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Día 3
Gabo
Los escritores se dividen (imaginando que aceptaran ser divididos…) en dos grupos: el más reducido, el de aquellos que fueron capaces de abrirle a la literatura nuevos caminos; el más numeroso, el de los que van detrás y se sirven de esos caminos para su propio viaje. Es así desde el principio del mundo y la (¿legítima?) vanidad de los autores nada puede contra las claridades de la evidencia. Gabriel García Márquez usó su ingenio para abrir y consolidar la vía del después mal llamado «realismo mágico», por donde avanzaron más tarde multitudes de seguidores y, como siempre sucede, los detractores de turno. El primer libro suyo que me llegó a las manos fue Cien años de soledad y el choque que me causó fue tal que tuve que parar de leer al cabo de cincuenta páginas. Necesitaba poner algún orden en mi cabeza, alguna disciplina en el corazón, y, sobre todo, aprender a manejar la brújula con la que tenía la esperanza de orientarme en las veredas del mundo nuevo que se presentaba ante mis ojos. En mi vida de lector han sido poquísimas las ocasiones en que se ha producido una experiencia como ésta. Si la palabra traumatismo pudiese tener un significado positivo, de buen grado la aplicaría al caso. Pero, ya que ha sido escrita, aquí la dejo. Espero que se entienda.
Día 4
Patio del Panadero
Creo que fueron doce años el tiempo que viví en la Penha de França, primero en la calle del Padre Sena Freitas, después en la calle Carlos Ribeiro. Durante muchos más, hasta que murió mi madre, el barrio era para mí una prolongación constante de todos los otros lugares por donde después pasé. De él tengo recuerdos que permanecen vivos hasta hoy. Entonces todavía el Valle Oscuro hacía honor a su nombre, fue un espacio de aventura y descubrimiento para los muchachos, un resto de naturaleza que las primeras construcciones ya comenzaban a amenazar, pero donde era posible saborear el gusto ácido de las acederas y los tubérculos dulzones de las raíces de una planta cuyo nombre nunca llegué a conocer. Y era también el campo de batalla de homéricas luchas… Y estaba el Patio del Panadero (que no pertenecía a la Penha de França, sino al Alto de São João…), donde la gente «normal» no se atrevía a entrar y que, según se decía, la propia policía evitaba, haciendo la vista gorda a los supuestos o auténticos comportamientos ilícitos de sus habitantes. Lo más seguro es que tanta desconfianza y temor fueran también causados por el enclaustramiento de aquel pequeño mundo que vivía segregado del resto del barrio y cuyas palabras, gestos y actitudes chocaban con la pacata rutina de la gente asustadiza que pasaba de largo. Un día, de la noche a la mañana, el Patio del Panadero desapareció, tal vez arrasado por el martillo municipal, o más probablemente por las excavadoras de las empresas constructoras, y en su lugar se levantaron edificios sin imaginación, copiados unos de los otros y que en pocos años envejecieron. El Patio del Panadero, al menos, tenía su originalidad, su fisonomía propia, aunque sucia y maloliente. Si yo pudiese, si tuviese el valor de compartir la vida de aquellas personas para informarme, me gustaría reconstruir la vida del Patio del Panadero. Penas perdidas serían. La gente que vivía allí se dispersó, sus descendientes, si se les mejoró la vida, olvidaron o no querrían recordar la dura existencia de los que vivieron antes. En la memoria de la Penha de França (o del Alto de São João) no se guardó un espacio para el Patio del Panadero. Hay personas que nacieron y vivieron sin suerte. De ellas no quedó siquiera la piedra del quicio de la puerta. Murieron y pasaron.
Día 5
Almodóvar
Llegué tarde a la «movida», cuando ya había dejado sus trajes de arlequín urbano, sus lágrimas falsas de rimel negro, sus postizos, sus pelucas, sus risas y su tristeza. No quiero decir que las «movidas» sean tristes por definición, lo que digo es que tienen que esforzarse mucho para no dejar que les salga de la boca, en medio de la fiesta y de la orgía, la pregunta definidora: «¿Qué hago aquí?». Atención, estoy contando una historia que no es la mía. Nunca he sido hombre de «movidas» y si alguna vez acabara dejándome seducir, estoy segurísimo de que no haría mejor figura que don Quijote en el palacio de los duques. El ridículo existe de hecho, no es simplemente un punto de vista. Dicho esto, no creo equivocarme mucho imaginando a Pedro Almodóvar, referente por excelencia de la «movida» madrileña, preguntándole a su pequeña alma (las almas son todas pequeñas, prácticamente invisibles): «¿Qué hago aquí?». La respuesta la viene dando en sus películas, esas que nos hacen reír al mismo tiempo que nos ponen un nudo en la garganta, esas que nos insinúan que detrás de las imágenes hay cosas pidiendo que las nombremos. Cuando vi Volver le envié a Pedro un mensaje en que le decía: «Has tocado la belleza absoluta». Tal vez (seguramente) por pudor, no me respondió.Debo concluir. De una forma quizá inesperada para quien está malgastando su tiempo leyendo estas líneas, y que resumo así: a Pedro Almodóvar le espera la gran película sobre la muerte que todavía le falta al cine español. Por mil razones, sobre todo porque ésa sería la manera de recuperar de los escombros el sentido último de la «movida».
Día 6
La sombra del padre (I)
Mijaíl Bajtín escribió en su Teoría y estética de la novela: «El objeto principal de este género literario, el que lo “especifica”, el que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Creo que pocas veces una aseveración de ámbito general como ésta habrá sido tan exacta como lo es en el caso humano y literario de Franz Kafka. Despreciando a ciertos teóricos que, con alguna razón, se oponen a la tendencia «romántica» de buscar en la existencia del escritor las señales del paso de lo vivido a lo escrito, lo que, supuestamente, explicaría la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida y, en consecuencia, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, el desacuerdo con la comunidad judía, la imposibilidad de cambiar la vida célibe por el matrimonio, la enfermedad. Pienso que el primero de esos factores, o sea, el antagonismo nunca superado que opuso al padre con el hijo y al hijo con el padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivándose de ahí, como las ramas de un árbol se derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, a la visión de un mundo agonizando en el absurdo, a la mistificación de la consciencia.La primera referencia a El proceso se encuentra en los Diarios, fue escrita el 29 de julio de 1914 (la guerra se había desencadenado el día anterior) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K…, hijo de un rico comerciante, después de una gran discusión que había mantenido con el padre…». Sabemos que no es así como la novela arrancará, pero el nombre del personaje principal -Josef K…- ya queda anunciado, así como en tres rápidas líneas de La metamorfosis, escrita casi dos años antes, ya se anunciaba lo que acabaría siendo el núcleo temático central de El proceso. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicho asqueroso, mezcla de escarabajo y de cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que caen sobre el viajante de comercio en general y sobre él en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen de dudas: «muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, ya que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo El proceso está contenido en estas palabras. Es cierto que el padre, «rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo se menciona en dos de los capítulos inacabados, e incluso así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo que esté demasiado equivocado acerca de las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna haya sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, esa que, sin necesitar que se enuncie una culpa concreta establecida en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustioso y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una de ellas se le incrusta en la coraza, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación.
Día 7
La sombra del padre (2)
Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa aún había conseguido articular, aunque penosamente, las últimas palabras que su boca de insecto fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como en una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario, si no obligado por su irremediable animalidad, como quien se resigna a no tener definitivamente padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando al final la criada barra el caparazón reseco en que Gregorio Samsa termina transformado, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido al que los suyos ya lo habían arrojado. En una carta de 28 de agosto de 1913, Kafka escribe: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más de veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié nada más que las palabras de saludo». Será preciso estar muy desatento en la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («Entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar»), que parecen negar lo que afirman. Desatención igual, creo, sería no atribuirle importancia especial al hecho de que Kafka le propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América), La metamorfosis y La condena fuesen reunidos en un solo volumen bajo el título de Los hijos (lo que, por otra parte, ha sucedido muy recientemente, en 1989). En El fogonero, «el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una criada, en La condena «el hijo» es condenado por el padre a morir ahogado, en La metamorfosis «el hijo» deja simplemente de existir, su lugar es ocupado por un insecto… Más que la Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, aunque nunca llegó a ser entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular La condena y La metamorfosis, los que, precisamente por ser transposiciones literarias en que el juego de mostrar y esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka. La Carta asume, por así decirlo, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por lo que no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final del escrito, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En El proceso, Kafka pudo liberarse de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en La condena el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en El proceso es el propio acusado Josef K… quien acaba conduciendo a sus verdugos hasta el lugar donde será asesinado y en los últimos instantes, cuando la muerte ya se viene acercando, aún se pondrá a pensar, como un último remordimiento, que no ha sabido desempeñar su papel hasta el final, que no ha conseguido evitar esfuerzos a las autoridades… Es decir, al Padre.
Día 10
Yemen
A la escritora colombiana Laura Restrepo, nuestra amiga por razones de corazón y de ideas, le encargó Médicos sin Fronteras que viajase a Yemen para luego contar lo que hubiera visto, oído y sentido. El relato de esa experiencia ha sido ahora publicado en El País Semanal, un reportaje impresionante como, en principio, cualquier otro que se haga en África, aunque el arte de narrar de Laura, al rechazar, como es propio de su naturaleza de escritora, los efectos emotivos de una escritura que intencionadamente apelase a la sensibilidad del lector, prefiera expresarse en una obstinada búsqueda de realidad directa al alcance de pocos. Las descripciones de la llegada de los barcos que vienen de Somalia sobrecargados de fugitivos que esperan encontrar en Yemen la solución a las dificultades que los han empujado al mar, son de una insólita eficacia informativa. Vienen en los barcos los hombres, las mujeres y los niños habituales, pero Laura Restrepo no tarda en mostrarnos cómo es posible hablar de hombres sin estar obligado a hablar de las mujeres y de los niños que con ellos vienen, aunque de los niños sería imposible hablar si no se hablase también, y sobre todo, de las madres que los traen, a veces todavía en la barriga. Las situaciones en que esas mujeres se encontrarán después de desembarcar en Yemen constituyen un catálogo completo de las humillaciones morales y físicas a que están sujetas simplemente por el hecho de haber nacido mujeres. Detrás de cada palabra escrita por Laura hay lágrimas, gemidos y gritos que serían capaces de quitarnos el sueño si nuestra flexible conciencia no se hubiese acomodado a la idea de que el mundo va a donde quieren los que lo dominan y que nosotros ya tenemos suficiente con cultivar nuestro patio lo mejor que sepamos, sin tener que preocuparnos de lo que pasa al otro lado del muro. Ésta, sí, es la más vieja historia del mundo.
Día 11
África
En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros «descubridores» europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno. Esas puertas siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias están permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos. Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu. Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aún más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que sólo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: «No lo sabía», pero es inaceptable que digamos: «Prefiero no saberlo». El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera elegir entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella. Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye a esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o sólo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos sólo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: «¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?». Una insurrección de las conciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?
Día 12
Un rey así
El rey así es el señor don Duarte de Bragança, persona medianamente instruida gracias a los preceptores que le pusieron nada más nacer, aunque, pese a eso, detesta la literatura en general y lo que yo escribo en particular, primero porque considera que en Memorial del convento le insulté a la familia y en segundo lugar porque la dicha obra es, de acuerdo con su refinado lenguaje de pretendiente al trono, una «gran mierda». No leyó el libro, pero es evidente que lo olió. Se comprende, por tanto, que, durante todos estos años, no haya incluido al señor don Duarte, de Bragança, que quede claro, en la elegida lista de mis amigos políticos. No me importa recibir una bofetada de vez en cuando, pero la virtud cristiana de ofrecerle al agresor la otra mejilla es virtud que no cultivo. Me he desquitado apreciando debidamente las cualidades de humorista involuntario que este nieto del señor don João V manifiesta siempre que tiene que abrir la boca. Le debo algunas de las más sabrosas carcajadas de mi vida.Pero esto se acabó, la monarquía ha sido restaurada y hay que tener mucho cuidado con las palabras, no vayan a aparecer por ahí, redivivos, el intendente Pina Manique o el inspector Rosa Casaco. ¿Cómo que restaurada la monarquía?, preguntarán mis lectores, estupefactos. Sí señor, restaurada, lo afirma quien tiene las mejores razones para decirlo, el propio pretendiente. Que ya no es pretendiente, puesto que la monarquía nos acaba de ser restituida con el ondear de la bandera azul y blanca en el balcón del Ayuntamiento de Lisboa. Los mozos del 31 de la Armada (así se autodenominaron los escaladores) tienen ya su lugar asegurado en la Historia de Portugal, al lado de la panadera de Aljubarrota, de la que se duda que llegara a matar a algún castellano. No es el caso de ahora. La bandera estuvo ahí durante algunas horas (¿habrá un monárquico infiltrado en el Ayuntamiento que impidiera la retirada inmediata?), ahora se pretende averiguar quiénes fueron los autores de la hazaña, y esto acabará como siempre, en comedia, en farsa, en chacota. El señor don Duarte no tiene agallas para exigir en la plaza pública, ante la población reunida, que le sean entregados la corona, el cetro y el trono.Es una pena que una tan gloriosa acción vaya a acabar así. Pero como, en el fondo, soy una persona apacible, amiga de ayudar al prójimo, dejo aquí una sugerencia para el señor don Duarte de Bragança. Cree ya un equipo de fútbol, un equipo completo de jugadores monárquicos, entrenador monárquico, masajista monárquico, todos monárquicos y, si es posible, de sangre azul. Le garantizo que si llega a ganar la liga, el país, este país que tan bien conocemos, se arrodillará a sus pies.
Día 13
Guatemala
Cada día va quedando más claro en todo el mundo que el problema de la justicia no es de la justicia, sino de los jueces. La justicia está en las leyes, en los códigos, luego debería ser fácil aplicarla. Bastaría saber leer, entender lo que está escrito, escuchar de manera imparcial las alegaciones del acusador y del acusado, los testimonios, si los hubiere, y finalmente, en conciencia, juzgar. La corrupción tiene mil caras y la peor de todas, en este asunto, tal vez sea, para bien o para mal, la naturaleza de la relación entre quien juzga y quien es juzgado. Un caso típico de perversión juzgadora ha sucedido muy recientemente en Guatemala, donde el editor Raúl Figueroa Sarti, de la casa F &G Editores, ha sido condenado a un año de prisión conmutable a razón de veinticinco quetzales diarios y al pago de una multa de cincuenta mil quetzales, más las costas del proceso. ¿Cuál fue el crimen de Raúl Figueroa? Haber publicado, a solicitud y con el conocimiento del autor, Mardo Arturo Escobar, una fotografía que fue insertada en un libro editado por F &G. De ese libro le fueron entregados al ahora acusador algunos ejemplares. A los jueces no les importó nada que el propio Mardo Escobar hubiese reconocido que le había entregado voluntariamente una fotografía a Raúl Figueroa, al que le dio autorización verbal para usarla en una publicación. Sí les importó que el acusador fuese su colega: Mardo Arturo Escobar trabaja en el Juzgado Cuarto de lo Penal, siendo, por tanto, compañero de actividades de jueces, oficiales y magistrados…Pero este caso no es un simple episodio de baja corrupción. El acoso del que, desde hace dos años, ha sido objeto F &G Editores se encuadra en la situación represiva que se está viviendo en Guatemala, donde el poder oficial está persiguiendo e intentando acallar las voces discordantes, esas que, sin desánimo, siguen denunciando las violaciones de los Derechos Humanos en el país. Por lo visto, tenía razón aquel ya viejo juego de palabras entre Guatemala y Guatepeor. De los ciudadanos guatemaltecos se espera que el inocente juego no se transforme en triste realidad.
Día 14
Jean Giono
Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles durante su vida. Sólo quien cavó la tierra para acomodar una raíz o una esperanza de que venga a serlo podría haber escrito la singularísima narración que es El hombre que plantaba árboles, una indiscutible obra maestra del arte de contar. Claro que para que tal cosa sucediese era necesario que existiese un Jean Giono, pero esa condición básica, afortunadamente para todos nosotros, era ya un dato adquirido y confirmado: el autor existía, lo que faltaba era que se pusiese a escribir la obra. También faltaba que el tiempo transcurriese, que la vejez se presentara para decir: «Aquí estoy», pues tal vez sólo con una edad avanzada, como ya entonces era la de Giono, sea posible escribir con los colores de lo real físico, como él lo hizo, una historia concebida en lo más secreto de la elaboración ficcional. El plantador de árboles Elzéard Bouffier, que nunca existió, es simplemente un personaje construido con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con la que se escribe. Y con todo, acabamos conociéndolo a la primera referencia que de él se hace, lo vemos como a alguien a quien estuvimos esperando desde hace mucho tiempo. Plantó miles de árboles en los Alpes franceses, después esos miles, por acción de la propia naturaleza así ayudada, se multiplicaron en millones, con ellos regresaron las aves, regresaron los animales de los bosques, regresó el agua allí donde no había nada más que secano. En verdad, estamos esperando la aparición de unos cuantos Elzéard Bouffier reales. Antes de que sea demasiado tarde para el mundo.
P. S.: Tiene razón el señor don Duarte de Bragança, se trataba del Evangelio, no del Memorial, pero ya no la tiene cuando dice que yo atribuyo la paternidad de Jesús a un soldado romano. Ninguno de los millones de lectores que el libro ha tenido hasta hoy lo confirmaría. Conozco la tesis, pero, creo que por una cuestión de buen gusto, no la utilicé en la historia que escribí. En compensación, le dediqué unas cuantas páginas a la concepción de Jesús por José y María, sus padres. Me permito sugerirle al señor don Duarte de Bragança que lea mi Evangelio. Atrévase, no sea tímido, le garantizo que la lectura le aprovechará.
Día 17
Acteal
Han pasado casi doce años de la matanza de Acteal, en el sudeste del estado mexicano de Chiapas. El día 22 de diciembre de 1997, cuando los miembros de la comunidad tzotzil de Las Abejas se encontraban reunidos para rezar en su humilde capilla, una construcción rústica de tablas atadas y sin pintura, noventa paramilitares del grupo Máscara Roja, expresamente transportados hasta allí, pertrechados de armas de fuego y machetes, en un ataque que duró siete horas, dejaron en el terreno, entre hombres, niños y mujeres, algunas de ellas embarazadas, cuarenta y cinco muertos. La culpa de estos muertos era haber apoyado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A doscientos metros del lugar, un control de policía no movió un pie para ver lo que estaba pasando. Demasiado lo sabían ellos. Estuvimos en Acteal, Pilar y yo, poco tiempo después, hablamos y lloramos con algunos de los supervivientes que consiguieron escapar, vimos las señales de las balas en las paredes de la capilla, los sitios de las sepulturas, nos asomamos a la entrada de una cavidad en la ladera donde unas cuantas mujeres intentaron esconderse con los hijos y donde fueron asesinados todos a golpes de machete y disparos a quemarropa. Regresamos a Acteal unos meses más tarde, el horror todavía se respiraba en el aire, pero se iba a hacer justicia.Al final no se ha hecho. Alegando errores de procedimiento, el Tribunal Supremo de Justicia mexicano acaba de poner en libertad a casi veinte de los miembros de Máscara Roja que cumplían pena (imagínense) por posesión ilegal de armas, ignorándose deliberadamente que esas armas habían disparado y asesinado. A la media docena que todavía quedan en prisión no tardarán mucho en soltarlos también. Pero a los cuarenta y cinco tzotziles muertos con extrema crueldad, a ésos no habrá manera de hacerlos resucitar. Hace pocos días escribí aquí que el problema de la justicia no es la justicia, sino los jueces. Acteal es una prueba más.
Día 18
Carlos Paredes
No lo pensaba antes, cuando escuchaba la guitarra de Carlos Paredes, pero hoy, recordándola, comprendo que aquella música estaba hecha de alboradas, canto de pájaros anunciando el sol. Todavía tuvimos que esperar una década antes de que llegara otra madrugada abriéndose para la libertad, pero el inolvidable tema de Verdes Anos, ese cantar de extática alegría que al mismo tiempo se entreteje en arpegios de una sorda e irreprimible melancolía, fue para nosotros una especie de oración laica, un toque de reunión de esperanzas y voluntades. Ya era mucho, pero aún no era todo. Nos faltaba por conocer al hombre de dedos geniales, al hombre que nos mostraba lo bello y robusto que podía ser el sonido de una guitarra, y que era, a la vez que un músico e intérprete excepcional, un ejemplo extraordinario de sencillez y grandeza de carácter. A Carlos Paredes no era preciso pedirle que nos franquease las puertas de su corazón. Estaban siempre abiertas.
Día 19
La sangre en Chiapas
Toda sangre tiene su historia. Corre sin descanso en el interior laberíntico del cuerpo y no pierde el rumbo ni el sentido, enrojece de súbito el rostro y lo empalidece huyendo de él, irrumpe bruscamente de un rasguño de la piel, se convierte en capa protectora de una herida, encharca campos de batalla y lugares de tortura, se transforma en río sobre el asfalto de una carretera. La sangre nos guía, la sangre nos levanta, con la sangre dormimos y con la sangre despertamos, con la sangre nos perdemos y salvamos, con la sangre vivimos, con la sangre morimos. Se convierte en leche y alimenta a los niños en brazos de las madres, se convierte en lágrima y llora sobre los asesinados, se convierte en revuelta y levanta un puño cerrado y un arma. La sangre se sirve de los ojos para ver, entender y juzgar, se sirve de las manos para el trabajo y para la caricia, se sirve de los pies para ir hasta donde el deber la manda. La sangre es hombre y es mujer, se cubre de luto o de fiesta, pone una flor en la cintura, y cuando toma nombres que no son los suyos es porque esos nombres pertenecen a todos los que son de la misma sangre. La sangre sabe mucho, la sangre sabe la sangre que tiene. A veces la sangre monta a caballo y fuma en pipa, a veces mira con ojos secos porque el dolor los ha secado, a veces sonríe con una boca de lejos y una sonrisa de cerca, a veces esconde la cara pero deja que el alma se muestre, a veces implora la misericordia de un muro mudo y ciego, a veces es un niño sangrando que va llevado en brazos, a veces dibuja figuras vigilantes en las paredes de las casas, a veces es la mirada fija de esas figuras, a veces la atan, a veces se desata, a veces se hace gigante para subir las murallas, a veces hierve, a veces se calma, a veces es como un incendio que todo lo abrasa, a veces es una luz casi suave, un suspiro, un sueño, un descansar la cabeza en el hombro de la sangre que está al lado. Hay sangres que hasta cuando están frías queman. Esas sangres son eternas como la esperanza.
Día 20
Tristeza
Una irresistible y ya automática asociación de ideas me hace siempre recordar la Melancolía de Durero cuando pienso en la obra de Eduardo Lourenço. Si Solo, de António Nobre, es el libro más triste que alguna vez se haya escrito en Portugal, nos faltaba quien reflexionara y meditara sobre esa tristeza. Llegó Eduardo Lourenço y nos explicó quiénes somos y por qué lo somos. Nos abrió los ojos, pero la luz era demasiado fuerte. Por eso, volvimos a cerrarlos.
Día 21
Un tercer dios
Creo que las tesis de Huntington sobre el «choque de civilizaciones», atacadas por unos y celebradas por otros cuando fueron expuestas, merecerían ahora un estudio más atento y menos apasionado. Nos hemos habituado a la idea de que la cultura es una especie de panacea universal y que los intercambios culturales son el mejor camino para la solución de los conflictos. Soy menos optimista. Creo que sólo una manifiesta y activa voluntad de paz podría abrir la puerta a ese flujo cultural multidireccional, sin ánimo de dominio por ninguna de las partes. Esa voluntad tal vez exista por ahí, pero no los medios para concretarla. Cristianismo e islamismo continúan comportándose como irreconciliables hermanos enemigos incapaces de llegar al deseado pacto de no agresión que tal vez trajera alguna paz al mundo. Pues bien, ya que inventamos a Dios y Alá, con los desastrosos resultados conocidos, la solución tal vez esté en crear un tercer dios con poderes suficientes para obligar a los impertinentes desavenidos a deponer las armas y dejar en paz a la humanidad. Y que después ese tercer dios nos haga el favor de retirarse del escenario donde se viene desarrollando la tragedia de un inventor, el hombre, esclavizado por su propia creación, dios. Lo más probable, sin embargo, es que esto no tenga remedio y que las civilizaciones sigan chocando unas contra otras.
Día 25
Juego sucio
Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecían, el equivalente a veinte mil escudos que me serían devueltos al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, por supuesto, no estando la compañía obligada a rendirme cuentas de los eventuales lucros de la minúscula inversión y de sus aplicaciones, y mucho menos hacerme participar de ellas. Ay de mí, sin embargo, si no pagaba las primas respectivas. En esa época, los veinte mil escudos eran mucho dinero para mí, necesitaba trabajar casi un año para ganarlos, de manera que fue una buena ayuda cuando me los devolvieron, aunque no pude evitar un desagradable sentimiento de desconfianza que me decía, e insistía, que había sido perjudicado, aunque no supiese exactamente cómo. En aquellos tiempos no era sólo con la llamada letra pequeña con lo que se nos engañaba, la propia letra grande ya era un puñado de tierra que nos lanzaban a los ojos. Eran otras épocas, la gente común, entre la que me incluía, sabía poco de la vida e incluso ese poco de poco le servía. ¿Quién se atrevería a discutir, no digo con la compañía, sino con el propio agente de seguros, que tenía toda la labia del mundo?Hoy ya no es así, perdimos la inocencia y no rehuimos discutir con la mayor de las convicciones hasta de aquello de lo que simplemente tenemos una pálida idea. Que no nos vengan pues con historias, que bien te conozco, mascarita. Lo malo es que si las máscaras mudan, y mudan muchísimo, lo que está debajo se mantiene inalterable. Y ni siquiera es cierto que hayamos perdido la inocencia. Cuando Barack Obama, en el ardor de la campaña a la presidencia, anunció una reforma sanitaria que permitiese proteger a los cuarenta y seis millones de norteamericanos no contemplados por el sistema vigente para los restantes, es decir, aquellos que, directa o indirectamente, pagan los seguros respectivos, esperábamos que una ola de entusiasmo cruzara los Estados Unidos. Tal no ha sucedido y hoy sabemos por qué. Apenas se iniciaron los trámites que conducirán (¿conducirán?) al establecimiento de la reforma, el dragón despertó. Como escribió Augusto Monterroso: el dinosaurio todavía estaba allí. No fueron sólo las cincuenta compañías de seguros norteamericanas que controlan el actual sistema las que abrieron fuego contra el proyecto, también la totalidad de los senadores y diputados republicanos, e incluso un apreciable número de representantes demócratas, tanto en el Congreso como en el Senado. Nunca como en este caso la filosofía práctica de los Estados Unidos estuvo tan a la vista: si no eres rico, la culpa es tuya. Son cuarenta y seis millones los norteamericanos que no tienen cobertura sanitaria, cuarenta y seis millones de personas que no tienen dinero para pagar seguros, cuarenta y seis millones de pobres que, por lo visto, no tienen dónde caerse muertos. ¿Cuántos Barack Obama serán necesarios para que el escándalo termine?