encontraba en uno de aquellos cestos de bagazos, bajo un revoltijo de hojas sueltas y pliegos rotos, así como de otros códices igualmente desechados por los monjes -bien por su mal estado de conservación, como era el caso de nuestro manuscrito, o bien por carecer de valor-. Contaba Glauser-Róist que, cuando vio los grabados de la cubierta del códice, después de quitarles con la mano una gruesa capa de polvo y suciedad, dejó escapar tal exclamación de sorpresa que creyó haber despertado a la comunidad entera de Santa Catalina. Afortunadamente, ni siquiera el padre Sergio y el profesor Boswell, que estaban cerca, se percataron de nada.

Al día siguiente, con las primeras luces, abandonaron el monasterio. Pero algo se barruntaron los monjes al ver la resaca del padre Sergio porque, a pocos kilómetros de El Cairo, cuando ya estaba a punto de anochecer, el teléfono móvil del profesor Boswell comenzó a sonar y resultó ser el secretario de Su Beatitud Stephano II Ghattas, que les informaba de que no debían entrar en la ciudad -ni en ninguna otra ciudad de Egipto-, sino dirigirse, lo más rápidamente posible y por carreteras secundarias, hacia el este, hacia Israel, e intentar cruzar la frontera para escapar de la policía, ya que el arzobispo del Sinaí, el abad Damianos, había denunciado un posible robo de manuscritos por parte de aquellos dos impostores que habían emborrachado al bibliotecario.

Subieron de nuevo hasta Bilbays, cruzaron el canal de Suez por Al’Quantara y condujeron toda la noche hasta Al’Arish, cerca de la frontera israelí, donde un representante de la delegación apostólica de Jerusalén les estaba esperando con pasaportes diplomáticos de la Santa Sede. Atravesaron el puesto fronterizo de Rafah y, en menos de dos horas, descansaban, por fin, en la delegación. Poco después, mientras yo subía al avión con destino a Irlanda, ellos despegaban, en un Boeing 747 de la compañía israelí El Al, del aeropuerto Ben Gurion, en Tel Aviv, y llegaban, tres horas y media más tarde, al aeropuerto militar de Roma Ciampino, justo cuando yo iniciaba mi vuelo de retorno.

Bien, pues si creíamos que todo aquello habían sido problemas y dificultades, nos estábamos quedando cortos respecto a lo que se avecinaba.

Nada más hojear el códice aquella noche, me di cuenta de que su deterioro era tan acusado que difícilmente conseguiríamos extraer de allí un par de párrafos en condiciones aceptables para que yo pudiera trabajar sobre ellos. Apenas se vislumbraban manchas y sombras, como una acuarela sobre la que se hubieran dejado caer varios vasos de agua. El pergamino, que no deja de ser como la piel tersa de un tambor, es menos permeable a la tinta que el papel y, con el tiempo, esta se difumina y puede llegar a borrarse por completo según los materiales que se hayan utilizado para elaborarla. Si aquel manuscrito había contenido alguna vez información útil sobre por qué Abi-Ruj Iyasus y, seguramente, otros como él, estaban robando fragmentos de la Vera Cruz en la actualidad, desde luego que ya no era así… O eso creía yo, pero, claro, yo sólo era una paleógrafa del Archivo Secreto Vaticano, no una arqueóloga del afamado Museo Grecorromano de Alejandría, y por eso mi conocimiento de los procedimientos técnicos utilizados para recuperar las palabras de los papiros y los pergaminos antiguos dejaba mucho que desear, según puso de manifiesto -sin mala fe, desde luego- el profesor Farag Boswell.

El viernes por la mañana, mientras yo todavía dormía en una de las habitaciones de la Domus Sanctae Martae, el Reverendo Padre Ramondino descendió hasta el Hipogeo y comunicó a los responsables de los servicios de Informática, Restauración de documentos, Paleografía, Codicología y Reproducción fotográfica que, por el momento, tanto ellos como el personal a su servicio, debían olvidarse de volver a sus respectivos conventos, comunidades o noviciados; se había decretado la ley marcial y de allí no saldría nadie hasta que la tarea que había que hacer estuviera culminada. En cuanto se les informó de la naturaleza de la misma, los responsables de los servicios protestaron alegando que aquello podía suponer, como mínimo, un mes de duro trabajo con dedicación exclusiva, a lo cual el Prefecto Ramondino repuso que tenían solamente una semana y que sí en una semana no habían terminado, podían hacer las maletas y olvidarse de sus carreras en el Vaticano. Poco después se demostró que no resultaba necesaria tanta urgencia, pero, en aquel momento, todo parecía poco.

Bajo las órdenes del profesor Boswell, el departamento de Restauración de documentos comenzó por descuadernar el códice, separando los pliegos infolio y dejando al descubierto las tablillas cuadradas de la cubierta, que resultaron ser de madera de cedro, como era habitual en los manuscritos bizantinos. El tipo de encuadernación, además, las situaba claramente en torno a los siglos IV o V de nuestra era. Una vez separados los bifolios [8] de pergamino (182 en total, es decir, 364 páginas), fabricados con una excelente piel de gacela nonata que debió tener, en su origen, un color blanco perfecto, el taller fotográfico de reproducción comenzó a realizar pruebas para ver cuál de las dos técnicas posibles, la de fotografía infrarroja o la digital de alta resolución con telecámara CCD refrigerada, permitía una recuperación más completa del texto. Se adoptó, al final, una combinación de ambas, ya que las imágenes obtenidas por ambos métodos, una vez pasadas por el estereomicroscopio y escaneadas, podían superponerse fácilmente en la pantalla de un ordenador. De este modo, la amarillenta y frágil vitela comenzó a desvelar sus hermosos secretos: de un espacio vacío o, como mucho, lleno de sombras, se pasó, lentamente, a un magnífico boceto de letras unciales [9] griegas, sin acentos ni separaciones entre palabras, distribuidas en dos anchas columnas de treinta y ocho líneas cada una. Los márgenes eran amplios y proporcionados, y se distinguían claramente las letras de inicio de párrafo, ensanchadas hacia la orilla izquierda y pintadas de color púrpura, en contraste con el resto del texto, escrito con tinta negra de polvo de humo.

Cuando se concluyó el primer bifolio, todavía no era posible realizar una lectura completa del texto: había multitud de palabras y frases truncadas, irrecuperables a primera vista, fragmentos enteros donde la luz infrarroja, el estereomicroscopio y la digitalización de alta calidad no habían encontrado nada que resaltar. Entonces le llegó el turno al departamento de informática. Con la ayuda de sofisticados programas de diseño gráfico, empezaron por seleccionar un conjunto de caracteres a partir del material recuperado y, puesto que la escritura era manual -y, por lo tanto, variable-, extrajeron cinco representaciones diferentes de cada letra. Midieron, pacientemente, los trazos verticales y horizontales, los curvos y diagonales y los espacios en blanco de cada carácter; la anchura y altura del cuerpo, la profundidad bajo la línea base de los trazos descendentes y la elevación de los trazos ascendentes y, cuando todo esto estuvo hecho, me llamaron para ofrecerme el espectáculo más curioso que había tenido oportunidad de contemplar en mi vida: con la imagen completa del bifolio en pantalla, el programa probaba automáticamente, a una velocidad vertiginosa, los caracteres que cabían en los espacios vacíos y si se ajustaban a los restos o vestigios de tinta de la vitela, en caso de que los hubiera. Cuando lograba completar la cadena, el sistema verificaba que dicha palabra constaba en el diccionario del magnífico programa Ibycus, que contenía toda la literatura griega conocida -bíblica, patrística y clásica-, y, si además había aparecido previamente en el texto, la cotejaba también, para comprobar la exactitud del hallazgo.

El proceso era muy rápido, como ya he dicho, pero, aún así, tremendamente laborioso, de modo que sólo después de un día entero de trabajo pudieron proporcionarme, al fin, una imagen completa del primer bifolio en unas condiciones casi perfectas, con un noventa y cinco por ciento de texto recuperado. El prodigio se había consumado: el espíritu que dormía, aletargado, en el interior del códice Iyasus, había vuelto a la vida, y llegaba el momento de que yo leyera su mensaje e interpretara su contenido.

Estaba realmente conmovida cuando, a mi vuelta al Hipogeo, tras escuchar la misa del cuarto Domingo de Cuaresma en San Pedro, me senté, por fin, ante mi mesa de trabajo y me calé las gafas sobre la nariz, dispuesta a comenzar. Mis adjuntos, que disponían de copias idénticas a la mía, se prepararon también para iniciar el análisis paleográfico, basado en el estudio de los elementos de la escritura: morfología, ángulos e inclinación, dzíctus [10], ligaduras, nexos, ritmo, estilo, etc.

Afortunadamente, el griego bizantino utilizaba muy poco las abreviaturas y contracciones que tan comunes resultaban en el latín y en las transcripciones medievales de los autores clásicos. Sin embargo, como contrapartida, las peculiaridades propias de una lengua tan evolucionada como la griega bizantina podía llevar a confusiones importantes, pues ni la forma de escribir ni el sentido de las palabras era el mismo que en tiempos de Esquilo, Platón o Aristóteles.

La lectura del primero de los bifolios del Códice Iyasus me dejó absolutamente encandilada. El escriba, que decía haberse llamado Mirógenes de Neápolis pero que, en el momento de redactar el texto, se daba a sí mismo, repetidamente, el nombre de Catón, explicaba que, por la voluntad de Dios Padre y de Su Hijo Jesucristo, unos cuantos hermanos de buena voluntad, diáconos [11] de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén y devotos adoradores de la Verdadera Cruz, se habían constituido en una especie de hermandad bajo la denominación de STAYPOFYLAKES (STAUROFÍLAKES), o guardianes de la Cruz. Él, Mirógenes, había sido elegido archimandrita de la hermandad, bajo el nombre de Catón, el día primero del mes primero del año 5850.

– ¿5850…? -se sorprendió Glauser-Róist.

El capitán y el profesor estaban sentados frente a mi, al otro lado de mi mesa, escuchando la transcripción del contenido del bifolio.

– En realidad -le expliqué, subiéndome las gafas y apoyándolas en los pliegues de la frente-, ese año se corresponde con el 341 de nuestra era. El cómputo temporal para los bizantinos empezaba el 1 de septiembre del año 5509, fecha en la que creían que Dios había creado el mundo.

– De manera que ese tal Mirógenes -concluyó el profesor, cruzando fuertemente los dedos de las manos-, de origen bizantino y diácono de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, se convierte en el líder de la Herman dad de los Staurofílakes el 1 de septiembre del año 341, quince años después, si no recuerdo mal, del descubrimiento de la Vera Cruz por santa Helena.

– Y, a partir de ese momento -añadí yo-, se rebautiza como Catón y empieza a escribir esta crónica.

– Deberíamos buscar información adicional sobre esa hermandad -propuso el capitán, incorporándose de su asiento. A pesar de ser el coordinador de la operación, era quien menos trabajo tenía y estaba deseando sentirse útil-. Yo me encargo.

– Es una buena idea -asentí-. Hay que demostrar la existencia histórica de los staurofílakes al margen del códice.

Unos golpecitos discretos sonaron en la puerta de mi laboratorio. Era el Prefecto Ramondino, con una sonrisa de oreja a oreja.

– Quisiera invitarles a comer en el restaurante de la Domus, si les apetece -sugirió contento-. Para celebrar lo bien que marcha todo.

Pero no todo marchaba tan bien como creíamos: aquella misma tarde, mientras yo regresaba con todos los honores al minúsculo apartamento de la Piazza delle Vaschette, el importante Lignum Crucis del Convento de Sainte-Gudule, en Bruselas, desapareció de su relicario de plata.

El capitán Glauser-Róist estuvo ausente durante todo el lunes. En cuanto se recibió el aviso del robo en el Vaticano, salió para Bruselas en el primer avión y no regresó hasta el martes a mediodía. Mientras tanto, el profesor Boswell y yo seguimos trabajando en el laboratorio del Hipogeo. Los bifolios restaurados comenzaban a llegar hasta mi mesa cada vez a mayor velocidad, ya que los técnicos iban perfeccionando la manera de acelerar el proceso, y, precisamente por esa celeridad, a veces disponía de apenas dos o tres horas para completar la lectura y transcripción del texto manuscrito antes de que llegara la siguiente hornada de datos.

Creo que fue la noche de aquel lunes de principios de abril cuando el profesor Boswell y yo cenamos completamente solos en la cafetería de personal del Archivo Secreto. Al principio pensé que iba a ser bastante complicado mantener una conversación con alguien tan apocado y silencioso, pero el profesor se reveló pronto como una compañía muy agradable. Hablamos mucho y de muchas cosas. Después de relatarme, de nuevo, la historia completa del robo del códice, me preguntó por mi familia. Quería saber si tenía hermanos y hermanas y si mis padres vivían todavía. En un primer momento, sorprendida por aquel giro personal de la conversación, le hice una descripción abreviada, pero él, al oír el número de miembros que integrábamos la tribu Salina, quiso saber más. Recuerdo que, incluso, llegué a hacerle un esquema en una servilleta de papel para que supiera de quién le estaba hablando en cada momento. No deja de ser extraño encontrar a alguien que sabe escuchar. El profesor Boswell no preguntaba directamente, ni siquiera demostraba una curiosidad excepcional. Se limitaba a mirarme fijamente y a asentir con la cabeza o a sonreír en el momento apropiado. Y, claro, caí en la trampa. Cuando quise darme cuenta de lo que estaba pasando, ya le había contado mi vida. Él se reía, muy divertido, y yo pensé que había llegado el momento de pasar al contraataque porque, de repente, me sentía muy vulnerable, como si hubiera hablado demasiado y me afligiese una cierta culpabilidad. De modo que le pregunté si no estaba preocupado por la posible pérdida de su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Frunció el ceño y se quitó las gafas, pinzándose el puente de la nariz con gesto cansado.

– Mi trabajo… -murmuró, y se quedó pensativo unos instantes-. Usted no sabe lo que está pasando en Egipto, ¿verdad, doctora?

– No. No lo sé -respondí, desorientada.

– Verá… Yo soy copto y ser copto en Egipto es ser un paria.

– Me sorprende, profesor Boswell -repuse-. Ustedes, los coptos, son los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. Los árabes llegaron mucho después. De hecho, su lengua, la copta, procede directamente del egipcio demótico, el que se hablaba en tiempo de los faraones.

– Ya, pero… ¿sabe?, las cosas no son tan bonitas como usted las pinta. Ojalá todo el mundo lo viera como lo ve usted. Lo cierto es que los coptos somos una pequeña minoría en Egipto, una minoría dividida, a su vez, en cristianos católicos y cristianos ortodoxos. Desde que comenzó la revolución fundamentalista, los zrhebin…, los terroristas quiero decir, de la Gema ’a al-Islamiyya, la guerrilla islámica, no han cesado de asesinar a miembros de nuestras pequeñas comunidades: en abril de 1992 mataron a tiros a catorce coptos de la provincia de Asyut por negarse a pagar «servicios de protección». En 1994, un grupo de irhebin armados atacaron el monasterio copto de Deir ul-Muharraq, cerca de Asyut, matando a los monjes y a los fieles -suspiró-. Continuamente hay atentados, robos, amenazas de muerte, palizas… Últimamente, han comenzado a poner bombas en la entrada de las principales iglesias de Alejandría y El Cairo.

Deduje, en silencio, que el gobierno egipcio no debía estar haciendo mucho por impedir esos crímenes.

– Afortunadamente -exclamó, riéndose de repente-, yo soy un mal copto-católico, lo reconozco. Hace muchos años que dejé de acudir a la iglesia y eso me ha salvado la vida.

Siguió sonriendo y se puso las gafas, ajustándolas cuidadosamente en las orejas.

– El año pasado, en junio, Gema’a al-Islamiyya puso una bomba en la puerta de la iglesia de San Antonio, en Alejandría. Murieron quince personas, entre ellas mi hermano menor, Juhanna, su mujer, Zoe, y su hijo de cinco meses.

Me quedé muda de asombro y de horror, y bajé la mirada hasta la mesa.

– Lo siento… -conseguí balbucir a duras penas.

– Bueno, ellos…, ellos ya no sufren. Quien sufre es mi padre, que no podrá superarlo nunca. Ayer, cuando le llamé por teléfono, me pidió que no volviera a Alejandría, que me quedara aquí.

No sabía qué decir. Ante infortunios semejantes, ¿qué palabras son las apropiadas?

– Me gustaba mi trabajo -continuó-. Pero si lo he perdido, como parece lo más probable, volveré a empezar. Puedo hacerlo en Italia, como quiere mi padre, lejos del peligro. De hecho, tengo también la nacionalidad. Por mi madre, ya sabe.

– ¡Ah, sí! Su madre era italiana, ¿verdad?

– De Florencia, exactamente. A mediados de los cincuenta, cuando el Egipto faraónico se volvió a poner de moda, mi madre acababa de terminar la carrera de arqueología y obtuvo una beca para trabajar en las excavaciones del yacimiento de Oxirrinco. Mi padre, que también es arqueólogo, pasó un día por allí, de visita, y, ya ve… ¡la vida es extraña! Mi madre siempre dijo que se había casado con mi padre porque era un Boswell. Pero, claro, bromeaba -sonrió de nuevo-. En realidad, el matrimonio de mis padres fue un matrimonio feliz. Ella se adaptó bien a las costumbres de su nuevo país y de su nueva religión, aunque, en el fondo, siempre prefirió los ritos católicos romanos.

Sentía mucha curiosidad por saber si ese color azul marino intenso de sus ojos lo había heredado de su madre -muchas italianas del norte tienen los ojos azules- o de su lejano pariente inglés, pero no me pareció correcto preguntárselo.

– Profesor Boswell… -empecé a decir.

– ¿Qué le parece si nos llamamos por nuestros nombres, doctora? -me interrumpió, mirándome fijamente, como hacía siempre-. En este lugar, todo el mundo se comporta de una manera demasiado ceremoniosa.

Sonreí.

– Eso es porque aquí, en el Vaticano -le expliqué-, las relaciones personales deben desarrollarse dentro de unos márgenes muy estrictos.

– Bueno, ¿y qué le parece si nos saltamos los márgenes? ¿Cree que Monseñor Tournier o el capitán Glauser-Róist se escandalizarán?

Solté unas grandes carcajadas.

– ¡Seguro! -dije entre hipos-. Pero ¡que se fastidien!

– ¡Estupendo! -exclamó el profesor-. Así pues… ¿Ottavia?

– Encantada de conocerte, Farag.

Y nos estrechamos las manos por encima de la mesa.

Ese día descubrí que el profesor Boswell -Farag-, era una persona encantadora, completamente diferente del Boswell que aparecía en público. Comprendí que lo que intimidaba al profesor no eran las personas, que le agradaban, sino los grupos, y, cuanto más amplios, peor: tartamudeaba, se ahogaba, parpadeaba, se subía las gafas una y otra vez, dudaba, carraspeaba…

Glauser-Róist volvió de Bruselas al día siguiente. Apareció en el laboratorio con cara de pocos amigos, con el ceño fruncido y los labios apretados en una fina línea prácticamente imperceptible.

– ¿Malas noticias, capitán? -le pregunté al verle entrar, levantando los ojos del bifolio (el cuarto) que acababan de traerme.

– Malas, muy malas.

– Siéntese, por favor y cuénteme.

– No hay nada que contar -masculló mientras se dejaba caer en la silla, que crujió bajo su peso-. Nada. No se han encontrado huellas, ni signos de violencia, ni puertas forzadas ni pistas o vestigios de ninguna clase. Ha sido un robo impecable. Tampoco se ha podido comprobar la entrada en el país de ningún ciudadano etíope durante las últimas semanas. La policía belga interrogará a los residentes de dicha nacionalidad por si pudieran facilitar alguna información. Me llamarán si se produce alguna noticia.

– Es posible que el ladrón no fuera etíope esta vez -objeté.

– Ya lo hemos pensado. Pero no tenemos nada más.

Miró a su alrededor, distraído.

– ¿Qué tal por aquí? -preguntó, por fin, poniendo los ojos sobre el bifolio que descansaba en mi mesa-. ¿Han adelantado mucho?

– Cada vez vamos más rápido -repuse satisfecha-. En realidad, yo soy el cuello de botella de la operación. No puedo transcribir y traducir a la velocidad que marcha el resto del equipo. Son unos textos muy complicados.

– ¿Alguno de sus adjuntos podría ayudarla?

– ¡Bastantes problemas tienen con el análisis paleográfico! De momento están trabajando en el segundo Catón.

– ¿El segundo Catón? -preguntó, enarcando las cejas.

– ¡Oh, sí! Parece que Mirógenes murió pronto, en el año 344. Después, la Hermandad de los Staurofílakes eligió como archimandrita a un tal Pértinax. Ahora mismo estamos trabajando con él. Según mis adjuntos, Catón II (que de este modo se denomina a sí mismo), era un hombre muy culto, de un vocabulario exquisito. El griego que se usaba en Bizancio -le expliqué- tenía una pronunciación muy diferente a la del griego clásico que, sin embargo, fue con el que se fijaron las normas lingúisticas y lexicográficas -el capitán me miro con cara de no estar entiendiendo nada, así que le puse un ejemplo-. Pasaba entonces como pasa ahora con el inglés moderno, que los niños tienen que aprender a deletrear las palabras y, luego, memorizarlas, porque lo que pronuncian no tiene nada que ver con lo que escriben. El griego bizantino, después de tantos siglos de modificaciones, era igualmente complicado.

– ¡Ah, ya, ya…!

¡Menos mal!, me dije aliviada.

– Pértinax, o Catón II, debió recibir una buena educación en algún monasterio en el que se copiaban manuscritos. Su gramática es impecable y su estilo muy refinado, al contrario que Catón I, que parecía un hombre poco preparado. Algunos de mis adjuntos opinan que Pértinax, más que un antiguo monje, quizá fuera algún miembro de la familia real o de la nobleza constantinopolitana, porque su ductzís presenta características muy elegantes, excesivamente elegantes para un monje, se podría decir.

– ¿Y qué cuenta Catón II?

– Ahora mismo acabo de terminar su crónica -proclamé satisfecha-. Durante su gobierno, la hermandad creció inusitadamente. Jerusalén recibía innumerables peregrinos en las festividades religiosas y muchos de ellos se quedaban para siempre en Tierra Santa. Algunos de estos extranjeros llegaron a integrarse en la hermandad y Catón II refiere sus dificultades para gobernar una comunidad tan nutrida y diversa. Se plantea, incluso, poner restricciones a la admisión de nuevos miembros, pero no se decide porque el Patriarca de Jerusalén está muy satisfecho con el crecimiento de la hermandad. Por esas fechas… -dije, consultando mis notas-, el Patriarca debía ser Maximos II o Kyril I. Ya he pedido al Archivo que revisen sus biografías, por si encontramos algo.

– ¿Alguien ha buscado información directa sobre la hermandad en las bases de datos?

– No, capitán. Esa tarea es cosa suya. ¿No recuerda que se ofreció?

Glauser-Róist se puso en pie pesadamente, como si le costara moverse. Un desconcertante desaliño -por completo desacostumbrado en él- podía observarse en su elegantísimo traje, arrugado y desarreglado por el viaje. Se le notaba deprimido.

– Voy a darme una ducha en el cuartel y volveré esta tarde para ponerme a trabajar.

– El Prefecto, el profesor Boswell y yo subiremos dentro de un momento a la cafetería de personal. Si quiere comer con nosotros…

– No me esperen -declinó saliendo del laboratorio-. Tengo una audiencia urgente con el Secretario de Estado y con Su Santidad.

Después de Catón II, vino Catón III, Catón IV, Catón V… Por alguna razón desconocida, los archimandritas de los staurofílakes habían elegido ese curioso nombre para simbolizar la autoridad máxima dentro de la hermandad. A los títulos consabidos de Papa y Patriarca, se sumaba así el más extraño de Catón. El profesor Boswell se encerró un día en la biblioteca con los siete gruesos tomos de las Vidas paralelas de Plutarco [12] y se estudió a fondo las biografías de los dos únicos Catones conocidos de la historia, los políticos romanos Marco Catón y Catón de Útica. Al cabo de bastantes horas, regresó de la biblioteca con una teoría relativamente plausible que, de momento, y a falta de otra mejor, dimos por buena.

– Yo creo que no cabe la menor duda -nos dijo muy convencido- de que uno de los dos Catones sirvió de modelo a los archimandritas de los staurofílakes.

Estibamos en mi laboratorio, reunidos en torno a mi vieja mesa de madera cubierta de papeles y notas.

– Marco Catón, llamado Catón el Viejo -continuó-, era un maldito fanático, un defensor de los más rancios y tradicionales valores romanos, al estilo de esos americanos sudistas que creen en la superioridad de la raza blanca y son simpatizantes del Ku-Klux-Klan. Despreciaba la cultura y la lengua griegas porque decía que debilitaban a los romanos, y también todo lo extranjero por la misma razón. Era duro y frío como una piedra.

– ¡Vaya imagen que nos estás dando! -comenté divertida. Glauser-Róist me miró con la misma disgustada extrañeza con que me miraba desde que se había dado cuenta de que Farag y yo habíamos simpatizado más entre nosotros que con él.

– Sirvió a Roma como cuestor, edil, pretor, cónsul y censor entre los años 204 y 184 antes de nuestra era. Teniendo una fortuna, vivía con la máxima austeridad y consideraba superfluo cualquier gasto inútil, como por ejemplo la comida de los esclavos viejos que ya no podían trabajar. Simplemente, los mataba, como parte de su plan de ahorro, y aconsejaba a los ciudadanos romanos que siguieran su ejemplo por el bien de la República. Se consideraba a sí mismo perfecto y ejemplar.

– No me gusta este Catón -afirmó Glauser-Róist, doblando elegantemente en cuatro pliegues una de mis hojas de notas.

– No. A mí tampoco -corroboró Farag, haciendo un gesto de negación con la cabeza-. Creo que, sin duda, la hermandad se fijó en el otro Catón, Catón de Útica, biznieto del anterior y un hombre ciertamente admirable. Como cuestor de la República, devolvió al tesoro de Roma una imagen de honradez que había perdido muchos siglos antes. Era sumamente decente y honesto. Como juez fue insobornable e imparcial, pues estaba convencido de que, para ser justo, no se necesitaba nada más que querer serlo. Su sinceridad era tan proverbial que en Roma, cuando se quería refutar drásticamente algo, se decía: «¡Esto no es cierto, aunque lo diga Catón!» Fue un ardiente opositor de Julio César, al que acusaba, con razón, de corrupto, ambicioso y manipulador y de querer reinar sin oposición sobre toda Roma, que entonces era una república. César y él se odiaban a muerte. Durante años y años mantuvieron una lucha enconada, uno por llegar a ser el dueño exclusivo de un gran imperio y otro por impedirlo. Cuando, finalmente, Julio César triunfó, Catón se retiró a Útica, donde tenía una casa, y se clavó una espada en el vientre porque, dijo, no tenía la cobardía suficiente para suplicar a César por su vida, ni la valentía necesaria para disculparse ante su enemigo.

– Es curioso… -apuntó Glauser-Róist, que prestaba toda su atención al relato de Farag-. El nombre de César, el gran enemigo de Catón, se convirtió posteriormente en el título de los emperadores romanos, los Césares, igual que Catón se convirtió en el título de los archimandritas de la hermandad, los Catones.

– Es muy curioso, en efecto -asentí.

– Catón de Útica se convirtió en paradigma de la libertad -prosiguió Farag-, de modo que Séneca, por ejemplo, dice «Ni Catón vivió, muriendo la libertad, ni hubo ya libertad, muriendo Catón» [13], y Valerio Máximo se pregunta «¿Qué será de la libertad sin Catón?» [14].

– O sea, que el nombre de Catón era sinónimo de honradez y libertad como el de César lo era de enorme poder -insinué.

– Efectivamente -repuso el profesor, y se subió las gafas por el puente de la nariz al mismo tiempo que lo hacía yo, ambos con un gesto similar.

– Es… muy extraño, sin duda -confirmó Glauser-Róist, mirándonos alternativamente a uno y a otro.

– Empezamos a tener algunas piezas interesantes de este increíble rompecabezas -comenté para romper el silencio que se había formado-. Lo más fantástico de todo es lo que he averiguado en la crónica de Catón V.

– ¿Qué? -preguntó Farag, interesado.

– ¡Los Catones escribían sus crónicas en Santa Catalina del Sinaí!

– ¿En serio?

Afirmé contundentemente con la cabeza.

– De hecho, yo ya sospechaba algo parecido porque un códice como el Iyasus no podía hacerse fuera de algún centro monástico o de alguna gran biblioteca constantinopolitana. La vitela hay que cortarla y perforarla con minúsculos agujeros que indican el principio y el final del texto en la hoja; hay que pautarla (lo que se conoce como técnica del rayado) para que la escritura no se desvíe; hay que dibujar, o miniar, las grandes letras del principio de cada párrafo… En fin, un trabajo meticuloso que requiere personal experto. Y no olvidemos que también hay que encuadernar los bifolios. Resultaba evidente que los Catones contaban con los servicios de algún centro especializado, y dado que el contenido era supuestamente secreto, sólo podía ser un recinto monástico lo más aislado posible.

– ¡Pero había cientos de monasterios que podrían haberlo hecho! -alegó Farag.

– Sí, es verdad, pero Santa Catalina fue erigido por voluntad de Santa Helena, la emperatriz que descubrió la Vera Cruz, y no te olvides que fue allí donde lo encontrasteis. Lo lógico era pensar que el códice permanecía en Santa Catalina y que, o bien los Catones se desplazaban allí para escribir su crónica, o bien el códice les era remitido y, más tarde, devuelto al monasterio. Eso explicaría su posterior abandono. Quizá los staurofílakes ya no siguieron escribiendo más crónicas o quizá ocurrió algo que se lo impidió. El caso es que Catón V explica que su viaje hasta Santa Catalina fue azaroso y difícil pero que, siendo ya tan mayor, no podía retrasar más el momento.

– Imagino que las relaciones entre la hermandad y el monasterio debieron sey muy estrechas -comentó Farag-. No creo que sepamos nunca hasta qué punto.

– ¿Qué más hemos averiguado?

– Bueno… -consulté mis apresuradas notas, tomadas a vuelapluma de los densos informes que me pasaban mis adjuntos-. Todavía queda mucho por traducir, pero les puedo contar que la mayoría de los Catones apenas llenan unas líneas con sus crónicas, otros una página o un bifolio, otros más, un duerno y, los menos, un terno. Pero todos, sin excepción, viajan a Santa Catalina en los últimos cinco o diez años de vida, y si olvidan, o no pueden, mencionar algo importante, lo relata, al principio de su crónica, el siguiente Catón.

– ¿Sabemos cuántos Catones hubo en total?

– No podría asegurárselo, capitán. El departamento de informática no ha terminado de reconstruir el texto completo del manuscrito, pero hasta la captura de Jerusalén en el año 614 por el rey persa Cosroes II, hubo un total de 36 Catones.

– ¡36 Catones! -se admiró el capitán-. ¿Y qué pasó en la hermandad durante todo ese tiempo?

– ¡Oh, bueno, no gran cosa, aparentemente! Su principal problema eran los peregrinos latinos, que llegaban por millares en las fechas señaladas. Tuvieron que organizar una especie de guardia pretoriana de staurofílakes junto a la Vera Cruz, porque, entre otras barbaridades, muchos peregrinos, en el momento de arrodillarse para besarla, arrancaban astillas con los dientes para llevárselas como reliquias. Hubo una crisis importante en torno al año 570, durante el mandato de Catón XXX. Un grupo de staurofílakes corruptos organizó el robo de la reliquia. Eran antiguos peregrinos que habían entrado en la hermandad años atrás y de los que no se hubiera sospechado nunca de no ser porque los pillaron con las manos en la masa. Se reabrió entonces el viejo debate sobre la admisión de nuevos miembros. Por lo visto, aquello era un coladero para la chusma latina dispuesta a sacar tajada y a medrar. Pero tampoco en esta ocasión, ni en los años sucesivos, se hizo nada al respecto. Había muchas presiones por parte de los Patriarcas de Jerusalén, Alejandría y Constantinopla para que las cosas siguieran como estaban, ya que la función policial que cumplían los staurofílakes era muy apreciada y no les interesaba que se convirtieran en una especie de club privado y restringido.

– ¿Y usted, capitán? -preguntó de repente Farag, con mucho interés-. ¿Ha encontrado aquella información adicional sobre los staurofílakes que dijo que iba a buscar?

Durante los últimos días lo habíamos visto trabajando febrilmente con el ordenador imprimiendo página tras página y repasándolas una y otra vez. Yo había estado esperando que nos informara de algún hallazgo interesante en cualquier momento, pero las jornadas pasaban y la Roca había vuelto a ser la vieja Roca de siempre: silenciosa e inalterable.

– La he buscado, en efecto, pero no he encontrado nada en absoluto -pareció abismarse en alguna reflexión muy profunda-. Bien…, esto no es del todo cierto. Sí encontré una referencia, pero tan insignificante que no creí que valiera la pena mencionarla.

– ¡Capitán, por favor! -protesté, llena de justa indignación.

– Bueno, está bien, veamos… -comenzó, y se tironeó de los lados de la chaqueta para ajustársela-. La alusión la encontré en un curioso manuscrito de una monja gallega.

– ¿El Itinerarium de Egeria? -le interrumpí, mordaz-. Ya le hablé de esa obra cuando investigábamos el monasterio de Santa Catalina del Sinaí.

El capitán asintió.

– Cierto, el Itinerarium de Egeria, escrito entre la Pascua del año 381 y la del 384. Bien, pues en el capítulo en que describe los Oficios del Viernes Santo en Jerusalén, afirma que los staurofílakes eran los encargados de custodiar la reliquia y de vigilar a los fieles que se acercaban hasta ella. La monja española los vio con sus propios ojos.

– ¡Confirmado! -declaró, lleno de alegría, Farag-. ¡Los staurofílakes existieron! El Códice Iyasus nos está diciendo la verdad.

– Pues manos a la obra -gruñó, con malos modos, Glauser-Róist-. El Secretario de Estado está muy insatisfecho con nuestro bajo rendimiento.

Por primera vez en mi vida, la Semana Santa llegó sin que yo me enterara. No celebré el Domingo de Ramos, ni el Jueves Santo, ni la Pascua de Resurrección; tampoco acudí a las conmemoraciones penitenciales ni a la Vigilia Pascual. Por no hacer, no hice ni mi habitual confesión semanal con el buen padre Pintonello. Todos los que estábamos sumergidos en el Hipogeo, recibimos una dispensa del Papa que nos exoneró de nuestras obligaciones religiosas. Su Santidad, al tiempo que aparecía en todos los medios de comunicación celebrando los Oficios de la Semana Santa (y demostrando que, en contra de lo que opinaba todo el mundo, seguía tan entero como siempre), quería que nosotros continuáramos trabajando bajo tierra hasta que resolviéramos el problema. Y lo cierto es que, a pesar del cansancio, lo intentábamos con verdadero ahínco: dejamos de acudir a la cafetería de personal porque nos bajaban las comidas al laboratorio; dejamos de ir a nuestras casas a dormir porque nos habilitaron unas habitaciones en la Domus; dejamos los ratos de descanso y asueto porque, sencillamente, ya no teníamos tiempo. Eramos prisioneros voluntarios atacados por una fiebre constante: la fiebre del apasionado descubrimiento de un secreto guardado durante siglos.

El único que salía de allí con cierta frecuencia era el capitán. Además de sus acostumbradas entrevistas con el Secretario de Estado, Angelo Sodano, para informarle del estado de las investigaciones, Glauser-Róist dormía por las noches en el cuartel de la Guardia Suiza (los oficiales y los suboficiales del cuerpo disponían de habitaciones individuales) y, a veces, permanecía allí durante varias horas, haciendo prácticas de tiro y resolviendo asuntos de los que nosotros no teníamos ni idea. Era un tipo misterioso el capitán Glauser-Róist: reservado, silencioso, casi siempre taciturno y, de vez en cuando, incluso un poco siniestro. O eso me parecía a mí, porque Farag no opinaba lo mismo. Él estaba convencido de que Glauser-Róist era una persona sencilla y afable, atormentada por el tipo de trabajo que le había tocado hacer. Hablaron mucho en Egipto, durante aquellas largas horas en el todoterreno, mientras cruzaban el país de un lado a otro, y, aunque el capitán no desveló el contenido de sus responsabilidades, Farag intuyó que no le gustaban demasiado.

– Pero ¿te comentó algo más? -le pregunté yo, muerta de curiosidad, una tarde que estábamos los dos en mi laboratorio trabajando, ¡por fin!, en uno de los últimos bifolios del códice-. ¿No te contó algún detalle o te habló de su vida o se le escapó alguna indiscreción interesante?

Farag se rió de buena gana. Sus dientes blancos destacaron sobre su tez oscura.

– Lo único que recuerdo -comentó divertido, intentando erradicar el acento árabe de su pronunciación- es que dijo que había entrado en la Guardia Suiza porque todos los miembros de su familia lo habían hecho desde que su antepasado, el comandante Kaspar Róist, salvó al papa Clemente VI de las tropas de Carlos V durante el Saqueo de Roma.

– ¡Caramba! ¡Así que el capitán es de familia de alcurnia!

– También me dijo que había nacido en Berna y que había estudiado en la Universidad de Zurich.

– ¿Y qué estudió?

– Ingeniería agrícola.

Me quedé con la boca abierta.

– ¿Ingeniería agrícola…?

– ¿Qué tiene de raro? -se extrañó-. Bueno, a lo mejor esto te gusta más: me parece que dijo que también era licenciado en Literatura Italiana por la Universidad de Roma.

– No puedo imaginarlo construyendo invernaderos para frutas y hortalizas -atiné a decir, todavía bajo los efectos de la impresión.

Farag se rió tan estruendosamente que tuvo que secarse las lágrimas de los ojos con las palmas de las manos.

– ¡Eres imposible! Tu mente es tan cuadrada que… -me miró un instante con los ojos brillantes y, luego, cabeceando, apoyó un dedo sobre el bifolio que habíamos dejado a medias-. ¿Qué tal si volvemos al trabajo?

– Sí, será mejor. Nos quedamos aquí -y marqué con el bolígrafo un punto intermedio de la segunda columna de la página.

Con la toma de Jerusalén por el rey persa Cosroes II en el año 614, la Hermandad de los Staurofílakes entró en crisis. Cosroes, tras la victoria, se llevó la Vera Cruz a Ctesifon, la capital de su imperio, y la puso a los pies de su trono como símbolo de su propia divinidad. Los miembros más débiles de la hermandad, aterrorizados, se dispersaron y desaparecieron, y los pocos que quedaron (bajo el mando de Catón XXXVI), considerándose responsables de la pérdida de la reliquia, se dedicaron a purgar su supuesta incompetencia con terribles ayunos, penitencias, flagelaciones y sacrificios variados. Algunos, incluso, murieron a consecuencia de las heridas que se habían inflingido. Transcurrieron quince dolorosos años, durante los cuales el emperador bizantino Heraclio siguió luchando contra Cosroes II hasta vencerlo definitivamente en el año 628. Poco después, en una emotiva ceremonia celebrada el 14 de septiembre de ese año, la Vera Cruz regresó a Jerusalén, llevada en persona por el propio emperador a través de la ciudad. Los staurofílakes honraron el acontecimiento participando activamente en la procesión y en el solemne acto religioso de restauración de la reliquia a su lugar de origen. Desde entonces, ese día, el 14 de septiembre, quedó señalado para siempre en los calendarios litúrgicos como el de la Exalta ción de la Vera Cruz.

Pero la época de angustia no había terminado. Sólo nueve años después, en el 637, otro poderoso ejército llegó hasta las puertas de Jerusalén: los musulmanes, comandados por el califa Omar. Para entonces la hermandad contaba con un nuevo Catón, el trigésimo séptimo, llamado anteriormente Anastasios, quien decidió que no había que quedarse quieto viendo llegar el peligro. Cuando las primeras noticias de la nueva invasión empezaron a circular por la ciudad, Catón XXXVII envió una avanzadilla de notables staurofílakes para negociar con el califa. El pacto se firmó en secreto, y la seguridad de la Vera Cruz quedó garantizada a cambio de la colaboración de la hermandad en la localización de los tesoros cristianos y judíos cuidadosamente escondidos en la ciudad desde que se había conocido la proximidad de los musulmanes. Omar cumplió su palabra y los staurofílakes también. Durante muchos años hubo paz y la convivencia entre las tres religiones monoteístas (cristiana, judía y musulmana) fue buena.

A lo largo de este tranquilo periodo, la hermandad sufrió profundas transformaciones. Aleccionados por la pérdida de la Vera Cruz durante la invasión persa y por el buen resultado de su acuerdo posterior con los árabes, los staurofílakes, convencidos como nunca de que su estricta y simple misión era la seguridad de la Madera Santa, se fueron haciendo más reservados, más independientes de los Patriarcados, más invisibles y también mucho más poderosos. Entre sus filas comenzaron a militar hombres de las mejores familias de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Atenas, y también de las ciudades italianas de Florencia, Rávena, Milán, Roma… Ya no eran un grupo de forzudos dispuestos a comerse a los peregrinos que osaran tocar la Vera Cruz. Eran hombres preparados e inteligentes, más militares y diplomáticos que diáconos o monjes.

¿Cómo lo habían conseguido? Pues haciendo aquello que ya Catón II propuso en el siglo IV: establecieron una serie de requisitos de ingreso. Los nuevos aspirantes tenían que saber leer y escribir, dominar el latín y el griego, conocer las matemáticas y la música, la astrología y la filosofía, y, además, superar determinadas pruebas físicas de resistencia y fuerza. Los staurofílakes se convirtieron, poco a poco, en una institución importante y desvinculada, siempre atenta a su singular misión.

Los problemas volvieron de la mano de nuevas oleadas de peregrinos europeos, gentes de toda clase y condición entre los que predominaban vagabundos, mendigos, ladrones, ascetas, aventureros y místicos; pintorescos personajes que buscaban un lugar donde vivir y morir. Durante los siglos IX y X, la situación empeoró y los califas de Jerusalén dejaron de ser tan magnánimos como Omar prohibiendo la entrada de latinos en los lugares santos. En el año 1009, el califa Al-Hakem, un demente con el que el Patriarcado de Jerusalén y la propia hermandad ya habían tenido serios problemas, ordenó la destrucción de todos los santuarios no musulmanes. Mientras los soldados de Al-Hakem destruían iglesia tras iglesia y templo tras templo, los staurofílakes corrieron a salvar la Cruz y la escondieron en el lugar que habían preparado en previsión de ocasiones como esta: una cripta clandestina bajo la propia basílica del Santo Sepulcro, donde se albergaba habitualmente la reliquia. Consiguieron librarla de la destrucción, pero a costa de la muerte de varios staurofílakes, que se enfrentaron, cuerpo a cuerpo, con los soldados para que sus hermanos pudieran llegar hasta el escondrijo.

El taller fotográfico de reproducción completó el bifolio 182 -el último-, la tarde del Segundo Domingo de Pascua y mis adjuntos acabaron los análisis paleográficos dos días después, a primeros de mayo. Sólo faltaba terminar mi parte, la más lenta y farragosa, de manera que se produjo una reorganización y, después de liberar a los miembros de los departamentos que ya habían finalizado su trabajo, mi sección al completo se encargó de las traducciones. De ese modo, Glauser-Róist, Farag y yo pudimos sentarnos cómodamente a leer las páginas que nos llegaban desde el laboratorio.

En el año 1054, sin que fuera una sorpresa para nadie, se produjo el Gran Cisma de la Iglesia cristiana. Romanos y ortodoxos se enfrentaron abiertamente por fútiles cuestiones teológicas y de reparto de poder (Roma pretendía que el Papa era el único sucesor directo de Pedro y los Patriarcas rechazaron esta idea, alegando que todos ellos eran sucesores legítimos del Apostol según el modelo de las primeras comunidades cristianas). Los staurofílakes no se aliaron ni con unos ni con otros, a pesar de la insostenible posición en la que quedaban. Sólo eran fieles a sí mismos y a la Cruz y su actitud hacia el resto del mundo era de una profunda desconfianza, que se volvía más acusada con cada nueva convulsión política o religiosa.

Mientras Catón LXVI estudiaba la adopción de medidas urgentes para proteger a la hermandad de las críticas y los ataques de los que era objeto por parte de las dos facciones cristianas, Tierra Santa volvía a ponerse en pie de guerra: en la primavera del año 1097, cuatro grandes ejércitos cruzados se habían concentrado en Constantinopla con la intención de avanzar hasta Jerusalén y liberar los Santos Lugares del dominio musulmán. De nuevo, un grupo de negociadores staurofílakes abandonó subrepticiamente la ciudad para dirigirse al encuentro de las innumerables tropas europeas lideradas por Godofredo de Bouillon. Las encontraron dos meses después, poniendo sitio a Antioquía después de haber vencido a las tropas turcas en Nicea y Dorilea. Según la crónica de Catón LXVI, Godofredo de Bouillon no aceptó el trato propuesto por la hermandad. Les dijo que la Verdadera Cruz del Salvador era el objetivo real de aquella Cruzada, cuyo símbolo ostentaban todos los soldados en sus ropas, y que no estaba dispuesto a renunciar a ella por ningún tesoro musulmán, judío u ortodoxo. Les dijo también que, puesto que los staurofílakes no habían querido unirse a la Iglesia de Roma durante el Gran Cisma, en cuanto tomara la ciudad, los consideraría excomulgados y disolvería la hermandad para siempre.

Los negociadores volvieron a Jerusalén con las malas noticias, causando verdadera desolación entre los guardianes de la Cruz. Catón LXVI convocó a todos los staurofílakes a una asamblea (que tuvo lugar en la basílica del Santo Sepulcro la noche del 3 de julio del año 1098) y les anunció los peligros que se avecinaban. Con el apoyo unánime de los asistentes, propuso ocultar la reliquia y pasar a la clandestinidad. Ese fue el momento en que los staurofílakes dejaron de existir públicamente.

Un año después, tras un mes de asedio y con la ayuda de máquinas de asalto, los cruzados tomaron Jerusalén y masacraron, en el sentido más literal del término, a toda su población. La sangre en las calles era tanta, que los caballos se encabritaban y relinchaban espantados y los soldados no podían caminar. En mitad de esta carnicería, Godofredo de Bouillon se dirigió a la basílica del Santo Sepulcro para tomar en sus manos la Vera Cruz, pero no la encontró. Ordenó que todos los staurofílakes que hubieran sobrevivido fueran llevados a su presencia, pero no se halló a ninguno. Sometió a tortura a los sacerdotes ortodoxos hasta que estos confesaron que, entre ellos, había tres staurofílakes camuflados: los tres monjes más jóvenes, llamados Agapios, Elijah y Teófanes, los cuales habían permanecido en Jerusalén para vigilar la reliquia. Godofredo los torturó hasta la muerte, azotándolos, sometiéndolos al fuego y, más tarde, desmembrándolos. Teófanes, el más débil, no lo resistió. Con los brazos y las piernas atados ya a los caballos, en el último momento gritó que la Madera se hallaba escondida en la cripta secreta bajo la basílica. Prácticamente sin sentido y llevado a rastras por los soldados de De Bouillon, señaló a duras penas el lugar. Luego, fue abandonado en la calle, a su suerte, y su suerte fue morir apuñalado por manos desconocidas.

La Vera Cruz se convirtió, de este modo, en la reliquia más importante de los cruzados y estos la llevaron consigo, desde entonces, a todas las batallas. Era mostrada a los soldados antes de las contiendas para que les sirviera de estímulo y, durante más de cien años, gracias a la Madera de Cristo, decían, jamás fueron vencidos. Multitud de Lignum Crucis salieron hacia Europa, enviados como regalo tanto a reyes como a papas, a monasterios y a las familias nobles de Occidente. El Leño Santo fue troceado y repartido como si fuera un pastel, pues allá donde llegaba una de sus astillas, afluía la riqueza en forma de peregrinos y devotos. Los staurofílakes contemplaron a distancia tal segmentación, sin poder hacer nada por impedirla. Su contrariedad derivó en un resentimiento ciego, y juraron recuperar lo que quedase de la Vera Cruz costara lo que costase. Pero la tarea resultaba, por el momento, imposible.

Según narraba en su crónica Catón LXXII -el septuagésimo segundo-, algunos de los hermanos se infiltraron entre los cruzados para poder vigilar los movimientos de la Madera. Su miedo era que cayera en manos musulmanas durante alguna batalla o escaramuza, pues los árabes y los turcos conocían perfectamente el significado que tenía para los latinos y sabían que, arrebatándosela, mermarían sus victorias. En aquella misma época (en torno al año 1150), otros grupos de staurofílakes partieron rumbo a las principales ciudades cristianas de Oriente y Occidente. Su plan era establecer relaciones con gentes influyentes y poderosas de manera que pudieran mediar en favor de la hermandad o, llegado el caso, exigir la devolución de la reliquia. Aquellos que partieron, con el tiempo, entraron en contacto con algunas de las muchas organizaciones y órdenes religiosas de carácter iniciático que proliferaban en la Europa medieval y cuyas bases estaban firmemente asentadas en el cristianismo: desde los templarios europeos y los cátaros, hasta la Fede Santa, la Massenie du Saint Graal, el Compagnonnage, los Minnesánger o los Fidei d’Amore, casi todos fueron contactados por los staurofílakes, produciéndose intercambios de información y militancias comunes (muchos staurofílakes entraron en estas órdenes u organizaciones y viceversa). Reclutaron también a muchos de los jóvenes más destacados y principales de las ciudades en las que se habían asentado, con el objeto de que madurasen a la sombra de la hermandad antes de ocupar las posiciones de poder que les estaban destinadas por familia y nacimiento, pero para estos muchachos ser guardianes de la Vera Cruz era algo intangible; la Madera Santa continuaba radicada en Jerusalén y Jerusalén quedaba demasiado lejos. Muchos de ellos abandonaban la hermandad a los pocos años de haber entrado y fue, precisamente, uno de estos prófugos quien comunicó a las autoridades eclesiásticas de Milán todo lo que sabía sobre los staurofílakes. Para aquel jovenzuelo su delación no tuvo la menor importancia, su vida no se vio alterada y no volvió a recordar el asunto. Un año después, sin embargo, en Jerusalén y Constantinopla, los miembros de la hermandad, incluido Catón LXXV, fueron detenidos en sus casas y llevados a prisión, donde se les recordó que eran excomulgados y que su hermandad había sido disuelta cien años atrás por Godofredo de Bouillon, por lo que se les consideraba relapsos y, por tanto, reos de muerte. Todos, sin excepción, fueron ajusticiados.

El siguiente Catón, que refería estos tristes acontecimientos al inicio de su escrito, fue uno de los staurofílakes que se había establecido en Antioquía. Convocó a todos los hermanos a una asamblea en esta ciudad a finales del año 1187 y tuvo que empezar su salutación con la terrible noticia que estaba ya en boca de todos: el caudillo ayyubí, Saladino, había derrotado a los cruzados en la batalla de Hattina, en Galilea, y, según los staurofílakes que habían estado presentes, había arrancado de las manos del rey cruzado vencido, Guy de Lusignan, la reliquia de la Vera Cruz. El Madero de Jesucristo había caído en manos musulmanas.

Muchas cosas importantes se decidieron en aquel encuentro de Antioquía, que se prolongó a lo largo de varios meses. Además de elegir a los hermanos que se infiltrarían en el ejército de Saladino para vigilar de cerca la Vera Cruz y, si era posible, robarla (Nikephoros Panteugenos, Sophronios de Teila, Joachim Sandaiya, Dionisios de Dara y Abraham Abdounita), se expresó la necesidad de seleccionar cuidadosamente a los aspirantes a staurofílax, de modo que no volviera a producirse nunca la traición que había terminado con la vida de los hermanos de Jerusalén y Constantinopla y con Catón LXXV. Por ello, otros quince hermanos de Roma, Rávena, Atenas, Antioquía y Alejandría se encargarían de preparar un proceso de iniciación lo suficientemente riguroso como para que sólo los mejores y los más devotos entraran realmente en la hermandad. No habría piedad para quien no superara dichas pruebas y su boca sería cerrada para siempre. Un grupo de doce staurofílakes fueron comisionados para encontrar el lugar más recóndito y seguro del orbe, donde sería escondida la reliquia en cuanto fuera recuperada. Una vez que la Verdadera Cruz volviera a manos de la hermandad, nunca más saldría de dicho lugar y nunca más se permitiría que ningún profano pudiera volver a tocarla. Ni a tocarla ni a verla, pues el escondite debía ser realmente inexpugnable. Los doce hermanos recorrerían el mundo hasta hallar el sitio idóneo y, mientras tanto, todos los esfuerzos del resto de staurofílakes debían encaminarse a la recuperación urgente de la reliquia. Más de ochocientos años de existencia no podían terminar con un fracaso.

Al cabo de pocos meses, toda Tierra Santa había caído en poder de Saladino y los cruzados se vieron obligados a replegarse hacia las costas de Tiro, en el Líbano. Los staurofílakes estuvieron detrás de la organización de la segunda Cruzada.

En agosto de 1191, Ricardo Corazón de León puso sitio, por fin, a los ejércitos musulmanes y los derrotó en numerosas batallas. Los musulmanes aceptaron empezar a negociar la devolución de la Vera Cruz y un grupo de enviados del rey cristiano, entre los que había un staurofílax, pudo ver la reliquia y venerarla; pero, entonces, Ricardo, en un gesto absurdo e inexplicable, mató a dos mil prisioneros musulmanes y Saladino rompió las conversaciones.

El grupo de staurofílakes encargado de organizar el proceso de iniciación de los aspirantes a entrar en la hermandad, culminó su trabajo en julio del año 1195. La información se hizo llegar a todos los hermanos a través de emisarios que recorrieron las principales ciudades del mundo y, poco tiempo después, el primer candidato inició las pruebas. Catón LXXVI describía así el contenido de las mismas:

«Para que sus almas lleguen puras hasta la Verdadera Cruz del Salvador y sean dignas de postrarse ante ella, deberán purgar antes todas sus culpas hasta quedar limpias de toda mancha. La expiación de los siete graves pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquía por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal, puesto que de una rama del Árbol del Bien y del Mal, que el arcángel Miguel entregó a Adán y este plantó, nació el Arbol con cuya Madera se construyó la Cruz en la que murió Cristo. Y para que los hermanos de una ciudad conozcan lo sucedido en las ciudades anteriores, al terminar cada lance el suplicante será marcado, en la carne, con una Cruz, una por cada pecado capital borrado de su alma, como recuerdo de su expiación. Las Cruces serán las mismas que las de la muralla del monasterio de Santa Catalina, en el Lugar Santo del Sinaí, donde Moisés recibió de Dios las Tablas de la Ley. Si el suplicante llega con siete cruces hasta el Paraíso Terrenal, será admitido como uno más entre nosotros, y ostentará para siempre en su cuerpo el Crismón y la palabra sagrada que da sentido a nuestras vidas. Si no llegase, que Dios se apiade de su alma.»

– Siete pruebas en siete ciudades… -musitó Farag, impresionado-. Y Alejandría es una de ellas, por el pecado de la gula.

Llevábamos dos días estudiando y analizando la última parte del material, el convulso siglo XII, y todo cuanto leíamos nos acercaba hasta Abi-Ruj Iyasus: las escarificaciones con las siete cruces de Santa Catalina, el Crismón y la palabra Stauros. La sola idea de que los staurofílakes existieran todavía, mil seiscientos cincuenta y nueve años después de su creación, resultaba estremecedora, pero creo que, a esas alturas, ninguno de nosotros dudaba de que eran ellos quienes estaban detrás de los robos de los Ligna Crucis.

– ¿Dónde estará ese Paraíso Terrenal? -pregunté, quitándome las gafas y frotándome los ojos cansados.

– A lo mejor lo dice el último bifolio -sugirió Farag, cogiendo de la mesa la transcripción hecha por mis adjuntos-. ¡Venga, que ya estamos terminando! ¡Eh, capitán!

Pero el capitán Glauser-Róist no se movió. Tenía la mirada perdida en el vacío.

– ¿Capitán…? -le llamé, y miré a Farag divertida-. Creo que se ha dormido.

– No, no… -murmuró la Roca, aturdido-. No me he dormido.

– Entonces ¿qué le pasa?

Farag y yo le contemplábamos sin salir de nuestro asombro. El capitán tenía el semblante demacrado y la mirada insegura. Se puso súbitamente en pie y nos observó, sin vernos, desde lo alto de su inmensa alzada.

– Sigan ustedes. Tengo que comprobar una cosa.

– ¿Qué tiene que…? -empecé a preguntar, pero Glauser-Róist ya había salido por la puerta. Me volví hacia Farag, que lucía también una incrédula expresión en la cara-. ¿Qué le pasa?

– Me gustaría saberlo.

En el fondo, la actitud del capitán tenía su explicación: trabajábamos bajo una fuerte presión durante muchas horas al día, apenas dormíamos y nos pasábamos la vida dentro de la atmósfera artificial del Hipogeo, sin ver el sol ni respirar el aire libre. Era todo lo contrario a una saludable excursión por el campo o a un día de playa, pero teníamos prisa, nos esforzábamos por encima de lo recomendable, temiendo que, en cualquier momento, nos dieran la mala noticia de algún nuevo robo de Ligna Crucis. Y estábamos, sencillamente, agotados.

– Sigamos nosotros, Ottavia.

El último Catón, curiosamente el que hacía el número 77 de la lista, comenzaba su crónica con una hermosa oración de gracias: la hermandad había rescatado la Vera Cruz en el año 1219.

– ¡La recuperaron! -exclamé alborozada. Había olvidado por completo que los staurofílakes eran los «malos».

– Es evidente, ¿no te parece?

– Pues no sé por qué… -repuse, ofendida.

– ¡Vaya, pues porque la Vera Cruz desapareció! ¿O es que ya no te acuerdas de la historia? Nunca se supo qué fue de ella.

Farag, claro, tenía razón. La verdad es que estaba tan agotada que mi cerebro parecía zumo de neuronas. La Vera Cruz desapareció misteriosamente durante la quinta y última Cruzada, a principios del siglo XIII. Catón LXXVII lo narraba, por supuesto, desde otro ángulo mucho más parcial. Según él, mientras el ejército del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II, sitiaba el puerto de Damietta, en el delta del Nilo, el sultán Al-Kamil ofreció devolver la Vera Cruz si los latinos abandonaban Egipto. Poco antes, y tras grandes peligros y dificultades, el staurofílax Dionisios de Dara, uno de los cinco hermanos que treinta y dos años antes se habían infiltrado en el ejército de Saladino, había sido nombrado tesorero por el sultán. Estaba tan asimilado a su papel de importante diplomático mameluco que, la noche que se presentó en la humilde casucha de Nikephoros Panteugenos con un gran paquete entre las manos, este no le reconoció. Ambos se postraron ante la reliquia de la Cruz y lloraron largamente de alegría y, después, salieron en busca de los tres hermanos que faltaban. Con las primeras luces del día, los cinco staurofílakes, disfrazados, se encaminaron hacia Santa Catalina del Sinaí, donde permanecieron ocultos hasta que llegó Catón LXXVII con un nutrido grupo de hermanos. Es entonces cuando Catón LXXVII escribe su feliz crónica, al final de la cual anuncia que la Hermandad de los Staurofílakes va a retirarse para siempre al Paraíso Terrenal, encontrado, al fin, por los otros hermanos.

– ¡Pero no dice dónde! -protesté, dando vueltas a la hoja entre las manos.

– Creo que debemos seguir leyendo hasta el final.

– ¡No lo va a decir, ya lo verás!

Y, efectivamente, Catón LXXVII no decía dónde se encontraba el Paraíso Terrenal. Sólo mencionaba que era en un país muy lejano y que, por lo tanto, con los preparativos para el largo viaje ya completados, debía poner punto y final a su relato porque partían de manera inmediata. Dejaban el códice al cuidado de los monjes de Santa Catalina, en cuya biblioteca había permanecido desde hacía nueve siglos, y anunciaba, no sin pesar, que ya no seguiría escribiéndose allí la historia de la hermandad. «Mis sucesores -anotaba para terminar- seguirán haciéndolo en nuestro nuevo refugio. Allí protegeremos lo poco que la maldad de los hombres ha dejado de la Madera Santa. Nuestro destino está sellado. Que Dios nos proteja.»

– Y ya está -concluí, dejando caer, descorazonada, el papel de entre las manos.

Como dos estatuas de sal, Farag y yo permanecimos mudos e inmóviles durante un buen rato, incapaces de creer que todo hubiera terminado y que no tuviésemos mucho más que al principio. Donde quiera que estuviese el dichoso Paraíso Terrenal de los staurofílakes, se encontraban también los Ligna Crucis robados en la actualidad a las iglesias cristianas, pero, al margen de la satisfacción de conocer a los ladrones, no habíamos recibido ninguna otra alegría.

Meses y meses de investigación, todos los recursos del Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana a disposición de este encargo papal, horas y horas de encierro en el Hipogeo con todo el personal trabajando a destajo… Y tanto esfuerzo apenas había servido para nada.

Suspiré profundamente, dejando caer la cabeza, de golpe, hasta apoyar la barbilla contra el pecho. Mis cansadas cervicales crujieron como cristales pisoteados.

Desde que había empezado toda aquella historia no había conseguido dormir bien ni una sola noche. Cuando no era por insomnio, era porque me despertaba cualquier ruido minúsculo que se oyera en la habitación de la Domus (la pequeña nevera, la madera de los muebles, el reloj de la pared, el viento en la persiana…), y, si no, por unos sueños largos y agotadores en los que me pasaban las cosas más extrañas del mundo. No llegaban a ser pesadillas, pero en muchos de ellos si sentía miedo de verdad, como en el que tuve aquella noche, cuando me vi avanzando por una enorme avenida levantada en obras, llena de peligrosos socavones que debía salvar cruzando débiles tablazones o colgándome de cuerdas.

Después del frustrante final de nuestra aventura, y sin saber qué había sido del capitán, Farag y yo nos fuimos a la Domus, cenamos y nos retiramos a nuestras habitaciones con un plomizo desánimo pintado en los rostros. Era decepcionante y, aunque Farag intentó confortarme diciéndome que, en cuanto descansáramos, seríamos capaces de sacar de la historia de los Catones lo que estábamos necesitando, me metí en la cama con un profundo abatimiento que me llevó hasta la avenida en obras llena de agujeros.

Estaba yo colgada de una cuerda, con el vacío a mis pies y pensando en retroceder cuando el sonido del teléfono me hizo dar un salto en la cama y abrir los ojos en mitad de la oscuridad. No sabía dónde estaba ni qué estruendo era el que oía ni si podría impedir que el corazón se me saliera por la boca, pero que estaba despierta, desde luego, y con los sentidos completamente alerta, también. Cuando fui capaz de reaccionar y me ubiqué en el espacio-tiempo, le propiné un golpe al interruptor de la luz y contesté al teléfono de muy malos modos:

– ¿Sí? -gruñí, enseñando los colmillos al micrófono.

– ¿Doctora?

– ¿Capitán? ¡Pero… por Dios! ¿Sabe qué hora es? -y enfoqué desesperadamente la vista en el reloj que colgaba de la pared de enfrente.

– Las tres y media -respondió Glauser-Róist sin inmutarse.

– ¡Las tres y media de la madrugada, capitán!

– El profesor Boswell bajará dentro de cinco minutos. Estoy en la recepción de la Domus. Le ruego que se dé prisa, doctora. ¿Cuánto tardará en estar lista?

– ¿En estar lista para qué?

– Para ir al Hipogeo.

– ¿Al Hipogeo? ¿Ahora…?

– ¿Va a venir o no? -El capitán estaba perdiendo la paciencia.

– ¡Voy, voy! Déme cinco minutos.

Me encaminé hacia el cuarto de baño y encendí las luces. Un chorro de fría claridad de neón me golpeó en los ojos. Me lavé la cara y los dientes, me pasé el cepillo por el pelo enmarañado y, de nuevo en la habitación, me vestí rápidamente con una falda negra y un grueso jersey de lana, de color beige. Cogí la chaqueta y el bolso y salí al pasillo, aturdida aún por una vaga sensación de irrealidad, como si hubiera pasado directamente de los andamios de la avenida de mi sueño al ascensor de la Domus. Oré mientras descendía, pidiéndole a Dios que no me abandonara aunque yo, por puro cansancio, le abandonara a Él.

Farag y Glauser-Róist me esperaban en el enorme y reluciente vestíbulo, hablando agitadamente en susurros. Farag, medio dormido, se echaba las greñas despeinadas hacia atrás con gestos nerviosos, mientras que el capitán, impecable, exhibía un sorprendente aspecto fresco y despejado.

– Vamos -soltó nada más verme llegar, y echó a andar en dirección a la calle sin comprobar si le seguíamos.

El Vaticano es el estado más pequeño del mundo, pero si recorres un buen trecho a pie, cerca de las cuatro de la madrugada, con frío y en total silencio, te parece que vas de costa a costa de Estados Unidos, en un viaje sin paradas. Nos cruzamos con algunas limusinas negras con matrículas Si Cristo lo Viese, que nos iluminaron fugazmente con sus faros y se perdieron por las callejuelas de la Ciudad huyendo de nuestra presencia.

– ¿Dónde irán esos cardenales a estas horas? -pregunté, sorprendida.

– No van a ningún lado -respondió Glauser-Róist, secamente-. Vuelven. Y mejor será que no pregunte de dónde vuelven porque la respuesta no le gustaría.

Cerré la boca como si me la hubieran cosido y me dije que, a fin de cuentas, el capitán tenía razón. Las vidas privadas de muchos cardenales de la Curia eran ciertamente desordenadas e indecorosas, pero allá ellos con sus conciencias.

– ¿Y no temen el escándalo? -quiso saber Farag, a pesar del tono cortante empleado por el capitán-. ¿Qué pasaría si algún periódico lo contase todo?

Glauser-Róist siguió andando en silencio durante unos instantes.

– Ese es mi trabajo -le espetó, por fin-: impedir que salgan a la luz los trapos sucios del Vaticano. La Iglesia es santa, pero, sin duda, sus miembros son muy pecadores.

El profesor y yo nos miramos significativamente y no volvimos a despegar los labios hasta que no nos hallamos en el Hipogeo. El capitán tenía las llaves y las claves de todas las puertas del Archivo Secreto y, viéndole avanzar con esa seguridad de un lugar a otro, se comprendía que no era la primera noche que se colaba solo en aquellas dependencias.

Por fin entramos en mi laboratorio -que ya no era, ni de lejos, aquel pulcro despacho que fue meses atrás- y me llamó la atención un grueso libro que descansaba sobre mi mesa. Caminé hacia él, atraída como un imán, pero Glauser-Róist, más rápido, me adelantó por la derecha y lo cogió entre sus manazas, sin dejarme verlo.

– Doctora, profesor… -empezó la Roca, obligándonos a tomar asiento apresuradamente para prestarle atención-. Tengo entre las manos un libro, una especie de guía de viaje, que nos va a llevar hasta el Paraíso Terrenal.

– ¡No me diga que los staurofílakes han publicado una Baedeker [15]! -comenté con sorna. El capitán me fulminó con la mirada.

– Algo parecido -repuso, girando el volumen para mostrarnos la portada.

Por un instante, Farag y yo nos quedamos en suspenso, sin decir nada, tan sorprendidos por lo que veíamos como un par de colegiales ante una ceremonia vudú.

– ¿La Divina Comedia de Dante? -me extrañé. O el capitán se estaba riendo de nosotros, o, lo que era peor, se había vuelto completamente loco.

– La Divina Comedia de Dante, en efecto.

– Pero… ¿la de Dante Alighieri? -preguntó Farag, más asombrado que yo, si cabe.

– ¿Acaso hay alguna otra Divina Comedia, profesor? -arguyó Glauser-Róist.

– Es que… -balbució Farag, mirándole con incredulidad-. Es que, capitán, reconozca que no tiene mucho sentido -se rió bajito, como si acabara de escuchar un chiste-. ¡Venga, Kaspar, no nos tome el pelo!

Por toda respuesta, Glauser-Róist se sentó sobre mi mesa y abrió el libro por la página que tenía una marca adhesiva de color rojo.

– Purgatorio -recitó como un escolar aplicado-. Canto 1, versos 31 y siguientes. Dante llega con su maestro Virgilio a las puertas del Purgatorio y dice:

Vi junto a nosotros a un anciano solitario,

digno al verle de tanta reverencia,

que más no debe a un padre su criatura.

Larga la barba y blancas las greñas

llevaba, semejante a sus cabellos,

que al pecho en dos mechones le caían.

Los rayos de las cuatro luces santas

llenaban tanto su rostro de luz,

que le veía como al Sol de frente.

El capitán nos miró, expectante.

– Muy bonito, sí -comentó Farag.

– Poético, sin duda -confirmé yo, cargada de cinismo.

– ¿Pero es que no lo ven? -se desesperó Glauser-Róist.

– Pero ¿qué es lo que quiere que veamos? -exclamé.

– ¡Al anciano! ¿Es que no lo reconocen? -ante nuestras miradas atónitas y nuestros gestos de total incomprensión, el capitán suspiró resignadamente y adoptó un aire de paciente profesor de escuela priMaría-. Virgilio obliga a Dante a que se postre frente al anciano respetuosamente y el anciano les pregunta quienes son. Entonces Virgilio se lo explica y le dice que, a petición de Jesucristo y de Beatriz (la amada muerta de Dante), le está mostrando a éste cómo son los reinos de ultratumba -pasó una página y volvió a recitar:

Ya le he mostrado la gente condenada;

y ahora pretendo las almas mostrarle

que se purifican bajo tu mandato.

Dígnate agradecer que haya venido:

busca la libertad, que es tan preciada,

como sabe quien a cambio dio su vida.

Tú lo sabes, pues por ella no fue amarga

tu muerte en Útica; allí dejaste

tu cuerpo que radiante será un día.

– ¡Útica! ¡Catón de Útica! -grité-. ¡El anciano es Catón de Útica!

– ¡Por fin! Eso era lo que quería que descubrieran -explicó Glauser-Róist-. Catón de Útica, el que dio nombre a los archimandritas de la Hermandad de los Staurofílakes, es el Guardián del Purgatorio en la Divina Comedia de Dante. ¿No les parece significativo? Ya saben que la Divina Comedia está compuesta de tres partes: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Cada una de ellas se publicó por separado, aunque formando parte del conjunto. Observen las coincidencias entre el texto del último Catón y el texto dantesco del Purgatorio -pasó hojas hacia delante y hacia atrás, y buscó sobre mi mesa la copia transcrita del último bifolio del Códice Iyasus-. En el verso 82, Virgilio le dice a Catón: «Deja que andemos por tus siete reinos», pues Dante debe purgar los siete pecados capitales, uno en cada círculo o cornisa de la montaña del Purgatorio: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria -enumeró. Luego cogió la copia del bifolio y leyó-: «La expiación de los siete graves pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquía por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal

– ¿Y la montaña del Purgatorio de Dante tiene en su cima el Paraíso Terrenal? -preguntó Farag, interesado.

– En efecto -confirmó Glauser-Róist-, la segunda parte de la Divina Comedia termina cuando Dante, después de purificarse de los siete pecados capitales, llega al Paraíso Terrenal, y desde allí ya puede alcanzar el Paraíso Celestial, que es la tercera y última parte de la obra. Pero, además, escuchen lo que el ángel guardián de la puerta del Purgatorio le dice a Dante cuando éste le suplica que le deje pasar:

Siete P, con la punta de la espada

en mi frente escribió: «Lavar procura

estas manchas -me dijo- cuando entres <strong>[16]</strong>

¡Siete P, una por cada pecado capital! -siguió diciendo el capitán-. ¿Lo entienden? Dante se verá libre de ellas, una por una, a medida que vaya expiando sus pecados en las siete cornisas del Purgatorio y los staurofílakes marcan a los adeptos con siete cruces, una por cada pecado capital superado en las siete ciudades.

Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso Dante había sido un staurofílax? Sonaba un poco absurdo. Tenía la sensación de que navegábamos sobre aguas turbias y de que estábamos tan cansados que carecíamos de perspectiva.

– Capitán, ¿cómo está tan seguro de lo que afirma? -pregunté sin poder evitar que todas esas dudas se reflejaran en mi voz.

– Mire, doctora, conozco esta obra como la palma de mi mano. La estudié a fondo en la universidad y puedo garantizarle que el Purgatorio de Dante es la guía Baedeker, como usted ha dicho, que nos llevará hasta los staurofílakes y los Ligna Crucis robados.

– Pero ¿cómo puede estar tan seguro? -insistí, terca-. Podría ser una casualidad. Todo el material que Dante utiliza en la Divina Comedia forma parte de la mitología cristiana medieval.

– ¿Recuerda que a mediados del siglo XII varios grupos de staurofílakes partieron desde Jerusalén hacia las principales ciudades cristianas de Oriente y Occidente?

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Y recuerda también que esos grupos entraron en contacto con los cátaros, la Fede Santa, la Massenie du Saint Graal, los Minnesánger o los Fidei d’Amore, por mencionar sólo a algunas de esas organizaciones de carácter cristiano e iniciático?

– Sí, también lo recuerdo.

– Bien, pues déjeme decirle que Dante Alighieri formó parte de los Fidei d’Amore desde su más temprana juventud y llegó a ocupar un puesto muy destacado dentro de la Fede Santa.

– ¿En serio…? -balbució Farag, parpadeando aturdido-. ¿Dante Alighieri?

– ¿Por qué cree usted, profesor, que la gente no entiende nada cuando lee la Divina Comedia? A todos les parece un bonito y larguísimo poema cargado de metáforas que los estudiosos interpretan siempre como alegorías referidas a la Santa Iglesia Católica, a los Sacramentos o a cualquier otra tontería semejante. Y todo el mundo piensa que Beatriz, su amada Beatriz, fue la hija de Folco Portinari, que murió de sobreparto a los veinte años. Pues no, no es así, y por eso no se entiende lo que el poeta dice, porque se lee desde la perspectiva equivocada. Beatriz Portinari no es la Beatriz de la que habla Dante, ni tampoco es la Iglesia Católica la gran protagonista de la obra. La Divina Comedia hay que leerla en clave, como explican otros especialistas -se alejó de la mesa y sacó un papel meticulosamente doblado del bolsillo interior de su chaqueta-. ¿Sabían ustedes que cada una de las tres partes de la Divina Comedia tiene exactamente 33 cantos? ¿Sabían que cada uno de esos cantos tiene exactamente 115 o 160 versos, la suma de cuyos dígitos es 7? ¿Creen que esto es casualidad en una obra tan colosal como la Divina Comedia? ¿Sabían que las tres partes, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, terminan exactamente con la misma palabra, «estrellas», de simbolismo astrológico? -respiró profundamente-. Y todo esto no es más que una pequeña parte de los misterios que contiene la obra. Podría mencionarles decenas de ellos, pero no terminaríamos nunca.

Farag y yo le mirábamos embobados. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la obra cumbre de la literatura italiana, la que llegué a aborrecer en el colegio de tanto como nos la hacían estudiar, podía ser un compendio de sabiduría esotérica… ¿o no lo era?

– Capitán, ¿nos está diciendo que la Divina Comedia es una especie de libro iniciático?

– No, doctora, no les estoy diciendo que es una especie de libro iniciático. Les estoy diciendo, taxativamente, que lo es. Sin ningún género de dudas. ¿Quiere más pruebas?

– ¡Yo sí! -pidió Farag, entusiasmado.

El capitán volvió a coger el libro, que había dejado sobre la mesa, y lo abrió por otra de las marcas.

– Canto IX del Infierno, versos 61 a 63:

Vosotros que tenéis la inteligencia sana

observad la doctrina que se esconde

bajo el velo de estos versos enigmáticos

– ¿Eso es todo? -pregunté, decepcionada.

– Observe, doctora -me explicó Glauser-Róist- que estos versos se encuentran en el Canto Noveno, un número de gran importancia para Dante, pues, según afirma en todas sus obras, Beatriz es el nueve, y el nueve, en la simbología numérica medieval, es la Sabiduría, el Conocimiento Supremo, la Ciencia que explica el mundo al margen de la fe. Además, esta misteriosa afirmación se encuentra entre los versos 61 y 63 del Canto, la suma de cuyos dígitos es siete y nueve, y recuerde que, en Dante, nada es casual, ni siquiera una coma: el Infierno tiene nueve círculos, donde se alojan las almas de los condenados según sus pecados, el Purgatorio siete cornisas, y el Paraíso, otra vez nueve círculos… Siete y nueve, ¿se dan cuenta? Pero les prometí más pruebas y se las voy a dar -me estaba poniendo nerviosa con tanto paseo arriba y abajo, pero no creí oportuno pedirle que se quedara quieto; parecía hondamente concentrado en lo que nos estaba contando-. Según confirma la mayoría de los especialistas, Dante ingresó en los Fidei d’Amore en 1283, a los 18 años, poco después de su teórico segundo encuentro con Beatriz (el primero ocurrió, según cuenta él mismo en La Vita Nuova, cuando ambos tenían nueve años, y, como verán, el segundo tuvo lugar otros nueve años después, a los 18). Los Fidei d’Amore constituían una sociedad secreta interesada en la renovación espiritual de la cristiandad. Piensen que estamos hablando de una época en la que ya la corrupción ha hecho mella en la Iglesia de Roma: riquezas, poder, ambición… Era la época del papado de Bonifacio VIII, de terrible memoria. Los Fidei d’Amore pretendían combatir esta depravación y restituir el cristianismo a su primitiva pureza. Se dice, incluso, que los Fidei d’Amore, la Fede Santa y los franciscanos eran tres ramas distintas de una misma Orden Terciaria de los Templarios. Pero esto, naturalmente, no se puede demostrar. Lo cierto es que Dante se formó en los franciscanos y que siempre mantuvo con ellos una estrecha relación. Integraban los Fidei d’Amore los poetas Guido Cavalcanti, Ciro da Pistoia, Lapo Gianni, Forese Donati, el propio Dante, Guido Guinizelli, Dino Frascobaldi, Guido Orlandi y otros más. Guido Cavalcanti, que siempre tuvo fama de extravagante y herético, era el jefe florentino de los Fidei d’Amore, y fue el que admitió a Dante en esta sociedad secreta. Como hombres cultos, como intelectuales de una nueva sociedad medieval en desarrollo, eran inconformistas y denunciaban a gritos la inmoralidad eclesiástica y los intentos de Roma por impedir las nacientes libertades y el conocimiento científico. ¿Podría ser, pues, la Divina Comedia, como dicen, esa gran obra religiosa en la que se ensalza a la Iglesia Católica, así como a sus valores y virtudes? Yo creo que no y, de hecho, la lectura más sencilla del texto pone de manifiesto el rencor de Dante contra numerosos papas y cardenales, contra la podrida jerarquía clerical y contra las riquezas de la Iglesia. Sin embargo, los estudiosos oficiales han retorcido tanto las palabras del poeta que le hacen decir lo que no dice.

– Pero ¿qué tiene que ver Dante con los staurofílakes? -quiso saber Farag.

– Discúlpenme… -musitó el capitán-. Me estoy dejando llevar. Lo que quiero decir es que Dante sí tuvo relación con los staurofílakes. Los conoció y es posible, incluso, que perteneciera a la hermandad durante un tiempo. Pero, desde luego, más tarde los traicionó.

– ¿Los traicionó? -me sorprendí-. ¿Por qué?

– Porque contó sus secretos, doctora. Porque explicó detalladamente, en el Purgatorio, el proceso iniciático de la hermandad. Algo parecido a lo que hizo Mozart en su ópera La flauta mágica, contando el ritual iniciático de la masonería, de la que era miembro. ¿Recuerdan que también la muerte de Mozart presenta numerosos aspectos enigmáticos? Dante Alighieri, sin ningún género de dudas, fue un staurofílax, y se aprovechó de sus conocimientos para triunfar como poeta, para enriquecer su obra literaria.

– Los staurofílakes no se lo hubieran permitido. Hubieran terminado con él.

– ¿Y quién le ha dicho que no lo hicieron?

Abrí la boca de par en par.

– ¿Lo hicieron?

– ¿Sabe que después de publicar el Purgatorio, en 1315, Dante desapareció durante cuatro años? No se vuelve a saber nada de él hasta enero de 1320, cuando… -tomó aire y nos miró fijamente-, cuando reaparece, por sorpresa, en Verona, pronunciando una conferencia sobre el mar y la tierra en ¡la iglesia de Santa Helena! ¿Por qué precisamente allí, después de cuatro años de silencio? ¿Estaba intentando pedir perdón por lo que había hecho en el Purgatorio? Nunca lo sabremos. Lo cierto es que, nada más terminar su discurso, parte, a uña de caballo, hacia Rávena, ciudad gobernada por su gran amigo Guido Novello da Polenta. Es obvio que buscaba protección, porque, ese mismo año recibió una invitación para dar algunas clases en la Universidad de Bolonia y rechazó el ofrecimiento alegando que tenía miedo porque, si salía de Rávena, correría un grave peligro, un peligro que nunca especificó y que, históricamente, es incomprensible -el capitán se detuvo un momento, reflexionando-. Por desgracia, un año después, su amigo Novello le pidió el favor especialísimo de que intercediera ante el dogo de Venecia, que estaba a punto de invadirles. Dante salió, pero del viaje volvió mortalmente enfermo, con unas fiebres terribles de las que falleció muy poco después… ¿Saben qué día murió?

Farag y yo no dijimos ni media palabra. Creo que ni respirábamos.

– El 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Vera Cruz.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a>La leyenda dorada (Le gendí di sancti vulgarí storiado), escrita en latín en 1264, por el dominico y arzobispo de Génova, Santiago -o Jacobo- de la Vorágine. Famosa colección de vidas de santos, muy popular en su época y en los siglos posteriores.

  2. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> En italiano, Se Cristo Vedesse

  3. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a>3.000 millones de pesetas. 18 millones de euros

  4. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a>Del latín, leño o madera de la Cruz. Se llama así a toda reliquia del madero de la Vera Cruz

  5. <a l:href="#_ftnref6">[7]</a>Del latín, plural, leños o maderas de la Cruz

  6. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a>Doblados una vez sobre sí mismos

  7. <a l:href="#_ftnref8">[9]</a>Mayúsculas modificadas por trazos curvos y ángulos, más fáciles de escribir

  8. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a>Orden, sucesión y sentido de los movimientos que el escribano ejecuta para trazar las letras

  9. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a>En la jerarquía eclesiástica, los diáconos venían después de los presbíteros o sacerdotes, y desempeñaban cometidos litúrgicos y administrativos

  10. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a>Biógrafo y ensayista griego (e. 46-125).

  11. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a>Lucio A. Séneca, De Const. II

  12. <a l:href="#_ftnref13">[14]</a>Val. Max. VI: 2.5.

  13. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a>Famosas guías de viaje de bolsillo que se editan en Alemania desde 1829

  14. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a>Purgatorio, Canto IX, 112-114