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Estábamos, José Manuel Mendes y yo, llorando por las incurables debilidades de la patria, con esta nuestra costumbre de ser, uno para el otro, una especie de muro de las lamentaciones, no de Jerusalén, sino del Bairro do Arco do Cego, cuando, después de dar la vuelta al espectro y a los espectros de la política nacional y rematar la suerte con adecuados comentarios acerca de los cuernos (con perdón) de Manuel Pinho [†], un pesado silencio se instaló entre nosotros. Incluso pensé en recordar que el Zeus de Miguel Ángel, que en Roma está, también tiene cuernos, pero consideré que sería mezclar churras con merinas y me callé antes de abrir la boca. Supongo que en última instancia, sólo para romper el molesto silencio que parecía querer aplastarnos, José Manuel Mendes hizo una observación, más casual que verdaderamente interesada, sobre el uso generalizado de las expresiones centro-derecha y centro-izquierda y sobre la dificultad para encontrar reales diferencias entre los partidos, grupos y personas que a sí mismos de este modo se definen y clasifican. Fue entonces cuando se me presentó la ocurrencia del día, que verdaderamente ya estaba tardando. Dije: «Querido Zé Manel, la política es como la raya del pelo, unas veces está en medio, otras veces a los lados. Rayas junto a la raya del medio denuncian cortedad de vista en quien las traza. La vida política de nuestra querida tierra es toda así: rayas en el pelo y miopías, miopías y rayas en el pelo. Lo que no cambia es el peinado». Nos reímos los dos y mudamos de asunto. Fue una buena tarde de charla.
Día 10
Lecturas para el verano
Con los primeros calores, ya se sabe, es fatal como el destino que periódicos y revistas, y alguna vez hasta una televisión de gustos excéntricos, le pregunten al autor de estas líneas qué libros recomendaría para leer durante el verano. He tratado de esquivar la respuesta siempre, porque considero la lectura una actividad suficientemente importante para que nos ocupe todo el año, este en que estamos y todos los que vengan. Un día, ante la insistencia de un periodista obstinado que no dejaba de llamar a la puerta, decidí solventar la cuestión de una vez por todas, definiendo lo que entonces llamé mi «familia de espíritu», en la que, no hace falta decirlo, adoptaría la figura del último de los primos. No fue una simple lista de nombres, cada uno llevaba su pequeña justificación para que se entendiese mejor la elección de los parientes. Incluí en los Cuadernos de Lanzarote la imagen final del «árbol genealógico» que me había atrevido a esbozar y la repito aquí para ilustración de los curiosos. En primer lugar coloqué a Camões porque, como escribí en El año de la muerte de Ricardo Reis, todos los caminos portugueses nos llevan a él. Seguían después el Padre Antonio Vieira, porque la lengua portuguesa nunca fue más bella que cuando la escribió ese jesuita; Cervantes, porque sin el autor del Quijote la Península Ibérica sería una casa sin tejado; Montaigne, porque no necesitó de Freud para saber quién era; Voltaire, porque perdió las ilusiones sobre la humanidad y sobrevivió al disgusto; Raúl Brandão, porque no es necesario ser un genio para escribir un libro genial, Húmus; Fernando Pessoa, porque la puerta por donde se llega a él es la puerta por donde se llega a Portugal (ya teníamos a Camões, pero todavía nos faltaba un Pessoa); Kafka, porque demostró que el hombre es un coleóptero; Eça de Queiroz, porque enseñó la ironía a los portugueses; Jorge Luis Borges, porque inventó la literatura virtual, y, finalmente, Gogol, porque contempló la vida humana y la encontró triste.¿Qué tal? Me permitirán ahora los lectores una sugerencia: organicen también su lista, definan la «familia de espíritu» literario a la que más cercanos se sientan. Será una buena ocupación para una tarde en la playa o en el campo. O en casa, si el presupuesto no da para vacaciones este año.
Día 13
Académico
Que se me perdone la vanidad de lo que vengo a anunciar aquí: soy académico correspondiente de la Academia Brasileña de Letras en el sillón que quedó libre por el fallecimiento del escritor francés Maurice Druon, del que recuerdo haber leído, hace incontables años, en una edición portuguesa de la Arcádia si la memoria no me falla, una novela titulada Las grandes familias, en la tradición de la mejor ficción decimonónica. Me dio la agradable noticia Alberto da Costa e Silva, poeta de excelencia, también embajador, que lo fue en varios países, entre ellos Portugal, historiador competente de temas africanos, lea, quien lo ignore, por ejemplo, esa obra notabilísima que es A Enxada e a Lança: a África antes dos Portugueses. Heme aquí por tanto académico en el país que más amo después del mío, Brasil. Es como estar en casa, con la diferencia, nada despreciable, del afecto de que nos rodean, sentimiento que la patria a veces se olvida de manifestar, como si habernos hecho nacer en Lisboa o en Azinhaga ya fuese honor suficiente. En octubre iré, para presentar un nuevo libro y sentarme a la sombra de la estatua de Machado de Assis. Y todavía dicen que la vida no tiene cosas buenas…
Día 14
Aquilino
La obra de ficción de Aquilino Ribeiro fue la primera y tal vez la única mirada sin ilusiones lanzada sobre el mundo rural portugués, el interior casi siempre. Sin ilusiones, aunque con pasión, si por pasión queremos entender, como sucede en el caso de Aquilino, no la exhibición sin recato de un enternecimiento, no la suave lágrima que fácilmente se enjuga, no las simples complacencias del sentir, sino una cierta emoción áspera que prefiere ocultarse tras la brusquedad del gesto y de la voz. Aquilino no tuvo continuadores, aunque no pocos se hayan declarado o propuesto como sus discípulos. Creo que no ha pasado de un equívoco bien intencionado esa pretendida relación discipular, Aquilino es una enorme piedra, solitaria y enorme, que irrumpió del suelo en medio del sendero principal de nuestra florida y a veces delicuescente literatura de la primera mitad del siglo. En eso no fue el único aguafiestas, pero, artísticamente hablando, y también por las virtudes y defectos de su propia persona, habrá sido el más coherente y perseverante. En general los neorrealistas no lo supieron comprender, aturdidos por la exuberancia verbal de algún modo arcaizante del maestro, desorientados por el comportamiento «instintivo» de muchos de sus personajes, tan competentes en lo bueno como en lo malo, y más competentes aún cuando se trataba de intercambiar los sentidos del mal y del bien, en una especie de juego a la vez jovial y aterrador, pero, sobre todo, descaradamente humano. Tal vez la obra de Aquilino haya sido, en la historia de la lengua portuguesa, un punto extremo, un ápice, quizá suspendido, por ventura interrumpido en su impulso profundo, pero expectante de nuevas lecturas que vuelvan a ponerlo en movimiento. ¿Surgirán esas lecturas nuevas? Más exactamente, ¿surgirán los lectores para ese leer nuevo? ¿Sobrevivirá Aquilino, sobreviviremos los que hoy escribimos a la pérdida de la memoria, no sólo colectiva, sino individual, de los portugueses, de cada portugués, a esa insidiosa y en el fondo estúpida borrachera de modernidad que anda confundiéndonos el sistema circulatorio de las ideas e intoxicándonos de nuevos engaños la sesera lusitana? El tiempo, que todo lo sabe, lo dirá. No nos damos cuenta de que, abandonando nuestra propia memoria, olvidando, por renuncia o pereza mental, lo que fuimos, el vacío de ese modo generado será (ya lo está siendo) ocupado por memorias ajenas que pasaremos a considerar nuestras y que acabaremos por convertir en únicas, volviéndonos así cómplices, al mismo tiempo que víctimas, de una colonización histórica y cultural sin retorno. Se diría que los mundos real y de ficción de Aquilino murieron. Tal vez sea así, pero esos mundos «fueron nuestros», y ésa debería ser la mejor razón para que continúen «siéndolo». Al menos a través de la lectura.
Día 15
Siza Vieira
Toda arquitectura presupone una determinada relación entre la opacidad natural de la mayoría de los materiales empleados y la luz exterior. Los gruesos muros románicos se abrían difícilmente para que la claridad del día moviese, en un espacio que parecía rechazarlas, las sombras que precisamente acabarían dándole sentido. La sombra es lo que permite hacer la lectura de la luz. El gótico se rasgaba verticalmente en vidrieras que, dando paso a la claridad, al mismo tiempo la matizaban para rescatar en el último instante el efecto misterioso de la penumbra. Incluso en los tiempos modernos, cuando la pared es, en gran parte, sustituida por aberturas que casi la anulan, que la hacen desaparecer en absurdos revestimientos de vidrio que diluyen sus propios volúmenes en un proceso de caleidoscópicas reflexiones y proyecciones, la necesidad de apoyo de la que el ojo humano no puede prescindir busca ansiosamente un punto sólido desde donde descansar y contemplar.No conozco en la arquitectura moderna una expresión plástica en que el primordio de la pared sea tan importante como en la obra de Siza Vieira. Esos muros anchos y cerrados surgen, a primera vista, como enemigos inconciliables de la luz, y, al dejarse finalmente abrir, lo hacen como si obedeciesen contrariados a las inaplazables exigencias de la funcionalidad del edificio. La verdad, según entiendo, es otra. La pared, en Siza Vieira, no es un obstáculo para la luz, sino un espacio de contemplación donde la claridad exterior no se detiene en la superficie. Tenemos la ilusión de que los materiales se volverán porosos a la luz, de que la mirada penetrará la pared maciza y reunirá, en una misma conciencia estética y emocional, lo que está fuera y lo que está dentro. Aquí, la opacidad se ha hecho transparencia. Sólo un genio sería capaz de fundir tan armoniosamente estos dos irreductibles contrarios. Siza Vieira es ese taumaturgo.
Día 16
Los colores de la tierra
Las manos, cuando trabajan la tierra, se confunden con ella. Hay pintores que se acercan a la superficie del soporte con las manos manchadas con los colores de la tierra. Hay pintores que ni pueden ni nunca querrían olvidar los colores de la tierra cuando se preparan para pintar un rostro, un cuerpo desnudo, el brillo de un cristal, o dos rosas blancas en un jarrón. La luz también existe para esos pintores, pero la aprehenden como si hubiera subido del interior de la tierra obscura. Al distribuirla en la tela, o en el papel, o en una pared, lo que hacen aparecer son los tonos sordos y calientes de los barros, los negros del humus, el pardo de las raíces, la sangre del almagre. Pintan lo humano y su contingencia con los colores de la tierra porque ésos son los colores fundamentales, no los otros. De un retrato que haya sido pintado con los colores de la tierra (como los pintaba Cézanne) nunca se diga que es parecido, dígase, sí, que es idéntico, idéntico al original, idéntico a su última substancia: en este caso, la mayor o menor semejanza que sea capaz de ofrecernos será lo que menos deba importar. Una figura pintada con los colores de la tierra tendrá siempre en el rostro la entereza áspera del sílex, en el pelo los remolinos que el viento dibuja y mueve en los campos sembrados, y las manos se nos aparecerán como si hubiesen acabado de levantar del suelo sus frutos más profundos. Los colores, todos los colores, los de la tierra y los del aire, siempre procuraron las formas que necesitaban para ser percibidos más allá de su primera manifestación. Los colores fueron siempre aquello que desafió o contuvo el ímpetu contradictorio que se encuentra implícito en las formas, campo eterno de un conflicto entre las dudas caóticas de la rebeldía y las pasividades de la sumisión a la costumbre. Todo esto será ciertamente menos perceptible en las pinturas que, habiéndose propuesto como miméticas transposiciones de lo «real» aparente, aspiran, sobre todo, a ser «reconocidas», «identificadas», «clasificadas», aunque, ésas, más tarde o más pronto, acaben por ser presas de la acción desgastante de una mirada que poco a poco las va «neutralizando». Por el contrario, al defenderse de formas fácilmente identificables con las representaciones comunes de la realidad circundante, el arte abstracto, ya sea directo ya sea de opción tendencial, «resguarda» y «libera», en principio, la independencia relativa del color, no lo «estrangula» en la apretura constringente de configuraciones más o menos previsibles o de modelos social y consensualmente correctos.No ha sido por mera casualidad por lo que he utilizado la palabra «tendencial» como característica de una cierta práctica pictórica que, a pesar de instalada sin equívocos en aquello que, generalizando demasiado, llamamos arte abstracto, se niega a cortar completamente los puentes con el mundo de los signos y de los símbolos, sean arquetípicos, sean modernos. Dicha palabra brotó espontáneamente en mi espíritu mientras contemplaba, con los ojos deslumbrados y embargado por una emoción pocas veces experimentada antes, las pinturas murales con que Jesús Mateo cubría las paredes frías de la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón. ¿Era Jesús Mateo un pintor abstracto «tendencialmente» realista? ¿O, por el contrario, un pintor realista «tendencialmente» abstracto? Y esos puentes de comunicación a los que hice referencia ¿serían solamente practicables para comunicar el arte «abstracto» con los signos y los símbolos generados en las diversas indagaciones de que la realidad ha sido objeto, o existirían igualmente para comunicar el arte «realista» con un universo de abstracciones en continua expansión? Pensé entonces que Jesús Mateo, al mismo tiempo que se había liberado de las ataduras condicionantes de un realismo estricto para entregarse a un trabajo sobre formas también ellas «tendencialmente» libres, aunque a mi entender acatando siempre la lógica cromática, había logrado, gracias a la introducción inteligente y ponderadamente medida de signos y símbolos sin esfuerzo identificables, fundir en una expresión única, y casi diría unísona, como un coro de voces, como un políptico en perspectiva reunido en un solo punto de fuga, las enormes paredes que subían del suelo arrastrando consigo todos los colores sordos de la tierra para ir al encuentro de los colores luminosos del aire. Ante el ciclópeo asombro, conceptos como abstraccionismo y realismo pierden algo de su significado autónomo corriente, convirtiéndose en mano izquierda y mano derecha que modelan en armonía el mismo barro. No sé si la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón podrá ser contemplada como la Capilla Sixtina de nuestro tiempo, pero sé, tanto por ciencia que creo cierta como por intuición adivinatoria, que el pintor Jesús Mateo nació del mismo árbol genealógico que dio sus mejores frutos en Hieronymus Bosch y Brueghel el Viejo. Tal como ellos, Jesús Mateo explicó el hombre. Por lo visible y por lo invisible.
Día 17
Historias de la emigración
Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración ensuciándole el árbol genealógico… Tal como en la fábula del lobo malo que acusaba al inocente corderito de enturbiarle el agua del riachuelo donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes que él, no tuvo otro remedio que irse, cargando la vida sobre las espaldas, en busca del pan que su tierra le negaba. Muchos portugueses murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, en noche oscura, intentaban alcanzar a nado la orilla de allá, donde se decía que el paraíso de Francia comenzaba. Centenares de miles de portugueses tuvieron que someterse, en la llamada culta y civilizada Europa de más allá de los Pirineos, a condiciones de trabajo infames y a salarios indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda, centavo a centavo, el futuro de sus descendientes. Algunos de esos hombres, algunas de esas mujeres, no perdieron ni quieren perder la memoria del tiempo en que tuvieron que padecer todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las amarguras del aislamiento social. Gracias les sean dadas por haber sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la mayoría, cortaron los puentes que los unían a las horas sombrías, se avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportaron, en fin, como si una vida decente, para ellos, sólo hubiese comenzado verdaderamente el día felicísimo en que pudieron comprar su primer automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa, más ancho y más hondo, que es el Mediterráneo, donde los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefieren empujarlos hasta la playa, mientras las guardias costeras no aparecen para levantar los cadáveres. Los supervivientes de los nuevos naufragios, los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, tendrán a su espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio por su piel, de la sospecha, de la humillación moral. El que antes había sido explotado y perdió la memoria de haberlo sido, explotará. El que fue despreciado y finge haberlo olvidado, afinará su propia manera de despreciar. Al que ayer humillaron, humillará hoy con más rencor. Y ahí están, todos juntos, tirándoles piedras al que llega a la orilla de este lado del Bidasoa, como si nunca hubiesen emigrado ellos, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubiesen sufrido de hambre y de desesperación, de angustia y de miedo. En verdad, en verdad os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente odiosas.
Día 20
Jardinadas
La anunciada propuesta de ley de revisión constitucional del inefable Alberto João, como cariñosamente lo tratan sus amigos y seguidores, tiene claramente gato encerrado, aunque no haya perdido tiempo en esconderle el rabo. Agradezcámosle la franqueza. Jardim quiere ser, con derecho a veto por si las moscas, presidente de la región, y es lícito pensar que ya alimentaba tal idea en la cabeza cuando dejó entrever, tiempo atrás, aunque con un cauteloso grado de nebulosidad de vocabulario, su abandono de la política, dándonos una alegría que al final, como las rosas de Malherbes, acabaría durando poco. La inteligencia de Jardim no es nada del otro mundo, pero, en compensación, su listeza parece no tener límites. Como límites parece no tener nuestra ingenuidad. Imaginar al Berlusconi madeirense fuera de los salones y de los gabinetes reservados del poder es lo que se puede llamar un no ser absoluto, una contradicción en términos. Jardim nació para mandar y mandará hasta su último suspiro. Detestando a Portugal como lo detesta, nunca aceptaría ser presidente de la República, le basta con serlo de Madeira, Porto Santo y Selvagens. En el fondo, lo que la propuesta de ley pretende es establecer en Portugal una constitución configurada a su propia medida, es decir, corta, redonda, sin aristas.Una de las puntas incómodas que el querido leader madeirense desearía capar es el nefando comunismo. Me temo que se partirá los dientes en el intento. Los comunistas tienen una larga y dura experiencia de vida en la clandestinidad, ilegalizarlos equivaldría a tener que levantar todas las piedras esparcidas por Portugal para ver si debajo de ellas hay alguno escondido. Lo más interesante en las próximas horas será el festival de falsos patriotismos que explotará en la Asamblea Regional, con los oradores abrazados a las insignias locales y algún posible pisoteo y quema de la bandera portuguesa por aquello de los dos tercios de color rojo que porta y que congestionan todavía más las rubicundas mejillas de Jardim. También será interesante ver cómo Manuela Ferreira Leite, ese lince de la política continental, descalzará esta bota. Recomiendo a mis cuatro lectores que estén atentos a los acontecimientos. Van a tener algo que contarles a sus nietos.
Día 21
Luna
Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la Luna que fue para nosotros los portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: «No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna». En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que «Todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ciencia ficción técnicamente primario. Incluso los movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura».Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no esta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un Sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la Luna es hoy, decía para terminar. Al menos no sea para siempre el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, desde ya, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.
Día 22
Montaña Blanca
Ahora que mis piernas van recuperando poco a poco la resistencia y la andadura normal gracias a los esfuerzos conjuntos de su dueño y de Juan, mi dedicado fisioterapeuta, me apetece recordar aquella tarde de mayo en que, sin haberlo pensado antes, me propuse subir la Montaña Blanca, nada convencido, en principio, de conseguir llegar a la cima. Ocurrió esto hace dieciséis años, en 1993, y yo tenía entonces exactamente setenta. La Montaña Blanca, que se levanta a unos dos kilómetros de casa, es la más alta de Lanzarote, lo que tampoco quiere decir mucho, porque la isla, aunque accidentadísima, con su cientos de volcanes apagados, no goza de nada que se parezca al Teide de Tenerife. Tiene de altura, sobre el nivel del mar, un poco más de seiscientos metros y la forma de un cono casi perfecto. Si yo la subí, cualquiera podrá conseguirlo, no es necesario ser montañero consumado. Conviene, eso sí, calzar botas apropiadas, de ésas con clavos metálicos en las suelas, dado que las laderas son muy resbaladizas. De cada tres pasos, uno se pierde. Que me lo pregunten a mí, con mis zapatos de suela alisada por las alfombras domésticas… Cuando llegué a la falda del monte, me pregunté a mí mismo: «¿Y si subiese esto?». Subir aquello era, en mi cabeza, trepar unos veinte o treinta metros, sólo para poder decirle a la familia que había estado en la Montaña Blanca. Pero cuando los veinte metros primeros fueron vencidos, ya sabía que tendría que llegar a lo alto, costase lo que costase. Y así fue. La ascensión necesitó más de una hora hasta alcanzar los afloramientos rocosos que coronan el monte y que deben de ser lo que resta de los bordes del antiguo cráter del volcán. «¿Valió la pena?», se preguntarán por ahí. Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán de la Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz. Fue en 1993 y tenía setenta años.
Día 23
Cinco películas
Que recuerde cinco películas me han pedido. No tendría que preocuparme si son o no las mejores, las más famosas, las más citadas. Basta con que me hayan impresionado de manera particular, como nos impresiona una mirada, un gesto, una entonación de voz. Escogerlas no ha sido difícil, al contrario, se me presentaron con la mayor naturalidad, como si no hubiera estado pensando en otra cosa. Aquí están, aunque el orden con que las menciono no es ni debe considerarse una clasificación por mérito. En primer lugar (alguna tendría que abrir la lista), La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que vi en París a finales de los años setenta y que me conmovió hasta las lágrimas: la historia de la huelga de los mineros chicanos y de sus valientes mujeres me llegó hasta lo más profundo del espíritu. Cito a continuación Blade Runner de Ridley Scott, vista también en París en un pequeño cine del Quartier Latin poco tiempo después de su estreno mundial y que, entonces, no parecía prometer un gran futuro. Sobre Amarcord, de Fellini, nadie nunca ha tenido dudas, ahí hay una obra maestra absoluta, para mí tal vez la mejor película del maestro italiano. Y ahora viene La regla del juego, de Jean Renoir, que me deslumbró por el montaje impecable, por la dirección de actores, por el ritmo, por la finura, por el tempo, en definitiva. Y, para terminar, un filme que me acude a la memoria como si viniera de la primera noche de la historia de los cuentos al amor de la lumbre, Don Quijote de la Mancha [‡], de Pat y Patachon, aquellos sublimes (no exagero) actores daneses que me hicieron reír (tenía entonces seis o siete años) como ningún otro. Ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd, ni Laurel y Hardy. Quien no haya visto a Pat y Patachon no sabe lo que se ha perdido…
Día 24
Un capítulo para el Evangelio
De mí ha de decirse que tras la muerte de Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera despreciado y ofendido el cuerpo que Jesús deseó y poseyó. Quien diga de mí esas falsedades no sabe nada de amor. Dejé de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el pie para que se la curase, y de esas obras humanas que llaman pecados de lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y, habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando delante de todos los discípulos Jesús me besaba una y muchas veces, ellos le preguntaron si me quería más a mí que a ellos, y Jesús respondió: «¿A qué se puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?». Ellos no supieron qué decir porque nunca iban a ser capaces de amar a Jesús con el mismo absoluto amor con el que yo lo amaba. Después de que Lázaro muriera, la pena y la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban nuestra desnudez, le dije: «No puedo alcanzarte donde estás porque te has encerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas», y él dijo, sollozo y gemido de animal que se esconde para sufrir: «Aunque no puedas entrar, no te apartes de mí, tenme siempre tendida la mano incluso cuando no puedas verme, si no lo hicieras me olvidaría de la vida, o ella me olvidará». Y cuando, pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: «Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti», y él respondió: «Quiero estar donde esté mi sombra si allí es donde están tus ojos». Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no sólo por ser bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva. Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo veré nunca desde los altares donde me pusieron, por más altos que sean, por más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó para siempre jamás la eternidad. En aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espíritu y por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí se zahería. Jesús, conmigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor y a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre. Algunos dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que dormían dentro de mi alma a la espera de que él viniera a pedirme socorro: «Ayúdame». Fueron los ángeles quienes le curaron el pie, los que me guiaron las manos temblorosas y limpiaron el pus de la herida, fueron ellos quienes me pusieron en los labios la pregunta sin la que Jesús no podría ayudarme a mí: «¿Sabes quién soy, lo que hago, de lo que vivo?», y él respondió: «Lo sé», «No has tenido nada más que mirar y ya lo sabes todo», dije yo, y él respondió: «No sé nada», y yo insistí: «Que soy prostituta», «Eso lo sé», «Que me acuesto con hombres por dinero», «Sí», «Entonces lo sabes todo de mí», y él, con voz tranquila, como la lisa superficie de un lago murmurando, dijo: «Sé eso sólo». Entonces yo todavía ignoraba que él era el hijo de Dios, ni siquiera imaginaba que Dios tuviera un hijo, pero, en ese instante, con la luz deslumbrante del entendimiento, percibí en mi espíritu que solamente un verdadero Hijo del Hombre podría haber pronunciado esas tres simples palabras: «Sé eso sólo». Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la ausencia, comencé a decirle a Jesús quién era yo, y todavía me faltaba mucho para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron. Soy María de Magdala y amé. No hay nada más que decir.
Día 27
Problema de hombres
Veo en las encuestas que la violencia contra las mujeres es el asunto número catorce en las preocupaciones de los españoles, pese a que todos los meses se cuenten con los dedos, y desgraciadamente falten dedos, las mujeres asesinadas por quienes se creen sus dueños. Veo también que la sociedad, en la publicidad institucional y en distintas iniciativas cívicas, asume, es verdad que sólo poco a poco, que esta violencia es un problema de los hombres y que son los hombres los que tienen que resolverlo. De Sevilla y de la Extremadura española nos llegaron, hace algún tiempo, noticias de un buen ejemplo: manifestaciones de hombres contra la violencia. Ya no eran sólo las mujeres las que salían a la plaza pública protestando contra los continuos malos tratos infligidos por los maridos y compañeros (compañeros, triste ironía ésta), que, si en muchísimos casos adoptan el aspecto de fría y deliberada tortura, no retroceden ante el asesinato, el estrangulamiento, el apuñalamiento, la degollación, el ácido, el fuego. La violencia desde siempre ejercida sobre la mujer encuentra en la cárcel en que se transforma el lugar de cohabitación (hay que negarse a llamarlo hogar) el espacio por excelencia para la humillación diaria, para la paliza habitual, para la crueldad psicológica como instrumento de dominio. Es el problema de las mujeres, se dice, y eso no es verdad. El problema es de los hombres, del egoísmo de los hombres, del enfermizo sentimiento posesivo de los hombres, de la poquedad de los hombres, esa miserable cobardía que les autoriza a usar la fuerza contra un ser físicamente más débil y al que se le ha ido reduciendo sistemáticamente la capacidad de resistencia psíquica. Hace pocos días, en Huelva, cumpliendo las reglas habituales de los mayores, varios adolescentes de trece y catorce años violaron a una chica de la misma edad y con una deficiencia psíquica, tal vez porque pensaron que tenían derecho al crimen y a la violencia. Derecho a usar lo que consideran suyo. Este nuevo acto de violencia de género, más los que se han producido en el fin de semana, en Madrid una niña asesinada, en Toledo una mujer de treinta y tres años muerta delante de su hija de seis, deberían sacar a los hombres a la calle. Tal vez cien mil hombres, sólo hombres, nada más que hombres, manifestándose en las calles, mientras las mujeres, en las aceras, les lanzan flores, podría ser la señal que la sociedad necesita para combatir, desde su seno y sin demora, esta vergüenza insoportable. Y para que la violencia de género, con resultado de muerte o no, pase a ser uno de los primeros dolores y preocupaciones de los ciudadanos. Es un sueño, es un deber. Puede no ser una utopía.
Día 28
Derecho a pecar
En la lista de las creaciones humanas (otras hay que nada tienen que ver con la humanidad, como la del diseño nutritivo de la tela de araña o la burbuja de aire submarina que le sirve de nido al pez), en esa lista, decía, no he visto incluido lo que fue, en tiempos pasados, el más eficaz instrumento de dominio de cuerpos y almas. Me refiero al sistema judicial resultante de la invención del pecado, a su división en pecados veniales y pecados mortales, y el consecuente rol de castigos, prohibiciones y penitencias. Hoy desacreditado, caído en desuso como esos monumentos de la antigüedad que el tiempo ha arruinado, aunque conservan, hasta la última piedra, la memoria y la sugestión de su antiguo poder, el sistema judicial basado en el pecado todavía sigue envolviendo y penetrando, con hondas raíces, nuestras conciencias.Esto lo entendí mejor ante las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio sólo una novela que se limita a «reescenificar», aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judicial del pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas reacciones, aunque también de las más pacíficas, consistía en argumentar que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del derecho básico que asiste a cualquier escritor para escribir sobre cualquier asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le interesa y le toca, pues siendo efecto y producto de la civilización y de las culturas judeocristianas, es, en todo y por todo, en el plano de la mentalidad, un «cristiano», aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida corriente se comporte como lo que también es -un ateo-. De esta manera, es legítimo decir que, como al más convencido, observante y militante de los católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre nosotros sólo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de escribir. Añadiré, por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo derecho a la herejía.Algunos dirán que esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy al contrario, he considerado que tal vez valiese la pena ponerse la venda antes de que se produzca la herida. No para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.
Día 29
E pur si muove
Con los datos del sondeo todavía calientes, el periódico El País ya me estaba pidiendo un comentario sobre la eventual unión de los pueblos que componen la Península Ibérica. Lo que viene a continuación es lo que envié a Madrid sobre este melindroso asunto. Melindroso, delicado, polémico y conflictivo asunto sobre el que ha sido imposible ponerse de acuerdo hasta para discutirlo seriamente.
«Y sin embargo, se mueve.» Estas palabras las diría como si fuera un susurro casi inaudible Galileo Galilei al terminar la lectura de la abjuración a que fue forzado por los inquisidores generales de la Iglesia católica el 22 de junio de 1633. Se trataba, como se sabe, de obligarlo a desmentir, condenar y repudiar públicamente lo que había sido y seguía siendo su profunda convicción, es decir, la verdad científica del sistema copernicano, según el cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra. El estudio del texto de la abjuración de Galileo debería hacerse con conveniente atención en todos los establecimientos de enseñanza del planeta, fuese cual fuese la religión dominante, no tanto para confirmar lo que hoy es una evidencia para todo el mundo, que el Sol está parado y la Tierra se mueve a su alrededor, sino como manera de prevenir la formación de supersticiones, lavados de cerebro, ideas hechas y otros atentados contra la inteligencia y el sentido común.No es, pese a la introducción, Galileo el objeto primero de este texto, sino algo más próximo en el tiempo y en el espacio. Me refiero al Barómetro Hispano-Luso del Centro de Análisis Social de la Universidad de Salamanca, hoy publicado, sobre las eventuales posibilidades de creación de una unión entre los dos países de la Península Ibérica de cara a la formación de una Federación hispano-portuguesa. Los lectores que acompañan regularmente este y otros comentarios míos recordarán la polémica, adornada con unos cuantos insultos elegidos y unas cuantas acusaciones de traición a la patria, que mi pronóstico de una unión de ese tipo suscitó hace relativamente poco tiempo. Pues bien, de acuerdo con el sondeo de la Universidad de Salamanca, el 39,9 por ciento de los portugueses y el 30,3 por ciento de los españoles apoyarían esa unión. Los porcentajes muestran un sensible avance, tanto en un país como en el otro, sobre los cálculos realizados en ocasiones anteriores.Los que rechazan la idea constituyen poco más del 30 por ciento de las personas consultadas, es decir, 260 de los 876 ciudadanos entrevistados durante los meses de abril y mayo de este año.Al contrario de lo que generalmente se dice, el futuro ya está escrito, lo que ocurre es que nosotros no tenemos todavía la ciencia necesaria para leerlo. Las protestas de hoy pueden convertirse en los acuerdos de mañana, y, por supuesto, también podría suceder lo contrario, aunque una cosa es cierta y la frase de Galileo tiene aquí perfecto encaje. Sí, Iberia. E pur si muove.
Día 30
La abjuración
A quien pueda interesar:
Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a la edad de setenta años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Pero como después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina […] Quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles Cristianos esta vehemente sospecha, que justamente se ha concebido contra mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en el que me encuentre. Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude y sus santos Evangelios que toco con mis propias manos. Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano, he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra.
Día 31
Álvaro Cunhal
No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían; era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, fue sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos negamos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional como en el plano internacional, no me cabe la menor duda de que habrán sido de amargura las últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabía. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, sin embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados visibles, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Lourenço: «Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal». El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.