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Capítulo II

EL TESTAMENTO DE HITLER

Hitler se levantó pesadamente de la mesa y llamó a Frau Junge, su secretaria de confianza, para redactar su testamento político. Los invitados a la celebración también dieron por finalizada la lúgubre sobremesa y la mayoría optó por retirarse a sus habitaciones. El Führer había perdido el buen aspecto que exhibía apenas una hora antes, durante su boda. Volvía a ser el hombre prematuramente envejecido y enfermo de las últimas semanas, representando veinte años más de los cincuenta y seis años que había cumplido siete días antes.

«Avejentado, encorvado, con la cara abotargada y de un enfermizo color rosáceo […] su mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba el temblor a todo su cuerpo […]. En cierto momento intentó llevarse un vaso de agua a los labios, pero la mano le temblaba de tal manera que tuvo que abandonar el intento.»

Estos espasmos también los sufría en la pierna del mismo lado y cuando esto sucedía debía sentarse. Andaba arrastrando los pies y jadeaba en cuanto recorría unos metros o subía unos pocos escalones, hasta el punto de que casi perdía la voz. En el atentado de Von Stauffenberg en Rastenburg, en julio de 1944, padeció importantes daños en los oídos, resultando afectado su órgano del equilibrio, por lo que, de vez en cuando, sufría mareos y en las últimas semanas sus andares se parecían a los de un borracho. Este hombre, enterrado en un sótano a diez metros de profundidad, en el corazón de una ciudad asediada en la que se combatía casa por casa, seguía siendo el Führer, el dueño de Alemania, o al menos eso creía él. Poco antes de las tres de la madrugada del 29 de abril de 1945 dictaba su testamento político, perfilado con Goebbels y Bormann en la sobremesa de la cena de bodas:

«Desde 1914, cuando presté como voluntario mi modesta contribución a la Guerra Mundial que le fue impuesta al Reich, han pasado más de treinta años. Durante estas tres décadas sólo el amor y la lealtad hacia mi pueblo han guiado todos mis pensamientos, acciones y toda mi vida. Ellos me dieron la fuerza para tomar las decisiones más difíciles a las que un mortal ha debido enfrentarse. He agotado mi tiempo, mi energía y mi salud durante estas tres décadas.

»No es cierto que yo o cualquiera otro en Alemania desease la guerra en 1939. La desearon e instigaron exclusivamente los estadistas internacionales de origen judío o que trabajaban para los intereses judíos. He hecho tantas ofertas para la reducción y limitación de armamentos, para los cuales la posteridad no encontrará siempre excusa, que no se me puede atribuir la responsabilidad de esta guerra. Además, no he deseado nunca que después de la terrible Primera Guerra Mundial estallase una segunda guerra contra Inglaterra o contra América. Podrán transcurrir siglos, pero de las ruinas de nuestras ciudades y monumentos artísticos surgirá de nuevo el odio hacia el pueblo que es el único responsable: ¡el judaísmo internacional y sus secuaces!»

Traudl Junge, que se había quedado viuda hacía pocas semanas, tomaba taquigráficamente las palabras de Hitler, que comenzó dictando de forma balbuciente, pero se había ido inflamando conforme avanzaba. Aquel hombre enfermo y derrotado volvía a resurgir de sus cenizas y retornaba a sus orígenes de demagogo en los cuarteles muniqueses al final de la Gran Guerra. ¡Qué lejos estaba ya 1919! y, sin embargo, recordaba con asombrosa nitidez su primer manifiesto antijudío: la carta escrita a un tal Adolf Gemlich. Hitler no pudo contener, pese a las circunstancias, un sentimiento de autocomplacencia; su discurso antisemita le dio siempre asombrosos resultados y él, a cambio, había cumplido su promesa de expulsar a los judíos de Alemania y terminar con su poder económico y político. En el ocaso de su vida, Hitler recordó vívidamente a Karl A. von Mueller, profesor de Historia en la Universidad de Munich, en cuya clase se levantó y pronunció su primer discurso antijudío, asombrando a su auditorio, que ya no era de pordioseros -como en Viena-, ni de obreros -como en las cervecerías muniquesas-, sino de profesores, de estudiantes, de oficiales y de soldados con instrucción. Realmente, aquel día comenzó su carrera política.

EL CONFERENCIANTE ANTISEMITA

Hitler, una vez recuperado de los efectos del cloro gaseoso que los británicos lanzaron contra el regimiento List el 14 de octubre de 1918, retornó a Munich. Su futuro era volver a pintar postales, puesto que otro oficio no conocía. De momento, aún era soldado y retornaría a los cuarteles de su regimiento, dispuesto a prolongar cuanto le fuera posible su condición de militar, que le aseguraba rancho, alojamiento y un pequeño sueldo que satisfacía sus modestas necesidades. Hitler se reintegró al servicio activo el 23 de noviembre de 1918, teniendo que coser en su uniforme el brazalete rojo que distinguía al ejército revolucionario de la República de Baviera.

Hitler no podía creer lo que estaba ocurriendo en Alemania, en general, y en Baviera, en particular. Desde que Alemania solicitase el armisticio, la situación política se había desquiciado: el káiser Guillermo II había abdicado, poniendo fin a la monarquía de los Hohenzollern, y los partidos políticos se vieron obligados a proclamar la República y a hacerse cargo de las consecuencias de la derrota militar. La República hubo de firmar el armisticio, aceptar la capitulación, repatriar a su ejército y, lo que aún fue más difícil, reorganizar el país y explicar al pueblo alemán que había perdido la guerra, cuando pocos meses antes sus tropas amenazaban París. Los grupos más izquierdistas trataron de aprovechar la caótica situación, el hambre, el paro y el descontento generalizados para proclamar una república soviética, que dominó Berlín una semana y fue barrida por una tropa de ex combatientes. No menos virulenta era la reacción de la derecha, nostálgica de la monarquía y de los privilegios perdidos, temerosa de los brotes revolucionarios y autoconvencida de que los partidos democráticos habían decidido la derrota, vendiendo Alemania a los anglo-franceses. La «puñalada por la espalda» reclutó ejércitos privados -Freikorps: cuerpos francos- para intentar asaltar el poder o para controlar los viejos estados alemanes, que en la derrota tiraron cada uno por su lado en un incontenible ¡sálvese quien pueda!

Baviera fue uno de ellos. El 7 de noviembre de 1918 -mientras Hitler yacía en el hospital de Pasewalk- fue proclamada la República Democrática y Social de Baviera; el rey se exiló en Austria y el poder quedó en manos del socialista Kurt Eisner, de origen judío y nacido en Rusia. En sus guardias de veinticuatro horas ante un campo de prisioneros de guerra -primer destino tras su reincorporación al ejército- Hitler cavilaba sobre todos estos acontecimientos revolucionarios, reafirmándose en su idea de que Alemania había sido vendida al poder judío. Schmidt, el único enlace superviviente con Hitler de los que habían iniciado la guerra en su batallón, estaba con él en Munich y de estas primeras semanas de guarnición recuerda que su compañero «no decía gran cosa sobre la revolución, pero era evidente que la detestaba».A finales de enero de 1919, los prisioneros custodiados por el regimiento List fueron repatriados y Hitler recibió la orden de revisar millares de máscaras antigás que habían sido utilizadas durante la guerra. En la rutinaria tarea siguió rumiando la responsabilidad judía en la «puñalada por la espalda», viendo fortalecidas sus convicciones cuando Eisner fue asesinado y le sucedió en el poder otro judío, Toller, que fue destituido y reemplazado por otro gobierno comunista más radical y también presidido por un judío llegado de Rusia, Eugen Levine.

Los días de la República Democrática y Social de Baviera terminaron con la primavera de 1919. La sucesión de gobiernos había dado lugar al caos administrativo, lo que unido a las consecuencias de la guerra tenía a Munich en paro, hambrienta y al borde de la desesperación. La grave crisis, más las tropelías izquierdistas, que segaron algunas vidas y expropiaron numerosas haciendas, animaron a las familias más poderosas a solicitar ayuda al ejército regular y a los Freikorps que pululaban por Alemania. Uno de éstos era el Freikorp del general Ritter von Epp que, apoyado por tropas regulares, entró en Munich, desbarató la resistencia comunista y comenzó a ajustar cuentas, dando lugar a una época de terror blanco que fue bastante más brutal que la del terror rojo.

La vida de Hitler en esos meses de primavera discurrió entre el polvo y la monotonía de la revisión de inservibles máscaras antigás y la ópera, donde invertía prácticamente cuanto recibía del ejército. El regimiento List se proclamó neutral en toda la crisis y Hitler, aunque luego se inventó persecuciones por parte de los comisarios comunistas, nunca fue molestado. Con el final de la república socialista, el regimiento List volvió a la disciplina del ejército alemán, aunque previamente fue purgado de sus elementos más izquierdistas. Según ciertos biógrafos, Hitler actuó como confidente de las nuevas autoridades militares y sus delaciones habrían llevado a algunos de sus ex compañeros ante el pelotón de fusilamiento. La verdad es que no existe constancia documental sobre ese asunto.

Ahí comenzó la carrera política del futuro Führer, que en la nueva situación pasó a convertirse en agente de la Inteligencia Militar, legión de espías políticos organizada para eliminar del ejército a los comunistas activos que pretendían crear células soviéticas en las Fuerzas Armadas. Uno de los primeros pasos de Adolf Hitler en la nueva situación debía ser su adoctrinamiento, para lo cual fue inscrito en un curso de la Universidad de Munich. Allí pudo escuchar a conocidos economistas de origen marxista hablar sobre la eliminación de los intereses en el capital nacional y de las nacionalizaciones para controlar las actividades económicas fundamentales para el Estado; allí cotejó sus ideas antisemitas con las de doctores en historia y en filosofía, afirmando sus teorías y, a la vez, estructurándolas más racionalmente. En una clase del profesor Karl A. von Mueller se produjo un debate entre éste y uno de sus alumnos a propósito del tipo alemán como raza dominante y del carácter apátrida y mercantil de los judíos. Hitler se levantó y tomó la palabra, asombrando al auditorio por la firmeza de sus convicciones, el calor y el tono de su voz y la persuasión que ejercía sobre los presentes.

Entre el auditorio se encontraba el capitán Karl Mayr, oficial de Inteligencia Militar, que inmediatamente le recomendó como instructor en un campo para ex prisioneros de guerra alemanes que retornaban de Rusia, a los que había que reeducar en la mentalidad alemana y, fundamentalmente, alejar de cualquier contaminación comunista que hubieran podido adquirir en contacto con la revolución soviética. El éxito del instructor Hitler fue tan grande que algunos días hubo de pronunciar hasta tres conferencias. Concluida la reeducación, el jefe de la misión informó que «el señor Hitler» era «un orador nato que, por su fanatismo y el carácter directo de su argumentación, fuerza al auditorio a mantenerse atento». En esta época su situación en el ejército nos es desconocida; quizá era equivalente a funcionario civil de las Fuerzas Armadas; como cabo ya había sido desmovilizado.

Por recomendación del mismo capitán Mayr -quien, por cierto, murió en un campo de concentración nazi a finales de la Segunda Guerra Mundial- escribió el 16 de septiembre de 1919 la mencionada carta a Adolf Gemlich, que fue una especie de manifiesto antijudío y sirvió como guía a muchos instructores del ejército alemán para enfocar la cuestión semita. Hitler comienza su amplia epístola criticando el antisemitismo emocional y busca para el fenómeno unas bases empíricas. La palabra judío no describe una religión, sino una raza, que se antepone como tal a cualquier nacionalidad: «Nunca aparece como un alemán de origen judío… sino como un judío alemán.» Los judíos no aceptan nada del pueblo en el que viven, salvo su idioma, y constituyen una sociedad endogámica, que rechaza la sociedad en la que habita, que no renuncia a ninguna de sus características peculiares y que, por tanto, es una raza extranjera; sin embargo, gozan de los mismos privilegios que los alemanes. Los judíos llevan danzando milenios ante «el becerro de oro» y sólo están interesados en los bienes materiales, «despreciando sentimientos, valores espirituales o morales, base de la grandeza de las naciones». En su persecución de las riquezas -continuaba argumentando Hitler- no tienen escrúpulos ni frenos y se valen de los príncipes que gobiernan algunas naciones para esquilmarlas, «convirtiéndoles en sanguijuelas de su propio pueblo». En los países gobernados por democracias se arrastran ante la «majestad del pueblo», pero únicamente están interesados en la majestad del dinero. Destruyen el orgullo nacional y el vigor de los pueblos mediante la opinión pública y la prensa, que manejan con su dinero. Religión, socialismo y democracia son para ellos únicamente el medio de conseguir dinero y poder.

Terminada la descripción de los judíos y su perversión, Hitler pasa a buscar soluciones al problema. Esta forma de ser de los judíos originó un antisemitismo emocional que condujo a estallidos de cólera popular, a los pogromos, que nunca solucionaron nada. Pero Hitler cuenta con una receta: el antisemitismo racional debe comenzar por arrebatarles los privilegios que les distinguen de los demás extranjeros y concluir con su expulsión. Esto puede hacerlo un gobierno fuerte, capaz de devolver a la nación su fortaleza moral y espiritual. Y esto no se hará por el juego de las mayorías, «sino únicamente por la despiadada intervención de personalidades nacionales que tengan dotes de mando y un profundo sentido de la responsabilidad». Hitler terminaba su mensaje lamentando que la situación estuviera en otras manos, profundamente influidas por los judíos, que naturalmente paralizaban «el movimiento antisemita».

En esta carta de septiembre de 1919 está casi totalmente formulada la ideología hitleriana sobre la cuestión judía, su desprecio hacia la democracia, su admiración por el poder personal -incluso «despiadado»- y sus bases para la regeneración de Alemania. El futuro Führer emitía sus primeros balbuceos.

Entre tanto, se habían producido dos acontecimientos capitales para su futura carrera política. En París, los vencedores de la Gran Guerra impusieron a Alemania un tratado de paz que más bien parecía una invitación a otra guerra: Francia recuperaba Alsacia y Lorena, perdidas en la guerra de 1870; pretendía la cesión de la Alta Silesia, la ocupación de Renania, la desmilitarización del curso alemán del Rin en toda su margen izquierda y en una profundidad de 50 km en la derecha; Polonia recibía amplios territorios poblados por alemanes y el corredor de Dantzig, que dividía Prusia Oriental, creando un sentimiento permanente de irritación; se constituían países como Checoslovaquia y Yugoslavia, preñados de problemas nacionalistas y de minorías en parte germánicas; Alemania debía admitir expresamente que era la única nación responsable del estallido de la guerra y, por tanto, se aria cargo del pago total de las reparaciones; y para que no volviera a tener tentaciones belicistas se desmilitarizaría, reduciendo sus ejércitos a 115.000 hombres, disolviendo su Estado Mayor y destruyendo toda su aviación, su artillería media y pesada, sus blindados y todo buque superior a las 10.000 toneladas; además, debía entregar a cuantos responsables de crímenes de guerra reclamaran los vencedores.

Como el Gobierno de Weimar -la ciudad donde se reunían el Ejecutivo y el Parlamento alemanes ante la inseguridad política de Berlín- se negó a aceptar tales términos, los vencedores enviaron un ultimátum, dando a los alemanes el plazo de la medianoche del 23 de junio de 1919 para reanudar las hostilidades. Cuando faltaban seis horas para que concluyera el plazo y los artilleros franceses ya calculaban las alzas de sus cañones para comenzar el fuego, Alemania aceptó firmar el brutal Tratado de Versalles. Aquel disparate político sembraría en Alemania la semilla del irredentismo y la revancha, magníficas palancas en el ascenso de Adolf Hitler al poder.

Simultáneamente estaba naciendo la República de Weimar, cuya cartesiana constitución -60.000 votos, un escaño- permitió la eclosión de los pequeños partidos y cuya división en 35 circunscripciones electorales parceló al país en unidades demasiado grandes. Esto suponía que, con los medios de comunicación de la época, el votante no tenía relación alguna con su elegido; en la mayoría de las ocasiones ni siquiera sabía quién era, por lo que emitía su voto en favor de una cifra representativa de una de las múltiples miniformaciones políticas que aquellos días crecían en Alemania como los hongos. La República de Weimar, que sacó al país de la terrible posguerra, resultó políticamente caótica y en aquel ambiente fue creciendo la idea de que era necesario un hombre providencial. Todo parecía trabajar en favor de Hitler, quien a finales de 1919 iba a introducirse oficialmente en la política.

HITLER SE APODERA DE UN PARTIDO

Ocurrió de forma casual. Al agente Hitler le ordenaron en su regimiento que el 12 de septiembre asistiera a la reunión de un pequeño partido: Deutsche Arbeiter Partei (Partido Alemán del Trabajo), que respondía a las siglas DAP, para que redactase un informe sobre sus actividades y tendencias políticas. Al final de la reunión, que se celebraba en una cervecería con la asistencia de cuarenta y una personas, Hitler se enzarzó en una tremenda discusión con un profesor que promovía la idea de desgajar Baviera de Alemania para unirla a Austria. La cólera de Hitler y el fuego de su oratoria no tuvieron límites en la defensa de la sagrada Alemania, grande e indivisible. Su empuje como orador arrolló a la mejor técnica y mayores conocimientos de su oponente y cosechó una gran ovación entre los asistentes. Al final de la sesión le felicitó Anton Drexler, fundador del DAP, un obrero metalúrgico alto, desgarbado y miope que le entregó un folleto con la historia y la ideología del partido. Hitler no le hizo mucho caso pues, según sus propias palabras, regresó a su residencia sobrecogido por la emoción: «¡Sabía hablar! ¡Era un orador! ¡No cabía en mí de gozo!»

Pocos días después recibía una tarjeta en la que se le comunicaba que había sido inscrito provisionalmente como miembro del DAP y se le invitaba a una reunión, en la que estaba la directiva del partido, cuatro hombres, cuya junta aquella tarde tenía como misión leer la correspondencia -tres cartas- y aprobar el estado de la tesorería -7 marcos y 50 pfennigs-. Aquello parecía más una tertulia política que un partido y Hitler decidió cambiarlo pese a la resistencia pasiva de sus miembros, que por entonces eran cincuenta y cinco, incluyendo al propio Adolf. Comenzó escribiendo a mano invitaciones para los actos, poniéndose siempre como estrella del mitin. La primera vez reunió a ocho asistentes, «luego el número fue elevándose a 11, a 13, a 17, a 23, a 34…». Hablaba a su auditorio de la derrota, de la «puñalada por la espalda», de la cuestión judía, del problema comunista. Una vez se atrevieron a convocar un mitin por medio de un anuncio en la prensa y consiguieron llenar una sala de «unas ciento treinta personas» que, encantadas por el discurso de Hitler, entregaron a la humilde caja del partido 300 marcos. En adelante, las reuniones se celebraron dos veces por mes y las invitaciones se hicieron ciclostiladas, suscitando algunos centenares de asistentes que pagaban su entrada, constituyendo los únicos ingresos del minúsculo partido.

Por entonces comenzó Hitler a reunir a su alrededor a su primer círculo de amigos y colaboradores: el capitán Ernst Röhm (que se acababa de convertir en su jefe militar inmediato y en su admirador), los suboficiales Beggel y Schüssler, el teniente Rudolf Hess, el periodista Esser, el dramaturgo Eckart, el espía de origen ruso Scheubner, el estudiante estonio de Arquitectura Alfred Rosenberg… Todos tuvieron profunda influencia en Hitler y contribuyeron a dar importancia al minúsculo DAP, pero fue el escritor cosmopolita Eckart quien le convirtió en un hombre de mundo, puliendo su estilo literario y oratorio, y enseñándole modales: desde cómo besar la mano a las señoras a cómo manejar los cubiertos en la mesa. Asimismo, en esta época -principios de 1920- Hitler comenzó a recibir algunas invitaciones importantes y uno de los placeres que descubrió en los manteles de los poderosos fue el caviar, que tanto le gustaría hasta el final de su vida. Sin embargo, su mayor placer estaba en la mesa de la política, donde consiguió imponer sus modos de actuación, sus candidatos y sus ideas: el 24 de febrero de 1920 el DAP propuso su famoso programa de «veinticinco puntos», cuya aprobación se logró gracias a la oratoria de Hitler ante unas dos mil personas.

Proponía la unión de todos los alemanes, la derogación del Tratado de Versalles, tierras donde expandirse, pureza de sangre para ser considerado alemán, expulsión de los no alemanes, trabajo para todos, igualdad de derechos y deberes, abolición de los intereses del capital, condena de la guerra, nacionalización de los trusts, reparto de los beneficios industriales, mejoras en las pensiones de vejez, fortalecimiento de la clase media, reforma agraria, reorganización de la enseñanza, mejora de la sanidad, ejército nacional, reformas en la prensa, libertad de cultos religiosos, centralización del poder estatal… En suma, sus obsesiones de siempre: suprimir las consecuencias de la derrota, terminar con los judíos en Alemania, expansión hacia el este, unión de todas las tierras donde hubiera alemanes, remilitarización, un Estado fuerte y un paquete de medidas heredadas del socialismo que paulatinamente irían desapareciendo de su ideario.

Hitler, exultante, escribe en Mein Kampf:

«Cuando hube explicado los veinticinco puntos que me propuse exponer, una sala rebosante de pueblo coincidió en una nueva convicción, una nueva fe, una nueva voluntad. Hablase encendido una lumbre de cuyo resplandor surgiría la espada destinada a restaurar la libertad del alemán Sigfrido y la vida de la germanidad.»

Mientras Adolf volaba en alas del destino, Alemania se sumergía en los días más sombríos de la derrota. En 1919, la depreciación del marco había llegado a ser del 1.100 por ciento y los vencedores en la guerra comenzaban a exigir el cumplimiento de las cláusulas más comprometidas como, por ejemplo, la entrega de 895 «criminales de guerra», entre los que se hallaban todos los generales y almirantes, todos los comandantes de submarino, once príncipes y los políticos y diplomáticos más representativos del káiser Guillermo II. El Gobierno alemán aseguró a la comisión encargada de velar por el cumplimiento de las cláusulas que algunas -como ésta- eran imposibles de cumplir, pero se apresuró a satisfacer las demandas de los vencedores en otros terrenos: el 10 de abril se licenciarían sesenta mil soldados y, antes de que terminara el año, habrían retornado al estado civil unos trescientos mil más, pero esos planes habrían de cumplirse en medio de graves turbulencias políticas internas e internacionales.

El 13 de marzo de 1920 el descontento militar desembocó en el golpe de Kapp. Los hechos ocurrieron así: el Gobierno ordenó la disolución de una brigada constituida en la posguerra por un oficial de marina llamado Hermann Ehrhardt, pero el jefe de la región militar de Berlín se negó a dar la orden y en la madrugada del 13 de marzo los soldados de Ehrhardt -que, por cierto, llevaban una esvástica en sus uniformes- entraron en la capital y, ante la puerta de Brandenburgo, les pasó revista el general Ludendorff, uno de los generales alemanes más capaces y, a la vez, más nacionalistas y racistas. El Gobierno huyó de Berlín y los golpistas llamaron al poder a un ministro prusiano, Wolfgang Kapp, cuyas medidas inmediatas fueron la denuncia del Tratado de Versalles y la supresión de la Constitución de Weimar.

Aquella insensata aventura duró apenas cuatro días: el ejército no se sumó a los sublevados, la banca no les concedió crédito alguno y los obreros declararon la huelga general, haciéndose con la situación en zonas tan importantes como la cuenca industrial del Ruhr. Las consecuencias serían graves: una mayor división en Alemania, nuevos agravios entre militares y fuertes disturbios en las zonas controladas por los comunistas que habían capitalizado la huelga general. Este último asunto originó una nueva crisis internacional: recuperada su soberanía, el Gobierno trató de controlar la cuenca del Ruhr y solicitó a la comisión encargada de supervisar el cumplimiento de la Paz de Versalles permiso para enviar al ejército a esa zona desmilitarizada. Como la respuesta tardaba en llegar y la situación era muy grave, los soldados restablecieron el orden sin esperar la autorización, pero Francia se aprovechó de aquella violación del Tratado de Versalles para ocupar dos ciudades clave de la región: Francfort y Darmstadt.

La crisis elevó un peldaño más a Hitler, que desempeñó un papel importante en el cambio del Gobierno bávaro: aprovechando el golpe de Kapp, diversas fuerzas políticas expulsaron por la fuerza al Gobierno socialista y llamaron a un nacionalista conservador, Gustav von Kahr, que se mantuvo en el poder cuando las aguas volvieron a su cauce. En aquellos días Hitler, acompañando a su mentor Eckart, viajó a Berlín. Fue una aventura memorable: subió por vez primera a un avión, conoció al general Ludendorff y fue hospedado por el conde Von Reventlow, accediendo al círculo prusiano más nacionalista y antisemita.

Al regresar a Munich se encontró con la notificación de su desmovilización definitiva. En adelante ya no tendría salario alguno del ejército, ni pitanza y residencia aseguradas. Alquiló una modestísima habitación y se dedicó a vivir por y para la política, dando dos conferencias al mes en las reuniones del DAP, que había ido cayendo bajo su control. Drexler era meramente un presidente honorario, que abría las sesiones para presentar siempre al mismo orador: Hitler.

El fracasado aspirante a pintor aprendía con celeridad los resortes de la oratoria, de la propaganda, de la demagogia, del maniqueísmo y del dominio de las masas. Solía llegar tarde para hacerse esperar; comenzaba a hablar bajo, de modo que sólo le escuchasen las primeras filas para hacerse desear por el resto; luego hacía restallar su fiera voz a fin de que todos terminasen ensordecidos; se mostraba distante, misterioso y rodeado de fuerza, representada por una corte de poderosos guardaespaldas, cuyo emblema era la esvástica. Le encantaba que en sus mítines hubiera muchos enemigos políticos, comunistas sobre todo, para provocarles y terminar su discurso con una pelea monstruosa, en la que su servicio de orden se hartaba de repartir golpes: eso llegaba a los periódicos y atraía a nacionalistas, anticomunistas y antisemitas, hasta el punto de que, desde la primavera de 1920 hasta finales de este año, la policía muniquesa calculaba los auditorios de Hitler en torno a las 1.800 personas por mitin. Repetía por activa y por pasiva las mismas ideas, de modo que calasen profunda e inequívocamente entre quienes le escuchaban. Para emocionar a los asistentes, o para arrancar sus aplausos y vítores, recurría a excitar sus pasiones: la impotencia contra el enemigo exterior que manejaba los destinos de Alemania, la envidia contra los ricos judíos que vivían opulentamente mientras el pueblo pasaba hambre, el odio contra los bolcheviques que arruinaban la economía con sus huelgas o la venganza contra los socialdemócratas responsables de la «puñalada por la espalda».

No había fantasía o falsedad que le pareciera mala, siempre que conviniera a sus fines; cuando hablaba solía relatar con voz conmovida las múltiples penalidades que estaban pasando: el paro, el hambre, la enloquecida depreciación monetaria, las violaciones de mujeres alemanas en los territorios ocupados por Francia, la humillación de gloriosos militares sumidos en la indigencia por la desmovilización. Narraba casos concretos -unos, evidentes para el público, otros inventados- de todas estas miserias, para luego atronar el local con su terrible voz metálica, señalando a los culpables: el Gobierno socialista de Berlín, los judíos, los comunistas… Entonces solían comenzar las peleas, si en la reunión había alguien que se sintiera afectado por las acusaciones. Cuando terminaba la gresca, libre el local de los «enemigos de la patria», Hitler, con su voz más eufórica, llevaba a sus oyentes hacia la gloriosa Alemania del futuro, poderosa y temida entre las naciones, limpia de judíos, de comunistas y de corruptos gobiernos socialdemócratas, con trabajo para todos, con casas luminosas y barrios bien ventilados, rodeados de zonas verdes. Las ideas sociales de su juventud para las remodelaciones de los barrios obreros de Linz y de Viena salían a relucir maduras, originales y utópicas, poniendo la piel de gallina al auditorio trabajador; pero aún iba más allá en ese campo bien conocido: educación para el pueblo, ópera y galerías de arte para todos.

A mediados de 1920 el partido era indiscutiblemente suyo, tanto que incluso le cambió el nombre y lo llamó Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista (NSDAP); en adelante su emblema sería la esvástica, que unía el misterio del emblema del abad Teodorich von Hagen, que viera en su niñez, sus recuerdos de la revista Ostara -racista, anticomunista y esotérica- que tanto le interesó en su época vienesa y la simpatía de los militares menos adictos al Gobierno de Berlín. El liderazgo hitleriano sobre el NSDAP se demostraría inequívocamente el 3 de febrero de 1921. Hitler, en contra de la presidencia del partido, deseaba convocar un mitin de formidables proporciones para protestar por la cifra de las compensaciones económicas que los vencedores en la Gran Guerra estaban a punto de imponer a Alemania. El lugar elegido fue el circo Krone y, con sólo un día de tiempo, Hitler se las arregló para editar carteles y millares de octavillas que se distribuyeron por toda la ciudad. En esos impresos se difundió por vez primera a gran escala el emblema del partido, la cruz gamada. El éxito fue formidable: más de 7.000 personas asistieron al mitin, vitorearon a Hitler y terminaron cantando el Deutschland über Alles, tras una intervención de 150 minutos.

Hitler había demostrado a la comisión directiva del NSDAP que «él era el partido». La batalla estaba abierta. Drexler, aun considerando a Hitler como el motor del NSDAP y su primera fuente financiera, no estaba de acuerdo con la pérdida de peso obrerista que estaba experimentando la formación y que apenas alcanzaba el 25 por ciento a comienzos de 1921; tampoco soportaba que Hitler impusiera siempre su voluntad, ni que operase autónomamente en nombre del partido. Incapaz de enfrentarse a Hitler y tratando de minimizar su importancia, Drexler eligió la alianza con otras formaciones políticas de similar ideología, que tendrían sede en Berlín y trabajarían para alcanzar representación parlamentaria en el Reichstag. Hitler se alejó del NSDAP en la primavera de 1921; en junio se trasladó a Berlín, donde parece que dio algunas conferencias, y no regresó a Munich hasta el 11 de julio, justo para anunciar su retirada del partido.

La dirección del NSDAP se encontró ante un desafío superior a sus fuerzas. Nada más conocerse la decisión de Hitler comenzaron a llegar a la sede del partido las renuncias de numerosos miembros y para todos fue evidente que, sin sus discursos y sin los recursos que el pago de las entradas a los mítines proporcionaban al NSDAP, éste volvería a las catacumbas de donde le sacara el iluminado orador. En «ayuda» de la atribulada dirección del partido acudió el escritor Eckart, ofreciendo sus buenos oficios para convencer a Hitler de que volviera al NSDAP. «Claro que -les dijo Eckart- Hitler pedirá algunas modificaciones en el funcionamiento del partido y yo sólo podría mediar en la crisis si están dispuestos a aceptarlas…» Un día tardó en regresar Eckart con la respuesta de Hitler y en ese tiempo centenares de sus incondicionales se pasaron por las oficinas del NSDAP pidiendo su baja. Cuando el escritor les anunció que Hitler estaba dispuesto a volver, los miembros del comité directivo recobraron el color. ¡Sólo pedía la presidencia del partido con poderes dictatoriales! Atrapados en aquel callejón sin salida, cedieron.

La crisis duró unos días. En algunos periódicos se abrieron polémicas entre los partidarios de Drexler y los de Hitler; éste dio el golpe definitivo el 29 de julio. En esa fecha Drexler había convocado un mitin en la cervecería Sternbecker, al que asistían unas docenas de seguidores. Secretamente, Hitler convocó otra reunión en otra sala del mismo establecimiento, donde se reunieron 544 personas. Sus aclamaciones llegaban lejanas a la reunión de Drexler, desde donde podían seguir la marcha del mitin de Hitler, que pedía la presidencia honorífica para Drexler, la prohibición de las fusiones con otros partidos (quien deseara estar junto al NSDAP sería, sencillamente, absorbido), la fijación irrenunciable de Munich como sede del partido y la presidencia con poderes dictatoriales. Sus demandas fueron aprobadas por aclamación a mano alzada, con un solo voto en contra. Hitler tenía su partido y no era ya una formación minúscula: a finales de 1921 el NSDAP contaba, solamente en Munich, con 4.500 afiliados, que se elevarían hasta unos 6.000 en toda Alemania. Drexler fue reducido a simple figura decorativa, luego marginado y, finalmente, olvidado. En los años de lucha por el poder, Drexler decía a quien quería oírle que Hitler le había robado el partido; cuando el NSDAP subió al poder mantuvo sus críticas en tono discreto; murió en 1942, en pleno cenit hitleriano, soñando, quizá, que él hubiera podido ser el Führer.

LA FORJA DEL PARTIDO NAZI

Conforme se ensanchaban sus bases, el Partido Nacionalsocialista se fue volviendo más agresivo. En el otoño de 1921 sus miembros sostuvieron varios altercados con los de otras formaciones: primero, contra los asistentes a un mitin autonomista bávaro, incidente en el que Hitler fue detenido; después, el 5 de noviembre, contra los comunistas en la cervecería Hofbräuhaus, pelea que Hitler relata con tono épico en Mein Kampf y que tendría gran importancia en la historia del partido nazi porque, a raíz de ella, se fundó la Sturm Abteilung (Sección de Asalto), conocida por las siglas SA, verdadero brazo armado del partido, estructurado militarmente por el capitán Röhm. Menos de tres meses después, el 24 de enero de 1922, con ocasión del primer congreso del NSDAP, desfilaron las seis primeras centurias del SA, aún sin uniformar. Pocos meses más tarde este cuerpo paramilitar sumaba un millar de miembros adiestrados y uniformados con pantalón negro, camisa parda y quepis del mismo color. El Partido Nacionalsocialista comenzaba a ser conocido y a causar alarma y Hitler ya reunía a su alrededor a buena parte de los camaradas con los que fundaría el III Reich: Strasser, Streicher, Hans Frank, que se añadían a los Hess, Rosenberg, Röhm, Eckart, etc., y a los que se unirían poco después Goering, Himmler, Neurath…, es decir, la plana mayor de la camarilla nazi.

Entre tanto, Alemania deambulaba de una crisis a otra. Los vencedores en la Primera Guerra Mundial, de acuerdo con el Tratado de Versalles, reclamaban no sólo la reducción de la Reichswehr (ejército del Reich) hasta las cifras estipuladas, sino la supresión de las milicias armadas que pululaban por el país. El presidente Ebert logró su desarticulación en toda Alemania, salvo en Baviera que, apelando a su autonomía, se negó a disolverlas, convirtiéndose así en el refugio de los nacionalistas y militaristas germanos, cuya figura principal era el mariscal Ludendorff. Hitler trató de atraérselos con éxito desigual; nunca mantuvo una relación amistosa con Ludendorff aunque se utilizaron mutuamente en busca de sus fines. Presionado por el Gobierno francés, Ebert logró finalmente el desarme de las milicias en Baviera, pero causó una grave crisis gubernamental en Munich, que permitió a Hitler una gran libertad de acción.

El 15 de abril de 1922 se produjo un hito histórico que dejaría una profunda huella en los años siguientes: el Tratado de Rapallo. Rusia y Alemania firmaron un acuerdo por el que los dos países restablecían sus relaciones diplomáticas, renunciando a cualquier posible reivindicación mutua. Rapallo sería la piedra angular para la recuperación alemana en los años siguientes, pero en la primavera de 1922 nadie supo verlo. Su artífice, el ministro de Exteriores Walter Rathenau, sufrió los reproches de su propio presidente, las críticas de la derecha, del ejército y de los nazis. Se buscó en el origen judío de Rathenau la causa de la venta de Alemania a los judíos comunistas de Moscú; Rosenberg esgrimió triunfante la tesis de que el capitalismo judío y el comunismo judío eran dos caras de la misma moneda.

Mientras este debate calentaba a los alemanes, Hitler ingresaba en prisión, condenado por los incidentes del año anterior contra los autonomistas bávaros. Permaneció en la cárcel entre el 24 de junio y el 27 de julio de 1922. El mismo día en que Hitler entraba en la penitenciaría, el ministro Rathenau fue asesinado por dos ex militares nacionalistas. El atentado conmovió a Alemania y el Gobierno de Berlín logró que el Reichstag aprobase la disolución de todas las organizaciones extremistas y prohibiera el NSDAP, una decisión que Baviera se negó a cumplir, respaldándose en su autonomía. Hitler comenzaba a ser conocido en Alemania y a ser considerado como sumamente peligroso.

De esa peligrosidad se iban a enterar en otoño los habitantes del ducado de Coburgo, que por plebiscito acababa de unirse a Baviera. Para celebrar el acontecimiento político, las autoridades locales invitaron a los líderes de las formaciones políticas bávaras, y a Hitler entre ellos. El NSDAP alquiló un tren en el que trasladó a aquella ciudad a 800 miembros de la SA con una orquesta y docenas de banderas; su desfile, en medio de abucheos del público y de respuestas violentas por parte de los camisas pardas, deslució los actos y multiplicó los desórdenes por toda la ciudad. Los ferroviarios trataron de boicotear su retorno a Munich, pero las amenazas de aquellos matones les atemorizaron y el tren -según Hitler proclamaba muy ufano- salió de la estación de Coburgo con absoluta puntualidad.

Casi al mismo tiempo que los sucesos de Coburgo, en Italia tenía lugar la «Marcha sobre Roma», el 22 de octubre de 1922.

Pese a las reticencias que entre los nacionalsocialistas despertaba Italia, enemiga en la Gran Guerra y anexionista del sur del Tirol, con mayoría de población alemana, el movimiento fascista era visto como un ejemplo a seguir. El 3 de noviembre se escucha por vez primera en un acto del NSDAP: «Lo que un grupo de hombres valerosos ha hecho en Italia puede hacerse aquí. Tenemos en Baviera al Mussolini alemán: ¡Adolf Hitler!»

Por el momento, Hitler se movía en escenarios mucho más modestos. Vivía en una pensión humilde, vestía sin distinción alguna y sus únicos ingresos los conseguía por las conferencias que daba al margen del partido o de donaciones de sus seguidores más entusiastas, fundamentalmente del sexo femenino, sobre el que ejercía un gran influjo. Las mujeres se sentían atraídas por su soltería, su misterio, su creciente popularidad y su mirada. En estos años parece que sostuvo numerosas y efímeras relaciones sentimentales con algunas mujeres de su entorno, pero siempre con tal discreción que no dieron ni ocasión a habladurías. De cualquier forma, se han conservado algunos nombres de auténticas o pretendidas amantes, que el historiador David Lewis se ha encargado de recopilar (La vida secreta de Adolf Hitler): Rose Edelstein, de origen judío, que desapareció en Francia en 1940; Jenny Haugh, con la que mantuvo relaciones sexuales convencionales, hasta que las convirtió en sadomasoquistas y ella le rechazó; Eleonora Bauer, una fornida valquiria con la que, según rumores incomprobables, tuvo un hijo que quedó a cargo del partido, sin reconocimiento paterno; Erna, cuñada de su protector y amigo Hanfstaengl, también sucumbió ante el hechizo del aprendiz de político… Debió tener, sin duda, fama de conquistador pues el diario Münchner Post publicaba el 3 de abril de 1923 que Hitler era «un tenorio a cuyos pies se arrojaban las mujeres más ricas y hermosas».

Mejor conocidas son sus amistades con las esposas de algunos de sus nuevos y ricos amigos, como Elsa Bruckmann, casada con el conocido editor; Helene Bechstein, con el prestigioso fabricante de pianos; Helene Hanfstaengl, con el famoso anticuario; Gertrude von Seidlitz, con un poderoso industrial; Cósima y Winifred Wagner, esposa y nuera del gran compositor; la condesa Reventrow… todas ellas se distinguieron por sus espléndidas donaciones, por su introducción en sociedad o por la protección que le otorgaron en los momentos de apuro. En esta época Hitler aprendía con rapidez no sólo teoría y práctica políticas, sino buenos modos sociales y todas las triquiñuelas imprescindibles para obtener dinero. El NSDAP necesitaba sumas ingentes, sobre todo para pagar, equipar y adiestrar a sus SA, y los ingresos por taquilla a los mítines del Führer eran ínfimos para satisfacer tantas necesidades.

Pero las penurias económicas de Hitler y su partido iban a resultar ridículas en comparación con las de Alemania. El año 1923 se abrió para el Gobierno de Berlín con el problema de los cien mil postes de teléfonos que deberían haberse entregado a Francia el año anterior, entrega no efectuada por falta de existencias. Francia, que suspiraba por la ocasión, denunció el caso ante la Comisión de Reparaciones el 9 de enero de 1923. El día 11 seis divisiones franco-belgas penetraron en la cuenca del Ruhr. Allí estaba el músculo que movía Alemania; dominando aquella región podía desunirse o, al menos, neutralizarse el imperio urdido por Bismarck en el siglo anterior. Alemania reaccionó unánimemente con indignación y con impotencia. El canciller Cuno ordenó a las autoridades y a todos los habitantes del Ruhr que se opusieran a la ocupación francesa con su resistencia pasiva: nada debía hacerse allí que pudiera beneficiar a Francia, la gran región industrial debía paralizarse por completo.

Y así ocurrió, pero si bien Francia no sacó nada en limpio de aquella catástrofe económica, condenó a los habitantes del Ruhr al paro, la miseria y el hambre, hasta el punto de que la mortalidad infantil se multiplicó por diez en esa zona. Sostener esa resistencia pasiva significó para Alemania una de las inflaciones más brutales que recuerda la historia: en febrero, un dólar se cotizaba a 16.000 marcos, en septiembre a 160 millones, en noviembre a 130.000 millones. Una jarra de cerveza costaba diez mil millones de marcos y un almuerzo suponía acudir al restaurante con un gran saco de dinero, salvo que se poseyeran marcos oro o divisas extranjeras. El papel no valía nada, los billetes eran cada vez de menor tamaño, peor impresión y cifras más elevadas. Las actividades económicas resultaban casi imposibles en aquellas circunstancias.

La reacción de Hitler ante la ocupación francesa del Ruhr fue ambigua. Clamó contra el atropello, pero se negó a unirse a las manifestaciones patrióticas que proliferaron por aquellos días, ya que le pareció más rentable culpar al Gobierno de Berlín y resaltar la inutilidad de la resistencia pasiva. Su actitud suscitó sospechas en algunos sectores e, incluso, se le acusó abiertamente de estar a sueldo de los franceses. Pero nunca se pudo probar nada; más aún, interpuso una docena de denuncias por calumnias y ganó todos los casos. Esta tibia postura hizo pensar a sus críticos que, finalmente, Hitler había dado un grave paso en falso: craso error, porque en el verano de 1923 el NSDAP alcanzaba los 26.000 afiliados y las SA disponían de 1.800 hombres uniformados e instruidos.

En esos meses los nazis pusieron de moda los Deutsche Tage, los días de Alemania que, a imitación de lo ocurrido en Coburgo, consistía en trasladar a una ciudad bávara un importante número de miembros de las SA, que desfilaban el sábado por la tarde con banderas desplegadas al son de músicas militares, suscitando el entusiasmo o el temor entre los ciudadanos y respondiendo con suma violencia a cualquier tipo de insulto o desaprobación explícita; por la noche había desfile de antorchas y cánticos nacionalistas; el domingo, nuevos desfiles militares antes de los oficios religiosos y, a mediodía, discursos políticos de los jefes locales o del propio Hitler. El más famoso de estos «días de Alemania» fue el de Nuremberg, el 2 de septiembre de 1923, en el que Hitler reunió en seis concentraciones a más de cien mil simpatizantes.

Este éxito y el caos económico y político en el que se debatía Alemania convencieron a Hitler de que había llegado el momento de llevar a cabo su marcha sobre Berlín. En el otoño de 1923 comenzó a conseguir ayudas importantes de grandes magnates, que empezaban a verle como la posible solución al caos imperante en el país. El barón Fritz Thyssen, considerado el hombre más rico de Alemania, escuchó a Hitler en un mitin y quedó «impresionado por sus dotes oratorias, su capacidad para conmover a las masas y por el orden militar que reinaba entre sus afiliados». No fue una impresión baladí, pues el barón entregó al mariscal Ludendorff 100.000 marcos oro para que se los hiciera llegar al líder nazi; la cifra equivalía a unos 12.000 dólares, una auténtica fortuna en aquella Alemania. Por esos meses Hitler viajó a Suiza, donde la próspera comunidad alemana recaudó para él 33.000 francos suizos. En Checoslovaquia, las minorías germanas también se sintieron conmovidas y le enviaron una importante suma de coronas. La baronesa Seidlitz puso a disposición del NSDAP la mitad de su considerable hacienda.

Esas cifras terminaban en las SA, un pozo sin fondo que Hitler alimentaba e incrementaba porque era la punta de lanza del partido, la expresión de su propia fuerza, la masa organizada y disciplinada que expresaba mejor que las palabras la consigna de «¡Alemania, en pie!» y el ejército con el que pensaba conquistar Berlín. Otra de las simas del partido era su periódico, el Völkischer Beobachter (El Observador del Pueblo). Hitler, escasamente inspirado por la pluma, no le hacía especial caso. Sin embargo, comprendía que era imprescindible disponer de un medio de expresión escrito, aunque sólo fuera para insultar y calumniar a sus enemigos y para denunciar los porcentajes de sangre judía de algunos personajes, lo que les hacía inmediatamente sospechosos de estar vendiendo Alemania a los bolcheviques o al capitalismo francés y anglosajón.

FRACASO DE NOVIEMBRE

En el verano de 1923 la vida era casi imposible en Alemania. Inflación, paro, hambre, caos político e intentos secesionistas estaban destruyendo a la clase media, a la burguesía, el comercio y la industria del país y llevaban la República al colapso. El 10 de agosto dimitió el canciller Cuno y fue sustituido por Gustav Stressemann, que formó una gran coalición con los populistas, el Centro (Zentrum, mayoritariamente católico) y los socialdemócratas. El regreso de éstos al Gobierno irritó a los conservadores gobernantes en Munich y entregó a Hitler nueva munición dialéctica, sobre todo cuando una de las primeras medidas de Stressemann fue terminar con la resistencia pasiva, cuyo precio había sido la locura inflacionista: Hitler podía presumir de haber tenido razón al no apoyar aquella política que había arruinado al país y regocijarse de que el empobrecimiento de las clases medias alemanas estuviera nutriendo sus filas de gentes desengañadas de la República democrática y con ansias de revancha económica y política.

Sin embargo, no todo iba a ser ventajoso para el NSDAP. Previendo disturbios al cambiar la política de la resistencia pasiva, en Baviera se llamó nuevamente al poder al duro conservador Von Kahr, cuyas veleidades monárquicas, unidas a su energía, le convertían en un difícil obstáculo para los intereses de Hitler, que escribió poco después: «[…] Fue un duro golpe […] La situación, que tan favorable nos era veinticuatro horas antes, cambió radicalmente.»

La formación del Gobierno bávaro de Von Kahr supuso, también, un grave revés para Berlín: los problemas serían inevitables. Efectivamente, el primer conflicto estalló inmediatamente después y con Hitler de por medio. Por cuarta vez después del final de la guerra fueron suspendidas las garantías constitucionales para afrontar la grave situación; los poderes gubernamentales fueron concedidos al ministro de Defensa, Otto Gesler, cuyo brazo derecho era el general Hans von Seeckt. Se daba la circunstancia de que Hitler había sido desairado por Von Seeckt pocos meses antes y halló en esta ocasión la forma de pasarle factura: en un artículo de su periódico, el Völkischer Beobachter, denunciaba al general como dictador judaizante -estaba casado con una mujer de origen hebreo- por lo que, naturalmente, se rendía a Francia, en vez de combatir por la integridad de la patria alemana.

El asunto se convertiría en problema nacional: el ministro de Defensa, Gesler, ordenó al general Von Lossow- jefe de la Reichswehr en Baviera- que secuestrara los ejemplares y cerrase el periódico nazi. Von Lossow lo consultó con Von Kahr y éste decidió que ninguna publicación bávara sería clausurada por orden de Berlín. Eso significó el enfrentamiento dentro de la Reichswehr, el peligro de confrontación civil entre el ejército del país y el de Baviera. Muchas unidades militares acantonadas en suelo bávaro apoyaron a Von Lossow, pero otros comandantes permanecieron fieles a Berlín. Hitler se había salvado esta vez porque Von Kahr estaba dispuesto a defender contra viento y marea la autonomía de Baviera, pero no porque confiara en Hitler; el general Von Lossow, que tampoco se fiaba de él, escribiría: «Tuve una serie de entrevistas con Hitler en primavera (se refiere a la de 1923) y las reanudamos en otoño, pero la fuerte impresión inicial que causó en mí fue disipándose poco a poco por la reiteración de las ideas en sus interminables discursos…» Por otro lado, el general advirtió que Hitler elevaba rápidamente sus objetivos:

«… Me dijo en primavera que no le animaban intereses personales y que estaba satisfecho de ser la caja de resonancia de un movimiento de regeneración nacional. Sin embargo, en otoño ya se creía el Mussolini alemán, el Gambetta alemán y sus seguidores estaban a punto de considerarle el Mesías alemán.»

Y es que los tiempos en Alemania propiciaban las esperanzas de un mesías político: a la rebeldía bávara y a la división militar se unirían inmediatamente la proclamación de la República independiente de Renania y de la República autónoma del Palatinado; los comunistas se sublevaban en Hamburgo y eran admitidos en los gobiernos de Sajonia y Turingia, donde surgían milicias obreras y se desarmaba al ejército. En esta crítica situación los socialdemócratas abandonaron el gabinete y los conservadores de toda Alemania comenzaron a suspirar por una dictadura apoyada en el ejército. La decisión estaba pendiente de un hilo el 4 de noviembre de 1923, pero no se produjo. El martes, 6 de noviembre, los dirigentes de las ligas paramilitares de Baviera fueron reunidos por Von Kahr, el general Von Lossow y el jefe de la policía bávara, coronel Von Seisser, para comunicarles que se les prohibía tajantemente toda actuación político-militar.

Hitler, que asistió a la reunión, se comprometió, como los demás jefes de las milicias, a no realizar ningún intento golpista pero, en vista de la indignación de muchos de los reunidos, decidió saltarse la orden, confiando en atraerse a los descontentos. El miércoles 7 de noviembre, reunió a Goering, jefe de las SA, Scheubner-Richter, Röhm, Kriebel, Weber, Rosenberg y algunos fieles más y les expuso su plan para apresar al Gobierno bávaro y, seguidamente, sublevar a la guarnición y organizar a las fuerzas paramilitares -empleando a las SA como núcleo- para marchar sobre Berlín. La ocasión elegida fue la reunión política convocada por Von Kahr en la cervecería Bürgerbräukeller, a la que fueron invitados cerca de tres mil muniqueses pertenecientes a los estamentos sociales más influyentes en la ciudad.

A las 20.45 h del 8 de noviembre de 1923, bajo una ligera nevada, el Mercedes rojo del partido que utilizaba Hitler, conducido por Ulrich Graf, se detuvo ante la Bürgerbräukeller y de él descendieron Hitler, Goering, Graf, Amman y Rosenberg; en otros coches les seguía media docena de guardaespaldas y una compañía de las SA. Franquearon sin problemas los cordones del servicio de orden y penetraron en el gran recinto, donde rollizas muchachas, vestidas con trajes regionales bávaros, repartían jarras de cerveza a los asistentes. Von Kahr tenía el turno de palabra cuando, al observar un movimiento inesperado en la sala, interrumpió su discurso para comprobar qué estaba ocurriendo; de pronto vio ante sí a Hitler, que llevaba una pistola con la que disparó hacia el techo reclamando silencio. Subió al estrado que acababa de abandonar Von Kahr y gritó:

«¡La revolución nacional ha estallado! El edificio está rodeado por seiscientos hombres armados. Si el orden no se restablece inmediatamente, se montará una ametralladora en esta sala […] Los gobiernos de Baviera y del Reich han sido derrocados y se va a formar un Gobierno provisional del Reich.»

Anunció luego que los cuarteles del ejército y de la policía habían sido ocupados y que tropas, con la esvástica en sus uniformes, convergían sobre Munich. Los asistentes estaban atónitos, pero no tenían más remedio que creer lo que se les decía desde la tribuna, a la que también había subido Goering con un revólver en la mano; por la sala circulaban armados los camisas pardas y los matones nazis y no cesaba el estruendo de las jarras de cerveza destrozadas al caer al suelo.

Hitler obligó a Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser a acompañarle a una habitación próxima, mientras Goering acallaba cualquier protesta con otro disparo al techo. Los tres prisioneros de Hitler, que mantenía su pistola en la mano, escucharon asombrados cómo allí mismo constituía un Gobierno provisional: Von Kahr mantendría su posición en Baviera; Von Lossow recibiría el ministerio de Defensa; Von Seisser se haría cargo de la policía estatal; Ludendorff -al que se esperaba en cuestión de minutos- sería el nuevo general en jefe de la Reichswehr y él, Adolf Hitler, asumiría la Cancillería del Reich. Atónitos y escépticos, los tres prisioneros se negaron a aceptar lo que se les proponía; trataban de ganar tiempo y cuchicheaban entre sí intercambiando opiniones. «Sigamos la comedia», parece que dijo el general Von Lossow. Esa postura sacó de quicio a Hitler, que les dejó custodiados y regresó a la sala.

Tenía un aspecto un tanto ridículo: se había quitado la trinchera, bajo la que llevaba un chaqué que le estaba grande y le hacía parecer un «cobrador de impuestos vestido el domingo con su mejor traje… o ese tipo de novio bávaro de pueblo que se puede ver en las fotografías». Sólo su Cruz de Hierro de primera clase, prendida en el pecho, infundía respeto. Sin embargo, cuando comenzó a hablar captó la atención de los reunidos y arrancó una salva de aplausos al anunciar la composición del nuevo Gobierno. La situación se hizo aún más creíble cuando en la gran sala penetró el mariscal Ludendorff, que ignoraba lo que estaba ocurriendo y a última hora había sido llevado hasta la cervecería por Scheuner-Richter. Sonaron nuevos aplausos y sonoros Heil!, que llegaban hasta la habitación donde eran custodiadas las autoridades de Baviera, sumiéndolas aún en mayor confusión.

Minutos después penetraron en la habitación Hitler y Ludendorff. Al ver entrar al mariscal, los tres detenidos se levantaron y los dos militares hicieron chocar sus tacones. Ludendorff les manifestó que estaba tan sorprendido como ellos, pero que la situación de emergencia nacional que vivía Alemania aconsejaba tomar una decisión radical, por lo que les recomendó que se unieran al putsch. Los militares se pusieron a las órdenes de Ludendorff y Von Kahr, tras algunas vacilaciones, aceptó la nueva situación. Todos juntos comparecieron minutos después en la sala y fueron vitoreados por los asistentes. Hitler subió nuevamente al estrado y se dirigió a los reunidos:

«Voy a cumplir el juramento que me hice a mí mismo hace cinco años cuando era un pobre ciego inválido en un hospital militar: no descansar hasta lograr la caída de los verdugos de noviembre, hasta que sobre las ruinas de la infeliz Alemania de hoy surja una vez más un país poderoso, grande, libre y lleno de esplendor.»

Los aplausos atronaron la sala y todos en pie entonaron el Deutschland über Alles. A las 22.30 h, tras dar su palabra de ser fieles a la «revolución», Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser abandonaron la sala mientras Hitler recibía las felicitaciones de sus amigos y los asistentes se perdían en la helada noche de Munich.

Hitler parecía haber triunfado pero, a partir de ese momento, la situación se le escapó de las manos. Evidentemente, tanto él como sus colaboradores eran unos revolucionarios inexpertos: no habían ocupado la central de teléfonos; no habían notificado sus planes a todas las secciones del partido en otras ciudades para que intentasen sublevar guarniciones y controlar las comunicaciones; no eran dueños de los cruces de carreteras, ni de los puentes, ni de los ferrocarriles; no habían logrado tomar los cuarteles del ejército, ni las comisarías de policía… En suma, tenían en la ciudad centenares de patrullas, con unos tres mil hombres en total y sólo disponían de la sede del Ministerio de Defensa, donde Röhm se había atrincherado. En su ingenuidad esperaron a la mañana siguiente para saber dónde estaban Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser, a los que permitieron maniobrar libremente durante diez horas.

Lo primero que las autoridades bávaras hicieron al abandonar la cervecería fue acudir a sus despachos para enterarse de cómo estaba la situación y, al comprobar que el control de Hitler sobre policía y ejército era mínimo, los tres se reunieron en los cuarteles de un regimiento de infantería. Desde allí pidieron refuerzos a las guarniciones de las ciudades vecinas, coordinaron la actuación de policías y soldados y, a las 2.55 h de la madrugada del 9 de noviembre emitieron una proclama por Radio Munich en la que repudiaban el putsch, aclarando que su inicial adhesión había sido conseguida bajo amenazas. Esa madrugada, mientras los nazis detenían al alcalde de la ciudad, saqueaban la redacción del diario Münchner Post y robaban 15 trillones de marcos de una imprenta, Von Kahr ordenaba la impresión de varios millares de carteles que reproducían el comunicado emitido por radio y condenaban el golpe de Hitler; Von Seisser tomaba medidas para que la policía fijara los carteles y cortara las principales carreteras de acceso a Munich, deteniendo a cuantos nazis pretendieran penetrar en la ciudad; Von Lossow coordinaba la actuación de la Reichswehr y a las 5 de la madrugada envió un mensaje al mariscal Ludendorff, pidiéndole que depusiera su actitud golpista, puesto que el ejército apoyaba al Gobierno.

Cuando amaneció el 9 de noviembre húmedo y frío, las cosas estaban claras. Incluso Hitler, que había asistido paralizado al viraje de la situación, advirtió que su golpe era un fracaso: no se le ocurrió, sin embargo, pegarse un tiro, tal como asegurara la víspera en la Bürgerbräukeller, sino que propuso retirarse hacia Rosenheim para concentrar allí a sus huestes y regresar luego a Munich. Ludendorff le convenció de que aquel plan carecía de toda viabilidad; si alguna posibilidad tenían aún de éxito era en Munich y cuanto antes mejor. El mariscal propuso marchar hacia el cuartel general de Von Lossow, al que avergonzaría por haber roto su palabra y a cuyos soldados estaba seguro de poder arrastrar hacia el bando sublevado.

Los enlaces de las SA se movieron aprisa y poco después de las 11 de la mañana partió desde la cervecería Bürgerbräukeller la comitiva nazi, compuesta por unos tres mil hombres, armados en su mayoría. En primera fila marchaban Ludendorff, con el atuendo de campo que tenía la víspera; Hitler, Scheubner-Richter, Ulrich Graf, Weber, Feder, Kriebel; en la segunda, Rosenberg, Albrecht von Graefe, Streicher, Goering, Drexler; luego Hess, Amman, Strasser, Frick, etc. La impresionante comitiva, que enarbolaba numerosas banderas con la esvástica, avanzaba deprisa entonando canciones de marcha. Balcones y ventanas se abrían a su paso y algunos transeúntes les vitoreaban e, incluso, se unían al tropel. El primer obstáculo les esperaba en forma de cordón policial en el puente Ludwig, sobre el río Isar, pero los policías bajaron sus armas al identificar a Ludendorff, cuyas zancadas apenas podía seguir Hitler.

Marcharon seguidamente hacia la Odeonplatz, pero debieron cambiar varias veces de itinerario para no chocar con los fuertes contingentes policiales que impedían la entrada en la plaza. La tensión era extraordinaria. Del cercano Ministerio de Defensa, defendido por Röhm y cercado por fuerzas del ejército desde primeras horas de la mañana, llegaba el ruido de algunos disparos, que hirieron a varios soldados de la Reichswehr y mataron a uno de los sediciosos. Aplausos, vítores, maldiciones, canciones nazis, gritos de «¡alto!», ecos de disparos, acompañaban al empeño nazi por entrar en la plaza, atravesando la estrecha Residenzstrasse; la policía les esperaba al final de la calle con las carabinas en posición de fuego.«¡No disparéis, su excelencia el mariscal Ludendorff está aquí!», gritaban desde las primeras filas de la comitiva, pero sirvió de poco porque acto seguido una cortina de plomo barrió la Residenzstrasse. Aún no está claro quién comenzó el fuego, pero iniciado el tiroteo quienes salieron mejor librados fueron los policías, que tenían a los nazis en el punto de mira de sus armas.

Muchos cayeron abatidos por los disparos, heridos por rebotes y esquirlas de piedra o arrollados por los que rompieron a correr en busca de refugio. Sólo dos hombres se mantuvieron en pie, marchando hacia el cordón policial, desafiando la lluvia de balas, que duró apenas 30 segundos: el mariscal Ludendorff y su ayudante, el mayor Streck; ambos penetraron en la Odeonplatz, pasando junto a los atónitos policías, y se detuvieron junto al monumento a los héroes alemanes. Nadie les había seguido y poco después fueron cortésmente detenidos por la policía. Entre tanto, la confusión era formidable en la Residenzstrasse. La policía atendía a los heridos y recogía a sus tres muertos y a los 16 que se habían producido en las filas nazis y perseguía a los que huían en medio del caos, aumentado por algunos disparos sueltos. Entre los muertos estaban el vicepresidente del NSDAP, Oskar Kroner, y los dos correligionarios que marchaban junto a Hitler, Scheubner-Richter y Ulrich Graf. Puede decirse que ambos salvaron la vida al futuro Führer: Graf, que se había adelantado, cubrió a Hitler con su cuerpo, mientras que Scheubner-Richter, que le cogía del brazo, le arrastró hasta el suelo al caer mortalmente herido. En aquella confusión, Hitler logró levantarse y huir, refugiándose en la residencia de los Hanfstaengl, en los alrededores de Munich; estaba cubierto por la sangre de sus amigos y se había dislocado un hombro en su caída. Otro de los dirigentes del NSDAP que pudo haber muerto en aquella jornada fue Goering: resultó gravemente herido y fue retirado de la refriega por sus camaradas; su esposa logró llevarle hasta Austria.

Hitler permaneció dos días refugiado en casa de los Hanfstaengl, padeciendo fuertes dolores en su hombro dislocado, que no hubo manera de reducir allí; sufría, también, una fuerte crisis nerviosa y hablaba de quitarse la vida aunque, finalmente, le convencieron de que lo mejor era que se refugiase en Austria durante algún tiempo. En la noche del 11 de noviembre, cuando esperaba el automóvil que le sacaría de Munich, la policía llegó al refugio de Hitler con una orden de registro, que no fue necesario porque se entregó inmediatamente y sin oponer resistencia. Horas antes, presintiendo que sería arrestado, dictó su primer testamento; en él dejaba a Rosenberg la jefatura del partido, Amman sería su ayudante en jefe y, junto a ellos, Esser y Streicher compondrían un cuadrunvirato que regiría los destinos del NSDAP, con Hanfstaengl como tesorero.

¡Cuántas vueltas había dado la vida desde entonces! ¡Qué extraordinario cambio había experimentado el mundo desde aquel ya lejano noviembre de 1923 hasta el 29 de abril de 1945! Sin embargo, veintidós años más tarde, Hitler, acosado como entonces, amenazado como entonces, dictaba nuevamente su testamento. ¡Pero no era como entonces!, ¡lamentablemente, no era como entonces! En 1923 era joven, tenía treinta y cuatro años, y estaba refugiado en el ático del chalet de los Hanfstaengl, desde donde veía caer la nieve mansamente, rodeado de silencio y atendido solícitamente por Frau Hanfstaengl, que estaba embarazada. De la cocina ascendían hasta el ático los penetrantes y deliciosos aromas de sus guisos y, ciertamente, temía morir porque la policía verde de Munich tenía fama de violenta y su jefe, Von Seisser, tendría ganas de vengarse y es muy posible que ordenara que le liquidaran pretextando su resistencia o su fuga. Pero lo de ahora, lo de abril de 1945, era mucho peor: se había convertido en un viejo prematuro de cincuenta y seis años, encerrado en un búnker que amenazaba con enterrarle vivo bajo el impacto de las granadas soviéticas; el ambiente era húmedo; el aire, maloliente; las habitaciones, pequeñas; los muebles, miserables; y el enemigo se acercaba implacable. Hitler miró a Frau Junge, pálida y ojerosa a aquellas horas de la madrugada, y abandonó sus recuerdos para concentrarse nuevamente en su testamento, que esta vez sería el definitivo:

«… Sólo tres días antes de que estallase la guerra germano-polaca propuse al embajador británico en Berlín una solución, similar a la adoptada en la zona del Sarre, que había estado durante años bajo control internacional. Nadie podrá negar la existencia de esta oferta, que fue rechazada porque los responsables de la política del Reino Unido querían la guerra, en parte por motivos económicos y, en parte, manipulados por la propaganda del judaísmo internacional.

»Pero yo dejé bien claro que si los pueblos europeos eran tratados como simples paquetes de acciones por estos traficantes internacionales de las finanzas, el pueblo que tiene la culpa de esta guerra asesina tendría que responder de ella: ¡los judíos! También dejé claro que esta vez no permitiríamos que millones de niños europeos de ascendencia aria murieran de hambre, o que millones de hombres entregaran su vida en los campos de batalla, o que cientos de millares de mujeres y niños perecieran víctimas de los bombardeos sobre las ciudades, sin que el verdadero responsable sufriera el merecido castigo, aunque de una forma más humana.

»Después de seis años de guerra, que pasará a la historia como la manifestación más valerosa de la voluntad de vivir de un pueblo, no puedo abandonar la capital del Reich. Puesto que nuestras fuerzas son demasiado escasas para que puedan prolongar mucho su resistencia ante un enemigo superior, y puesto que la resistencia individual no tiene sentido alguno frente a miserables canallas, deseo compartir la misma suerte que han elegido millones de mis compatriotas y permaneceré en esta ciudad. Por otro lado, no quiero caer en manos del enemigo para servir de espectáculo a las masas movidas por el odio y manipuladas por los judíos.

»Por tanto, he decidido permanecer en Berlín y elegiré voluntariamente la muerte en el preciso instante en que no pueda ya defender los cargos de Führer y de canciller. Marcho alegre hacia la muerte, siguiendo el ejemplo del inmenso valor dado por nuestros soldados en el frente de batalla, de nuestras mujeres, campesinos y trabajadores en la retaguardia y la contribución, excepcional en la historia, de la juventud que lleva mi nombre.

»Otros hombres y mujeres valerosos han decidido unir su destino al mío. Les he pedido y, finalmente, ordenado que no lo hagan, sino que combatan por nuestra nación hasta el fin. En este mismo sentido pido a los jefes del Ejército, de la Marina y de la Aviación que estimulen con todos sus medios el espíritu de resistencia de los soldados fieles al nacionalsocialismo, recalcando que yo mismo, como fundador y creador de este partido, prefiero la muerte a una deshonrosa huida o a la capitulación.

»¡Ojalá que en el futuro forme parte del código del honor -como ocurre ya en la Marina- que la rendición de una zona o de una ciudad sea cuestión innegociable! Los jefes, en especial, deben dar un hermoso ejemplo de fidelidad al deber hasta la muerte.»

Hitler se pasó un pañuelo por el rostro, enjugando el sudor. Hacía un calor húmedo en el búnker, cuyos muros, terminados poco antes de su ocupación, rezumaban agua. Pensó que, lamentablemente, muchos jefes alemanes no habían estado a la altura de lo que el III Reich esperaba de ellos. No habían resistido hasta la última bala, como Von Paulus, que se rindió en Stalingrado con más de cien mil hombres capaces aún de seguir luchando unos días más, o quizá algunas semanas; o no habían sido suficientemente duros como lo exigía la situación: ¿por qué Kesselring no defendió Roma calle por calle, casa por casa? ¿Acaso en nombre de la cultura? Nerón tuvo menos remilgos con su capital. ¿Por qué Von Choltitz no hizo arder París por los cuatro costados? Era imposible ganar la guerra si cualquier general decidía, por su cuenta, lo que había o no había que hacer. No, él, Hitler, no había perdido la guerra; la guerra la habían perdido un hatajo de ineptos indisciplinados y la guerra la había perdido Alemania, incapaz de afrontar el conflicto con el espíritu indomable que era imprescindible para vencer en las grandes empresas. Alemania y su ejército habían sido indignos de él, incluso aquellos a los que más había querido, en los que más había confiado, acababan de demostrarle lo poco que valían… y no se trataba sólo del loco de Rudolf Hess, que había volado hasta Inglaterra en 1941 pretendiendo lograr una paz por separado y poniéndole en ridículo; lo peor era la traición de Goering, al que todo se lo había consentido y al que todo se lo había perdonado, pese a sus reiterados fracasos al mando de la Luftwaffe. Aún más dolorosa le resultaba la defección de Himmler, el jefe de sus SS, en cuya capacidad y fidelidad había creído hasta el último minuto. ¡Miserables, su cólera les perseguiría hasta el infierno…!

Su palidez se había tornado verdosa a causa de la ira. El brazo izquierdo le temblaba violentamente y tuvo que asirse a la mesa para sostenerse en pie. Miró a Frau Junge y continuó dictando la segunda parte de su testamento político, que era donde tomaría sus disposiciones:

«Antes de morir, expulso del partido al antiguo Reichsmarschall Hermann Goering y le retiro todos los derechos que pudieran corresponderle en virtud del decreto de 29 de junio de 1941 y de mi declaración del Reichstag de 1 de septiembre de 1939. En su lugar, nombro presidente del Reich y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas al gran almirante Doenitz.

»Antes de morir, expulso del partido y de todos sus cargos oficiales al antiguo Reichführer de las SS y ministro del Interior, Heinrich Himmler. Para sustituirle designo al Gauleiter Karl Hanke como jefe de las SS y de la policía alemana y al Gauleiter Paul Giesler, ministro del Interior del Reich.

»Goering y Himmler, por sus negociaciones secretas con el enemigo, sin mi aprobación ni permiso, y por sus criminales intentos de apoderarse del Gobierno del Reich, al margen de su traición hacia mí, han cubierto de irreparable deshonor a todo el país y a su pueblo.

»Con objeto de dar a los alemanes un gobierno formado por hombres honestos, que cumplirán con su deber de continuar la guerra con todos los medios y fuerzas posibles, yo, como Führer de Alemania, nombro a los siguientes miembros del nuevo Gobierno:

Presidente del Reich, Doenitz

Canciller del Reich, Dr. Goebbels

Ministro del Partido, Bormann

Ministro de Asuntos Exteriores, Seyss-Inquart

Ministro del Interior, Giesler

Ministro de la Guerra, Doenitz

Comandante en Jefe del Ejército, Schoerner

Comandante en Jefe de la Marina, Doenitz

Comandante en Jefe de la Aviación, Greim

Reichführer de las SS y Jefe de la Policía, Hanke

Economía, Funk

Agricultura, Backe

Justicia, Thierack

Cultura, Dr. Scheel

Propaganda, Dr. Naumann

Finanzas, Scheverin-Krossigk

Municiones, Saur

Trabajo, Kupfauer

Jefe del Frente del Trabajo Alemán y miembro del Gabinete del Reich y Ministro del Reich, Dr. Ley.

»Varios de estos hombres, como Martin Bormann, el doctor Goebbels, etcétera, han decidido por propia voluntad y la de sus esposas permanecer a mi lado y no abandonar la capital del Reich bajo ninguna circunstancia, disponiéndose a morir junto a mí. Sin embargo, debo pedirles que obedezcan mis deseos y que coloquen los intereses de la nación por encima de sus sentimientos. Por su trabajo y lealtad, permanecerán junto a mí incluso después de mi muerte y espero que mi espíritu continúe a su lado y les acompañe por siempre. Deseo que se muestren duros, pero no injustos y, sobre todo, que jamás permitan que el miedo dirija su conducta y que sitúen el honor de la nación por encima de todas las cosas de este mundo. Finalmente, quiero que tengan conciencia de que nuestra misión de construir un Estado nacionalsocialista representa la labor de los futuros siglos, lo que nos coloca a cada uno de nosotros en la obligación de servir al bien común, subordinando a éste nuestros intereses personales. Pido a todos los alemanes, a todos los nacionalsocialistas, a hombres y mujeres y a todos los soldados de las Fuerzas Armadas, que permanezcan fieles y obedientes hasta la muerte al nuevo Gobierno y a su Presidente.

»Encargo en especial a la jefatura de la nación y a sus subordinados la observancia estricta de las leyes raciales y la resistencia implacable contra los envenenadores universales de todos los pueblos: el judaísmo internacional.

»Dado en Berlín, a 29 de abril de 1945, 4 h de la mañana.»

Hitler suspiró profundamente, luego dijo a Frau Junge que pasase a máquina sus notas taquigráficas. La secretaria cumplió el encargo rápidamente y menos de una hora más tarde entregó diez cuartillas mecanografiadas. Hitler avisó a Bormann, a los generales Burgdorf y Krebs y al doctor Fuhr, subsecretario de Goebbels, para que firmasen el testamento político, mientras que Bormann, Goebbels y Von Below signaban el testamento privado.

Goebbels leyó apresuradamente el testamento político de Hitler y se alejó discutiendo con él las órdenes de continuar combatiendo. Le dijo al Führer que Magda y él habían decidido morir junto con sus hijos inmediatamente después de que lo hiciera el Führer. Éste, terriblemente agotado por la larga jornada y las últimas emociones, cortó la conversación y entró en su dormitorio. Eva ya se había retirado hacía casi dos horas y dormía agitadamente. Por fortuna, la artillería soviética se había tomado un respiro y el búnker había dejado de vibrar. La batalla que se libraba en las calles de Berlín a base de armas ligeras, bombas de mano, lanzallamas y Panzerfausten apenas era un lejano eco. Cuando Hitler se fue a dormir, los habitantes del segundo sótano del búnker aprovecharon para irse también a la cama, dando por concluido aquel interminable día de trabajo. Pero no todos se retiraron a descansar: Goebbels, que no quedó satisfecho tras su breve conversación con Hitler, permaneció en vela y esa misma madrugada redactó el siguiente anexo al testamento de Hitler:

«El Führer me ha ordenado abandonar Berlín, en el caso de que sucumba la defensa de la capital del Reich, para que tome parte importante en el nuevo Gobierno constituido por él.

»Por primera vez en mi vida he de rehusar categóricamente obedecer una orden del Führer. Mi esposa e hijos adoptan mi misma postura. Si no lo hiciera así (aparte de que nuestros sentimientos de humanidad y de lealtad nos impidan abandonar al Führer en el momento de dolor supremo), me consideraría durante el resto de mi vida un traidor y un canalla, que habría carecido de respeto hacia mí mismo y que sería inmerecedor del respeto de mis compatriotas, un respeto sin el cual no puedo prestar servicio alguno a la reconstrucción futura de Alemania y del Reich.»

Reitera Goebbels en los siguientes párrafos sus argumentos para seguir a Hitler tras su suicidio: lealtad en tiempos difíciles, lección contra los traidores, ejemplo para el futuro…

«Siempre se encontrarán hombres que conduzcan la nación hacia la libertad. Pero la reconstrucción de nuestra vida nacional sería imposible si no se basase en claros ejemplos fácilmente comprensibles. Por todo esto, junto a mi esposa y en nombre de mis hijos, que aún son demasiado pequeños para hablar por sí mismos, pero que adoptarían esta decisión si tuviesen edad para hacerlo, formulo mi inalterable decisión de permanecer en la capital del Reich y de quedarme junto a mi Führer, concluyendo así una vida que no tendría sentido alguno si no puedo ofrecérsela, permaneciendo junto a él.»

Goebbels firmaba esta carta a las 5.30 h de la madrugada del 29 de abril de 1945. El hábil propagandista había valorado correctamente la situación: la guerra estaba perdida, la formación del nuevo gabinete era inicialmente improbable y, finalmente, inútil. Los aliados pasarían a los vencidos las terribles cuentas de sus acciones. Goebbels era culto e inteligente, sabía de Literatura, de Filosofía, de Historia y de Política: si en 1918, rindiéndose los alemanes sobre suelo francés y sin haber cometido desmanes destacables, aparte de los habituales estragos de la guerra, exigieron los vencedores la entrega de casi un millar de responsables de crímenes de guerra, ¿qué no harían ahora, tras el descubrimiento de la barbarie nazi en los países conquistados y después de haber hallado el espantoso secreto de los campos de exterminio? Hitler quizá lograse autoengañarse, pero él ni era un iluso para hacerlo ni un desinformado para olvidarse. En su Ministerio de Información, pese a la batalla de Berlín y a las enormes destrucciones, seguían funcionando algunos teléfonos y continuaban llegando los telegramas de las agencias de prensa internacionales y sabía muy bien el revuelo que se estaba formando en el mundo tras el descubrimiento de los campos de exterminio de Polonia, Austria y Prusia. Conocía, además, con suma precisión las decisiones que los aliados habían tomado en sus numerosas conferencias internacionales sobre los responsables del III Reich. No había salida. Los grandes jerarcas nazis serían hechos prisioneros, juzgados, expuestos a la burla mundial y, seguramente, ejecutados de la manera más infamante posible. No estaba dispuesto a pasar aquel trago, ni a pensar en su esposa, la bella Magda, a merced de la soldadesca soviética, ni quería que sus hijos tuvieran que soportar de por vida el estigma de haber tenido como padre a una de las «bestias negras» nazis, como seguramente le señalaría la propaganda de los vencedores.

Otro que no podía dormir aquella madrugada era Martin Bormann. Tosco y ambicioso, Bormann había escalado en aquellos últimos días algunos peldaños más en sus aspiraciones; caídos en desgracia Goering y Himmler era, junto a Goebbels, la jerarquía más elevada del régimen. El cargo de jefe del partido que Hitler le otorgaba en su testamento era, a final de cuentas, la primera magistratura de Alemania. Al almirante Doenitz se le había designado presidente porque disponía del suficiente carisma como para hacerse seguir por el ejército; el almirante era necesario en aquellos momentos, pero políticamente él, Bormann, era el sucesor de Hitler, de modo que comenzó a dar órdenes. Lo primero era limpiar la cúpula nazi de traidores, lo segundo, continuar la guerra. Así, aquella madrugada aún enviaba telegramas al cuartel general de Doenitz en Flensburg:

«… La prensa extranjera informa sobre nuevas traiciones. El Führer espera que reaccione usted con la rapidez del rayo y con la dureza del acero contra los traidores de la zona norte. No tenga ni temor ni favoritismos. Schoerner, Wenck y todos los demás jefes deben demostrar ahora su lealtad al Führer acudiendo en su auxilio lo antes posible.»

Aún envió otro mensaje más comprometedor y seguramente sin conocimiento de Hitler. Iba destinado a sus subordinados en Berchtesgaden, que desde el día 23 por la noche custodiaban al «traidor» Goering y a sus ayudantes: «La situación en Berlín es más tensa y difícil. Si Berlín y nosotros caemos, los traidores del 23 de abril deben ser exterminados. ¡Cumplid con vuestro deber! ¡Vuestra vida y honor dependen de ello!» Este telegrama llegó a su destino el día 30 de abril, pero el comandante de la prisión en la que estaba encerrado el mariscal del Aire se negó a ejecutar las órdenes de Bormann. Claro, que esto nunca lo supo el nuevo ministro del partido. Tras enviar esos telegramas, llamó a su ayudante, el coronel de las SS, Wilhelm Zander, para encargarle que llevase personalmente una de las copias del testamento de Hitler al cuartel general de Doenitz. Zander le rogó que designara a otra persona, pretextando que en aquellos momentos su lealtad le obligaba a permanecer junto al Führer; realmente Zander dudaba mucho de que pudiera abandonar Berlín en aquellas circunstancias. Creía que, al final, se lograría una negociación y podría abandonar la capital con alguna garantía más; por otro lado, tenía una enorme curiosidad por saber lo que iba a ocurrir en el búnker en las siguientes horas.

Bormann le despidió, quedando en consultarlo con Hitler, y seguidamente aún tuvo fuerzas para tomar su diario y hacer algunas anotaciones: «Los traidores Jodl, Himmler y Steiner nos han abandonado a merced de los bolcheviques. Otro duro bombardeo. El enemigo informa que los norteamericanos han entrado en Munich.» Cerró su diario, se tumbó en su catre de campaña y apagó la luz. Desde hacía un rato la artillería soviética había aumentado sus disparos y el búnker volvía a temblar como si padeciera los efectos de un terremoto. Bormann ahogó una maldición cuando un desconchón de yeso cayó sobre la cara; retiró malhumorado los pequeños fragmentos y luego se tapó la cabeza, disponiéndose a dormir. Eran aproximadamente las 6 h de la madrugada del 29 de abril de 1945.