38008.fb2 El ?ltimo D?a De Adolf Hitler - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

El ?ltimo D?a De Adolf Hitler - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Capítulo III

LOS MENSAJEROS

La Cancillería del Reich era uno de los edificios emblemáticos del régimen nazi. Ocupaba toda la fachada norte de la Vosstrasse, con una longitud de 220 m, una anchura que oscilaba entre 36 m en las zonas más anchas y 18 en las más estrechas y una altura de tres plantas. Hitler pidió en 1938 a su arquitecto Albert Speer que le construyera un edificio capaz de impresionar a sus visitantes, un edificio que mostrase «el poderío y la grandeza del Reich».

Un año después, el arquitecto le entregó un edificio de corte neoclásico compuesto por una serie de locales diferentes, de distintas formas y colores. El visitante penetraba desde la Wilhelmplatz en un patio de honor, pasaba luego a la pequeña recepción donde dos impresionantes puertas de 5 m de altura le franqueaban el paso al gran vestíbulo, completamente revestido de mosaico, desde el que se accedía a una gran habitación circular coronada por una cúpula; el visitante, caminando sobre gruesas alfombras de nudo, suponía que ya estaba llegando a su cita con Hitler, pero en ese punto surgía la sorpresa: se entraba en la gran galería, de 145 m de longitud y cuya iluminación indirecta producía un efecto mágico. Tras recorrerla se llegaba, finalmente, a la sala de recepciones del Führer.

La Cancillería disponía de un jardín en el que el previsor Speer construyó un refugio contra ataques aéreos al tiempo que se hacían los cimientos del edificio. El pequeño búnker mostró su utilidad cuando los ingleses comenzaron a bombardear Berlín, pero en 1944 se había quedado pequeño y débil ante la frecuencia y la violencia de los bombardeos angloamericanos. En el verano de 1944, tras el desembarco aliado en Francia, Speer recibió la orden de construir un búnker desde el que el Führer pudiera dirigir la guerra, aun en medio de los ataques aéreos más devastadores. El arquitecto ordenó hacer una excavación de unos 15 m de profundidad, por 25 de longitud y 16 de anchura; allí construyó un enorme cubo de cemento armado, con paredes de dos metros y medio de espesor y un techo de tres metros de grueso. Este búnker quedó oculto por tierra apisonada, con un espesor entre dos y seis metros, bajo el jardín de la Cancillería y sobre él se plantaron todo tipo de arbustos y macizos de flores, de tal forma que los aliados jamás supieron dónde se hallaba el refugio de Hitler y nunca le dedicaron ataques especiales.

El búnker tenía dos plantas. En la superior vivía el servicio, los ayudantes militares y las secretarias de Hitler y se hallaban la cocina, el comedor, cuartos de baño y trastero; cuando Berlín quedó cercado, el Führer invitó a los Goebbels a que se trasladasen a su refugio, mucho más seguro que el del Ministerio de Propaganda, y Magda Goebbels se instaló en esta primera planta con sus seis hijos.

En la inferior, a unos diez metros de la superficie, se hallaba el piso de Hitler. Estaba dividido en dos partes similares por un gran pasillo de unos 17 m de largo por 3 de ancho, que, a veces, se partía por medio de una mampara, formando entonces dos piezas, las más grandes del búnker, que se utilizaban como salón general y como sala de conferencias cuando eran muchos los asistentes. Las habitaciones se abrían a ambos lados del pasillo; en el derecho -si se descendía a esa planta por la escalera de emergencia- estaba la sala de mapas; venían a continuación las dependencias del Führer: un vestíbulo minúsculo que daba paso a un despacho muy pequeño y al dormitorio de Eva Braun; desde el despacho se accedía al dormitorio de Hitler y al cuarto de baño de ambos, todo ello metido en unos 36 m2.

Siguiendo por el lado derecho del pasillo estaban los cuartos de baño comunes y el cuadro de luces. En el lateral izquierdo se emplazaba la enfermería, las habitaciones del doctor Morel, de Goebbels, de Bormann, el cuarto de los ordenanzas y la central telefónica. Ésta merece comentario aparte; según los expertos, era la mejor de Berlín y Hitler, hasta casi el final, pudo comunicarse en cuestión de minutos con todos los frentes; disponía, valiéndose de antenas acopladas a un globo cautivo, de una instalación de radioteléfono de VHF, que se mantuvo en funcionamiento hasta la he del 28 al 29 de abril, permitiendo comunicaciones de extraordinaria calidad incluso en los momentos de combate intensos.

El búnker disponía de su propio generador eléctrico y de importantes depósitos de agua, de modo que nunca se vio afectado por los cortes originados por los bombardeos; los cuartos de baño funcionaban bien y los servicios de ventilación y calefacción también, aunque la atmósfera siempre estuvo demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba desagradable. Esto se debía, fundamentalmente, a que el refugio fue ocupado sin que la obra se secara adecuadamente y a que no había sido concebido como residencia permanente de un número tan elevado de personas. Cuatro escaleras lo comunicaban con la superficie: una conducía al pequeño refugio primitivo y desembocaba bajo la sala de recepciones de la Cancillería (algunas versiones dicen que terminaba en la despensa, junto a la cocina); otra desembocaba frente al Ministerio de Exteriores, erigido a su espalda; la tercera había sido prevista para emergencias y se hallaba a unos diez metros del despacho del Führer: un vestíbulo minúsculo que daba paso a un despacho muy pequeño y al dormitorio de Eva Braun; desde el despacho se accedía al dormitorio de Hitler y al cuarto de baño de ambos, todo ello metido en unos 36 m2.

Siguiendo por el lado derecho del pasillo estaban los cuartos de baño comunes y el cuadro de luces. En el lateral izquierdo se emplazaba la enfermería, las habitaciones del doctor Morel, de Goebbels, de Bormann, el cuarto de los ordenanzas y la central telefónica. Ésta merece comentario aparte; según los expertos, era la mejor de Berlín y Hitler, hasta casi el final, pudo comunicarse en cuestión de minutos con todos los frentes; disponía, valiéndose de antenas acopladas a un globo cautivo, de una instalación de radioteléfono de VHF, que se mantuvo en funcionamiento hasta la noche del 28 al 29 de abril, permitiendo comunicaciones de una extraordinaria calidad incluso en los momentos de combate más intensos.

El búnker disponía de su propio generador eléctrico y de importantes depósitos de agua, de modo que nunca se vio afectado por los cortes originados por los bombardeos; los cuartos de baño funcionaban bien y los servicios de ventilación y calefacción también, aunque la atmósfera siempre estuvo demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba desagradable. Esto se debía, fundamentalmente, a que el refugio fue ocupado sin que la obra se secara adecuadamente y a que no había sido concebido como residencia permanente de un número tan elevado de personas. Cuatro escaleras lo comunicaban con la superficie: una conducía al pequeño refugio primitivo y desembocaba bajo la sala de recepciones de la Cancillería (algunas versiones dicen que terminaba en la despensa, junto a la cocina); otra desembocaba frente al Ministerio de Exteriores, erigido a su espalda; la tercera había sido prevista para emergencias y se hallaba a unos diez metros del despacho del Führer; la cuarta era una estrecha escalera de caracol que ascendía hasta una garita redonda de hormigón. Todas las entradas se hallaban permanentemente custodiadas por soldados de las SS y estaban protegidas por pesadas puertas blindadas, que podían soportar una fuerte carga explosiva y que cerraban herméticamente para impedir un ataque con gases. El conducto por el que penetraba el aire estaba equipado con rejillas para eliminar el polvo y filtros capaces de impedir el paso de la mayoría de los gases conocidos.

Pese a estas seguridades, Hitler tuvo inicialmente un terror cerval a quedar enterrado en aquel subterráneo, de modo que tardó en hacerse a la idea de vivir en él. Cuando regresó a su capital, tras perder la batalla de las Ardenas, se instaló en la Cancillería, muchas de cuyas ventanas carecían de cristales y era inútil reponerlos puesto que los casi diarios bombardeos aliados se encargaban de destruirlos. Cada vez que sonaba la alarma aérea debía bajar malhumorado al búnker y allí, con aquella estructura, que vibraba a cada explosión -aunque fuera lejana- de las bombas, se ponía pálido del miedo a quedar sepultado vivo. Sin embargo, ese peligro era mayor en la superficie, de modo que a finales de febrero de 1945 el Führer y sus hombres de confianza comenzaron a pasar las noches en el gran refugio, al que Hitler se terminó acostumbrando hasta llegar a establecerse permanentemente en él.

Hasta el 20 de abril, fecha del último cumpleaños de Hitler y del completo cerco de Berlín por los rusos, el búnker era un lugar muy frecuentado y resultaba normal hallar en el comienzo del gran pasillo -que hacía las veces de sala de espera, al estar cortado por una mampara antes de llegar a las dependencias de Hitler- a numerosos militares y políticos aguardando ser recibidos por el Führer. Tras el cerco de la capital, las visitas eran escasas y la vida dentro del refugio casi rutinaria, aunque bastante especial. Hitler se acostaba muy tarde, a las 3 y las 4 h de la madrugada, y se levantaba también muy tarde, entre las 10 y las 11 h de la mañana; el personal que vivía directamente relacionado con él se había acostumbrado a un horario similar, salvo Bormann, que necesitaba dormir poco y solía estar en pie a las 8 de la mañana;; el personal militar de la primera planta se acostaba habitualmente poco después de la medianoche, terminada la última reunión de guerra de cada día y se levantaba hacia las 7 de la madrugada.

El 29 de abril, aproximadamente a esa hora, el mayor Freytag von Loringhoven, ayudante del general Krebs, zarandeó a su compañero el capitán Gerhardt Boldt para decirle con sonrisa socarrona: «¿A que no te has enterado de la noticia de anoche?» Boldt trató de abrir los ojos y de ordenar su cabeza: «Pues no, no sé a que noticia te refieres.» «Pásmate, Gerhardt -concluyó Freytag von Loringhoven-, anoche se casó nuestro Führer.» Según Robert Payne, que cuenta esta anécdota, el general Krebs se despertó con las risas de ambos amigos y hubo de reconvenirles: «Os habéis vuelto locos?¿Cómo os atrevéis a burlaros así de nuestro comandante supremo?»

Bormann ya estaba despierto a las 9 y con una decisión tomada: enviaría a tres mensajeros. Dos se dirigirían a Plon, en busca de Doenitz, y el tercero, a las montañas de Bohemia, donde se hallaba el cuartel general de Schoerner. El coronel de las SS, Zander, pese a sus protestas, hubo de emprender el peligroso camino hacia Plon; junto con los testamentos político y privado de Hitler llevaba el certificado de matrimonio del Führer y Eva Braun y un mensaje de Bormann a Doenitz:

«Querido gran almirante: puesto que todos los ejércitos han fracasado en sus tentativas de socorro y nuestra situación parece desesperada, el Führer dictó anoche el adjunto testamento político. Heil Hitler! Suyo, Bormann.»

Con el mismo destino partió Heinz Lorenz, funcionario del Ministerio de Propaganda, que además de los testamentos de Hitler llevaba el de Goebbels; el destino final de tales documentos, «la historia nazi de los tiempos heroicos», era la posteridad, según deseaba el ministro. En busca de Schoerner fue enviado Willi Johannmeier, uno de los ayudantes militares de Hitler. Se le entregaron los testamentos y el general Burgdorf añadió un mensaje manuscrito:

«Querido Schoerner: adjunto le remito por mano de confianza el testamento de nuestro Führer, quien lo escribió ayer al recibir la noticia impresionante de la traición de Himmler. Indica una decisión inalterable. El testamento debe ser publicado tan pronto como el Führer lo ordene o tan pronto como se confirme su muerte. Con mis mejores deseos y un Heil Hitler! Suyo, Wilhelm Burgdorf. El mayor Johannmeier le entregará el testamento.»

Salir de Berlín, cercado por los rusos y convertido en un enorme campo de batalla era muy peligroso y complicado, pero muchos lo conseguían a diario porque no todos los boquetes estaban bien cerrados y porque los túneles del metro y las alcantarillas aún eran buenas vías de escape. Los tres mensajeros abandonaron el búnker hacia el mediodía, acompañados por un guía, el cabo Hummerich, en un momento en que los cañones soviéticos se habían tomado un breve reposo. Siguiendo estudiados itinerarios y eludiendo la lucha y las patrullas enemigas, pudieron abandonar la capital del Reich y, tras pernoctar en las trincheras de un batallón de las Juventudes Hitlerianas, los cuatro alcanzaron la islita de Pfauen, en el río Havel, donde deberían recogerles dos hidroaviones. Esperaron en vano. Finalmente, ante el peligro de caer en manos de los rusos, cada uno decidió buscar su destino por separado. Realmente, los tres mensajeros tuvieron el mismo pensamiento: poner tierra de por medio y olvidarse del mensaje, actitud lógica porque para entonces ya era el 3 de mayo y los combates habían cesado. Los tres fueron capturados semanas después por los aliados, que hallaron las tres copias del testamento de Hitler que se ha transcrito páginas atrás. Pero esto no podían saberlo en el búnker.

Aquellos dirigentes nazis, que vivían -en palabras del ministro Schaub- como en un «submarino en las profundidades, bajo el mar de casas y ministerios de Berlín», se fueron despertando aquella mañana del 29 de abril más aislados que nunca. La antena radiotelefónica de VHF se había perdido durante la noche al caer el globo que la sujetaba y las líneas de teletipo estaban prácticamente cortadas. Sólo quedaba el teléfono convencional, cuyos enlaces con el exterior de Berlín eran complicadísimos y las informaciones interiores se conseguían por muestreo de los distritos. Se llamaba a un teléfono cualquiera de las zonas en lucha y podían ocurrir cuatro cosas: lo más frecuente era que no lo cogiera nadie; a veces respondía una voz en ruso; podía levantar el aparato un alemán que se ofrecía gustoso a narrar los confusos combates que se desarrollaban a pocos metros o, por último, un combatiente que maldecía al telefonista del búnker porque tenía a los rusos en el piso de abajo y debía preocuparse de continuar vivo.

Hitler se despertó hacia las 11 de la mañana. Tras apenas seis horas de sueño intranquilo, se hallaba muy cansado y pensó en la posibilidad de dormir un poco más, pero desechó la idea porque se convenció de que tenía aún muchas cosas que hacer. Al encender la luz y contemplar la tétrica realidad que le rodeaba no pudo disimular un rictus de desaliento o quizá de rabia. Dormía en un pobre catre de campaña en una húmeda y mal iluminada habitación de apenas nueve metros cuadrados, disponiendo como único mobiliario de un pequeño armario y una cómoda. Sólo la presencia de una caja fuerte concedía cierta importancia al personaje que habitaba en aquel cubículo, más lóbrego que una celda carcelaria. ¡Quién pudiera hallarse, por ejemplo, en la fortaleza de Landsberg, donde estuvo preso en 1924! Allí había dispuesto de una celda grande y soleada en el primer piso y, con el tiempo, logró que le adjudicasen otras dos, para recibir visitas y para sus libros. ¡Qué agradable era aquel sendero de grava que recorría sinuoso los macizos del jardín y discurría, luego, junto al muro del penal! Aún podía recordar el olor de las flores, el ruido de los zapatos sobre la arena y hasta el contenido de sus disertaciones que, habitualmente, sólo tenían un destinatario, Rudolf Hess. Los recuerdos le llenaron de nostalgia y dulcificaron su expresión. Recordó su ingreso en Landsberg para cumplir los cinco años de cárcel a que fue condenado por el fracasado golpe de Estado de noviembre de 1923. Ocurrió en abril de 1924. ¡Curiosa coincidencia, se acababan de cumplir veinte años! Pero la situación y el escenario eran bien diferentes. De la prisión de Landsberg, apenas a 100 km de Munich, podía recordar que más que un presidio parecía un palacio de la aristocracia campesina bávara, enclavado en las verdes y arboladas estribaciones alpinas que riega el Lech.

MEIN KAMPF

Hitler fue detenido en la casa de los Hanfstaengl, en los alrededores de Munich, hacia las 19 h del 11 de noviembre de 1923 y aquella noche, después de un viaje de pesadilla, con el hombro dislocado, una fisura en el brazo izquierdo y la derrota en el alma, llegó por vez primera a la prisión de Landsberg. Pero, si lamentable era su estado físico, peor aún era su situación anímica: perdió interés por cuanto le rodeaba, tenía obsesiones suicidas y dejó de comer. Sumido en esa depresión le halló el nacionalista sudete Hans Knirsch, que le visitó en los primeros días de encarcelamiento; aquel curtido político logró que, al menos, comenzase a comer para poder decidir su futuro con la mente clara.

Poco a poco mejoró su estado físico y cedió la depresión. Sus amigos del NSDAP, Drexler y Eckart, fueron también recluidos en Landsberg, constituyendo una agradable compañía para Adolf, aunque el escritor estaba gravemente enfermo, al punto de que fue excarcelado pocos días después y enviado a su casa, donde murió antes de las Navidades de 1923. Hitler, que no se distinguió precisamente por la profundidad de sus fidelidades, siempre recordó con gran afecto a su amigo y protector Dietrich Eckart. En aquella tranquila prisión, rodeada de un paisaje nevado, pero caliente y sin medidas de seguridad demasiado drásticas, pudo Hitler preparar su defensa en el proceso que se les instruyó a los golpistas del 8 de noviembre.

El juicio comenzó el 16 de febrero de 1924 con un planteamiento sorprendente: el Gobierno de Baviera no quería que el putsch perpetuara su memoria creando una galería de mártires, de modo que sólo juzgó a diez de los responsables, poniendo en libertad sin cargos a cerca de un centenar de detenidos y condenando -en un proceso inmediatamente posterior al de los principales implicados- a otros 32 mandos intermedios del NSDAP a penas de prisión que fueron de tres a seis meses. El ministro de Justicia bávaro, Franz Guertner, simpatizaba con las ideas nacionalsocialistas y se encargó de buscar un tribunal benévolo, que impusiera penas leves y que permitiera la libre expresión de los acusados. Así, se dio la circunstancia de que las autoridades bávaras, implicadas por Hitler en su fallida maniobra de la cervecería Bürgerbräukeller, esto es, Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser -marginados de los cargos públicos que tuvieron y con sus carreras truncadas- hubieron de comparecer en calidad de testigos y, en muchos momentos, parecieron los acusados bajo los ataques de Hitler.

El líder nazi, que pronunció dos amplios discursos, uno a la apertura de la causa y otro a su cierre, obtuvo una audiencia que poco antes no podía ni soñar, pues sus ideas no sólo llegaron a todos los estados alemanes, sino que incluso obtuvieron eco internacional. La sentencia fue consonante con el desarrollo de las sesiones: tuvo muy poco que ver con la Justicia y mucho con los intereses políticos de Baviera y con la ideología del ministro Guertner. Resultaron condenados a cinco años de cárcel Hitler, Poherner, Kriebel y Weber -cuando su delito hubiera podido, incluso, merecer la pena capital-; Röhm, Frick, Brückner, Pernet y Wagner lo fueron a quince meses de cárcel, lo que les puso inmediatamente en libertad, pues ya habían cumplido seis y se comprometieron a no reincidir; Ludendorff fue absuelto.

Hitler retornó a la prisión de Landsberg el día 1 de abril de 1924, en la tarde del mismo día en que se pronunció la sentencia. Fue recibido en la cárcel como una auténtica celebridad. El director se mostró obsequioso y los funcionarios, entre respetuosos y serviles. Su habitación, la celda núm. 7, era amplia y estaba bien ventilada por dos ventanas que daban al Lech. Constituían su parco mobiliario una cama de hierro, con colchón y mantas, una mesa, dos sillas, una lámpara y un armario; pero el austero equipamiento quedaba compensado por las flores y regalos llegados de toda Alemania e, incluso, de Austria y Checoslovaquia, hasta el punto de que nadie hubiera podido decir que aquella era una habitación carcelaria de no haber sido por las ventanas clausuradas por fuertes rejas. Vinos, dulces, todo tipo de embutidos, juegos, objetos típicos de los diversos Länder, cigarros, prendas de abrigo, libros, dinero y visitas invadieron la prisión de Landsberg durante las primeras semanas del encarcelamiento de Hitler y le otorgaron una situación tan confortable que, tiempo después, confesaría que la cárcel había sido para él «un año de Universidad becado por el Gobierno».

Justo es que lo dijera, porque a los pocos días de regresar a Landsberg había revolucionado su régimen carcelario. Con el pretexto de las numerosísimas visitas que recibía, algunas de gentes importantes, consiguió que se le habilitase una celda contigua como recibidor, que solía estar siempre adornada con flores que las numerosas admiradoras del líder nazi no se cansaron de enviarle durante todo su cautiverio. Poco después comenzó a escribir un artículo para un periódico y más tarde Mein Kampf (Mi lucha), trabajos que fueron pretextos suficientes para que el director de la cárcel le concediera otra celda contigua, equipada como despacho, en la que se colocaron estanterías para los libros y una mesa de trabajo, con una vieja máquina de escribir.

En aquella venerable Remington escribía, con sólo dos dedos pero con mucho entusiasmo, el chófer de Hitler, Emil Maurice, relojero de profesión, camorrista vocacional y excelente conductor de automóviles. Pero la buena voluntad de Emil no podía suplir su falta de conocimientos y eso lo percibía incluso un hombre de tan escasa formación literaria como Hitler. Del atolladero le sacó el fiel Rudolf Hess, que después del putsch había logrado huir a Austria. Tras la condena y encarcelamiento de Hitler regresó y se entregó a la justicia bávara, que le recluyó en Landsberg el 15 de mayo. Hitler acababa de hallar a su secretario ideal: Hess era universitario, había leído mucho y redactaba con cierta soltura. Mein Kampf se había salvado por los pelos.

El libro tenía la intención de ser una autobiografía y de recrearse en los sucesos de noviembre de 1923, pero terminó convirtiéndose en la mejor muestra del pensamiento y de la personalidad de Hitler. El autor amañó su historia, describió las situaciones tal como él hubiese deseado que ocurrieran e idealizó su perfil. De cualquier forma, tenía tan poco que decir que rápidamente se lanzó por el sendero de sus diatribas habituales: el peligro judío, la infamia comunista, la «puñalada por la espalda» de la monarquía, capitalistas y socialdemócratas, el poder de la propaganda, la inmoralidad e inutilidad del Reichstag, la superioridad de la raza alemana, la imperiosa necesidad de ganar territorios en el este, la necesidad de un hombre carismático investido de todos los poderes para salvar Alemania.

Con estos y otros argumentos, que repetían sus interminables discursos de los cuatro últimos años, hilvanó un manifiesto político largo y reiterativo, expuesto con un estilo que uno de sus más prestigiosos biógrafos, Alan Bullock, califica de «ampuloso, pomposo, pedante y seudointelectual». Según Bullock,

«El resultado fue un libro de interés para aquellos que pretenden interpretar los procesos mentales de Hitler, pero un fracaso como tratado del partido nazi u obra política de interés público; muy poca gente tuvo la paciencia de leerlo, aun entre los propios correligionarios de Hitler.»

Sin embargo, hubiera debido prestársele más atención: si los responsables políticos de Baviera y del resto de Alemania lo hubieran leído es muy posible que la carrera de Hitler se hubiese truncado allí mismo: tal es la brutalidad, la falta de todo escrúpulo y el propósito de lograr el poder sin importar el coste, que destila el libro. En Mein Kampf se encuentra el programa de Hitler para la toma del poder, para la destrucción de la República, para la conquista del mundo.

Hitler celebró su trigésimo quinto aniversario, el 20 de abril de 1924, rodeado de sus amigos y del respeto y la admiración de sus carceleros, a los que dominaba con su mirada, su prestigio, sus regalos y su comportamiento pacífico y metódico. Con el buen tiempo de aquella primavera se hacía despertar a las 6 h de la mañana; su meticuloso aseo personal y el orden de su habitación le ocupaban una hora; a las 7 h desayunaba solo o acompañado de alguno de sus amigos. Después daba un largo paseo por el jardín y, ya en su despacho, respondía la abundante correspondencia. A las 10 h reunía a los nazis encarcelados en Landsberg -que en algunos momentos llegaron a ser cerca de cuarenta- y les leía algunos fragmentos de lo que estaba escribiendo, gustándole debatir con ellos el contenido, aunque no se ha dicho nunca que alguien osara rebatir sus argumentos o contrariar sus conclusiones. A mediodía se servía el almuerzo; era la única comida que Hitler hacía junto a los demás reclusos. Llegaba cuando ya todos estaban colocados y se situaba a la cabecera, que se le había reservado, sentándose los presos una vez que él lo había hecho. Durante el almuerzo conversaba con sus vecinos de mesa de todo tipo de temas, prefiriendo no hacerlo de política. Terminada la comida, solía formarse una breve tertulia, momento en que sus compañeros de Landsberg le ofrecían modestos regalos típicos en la vida carcelaria. Cuando lo estimaba oportuno, se levantaba y todos los demás hacían lo propio inmediatamente, esperando en posición de firmes a que abandonara el comedor. Después se retiraba a sus habitaciones y recibía visitas, respondía cartas o dictaba algunos párrafos de Mein Kampf. A las 16 h tomaba el té con sus amigos y a las 16.45 h salía al jardín, donde paseaba durante una hora. La cena de los presos era a las 18 pero Hitler no la hacía en comunidad, sino en sus dependencias, con los líderes nazis condenados junto a él. Luego sostenía una tertulia con ellos o volvía a trabajar un rato en su libro, hasta las 21 de la noche en que cada uno debía retirarse a su celda. Según el reglamento, la luz se apagaba a las 22 h, pero a él se le permitía cortarla cuando lo deseaba, que solía ser hacia medianoche, aprovechando esas horas para leer. Según los testigos de aquellos meses de cárcel, Hitler era el verdadero director de la prisión, donde todo funcionaba con estricto orden cuartelario y donde, durante su estancia, no se produjo ni un solo conflicto, ni un solo acto de indisciplina.

Este género de vida metódico, reposado y laborioso de Landsberg sería clave para su futuro. Hitler no solamente había engordado y gozaba de una excelente salud, sino que fue en la tranquilidad carcelaria donde decidió que la hora de los golpes de Estado había concluido y que el poder habría de ganarse desde dentro del sistema: primero conquistaría el Parlamento, luego lo clausuraría. Allí escribió la primera parte de Mein Kampf de cuya edición recibiría cuantiosos ingresos en concepto de derechos de autor a lo largo de toda su vida. En la cárcel meditó alguno de sus proyectos más positivos, como el de dotar a Alemania de la mejor red de autopistas de la Tierra y de conseguir que la industria automovilística fabricase un coche popular al alcance de todos los alemanes. También allí urdió otros no tan positivos, como el Lebensraum, «el espacio vital», que habría de ser conquistado en el este a costa de la Unión Soviética, para satisfacer las necesidades expansivas de Alemania. En Landsberg, finalmente, logró la respetabilidad y la confianza de las autoridades bávaras.

De esto último fue responsable el director de la prisión, que estaba encantado con su famoso prisionero. Se sentía orgulloso de su habilidad: le había bastado -se jactaba entre sus íntimos-con unas pequeñas concesiones para que aquella panda de broncos nazis fuera mansa como un rebaño de ovejas y para que el penal funcionara mejor que nunca. A comienzos del otoño de 1924 escribía un memorándum al departamento de Justicia en el que, entre otras cosas, decía:

«Hitler está mostrándose como un prisionero agradable y disciplinado y esto no sólo en lo que concierne a su persona, sino también en lo que afecta a los demás encarcelados, contribuyendo a mantener su disciplina. Es obediente, tranquilo y modesto. Nunca pide cosas excepcionales (¡!), se porta de modo razonable y está asimilando muy bien las incomodidades y privaciones del régimen carcelario. No es soberbio, es parco en el comer, no fuma ni bebe y ejerce una autoridad muy beneficiosa entre los demás reclusos […] Siempre se muestra educado y jamás ha insultado a ninguno de los funcionarios de la prisión.

»Indudablemente, Hitler retornará a la vida política. Tiene el propósito de refundar y resucitar su partido, pero sin enfrentarse con las autoridades; recurrirá a todos los medios para lograr su propósito, exceptuando un segundo intento revolucionario para alcanzar el poder.

»Adolf Hitler es un hombre muy inteligente, especialmente bien dotado para la política, posee una formidable fuerza de voluntad y una inquebrantable obstinación en sus ideas.»

El director de Landsberg conocía muy poco a Hitler. Las autoridades bávaras eran mucho menos optimistas que él sobre la enmienda del líder nazi, pero Hitler se estaba portando bien en la cárcel, derribando los pocos obstáculos que se oponían a su liberación. Eso ocurrió el 20 de diciembre de 1924. Una fotografía recuerda el momento: Hitler, un poco grueso y con el ceño fruncido, se apoya en el automóvil de su amigo Adolf Mueller, que había acudido a buscarle. Vestía trinchera, calzón corto, leguis y botas bajas. Por la tarde llegaba a Munich y se dirigió a su apartamento, donde sus amigos le habían preparado una fiesta. Fue recibido con una salva de aplausos y alguien le colocó sobre la cabeza una corona de laurel. Cuenta David Lewis que mientras bebían y discurseaban llamaron a la puerta: era Frau Pfister, una señora que recaudaba fondos, casa por casa, para restaurar el órgano de la iglesia del barrio. Hitler la escuchó amablemente y luego le entregó un sobre. Era el dinero que sus amigos habían recaudado para que tuviera algo en el bolsillo al salir de la cárcel. Frau Pfister se convertiría en una fantástica propagandista del líder nazi.

EN BUSCA DEL DESTINO

Triunfo pírrico el que tuvo Hitler al abandonar la prisión. Se le prohibía hablar en público; su periódico, el Völkischer Beobachter, estaba clausurado; la sede del partido había sido cerrada y en la caja no había un solo marco; tenía deudas personales y el NSDAP estaba escindido: parte de sus antiguos seguidores se había coaligado con otras fuerzas políticas y concurrido a las elecciones legislativas, logrando su acta de diputado. Sus brillantes intervenciones durante el juicio -a comienzos de 1924- habían sido olvidadas y el fallido putsch de 1923 se había convertido en una de las muchas vicisitudes de la República de Weimar.

Alemania había cambiado mucho en los catorce meses que Hitler permaneció en la cárcel. Continuaba el crecimiento sostenido de la economía y el paro había disminuido. En el aspecto político mejoraba la gobernabilidad de la República, ya que las elecciones del 7 de diciembre de 1924 habían dado la victoria a los partidos moderados, que se hicieron cargo del gobierno con el apoyo de los socialistas, mientras que los comunistas perdían un tercio de los votos y los nacionalistas, la mitad. En el ámbito internacional aún había sido más drástico el cambio: para que Alemania pudiera hacer frente a las reparaciones de guerra, Estados Unidos formuló un plan, estudiado por el comité Dawes, que proponía la reducción de la deuda alemana de 132.000 millones a 26.000 millones de marcos oro, que -incluyendo los intereses- obligarían a Berlín a pagar 37 anualidades de mil millones cada una. Los asesores de Stressemann le convencieron de que esa cantidad no sería excesivamente gravosa para Alemania y que, probablemente, en el futuro disminuiría o resultaría condonada. El ministro de Exteriores alemán se mostró dispuesto a firmar si Francia se comprometía a evacuar el Ruhr en el plazo de un año. El 19 de agosto de 1924 se firmó en Londres el acuerdo.

La culminación del proceso estabilizador alemán fue la muerte, el 28 de febrero de 1925, de Ebert, primer presidente de la República de Weimar y piloto de Alemania en los días más negros de su historia. Le sustituyó en la presidencia el octogenario mariscal Hindenburg, que carecía de la visión y la habilidad política de su antecesor, pero que, a cambio, era bien visto por los conservadores y los nacionalistas. Hitler no podía saberlo entonces, pero la presidencia de Hindenburg le abriría las puertas del poder. Sin embargo, eso estaba entonces a distancias siderales: Baviera trataba de expulsarle a Austria que, finalmente, le declaraba apátrida; diez de los catorce Länder de Alemania, con el 90 por ciento de la población total, le prohibían hablar en público dentro de su territorio; el partido nacionalsocialista no había crecido en afiliación, contando por entonces con 28.000 miembros que abonaban sus cuotas, pero lo peor eran las disensiones internas, la más grave de ellas encabezada por los hermanos Strasser, que a punto estuvieron de eliminar a Hitler de la escena política.

Mas si en «su lucha» las cosas no navegaban viento en popa, su vida privada había mejorado sensiblemente. Los días del vendedor de postales y del discurseador de cervecería quedaban atrás. A partir de su publicación, en 1925, Mein Kampf comenzó a proporcionarle derechos de autor suficientes para vivir acomodadamente. Además, sus admiradoras continuaban favoreciéndole con donaciones espléndidas y algunas firmas industriales le hicieron concesiones financieras inusitadas. Así, a finales de 1925, apenas un año después de haber abandonado la cárcel, Hitler vivía como un potentado. Su modesto alojamiento de Munich fue ampliado a otra habitación; almorzaba y cenaba en los mejores restaurantes y por la noche asistía al cine o la ópera; Mercedes Benz le vendió sus dos mejores modelos, uno para el NSDAP y otro privado con el que maravilló a Schirach, que le vio llegar en él a Weimar: «De pronto se acercó un automóvil como yo nunca había visto, salvo en las fotografías: se trataba de un Mercedes Kromprensor, de seis plazas y llantas de radios. Quedé asombrado.» Por esa época alquiló un chalet entre Berchtesgaden y Obersalzberg, al pie de los Alpes austriacos, en la Alta Baviera. Allí se aficionó a los largos paseos, acompañado de su perro Prinz, el primero de los que tuvo durante su vida política, pues parece que durante la Gran Guerra tuvo en las trincheras un terrier blanco, llamado Foxl, que desapareció en 1917. En esa residencia le dictó a Rudolf Hess los quince capítulos de la segunda parte de Mein Kampf.

Sin embargo, su tren de vida de rico burgués no le había arrebatado su instinto político ni su avidez de poder. Puesto que se le había privado del uso de la palabra, se dedicó a reorganizar el partido. Uno de sus aciertos fue dividir las áreas de acción del NSDAP en 25 Gausen, que correspondían a las 25 circunscripciones electorales en que estaba repartida Alemania. El responsable de cada una de esas regiones fue denominado Gauleiter. De esta época es, también, la fundación oficial de la Schutzstaffel -Grupo de Protección-, conocida universalmente por sus siglas en alemán, SS, bajo las que se desarrolló en pocos años un auténtico imperio del terror y del crimen. Con el número 168 ingresó en las SS Heinrich Himmler, que andando el tiempo se convertiría en su jefe y en uno de los hombres más terribles del sistema nazi.

Su dedicación a labores burocráticas, su alejamiento de la acción, su dócil comportamiento con las autoridades bávaras -de las que esperaba que le devolvieran el uso de la palabra en los mítines-, su acercamiento a industriales y burgueses -cuyo dinero necesitaba para poner nuevamente en marcha las SA- y su principesco tren de vida comenzaron a causar una honda división entre los Gausen meridionales del partido, conservadores y campesinos, y los del oeste y del norte que luchaban por medrar en las zonas más obreras de Alemania, disputándoselas a dentelladas al Partido Comunista. En esta lucha habían sufrido una radicalización izquierdista hasta el punto de sostener algunos postulados que se diferenciaban muy poco de los propugnados por los comunistas. Gregor Strasser era la gran figura nacionalsocialista en este ambiente y, aunque quería y admiraba a Hitler, le suponía dominado por consejeros burgueses y corruptos que le apartaban de la ideología original del NSDAP.

En su lucha contra los «burgueses» de Munich, Strasser halló un aliado que sería una de las figuras fundamentales del nazismo: Joseph Goebbels. Le conoció en un mitin al que le había invitado en el Ruhr y su primera impresión fue deprimente. El corpulento Strasser fue recibido en la estación por un tipo enclenque, bajito, cojo y cabezón. Sin embargo, varias cosas destacaban en él: su brillante mirada y una hermosa voz, potente y bien timbrada, que parecía impropia de un ser tan canijo. Poco tardó Strasser en descubrir otras cualidades aún más relevantes de su anfitrión: era culto y muy inteligente, aunque estaba consumido por el rencor social de su humilde origen, por la frustración de su carrera de escritor y por el complejo de su físico miserable. A Strasser le pareció un tipo tan interesante que le contrató inmediatamente como secretario, con el sueldo de 200 marcos mensuales.

Strasser y Goebbels constituían un equipo formidable. Bajo su inspiración, los Gauleiteren del norte y del oeste se unieron en una Comunidad del Trabajo, que elaboró un programa diametralmente opuesto al de Hitler. Propugnaban la nacionalización de todos los bienes de producción, que luego el Estado alquilaría a los particulares más capaces; convertían Alemania en una federación; rechazaban el principio de autoridad y, sobre todo, la dictadura, el antisemitismo indiscriminado y las ideas hitlerianas sobre la superioridad aria y sus recetas para la salvación de Alemania. Por otro lado, Goebbels tenía abiertas simpatías hacia el leninismo, por lo que consiguió que la Comunidad del Trabajo se mostrara abiertamente partidaria de la amistad con la URSS y de la ampliación del Tratado de Rapallo.

Hitler bramaba de cólera ante semejantes desviaciones, que contradecían la doctrina oficial del partido formulada por él, y el contenido de su Mein Kampf, biblia de todo buen nazi, pero carecía de fuerza para abortar violentamente aquella secesión. El choque era inevitable y se produjo cuando las familias ricas, que habían sido expropiadas durante los sucesos revolucionarios de 1918-1919, reclamaron las indemnizaciones que les correspondían de acuerdo con la Constitución de Weimar. Hitler y los Gausen del sur y del este apoyaron tal pretensión; la Comunidad del Trabajo se manifestó absolutamente contraria.

Para unificar criterios se convocó una reunión en Hannover el 25 de enero de 1926. Hitler no asistió y envió como representante a Gottfried Feder, al que Goebbels impidió hablar al grito de «¡Fuera los espías!». Otto Strasser, hermano de Gregor, asegura que en aquella reunión Goebbels exigió que «el pequeño burgués Adolf Hitler sea excluido del partido». Es una bonita anécdota, pero parece que se la inventó años después Otto Strasser, que llegó a ser enemigo encarnizado de Goebbels. La reunión fue un fracaso para Hitler, pues la mayoría votó contra las indemnizaciones. No era Adolf hombre que diera fácilmente su brazo a torcer: convocó una nueva reunión el 15 de febrero de 1926 en Bamberg, en la que no aceptó ni una sola de las propuestas del grupo de Gregor Strasser. Su arrebatada oratoria se atrajo a muchos de los reunidos y desarmó a los restantes. A Strasser, antes de que pudiera intervenir, le convirtió en el segundo jefe del partido, le entregó la jefatura del norte de Alemania y le autorizó a fundar una imprenta y un periódico en Berlín.

Gregor Strasser aceptó la oferta de Hitler y enterró la Comunidad del Trabajo. Goebbels se sintió «como un hombre que hubiera recibido un golpe en la nuca». «¿Qué es Hitler? ¿Un reaccionario?», se preguntaba en su diario aquel hombrecillo, cuyos ideales y el trabajo de muchos meses habían sido arruinados por Hitler como si se tratase de un castillo de naipes. No dispondría de mucho tiempo para revolver su bilis, porque ese verano de 1926 estaría ya comiendo de la mano del Führer.

El encuentro entre ambos hombres, trascendental para el futuro del nazismo, se produjo en el Segundo Congreso del NSDAP, que se reunió en Weimar entre el 5 y el 7 de julio de 1926. Hitler lo había preparado minuciosamente para eliminar cualquier disidencia. La reunión tuvo lugar en el mismo teatro donde se elaboró la Constitución de la República de Weimar, siete años antes. En el inmenso escenario, medio millar de abanderados, formando una media luna, enarbolaban sus esvásticas; delante de ellos figuraban cuatro guiones cuadrados, cuyas astas, coronadas por águilas plateadas, imitaban a las de las legiones romanas y, más cercanamente, a la parafernalia impuesta en Italia por los «camisas negras» de Mussolini. El momento culminante se produjo cuando el director de escena anunció la llegada de la «bandera ensangrentada», aquella que el 9 de noviembre de 1923 encabezaba la manifestación nazi que fue frenada por la policía muniquesa antes de que alcanzara la Odeonplatz. La portaban miembros de las SS, organización que aquel día fue presentada a los afiliados del partido, y todas las esvásticas, una a una, fueron tocadas y «ennoblecidas» por la histórica enseña nazi, al tiempo que un sacerdote católico y un pastor protestante las bendecían. Los asistentes estaban impresionados ante la solemne ceremonia, pero más lo estuvieron cuando Hitler hizo desfilar ante ellos a 15.000 miembros de las SA, perfectamente uniformados. En aquel mar de camisas pardas destacaban los uniformes negros de las primeras compañías de las SS.

Tras la demostración de poder, Hitler impuso inequívocamente su Führerprinzip, es decir su jefatura única e indiscutible, su voluntad omnímoda sobre el partido. Pero en Weimar, sobre todo, se ganó definitivamente a Goebbels, privando a Strasser de su brazo derecho y haciéndose con una de sus mejores palancas para la conquista del poder. Al final del congreso le invitó a pasar unos días con él en Berchtesgaden. Junto a los Alpes de Salzburgo, Hitler desplegó todo su encanto y sus dotes persuasorias para atraerse al brillante contrahecho y lo consiguió para siempre. Hitler «es el instrumento de un destino divino… Amable, bueno y generoso como un niño. Sutil, astuto y suave como un gato. Rugiente y feroz como un león», anotaba el fascinado Goebbels en su diario. Tan obnubilado se hallaba que Hitler logró convencerle para que abordase la empresa más difícil que se ofrecía al NSDAP: la conquista de Berlín.

Berlín constituía un desafío imposible. La capital de la República era la mayor ciudad de Europa, con cuatro millones de habitantes que vivían en un inmenso casco urbano de 30 km de diámetro y cerca de 900 km2. El Partido Comunista era la formación política con mayor audiencia entre las masas populares. La implantación del NSDAP resultaba insignificante, con apenas un millar de afiliados al corriente de sus cuotas; para colmo, era el feudo de Strasser. Goebbels aceptó el reto y, con sus veintinueve años y 50 kilos de peso, llegó a Berlín el 1 de noviembre de 1926.

En tres años de lucha, ganando los barrios obreros a puñetazos, imponiendo la organización y la violencia de las SA a la improvisación comunista, comprando voluntades, publicando periódicos en los que lo menos importante era la verdad y la venta de ejemplares la máxima aspiración, fabricando héroes, componiendo himnos, calumniando a los enemigos políticos, haciendo que se convirtiera en verdad la mentira mil veces repetida, utilizando todos los resortes de la propaganda, Goebbels logró que sus afiliados se multiplicaran por cien, hasta el punto de que en 1930 sus SA estaban formadas por 60.000 hombres y su miserable oficina inicial se había convertido en un palacio de 30 habitaciones. A esta época pertenecen dos de las creaciones goebbelsianas que se convertirían en parafernalia máxima del nazismo: el saludo Heil Hitler! con el brazo extendido y el tratamiento de Mein Führer. Pero, pese a su agudeza, a su energía, a su falta de escrúpulos y a su genio propagandístico, los tres años largos que tardó en llegar el triunfo de Goebbels fueron de dura lucha, de mínimos progresos y de numerosas frustraciones, tanto en Berlín como en el resto de Alemania.

Hitler había recuperado el derecho a hablar en público en Baviera en 1926, y en el resto de los Länder en 1927, pero ni sus inflamados discursos, ni la excelente organización de sus Gausen, ni los desfiles de sus SA, ni las procesiones de antorchas, acababan de sacar al partido de su mínima significación electoral: en las legislativas de 1928 el NSDAP sólo logró 810.000 sufragios (el 2,6 por ciento de los votantes) y obtuvo 12 escaños en el Reichstag. Sucedía que la agresividad nazi, sus denuncias antijudías y anticomunistas, sus ataques al capital y al enemigo exterior, sus gritos de «¡Alemania, despierta!», su nacionalismo extremado y su racismo caían en terreno baldío. Alemania no escuchaba porque vivía muy bien: el paro había disminuido en 1928 a 1.112.000 personas y se disfrutaban los mejores salarios del siglo. Internacionalmente, Alemania regresaba al concierto de las naciones: por el pacto Briand-Kellogg, Berlín, París y Londres renunciaban a la guerra para resolver sus diferencias. Alemania ingresaba en la Sociedad de Naciones, los franceses se habían marchado del Ruhr y se negociaba su retirada de la margen izquierda del Rin. Incluso, la pequeña Reichswehr satisfacía las necesidades del momento: los soldados permanecían diez años en filas, de modo que se convirtieron en profesionales, en «un ejército de suboficiales», y el acuerdo de Rapallo con la Unión Soviética permitía que los oficiales alemanes se especializasen en la URSS en el uso de las armas prohibidas por el Tratado de Versalles. Sin embargo, Alemania tenía problema: que el pago de su deuda de guerra y su prosperidad se basaban, fundamentalmente, en las inversiones exteriores, y eso nadie quería verlo entonces.

Pero si bien Hitler no conseguía progresos definitivos en su marcha hacia el poder, sí lograba, en el plano personal, el éxito y la fortuna. Dejó su apartamento y se instaló en una mansión de nueve grandes habitaciones. Tenía 12 personas a su servicio, contando el de la vivienda muniquesa, el del chalet de los Alpes, sus dos secretarios y su chófer. Fue ésta, seguramente, la época más feliz y sociable de su vida. En 1929, con cuarenta años, era un político con futuro, cuyo partido crecía lenta, pero continuamente. Tenía cierta vida familiar, pues se había llevado a Munich a su medio hermana Angela, que ejercía de ama de llaves en la casa de Berchtesgaden, y a la hija de ésta, Geli Raubal, con la que sostuvo unas complejas relaciones cuya naturaleza aún no se ha desvelado. Hitler, que fue calificado de impotente, incluso de homosexual por sus enemigos políticos, parece que era un hombre absolutamente normal en este terreno, a pesar de que la pretendida autopsia que los rusos hicieron de su cadáver tras la ocupación de Berlín halló que tenía un testículo atrofiado, lo que ocurre con cierta frecuencia en hombres sexualmente normales. En el diario de Eva Braun existen múltiples pasajes en los que se insinúan relaciones plenamente satisfactorias – «soy infinitamente feliz porque me ama tanto y rezo para que siempre me ame del mismo modo» o «El tiempo es maravilloso y yo, la amante del hombre más grande de Alemania y del mundo…»-. Por tanto, cabe que Adolf y Geli fueran amantes, pero Hitler jamás accedió a casarse con ella, porque su primer amor y máxima pasión eran la política y Alemania; por su parte, Geli nunca aceptó el papel segundón y discreto que se le ofrecía. De cualquier manera, y pese a varios episodios tempestuosos entre tío y sobrina, convivieron más de dos años en la gran casa de Munich.

Hitler seguía haciendo la vida que le gustaba. Se levantaba tarde, salía de casa cerca del mediodía y se iba a las oficinas del partido o al estudio del fotógrafo Hoffmann o, cuando comenzó a habilitarse como sede del NSDAP el palacio Barlow, se pasaba las horas muertas en el estudio del arquitecto para seguir los proyectos. Almorzaba habitualmente en la hostería Bavaria, uno de los mejores restaurantes de Munich, más por prestigio que por placer gastronómico, pues ya en esa época era abierto partidario de las comidas sencillas, compuestas esencialmente de legumbres y verduras. Por la tarde trabajaba en la sede del partido, donde recibía honores de jefe de Estado. Cuando se inauguró la sede del NSDAP en el histórico palacio Barlow, el edificio comenzó a ser conocido como la «casa parda». Allí tenía Hitler un despacho consonante con sus ambiciones: era muy amplio y su decoración plenamente simbólica: tras su escritorio, un gran retrato de Federico el Grande; cerca de la mesa, un busto de Mussolini en arrogante pose; sobre ella, una fotografía de su madre, Klara, que le había acompañado desde su muerte, en 1907. Una de las paredes estaba decorada por un gran mural, que representaba el asalto del regimiento List a las posiciones inglesas de Wytschaete, bautismo de fuego de Hitler y acción que le valió la Cruz de Hierro de segunda clase. Si por la noche no hablaba en ningún mitin, solía ir a cenar a casa de los Hoffmann o a algún restaurante de moda; con frecuencia llevaba a Geli Raubal a la ópera o a un concierto, regresando a casa al filo de la medianoche. Cerraba su jornada leyendo hasta las dos o tres de la madrugada, tomando algunas notas o ensayando el posible efecto de algunas de sus nuevas ideas sobre los auditorios.

EL CAMINO DE LA VICTORIA

La locura especulativa -¡beneficios del 35 por ciento en un año!- que sacudió Wall Street en 1928 y en la primera mitad de 1929 repercutió negativamente en Alemania. Las fuertes ganancias que ofrecía la bolsa neoyorquina -subida de 25 enteros en marzo, de 52 en junio, de 25 en julio, de 33 en agosto… de 118 en total en los primeros ocho meses del año, ¡nada menos que un 18 por ciento de interés en esos meses!- hizo poco atractivas las inversiones en Alemania. Los capitales se retiraron para negociarse en Estados Unidos y Alemania se descapitalizaba, al tiempo que debía ofrecer mayores intereses para obtener las sumas imprescindibles. Las críticas contra la dependencia alemana de los capitales exteriores se mostraron certeras: su retirada ocasionó el retroceso de la actividad económica y el incremento del paro: 1.320.000 desempleados en septiembre de 1929, cifra que comenzaba a ser alarmante, pero que resultaría muy modesta tras aquel 24 de octubre de 1929 que ha pasado a la Historia como el «jueves negro de Wall Street». Era el crack de 1929, cuyas consecuencias serían nefastas para el mundo entero y que en Alemania originó la siguiente evolución del paro: 2.300.000 en febrero de 1930, 3.000.000 a finales del mismo año, 5.600.000 en 1931 y 6.100.000 en 1932.

Aquella tragedia económica puso de moda el nazismo. Las diatribas de Hitler contra el capital especulativo, contra el vampirismo judío, contra la conjura internacional antialemana, contra el endeudamiento exterior contraído por los ministerios socialdemócratas, comenzaron a tener sentido y las afiliaciones al NSDAP siguieron un ascenso proporcional al del paro. En 1929, 108.000 alemanes tenían el carnet nazi, en 1931 serían 400.000 y en 1932, 800.000.

Aunque la tragedia económica alemana desencadenada por el crack de 1929 fue determinante para el ascenso del nazismo, no fue la causa única. Tuvo suma importancia, también, el problema de las reparaciones de guerra: los vencedores trataban de igual a igual a los vencidos en acuerdos y foros internacionales, pero no se olvidaban de cobrar las indemnizaciones de guerra que Alemania debía pagar como responsable único de la contienda. Una nueva comisión estudió en 1929 el caso y arbitró que Berlín podría cumplir sus obligaciones en 57 plazos anuales de 1.988 millones de marcos, ¡con lo que terminaría de pagar principal e intereses en 1986! Que se mantuviera aquella exigencia once años después de terminada la Gran Guerra exacerbó a la mayoría de los alemanes, ya bastante atribulados por su precaria situación económica.

Una de las formaciones que actuaron como portaestandartes de la protesta fue el NSDAP, que acusó al Gobierno de convertir Alemania en una colonia franco-británica. Otro partido contrario a la aceptación de tales reparaciones de guerra era el Nacional Alemán, conocido como Stahlhelm (Casco de Acero), una de las grandes formaciones alemanas, que estaba en un momento de crisis. La empresa común de oponerse a la aceptación de las reparaciones de guerra unió por algún tiempo al Partido Nacional y al NSDAP. Era una alianza ideológicamente contra natura y cuantitativamente desigual: el Stahlhelm tenía un millón de afiliados y en sus ficheros se hallaban las familias de mayor prosapia, los grandes terratenientes, militares, magistrados e industriales de ideología conservadora y monárquica. Por el contrario, el NSDAP tenía poco más de cien mil carnés, estaba compuesto por un grupo de revolucionarios iluminados, seguidos por burgueses arruinados y obreros resentidos con el marxismo; predicaban la revolución, la destrucción del viejo orden y pedían un sistema dictatorial para salvar la patria. Fue un matrimonio de intereses: la derecha buscaba el empuje nazi, la violencia de sus SA y la oratoria de Hitler, de Goebbels y demás líderes nazis; por su lado, Hitler -que hubo de acallar fuertes protestas en el seno de su partido por aquella «unión con los reaccionarios»- veía en esa alianza una aproximación al mundo del dinero y de la industria, un bautismo de respetabilidad, una forma de seguir escalando, poco a poco, los peldaños del poder.

Pese a la oleada de protestas contra los acuerdos de las reparaciones de guerra, éstos se pactaron en la conferencia de La Haya el 6 de agosto de 1929.A cambio de su aceptación, Alemania consiguió que Francia se comprometiera a evacuar la cuenca del Sarre (margen izquierda del Rin) en 1930, cinco años antes de lo previsto en los acuerdos de posguerra. El muñidor de aquel tratado, Stressemann, ministro alemán de Asuntos Exteriores, no pudo contener las lágrimas y exclamó: «¡Demasiado tarde, no lograré ver Alemania totalmente libre!»; acertó: estaba gravemente enfermo y falleció ese mismo año.

Pero la pelea continuaba; para impedir el acuerdo de La Haya era necesario conseguir cuatro millones de firmas y elevarlas al Reichstag. El Partido Nacional Alemán y el NSDAP lograron las rúbricas necesarias y el Reichstag renunció a debatir la cuestión, prefiriendo pasarla a referéndum. Las urnas confirmaron mayoritariamente los acuerdos y la extraña coalición sufrió un estrepitoso fracaso y se disolvió. Sin embargo, Hitler había conseguido el apoyo de la poderosa prensa conservadora y se había ganado la confianza de los grandes industriales alemanes.

El NSDAP comenzó a cosechar inmediatamente los frutos del acuerdo; en las elecciones regionales del otoño-invierno de 1929 los nazis consiguieron el 6,8 por ciento de los sufragios de Baden, el 8,1 por ciento de los de Lübeck y el 11,3 por ciento de los de Turingia, donde Wilhelm Frick alcanzó las primeras carteras ministeriales para el partido, las de Policía y Educación.

Más importante para la escalada del nazismo fue la descomposición gubernamental. Alemania no podía hacer frente al pago de la deuda en aquellos momentos de crisis y el Gobierno decidió acudir al sacrificio general para cumplir con el compromiso de La Haya, detrayendo un 3,5 por ciento del salario de los trabajadores para reunir la cantidad, pero el aumento del paro hizo disminuir la cifra de los contribuyentes, de modo que el porcentaje fue aumentado a un 3,75 por ciento. Esas 25 centésimas de diferencia promovieron una tempestad político-sindical que el canciller Hermann Müller pretendió zanjar acudiendo al presidente Hindenburg, para que impusiera el 3,75 por ciento por medio de un decreto, tal como era su potestad, acogiéndose al artículo 48 de la Constitución. Hindenburg, que no estaba cómodo con aquel jefe de Gobierno y que había tomado una profunda simpatía al líder centrista Heinrich Brüning, se negó a emplear ese poder. Como era lógico, Müller presentó la dimisión y Hindenburg nombró canciller a Brüning. El viejo mariscal, carente de toda sutileza política, había destruido de un plumazo el sistema parlamentario tramado en Weimar. En adelante, los jefes de Gobierno ya no saldrían de las mayorías parlamentarias, sino de los poderes que la Constitución otorgaba al presidente. Por esa puerta se colaría Hitler en la Cancillería.

El presidente había abierto la «caja de Pandora» y los efectos de tal decisión se verían inmediatamente. En el verano de 1930 la crisis económica cayó como un alud sobre el escenario político. Brüning intentó subir los impuestos y fue derrotado en el Parlamento, por lo que disolvió el Reichstag e instauró los nuevos impuestos por decreto. La disolución del Parlamento le obligó a convocar elecciones, que fueron fijadas para el 14 de septiembre. Para entonces, la situación en Alemania era desastrosa: el paro ascendía a tres millones de trabajadores, los horarios laborales habían sido reducidos y los salarios igualmente, en consonancia con la disminución horaria. La inflación se había disparado, al tiempo que se retraía la producción industrial y la agrícola se almacenaba en los silos por falta de compradores.

La crisis política y la económica sumieron al electorado en la apatía y en el desaliento a las veinticuatro formaciones que disputaron las legislativas, salvo al NSDAP, que crecía como la espuma al socaire de las desdichas nacionales. Goebbels, jefe de campaña de los nazis, organizó seis millares de mítines, precedidos o seguidos de grandes desfiles militares de las SA, amenizados por charangas que atronaban los escenarios con sus marchas militares y cerrados por espectrales desfiles nocturnos con antorchas. Aquel maquiavélico propagandista editó un breviario para los oradores nazis que, aparte de los asuntos de interés local, siempre debían tocar en sus discursos el tema judío, la «puñalada por la espalda», el irracional pago de las indemnizaciones de guerra impuesto a Alemania, la ocupación del suelo patrio -aún estaban los franceses en el Sarre-, la corrupción republicana, oportunamente apoyada en un reciente escándalo de suministros a la municipalidad de Berlín, del que -formidable coincidencia para los intereses nazis- eran responsables unos industriales judíos. Las esperanzas de Hitler en aquellos comicios, según confesó a algunos de sus amigos, se cifraban en la obtención de tres millones de votos y entre cuarenta y cincuenta escaños.

Fue una campaña triunfal para los nazis, aunque no estuvo exenta de sobresaltos. En medio del ajetreo electoral una sublevación de las SA de Berlín hubiera podido arrasar al propio partido. Goebbels no se ruborizó al demandar el auxilio de la policía para reducirles y expulsarles de los edificios del NSDAP, mientras Hitler, consciente de la gravedad del caso, se personaba en la capital y, acompañado tan sólo por un grupo de las SS, fue reuniendo a las SA en cervecerías y tugurios y, con todas sus artes oratorias, que iban desde la súplica a la amenaza, desde las lágrimas al trueno de su voz, terminó por reducirles a la obediencia. Aquella indisciplina le costó la jefatura de las SA a Von Salomon y el propio Hitler se hizo cargo transitoriamente de su dirección, hasta que nuevos motines de aquella sediciosa masa le convencieron de la necesidad de imponer una jefatura militar y una disciplina de hierro, para lo que llamó a su viejo camarada Röhm, que se hallaba por entonces trabajando como asesor militar en Bolivia.

Todos los cálculos electorales fueron barridos el 14 de septiembre. El NSDAP duplicó holgadamente sus expectativas, consiguiendo 6.406.000 votos (18,3 por ciento del electorado) y 107 diputados. En la conservadora y militarista Prusia, el partido de Hitler fue el más votado; en la comunista Westfalia logró la segunda plaza, apenas a 50.000 sufragios del PC; en la agraria y católica Baviera resultó, también, segundo, tras el Zentrum. Hitler se convertía, a sus cuarenta y un años, en el líder más importante de la oposición. Nadie, en adelante, osaría en su partido discutirle las posibilidades de su estrategia política: alcanzar el poder dentro de la legalidad constitucional. Propios y extraños se admiraron de la contundencia de sus argumentos y de la brillantez de su campaña. Sus detractores dentro del NSDAP no volverían a levantar cabeza; sus rivales políticos sintieron en el corazón, por vez primera, la heladora amenaza de la dictadura nazi.

Tras las elecciones, Hindenburg confirmó a Brüning en la Cancillería, pero el Gobierno no pudo embridar la desastrosa situación económica: a finales de 1930 el paro ascendía a 4.900.000 trabajadores. El descontento y los conflictos absorbían las energías del país y sólo el NSDAP parecía dotado de coraje para mantenerse en la lucha política, ofreciendo soluciones de recambio al descalabrado programa gubernamental. Así, las filas nazis se nutrían de los descontentos y de los desesperanzados, alcanzando el mundo universitario. En enero de 1931, los nazis expedían el carné número 474.481 a nombre de un arquitecto recién salido de las aulas: Albert Speer.

Fue por entonces cuando muchos banqueros, industriales y comerciantes poderosos comenzaron a apoyar económicamente al partido nazi que, aunque ya había tenido ayudas procedentes de esos sectores, seguía contando con las cuotas de sus afiliados como principal fuente financiera. Los grandes de la economía, la industria o el comercio de Alemania se fiaban de Hitler: ya no era el turbulento revolucionario de 1923, sino el político maduro que ganaba los escaños parlamentarios en las urnas. Concebían esperanzas en el empuje nazi, dado el agotamiento y la inoperancia gubernamental. Estaban profundamente interesados en la cristalización de algunas ideas hitlerianas: denuncia del acuerdo de La Haya y cese del pago de las indemnizaciones de guerra; denuncia de los acuerdos de limitación del Ejército alemán en lo referente a efectivos y a armamentos, puesto que los vencedores nunca habían cumplido por completo las limitaciones a que también les obligaba lo firmado; intensificación de las obras públicas -programa de autopistas- para terminar con el paro; aumento del parque móvil, con un modelo popular barato, que pusiera en marcha la industria automovilística; programa armamentístico para equiparar a Alemania al resto de las potencias…

Estos proyectos convirtieron a Hitler en el candidato preferido por la mayoría de los magnates de la industria o las finanzas. Cierto que sus ideas sobre la democracia eran deleznables, pero todos cerraban los ojos, con el pretexto de que no estaban los tiempos para delicadezas. Por otro lado, el propio canciller Brüning estaba gobernando dictatorialmente: suspendió las sesiones parlamentarias durante medio año, abrogó las libertades constitucionales, instauró la censura previa, prohibió uniformes, banderas e insignias políticas, impuso el permiso preceptivo para todo tipo de reuniones. Todos, fundamentalmente los miembros del NSDAP, esperaban el estallido de Hitler, pero éste siguió obstinadamente su plan de mantenerse en la legalidad, al tiempo que maquinaba cómo provocar las siguientes elecciones y cómo ganarlas.

Lo primero pronto le vendría dado. En el verano de 1931 estaban en paro un tercio de los obreros alemanes y la situación bancaria era desesperada, después de que, en los veinte meses trascurridos desde el crack de 1929, hubieran quebrado 357 entidades de ahorro, cajas de pensiones o bancos. Brüning se vio obligado a remodelar su Gobierno. Hitler, que veía impaciente aproximarse su oportunidad, multiplicaba sus actividades políticas.

MUERTE DE GELI RAUBAL

En esas circunstancias se produjo uno de los acontecimientos más dolorosos y misteriosos de su vida: el suicidio de Geli Raubal. Las relaciones entre Hitler y su medio sobrina nunca han sido del todo aclaradas, pese a que todos los historiadores que han trabajado sobre Hitler se han detenido en ellas, pues existe la general coincidencia de que Geli fue la única mujer que le interesó de verdad. «Fue, por raro que pueda parecer, su único gran amor, lleno de instintos reprimidos, de arrebatos a lo Tristán y de sentimiento trágico», escribe Joachim C. Fest. «Hitler estaba enamorado de Geli, pero a su modo: quería, a la vez, poseerla y mantenerla a distancia. Ella era el adorno de su casa y las delicias de sus horas de ocio; su compañera y su prisionera», dice Robert Payne. «Su sobrina Geli le ha cautivado. No hace nada para ocultar al exterior el evidente afecto, lo cual es bastante significativo en este virtuoso de la simulación. Con el tiempo nace una auténtica pasión amorosa o, al menos, la siente Hitler», apunta Hans B. Gisevius. «Fuese la relación activamente sexual o no, la conducta de Hitler con Geli tiene todos los rasgos de una dependencia sexual fuerte o, por lo menos, latente. Esto se mostró con muestras tan extremas de celos y posesividad dominante, que era inevitable que se produjera una crisis en la relación», juzga Ian Kershaw, el último gran biógrafo de Hitler.

¿Qué tenía Geli para haberle cautivado tan profundamente? Era exuberante, extraordinariamente sexy, alegre, simpática y frívola, aunque poco culta y muy caprichosa. «Sus grandes ojos eran un poema […] tenía un maravilloso pelo negro», recordaba tras la guerra Emil Maurice, guardaespaldas y chófer de Hitler, que se sospecha fue su amante y que pretendió casarse con ella. Hitler sufría con los flirteos de Geli con sus colaboradores y prescindió de los servicios de Maurice, cuando éste le confesó sus proyectos.

Ella también quería a Hitler. Estaba deslumbrada por su éxito, su fama, su dinero y por su escalada hacia el poder, pero quizá deseaba que la situación se oficializase, ser la señora de Hitler, exhibirse como la aspirante a primera dama. Y eso no podía tenerlo. Seguro que Hitler le había planteado más de una vez su firme propósito de mantenerse célibe, lo mismo que se lo había comentado a alguno de sus íntimos. El fotógrafo Hoffmann, su mejor amigo de estos años al margen de la política, contó que Hitler le dijo en una ocasión:

«Es verdad, amo a Geli y quizá podría casarme con ella, pero como bien sabe usted, estoy dispuesto a permanecer soltero. Por tanto, me reservo el derecho a vigilar sus relaciones masculinas hasta que descubra al hombre que le convenga. Lo que a ella le parece una esclavitud no es sino prudencia. Debo cuidar de ella para que no caiga en manos de cualquier desaprensivo.»

Probablemente fueron amantes desde el verano de 1929. Sobre sus relaciones se ha fantaseado mucho, pero los escasos indicios que existen -hay que admitir que interesados- indican una actitud sadomasoquista que, al parecer, disgustaba a la joven. ¿Fue eso lo que la impulsó a regresar a Viena? También es posible, como creía Hoffmann, que Geli Raubal estuviera enamorada de algún joven vienés y que se sintiera desgraciada por el papel de cancerbero que Hitler desempeñaba con ella. Sea como fuere, el 18 de septiembre de 1931, tras una discusión bastante acalorada entre tío y sobrina, Hitler hubo de emprender viaje. Según contó Hoffmann, que le acompañaba, Geli les despidió desde lo alto de la escalera con aparente naturalidad. Sin embargo, algo no andaba bien entre ambos porque Hitler, a poco de emprender viaje, comentó con el fotógrafo que no se encontraba a gusto: «No sé qué me pasa… tengo una sensación desagradable.» Esa noche se hospedaron en un hotel de Nuremberg. Entre tanto, en la residencia de Hitler en Munich, Geli se había retirado a su habitación pretextando una jaqueca. Allí tomó una pistola Walter 6,35 que pertenecía a su tío, la envolvió en una toalla para atenuar el ruido y se disparó un tiro al corazón. Al día siguiente, los criados forzaron la entrada y la hallaron muerta. En esos momentos Hitler acababa de abandonar Nuremberg camino de Bayreuth. Un taxi del hotel le alcanzó en la carretera, con un recado sumamente urgente de Rudolf Hess. Volvieron a Nuremberg, donde Hitler fue informado de que Geli estaba gravemente herida. Retornaron a Munich volando. «Quiero verla viva, quiero verla viva», repitió Hitler varias veces y luego entró en un silencio ausente, que mantuvo hasta que llegaron a Munich. En su casa le recibió su medio hermana Angela, deshecha en llanto.

Angela dispuso que el cuerpo de su hija fuese enterrado en Viena y Adolf estuvo conforme. Permaneció dos días en un profundo mutismo y, finalmente, pidió a su amigo Heinrich Hoffmann que le acompañara a un chalet en el campo que le habían prestado. El fotógrafo recuerda en sus memorias que fueron dos días de pesadilla. Hitler quiso encerrarse allí, a solas con Hoffmann, para que nadie le molestase, por eso dio vacaciones incluso al servicio. Su estado de desesperación era tal que Hoffmann se las arregló para esconderle la pistola, temiendo que se suicidara. Durante esos dos días Hitler no comió ni durmió, consumiendo las horas en un interminable paseo de un lado a otro de su habitación, seguido angustiosamente por Hoffmann, que dormía en el cuarto de abajo y que se sobresaltaba cada vez que cesaban los pasos.

Al final del segundo día les informaron de que Geli había sido ya enterrada en la capital austriaca. Entonces Hitler, demacrado, ojeroso y absorto en su mutismo, decidió visitar su tumba. En silencio viajaron hasta el cementerio Central de Viena. Hitler se empeñó en caminar en solitario hasta la tumba, aunque allí le aguardaba ya alguno de sus amigos. Permaneció inmóvil durante treinta minutos, con la tez cenicienta y la mirada perdida, junto a la tumba. Luego regresó al automóvil y, aunque seguía con la mirada opaca y extraviada, comenzó a hablar: «Ya es hora de continuar la lucha… esta batalla terminará en un triunfo. Juro que así acabará.»

Aunque todavía estuvo deprimido durante unos días, se recuperó poco a poco, reclamado por los acontecimientos políticos. Pero puso en marcha una especie de culto a la memoria de Geli: en su habitación, a la que únicamente podían acceder él y el ama de llaves, Annie Winter, siempre hubo un ramo de crisantemos frescos, las flores favoritas de la muerta. Hizo pintar varios retratos de su medio sobrina, partiendo de fotografías, que figuraron colgados en los lugares de honor de todas las casas donde vivió, incluida la Cancillería, y el escultor Liebermann le fundió un busto en bronce de excelente calidad, que estuvo hasta el final de la guerra en la residencia de Munich.

Pero Hitler siguió rodeado de mujeres. Un caso bien conocido es el de Winifred Wagner, viuda de Siegfried Wagner, con la que parece que Hitler pensó en casarse pues le parecía adecuado que el gran líder de Alemania estuviera emparentado con el gran compositor. Según el testimonio de una hija de Winifred, hacia finales de 1931 ésta mantuvo extrañas relaciones íntimas con Hitler, que se colocaba boca abajo sobre sus rodillas para que le propinara una azotaina, como las que en alguna ocasión le daría su madre. Discontinua pero prolongada fue su relación con Maria -Mimi- Reiter, que tuvo relaciones con Hitler a partir de 1926; se interrumpieron un año más tarde, para reanudarse en 1931 y, de nuevo, en 1934. Mimi se casó en 1935 y enviudó en 1940; su marido, oficial de las SS, cayó en Dunkerque y cuando Hitler se enteró le envió cien rosas rojas. Esta historia apareció publicada en la revista Stern el 13 de junio de 1959 por el periodista Gunter Preis, que pudo hablar con la propia Mimi.

Junto con esos amores se entrecruzaron los de Geli Raubal, los de Ondra -una desconocida mencionada por Eva Braun que, también, tuvo terribles celos de una tal Valquiria – realmente, la inglesa Unity Mitford, a la que conoció en 1935 y con la que tuvo unas 150 citas llenas de confianza y muestras de cariño aunque sin relaciones sexuales, según la biógrafa Mary S. Lovell. Unity se pegó un tiro cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial.

En 1934 Hanfstaengl le presentó a Martha Dodd, hija del embajador de Estados Unidos en Berlín, una chica guapa, alegre, desenfadada, que utilizaba faldas demasiado breves para el gusto alemán de la época. Parece que fueron amantes durante unos meses, hasta que la Gestapo le presentó pruebas de que la muchacha trabajaba para el espionaje soviético y Martha tuvo que abandonar precipitadamente Alemania. Por los brazos de Hitler pasaron muchas otras hermosas mujeres, como la bellísima danesa Inga Arvad, que ejercía el periodismo en Estados Unidos y a la que el espionaje alemán trató de captar para que trabajase como agente nazi, o la actriz Renate Müller, con la que mantuvo relaciones esporádicas hasta 1937. Según David Lewis, dos miembros de las SS la arrojaron por la ventana a causa de las relaciones que, simultáneamente, mantenía con un industrial judío.

Existieran o no todos estos «amores» hitlerianos, la verdad es que el líder nazi gozó de la predilección de las mujeres, con las que mantuvo relaciones más bien ambiguas, y esto no se sabe si por la naturaleza de su sexualidad o porque, como muchas veces aseguró, su verdadero amor era Alemania y, sobre todo, aunque esto no lo dijera, su inmensa sed de poder.

LAS BATALLAS ELECTORALES

Tras la muerte de Geli Raubal, Hitler se lanzó al torbellino político con auténtica pasión y furia. Una semana después participó en un mitin en Hamburgo y en los siguientes días fue congregando multitudes a lo largo y ancho del país. El poder ya no podía ignorarle. Así, el presidente Hindenburg le concedió audiencia el 10 de octubre de 1931. Hitler se presentó ante el anciano mariscal vestido de chaqué, educado y deferente. Procuró disipar algunos malentendidos entre el presidente y el partido nazi, le garantizó que sólo alcanzaría el poder por medios constitucionales, pero también dejó claro que sólo creía en la gobernación de Alemania mediante poderes dictatoriales. Hasta el despacho presidencial llegaban los vítores de millares de nazis congregados en la Wilhelmstrasse, que arreciaron cuando el Führer salió del palacio. Hindenburg reiteró a sus colaboradores el temor que le inspiraba Hitler y exclamó cuando la manifestación nazi ya se disolvía en la gran arteria berlinesa: «No le haría ni ministro de Correos.»

Tal desahogo era puramente visceral pues, al ser invitado a aquel despacho, Hitler había ingresado en el juego del poder. El viejo mariscal había caído en la estrategia de Hitler «del palo y la zanahoria», tan vieja como el mundo. Manejaba a sus SA y a las SS como amenaza; el putsch de 1923 no estaba tan lejano y quienes gobernaban Alemania eran conscientes de que, ocho años después de aquel fracaso, Hitler era mucho más poderoso, estaba mucho mejor apoyado y tenía una experiencia muy superior. La parte positiva, «la zanahoria», era su activismo político dentro del juego democrático, los millones de votos que le respaldaban y su ardua lucha por atraerse la confianza del capital y la industria. En el empeño de captar votos, afiliados y simpatizantes, el NSDAP mostraba un entusiasmo arrollador. Sólo en el otoño de 1931 los oradores de Hitler pronunciaron más de 15.000 mítines, frente a menos de un millar del resto de las formaciones políticas alemanas.

El Gobierno suponía que era mejor negociar con Hitler que abocarle a una solución violenta. Por eso, el 6 de enero de 1932, el canciller Brüning se entrevistó con él, precisamente para solicitarle su apoyo parlamentario para prorrogar el mandato presidencial de Hindenburg, que concluía en abril. Hitler le pidió tiempo para reflexionar y tres días más tarde volvieron a verse. Hitler consentía, pero sólo si la prórroga era por dos años. Brüning no aceptó esa condición y buscó los votos que necesitaba en otras formaciones nacionalistas, que se negaron a respaldarle, alegando que apoyar al viejo mariscal era tanto como sostener al canciller.

No había otra salida que las elecciones presidenciales y Hindenburg, con ochenta y cinco años a cuestas, volvió a presentarse. Por su parte, Hitler tenía muchas dudas sobre la conveniencia de inscribir su candidatura -como quería Goebbels- o de mantenerse en la cúspide del partido, al margen de los avatares electorales. Finalmente, optó por lo primero y hubo de comenzar por nacionalizarse alemán, porque desde que perdiera la nacionalidad austriaca, en 1925, hasta esas elecciones había tenido estatuto de apátrida. El 25 de febrero de 1932 recibió la ciudadanía alemana por Brunswick, en un procedimiento irregular que ha originado más de una polémica entre los especialistas, muchos de los cuales sostienen que Hitler jamás fue legalmente alemán.

La campaña electoral tuvo una virulencia inusitada. Tras la entrevista de octubre, Hitler había perdido el escaso afecto que había tenido por el presidente: «Respeto a ese anciano caballero, pero el pobre no entiende ya nada. Para él sólo soy un cabo austriaco y un incordio político. Me sitúa al mismo nivel que a un Thälmann, por ejemplo», había confesado Hitler después de la audiencia. Durante la campaña, el líder nazi no ahorró descalificaciones contra Hindenburg, como «inepto», «senil» y «juguete en manos de sus consejeros». Peor aún era la terminología de otros jerifaltes hitlerianos, con Goebbels al frente, para quienes Hindenburg, «cabeza del partido de los desertores», «mariscal de la derrota», era simplemente un «viejo estúpido» que por la mañana estaba en manos de sus paniaguados y por la tarde en brazos de Morfeo. Las descalificaciones fueron complementadas por un eslogan conservador, que se atraería a muchos protestantes y a los católicos que vivían entre ellos: «Kinder, Kirche, Küche» («Niños, iglesia, cocina»); por las habituales diatribas contra judíos, comunistas y socialdemócratas; y por el mensaje positivo y gratuito: libertad, grandeza y orgullo nacional.

El 13 de marzo de 1932 los alemanes fueron a las urnas y confirmaron sus preferencias por Hindenburg, quien obtuvo 18.651.497 votos (49,6 por ciento), seguido por Hitler, con 11.339.446 votos (30,1 por ciento). La victoria del mariscal, aunque contundente, no alcanzaba la mayoría absoluta por cuarenta centésimas, lo que obligó a una segunda vuelta el 10 de abril. En la nueva campaña -que el astuto Brüning limitó a menos de una semana, desde el mediodía del 3 al 9 de abril- volvieron los nazis a una actividad febril, con nuevos denuestos contra el mariscal y con todo tipo de promesas quiméricas. Según el biógrafo de Hitler, Robert Payne, llegaron a prometer marido a todas las solteras alemanas si el NSDAP ganaba las elecciones.

Hitler realizó un formidable esfuerzo en esa semana. Viajando en un avión Fokker alquilado, logró pronunciar 21 mítines en esos seis días y medio, reuniendo auditorios formidables: 250.000 en diversos lugares de Hamburgo, en un solo día, o 150.000 en Berlín. Pese a todo, el vencedor de Tannenberg volvió a ser el más votado, con más de 19 millones de sufragios, que le daban la mayoría absoluta con un 53 por ciento de los votantes. Pero Hitler no había perdido el tiempo y consiguió un resultado que no hubiera podido ni soñar sólo dos meses antes -13.418.547 votos-, el 36,8 por ciento de las papeletas válidas. Los nazis, ya nadie podía dudarlo, se convertían en alternativa de poder.

El triunfo de Hindenburg no supuso una tregua para el Gobierno de Brüning, que no podía sostenerse con apoyo parlamentario ni gozaba ya de la confianza del presidente, harto de pedirle en vano que escorase el gabinete hacia la derecha. A finales de mayo, Brüning solicitó del presidente la firma de dos decretos y éste, rompiendo su hábito de los dos últimos años, le respondió que sacara adelante sus proyectos con apoyo parlamentario. Brüning le presentó su dimisión al día siguiente, 29 de mayo de 1932. Su relevo ya estaba preparado. El 30 de mayo, el mariscal llamaba a Franz von Papen, ex oficial prusiano, político ducho en cuestiones regionales y amigo de todo tipo de conspiraciones, muy acaudalado gracias a su matrimonio y miembro del partido centrista. Cuando Hindenburg le propuso la Cancillería, Von Papen le respondió que agradecía mucho la oferta, pero debía advertirle que no contaba con el apoyo de su partido, más aún, que se temía su abierta oposición. El presidente, que para entonces había perdido claramente el norte, le respondió que deseaba tener un gabinete sin color político, es decir, independiente de los partidos. Estaba claro que las pasadas presidenciales le habían puesto furioso, sobre todo, porque el partido de su canciller había sido incapaz de ganarlas: «Se da usted cuenta de qué papel me ha hecho desempeñar Brüning? ¡He sido reelegido por los comunistas!» Luego, atajando cualquier reticencia de Von Papen, le puso firme: «¡Ante la llamada de la Patria, un oficial prusiano sólo tiene una salida, obedecer!»

Y para que no hubiera duda alguna al respecto, el hijo de Hindenburg, que se había convertido en el primer consejero de su padre, junto con su amigo el general Schleicher, también con una fuerte influencia sobre el mariscal, compusieron un increíble Gobierno integrado por ex oficiales y por miembros de la aristocracia, asunto tan llamativo que aquel efímero gabinete fue conocido como el «Gobierno de los monóculos». Sin embargo, la situación del país era lamentable. Seis millones de obreros estaban en el paro y casi el resto de la masa laboral trabajaba en horario reducido. Pese a su angustia, en vez de soluciones recibían un rosario de convocatorias electorales. Aparte de las que hubo en un tercio de los Länder y de las dos presidenciales, Von Papen convocó nuevos comicios, legislativos esta vez, porque el general Schleicher, a cambio de que no torpedeara al nuevo gabinete, le prometió a Hitler nuevas elecciones y suprimir las leyes de Brüning sobre reunión, uniformes e insignias que, de hecho, habían sumido a las SA en la clandestinidad.

La nueva campaña electoral fue la más dura que jamás hubiera conocido Alemania, recordando más a la oleada revolucionaria de 1919 que a un proceso democrático. Los choques entre nazis y comunistas arrojaron centenares de muertos en el mes de julio, ocasionando cambios en los mandos policiales que, «casualmente», siempre eliminaban a gentes contrarias a los nazis y ascendían a sus simpatizantes. El NSDAP iba calando en la sociedad alemana.

La campaña nazi trató de saturar todos los centros de población donde hubiera urnas. Hitler daba el ejemplo de actividad desenfrenada, en una campaña comparable de alguna forma a las que luego se pusieron de moda en Estados Unidos. Entre el 15 y el 30 de julio, víspera de las elecciones, Hitler reunió 50 mítines y habló durante más de 120 horas a un total de dos millones de personas esparcidas por toda Alemania, salvando las distancias por medio de un avión alquilado, que a punto estuvo, en varias ocasiones, de sufrir un accidente. Las legislativas del 31 de julio de 1932, otorgaron al NSDAP 13.745.800 sufragios, el 37,4 por ciento de los emitidos, que valían 230 escaños. Los nazis se habían convertido en la primera formación política de Alemania. Aunque el avance era indudable, a Hitler ese resultado le supo a poco, pues había calculado que el éxito de las presidenciales se podía ampliar hasta llevarle directamente a la Cancillería.

Efectivamente, los casi 14 millones de votos y los 230 escaños fueron insuficientes. Hindenburg mantuvo a Von Papen en la jefatura del Gobierno y ofreció a Hitler el puesto de vicecanciller y, acaso, alguna cartera ministerial. Hitler le respondió que no pensaba entrar en ningún Gobierno de coalición y que, siendo el suyo el partido mayoritario, le correspondía formar el gabinete. Hindenburg -«ante Dios, ante mi conciencia y ante mi Patria»- se negó a conceder el poder a un solo partido, sobre todo cuando éste se mostraba poco razonable y presumía de que destruiría el sistema parlamentario cuando llegase al poder. Hitler se mantuvo firme en su postura, ante lo que Hindenburg le rogó que mantuviera una oposición leal y caballerosa hacia el Gobierno. La tensa entrevista en la Presidencia de la República duró unos veinte minutos. Ya en la antecámara, al despedirse del canciller Von Papen, Hitler le dijo lo que no se había atrevido a responder al presidente: «Tendrá usted la oposición más dura y más despiadada que pueda imaginar. Las responsabilidades de lo que ocurra serán de su Gobierno.»

La automarginación de Adolf Hitler de un Gobierno compartido sumió al NSDAP en la confusión y situó a sus SA al borde de la sedición. Gregor Strasser coqueteó con la Cancillería, insinuando a sus colaboradores la posibilidad de marginar a Hitler. Éste capeaba las tormentas judiciales que afectaban a sus seguidores más sanguinarios, calculando a cada paso si era más perjudicial para la estabilidad del partido la defensa de sus asesinos o la sublevación de sus cuadros paramilitares. En esta situación se abrió el nuevo Reichstag. Presidió la sesión inaugural la decana del Parlamento, una figura ya histórica del comunismo, Klara Zetkin, que estaba más para ser atendida en un hospital -moriría antes de un año- que para aquellos ajetreos. Aunque su cuerpo no se tenía en pie -hubo de ser llevada casi en volandas hasta el sillón presidencial-, el espíritu se mantenía incólume: su voz asmática pronunció un alegato contra los asesinos nazis y contra los gobiernos débiles, soportados por un poder capitalista autoritario y concluyó su intervención abriendo aquel Parlamento «esperanzada, pese a mis actuales achaques, de poder inaugurar pronto el Reichstag de la República de los Soviets Alemanes».

Más de un tercio de los presentes eran nazis, que ni parpadearon ante los ataques de Klara Zetkin y sus desorbitadas esperanzas. No había ningún misterio en esta postura, pues ya estaba pactada la presidencia parlamentaria de un nazi, Hermann Goering, con el apoyo de partidos del centro y la derecha. Naturalmente, los diputados del NSDAP tenían la consigna de no exteriorizar ningún tipo de emoción que pudiera arrebatarles aquella victoria parlamentaria, vista por la opinión pública alemana como un entendimiento entre Hitler y Brüning para imponer un régimen nazi-cristiano de centro. Más de un movimiento había existido en esa dirección, pero todo quedó en agua de borrajas ante la tormenta desatada de modo circunstancial en aquel Reichstag, más inestable que la nitroglicerina. En la reunión parlamentaria del 12 de septiembre de 1932 los comunistas presentaron una moción de censura, acto casi protocolario que era desactivado cuando un solo diputado se oponía a ella. El hombre encargado de esa oposición estaba ausente y nadie vetó la moción. Goering, presidente del Reichstag, puso a votación la moción de censura. Hubo una suspensión durante 30 minutos, lapso en el que llegó Hitler y ordenó votar a favor. En ese tiempo, Von Papen fue a la Cancillería, ordenó que se rellenara el documento que legalizaba la disolución de la Cámara y regresó con toda celeridad, pero ya para entonces Goering había abierto la votación. El jefe de Gobierno se plantó con su decreto ante la mesa, pero el antiguo aviador no le hizo caso y gritó enfáticamente: «¡El Reichstag está votando!» Von Papen bramaba de indignación al tiempo que llamaba a sus ministros para que abandonaran la sala, mientras Goering había ordenado comenzar el recuento de los votos que, por 514 contra 32, ponía al Gobierno en la calle. Aquel 12 de septiembre se produjo un hecho acaso único en la historia parlamentaria: el poder constitucional derribaba al Gobierno mientras, a su vez, era disuelto por el Gobierno.

Los alemanes, por cuarta vez en ese año a escala nacional, fueron llamados a las urnas. La situación económica aquel otoño había comenzado a mejorar. El paro había disminuido ligeramente y voces autorizadas pronosticaban el fin del caos originado por el crack de Wall Street y auguraban la recuperación. La mejor muestra es que las quiebras empresariales de 1932 se habían elevado a 1.341 en enero, mientras que en agosto habían ascendido a 499. Al mismo tiempo, el bloque monolítico de los vencedores en la Gran Guerra se había casi diluido en aquella crisis y el canciller Von Papen había elevado el orgullo alemán hasta las nubes comunicando a los franceses que iba a comenzar el rearme, en vista de que París y Londres hacían oídos de mercader a los acuerdos de desarme pactados en Versalles. Simultáneamente, las arcas del partido nazi se habían vaciado. Se ha dicho que, aunque ya en estos últimos años la banca y la industria habían comenzado a apoyar a los nazis, el grueso de las aportaciones para el NSDAP seguía procediendo de los afiliados; con unos 800.000 carnets de pago, el partido recaudaba por entonces 2.400.000 marcos anuales, cifra muy importante, pero las tres campañas electorales a escala nacional, más las de los Länder, les había colocado en números rojos por la cuantía de unos 8.000.000 de marcos. Tan grave deuda lastró la campaña electoral de Hitler que, aunque personalmente volvió a realizar un esfuerzo formidable, apoyado por los traslados en avión, sabía en vísperas de las elecciones del 6 de noviembre que el retroceso estaba garantizado. En su último mitin electoral de aquel otoño y de su vida, Adolf arengaba a sus seguidores en el Sportpalast de Berlín: «Mi voluntad es inflexible, mi espíritu es más poderoso que el de mis enemigos. Podremos perder votos, muchos votos incluso, pero ganaremos las elecciones, porque serán para nosotros un gran éxito psicológico.»

Lo fue, aunque los nazis llegaron arrastrándose a la jornada de votación del 6 de noviembre de 1932. Tal como se preveía, los cansados electores dieron la espalda a las urnas. Si todos los partidos fueron afectados por el descenso del número de votantes, el NSDAP lo sintió especialmente, viendo reducida su cosecha a 11.705.265 sufragios y su porcentaje a un 33,1 por ciento, frente a un 37,3 por ciento de las elecciones anteriores. Con todo, volvía a ser el partido más votado y el más numeroso en el Reichstag, con 196 escaños. Goebbels respiraba aliviado al conocer los resultados: «Hemos sufrido un fracaso, evidentemente, pero los resultados son mejores de lo que habíamos calculado.»Y, tal como predijera Hitler, el éxito psicológico correspondió a los nazis, pues a su izquierda sólo se significaban los comunistas, con 100 diputados, y a su derecha, el Gobierno sólo conseguía 14 parlamentarios. El Reichstag del otoño era exactamente igual de ingobernable que el del verano y en ambos, los nazis manejaban el timón.

Tan es así que Hindenburg, que había desdeñado a Hitler en agosto, hubo de llamarle al palacio presidencial en noviembre. Esta vez la entrevista fue a solas y mucho más cordial. El presidente pidió ayuda a Hitler, apelando a su patriotismo. Hitler le respondió que no exigía todas las carteras, pero que, en nombre de la unidad de dirección, no podía renunciar a la Cancillería. ¡Él era el único baluarte contra los casi 18 millones de votantes marxistas que había en Alemania! Con todo, quedó en pensárselo y dos días más tarde regresó para comunicar al presidente que rechazaba un Gobierno de coalición. Ante tal postura, Hindenburg se convirtió en un bloque de hielo y respondería a Hitler por escrito. La carta le llegó a Hitler veinticuatro horas después: «Nein». El presidente no aceptaba como canciller a un jefe de partido político, pero se atendría a los usos democráticos sin acudir a los poderes que la Constitución le otorgaba. Por tanto, si Hitler deseaba ser canciller, debía ganarse la investidura en el Reichstag.

A esas alturas Hitler ya había aprendido varias lecciones sobre el camino democrático hacia el poder. Primero, que no lograría la mayoría absoluta jamás; segundo, que nunca obtendría la mayoría vía compromisos en el Reichstag; tercero, que Hindenburg nunca le otorgaría de buen grado su confianza; y cuarto, que no podría mantener largo tiempo su dominio sobre el partido y sobre su brazo armado, las SA, si se mantenía en la oposición. Por eso, en él se fue abriendo camino nuevamente la idea del putsch, sólo que ahora sabía que resultaría imposible el asalto violento al poder. Se armó, por tanto, de paciencia a la espera de su oportunidad.

En ese momento crucial para el ascenso de Hitler al poder, finales de 1932, es interesante desmontar una serie de mitos y recordar los puntos de apoyo en su escalada hacia la Cancillería. Primero, las subvenciones de la banca, la industria y el comercio no fueron la catapulta fundamental del nazismo. Segundo, la crisis económica, que hizo avanzar al NSDAP, no fue el único argumento del ascenso hitleriano: las clases que más padecieron las penurias votaban comunista o socialista. Tercero, los votantes de Hitler no fueron unos papanatas embaucados por un hábil charlatán: el grueso de sus votantes era de clase media y en las múltiples elecciones de 1932, Hitler consiguió la mayoría de los votos universitarios. Cuarto, Hitler no consiguió el poder gracias a la violencia de las SA, aunque verdaderamente su brazo armado infundió temor y respeto en sus enemigos y le permitió libertad de acción o ventajas que, sin ellos, hubieran sido impensables; sin embargo, los enormes auditorios que le escucharon, esperándole a veces durante horas con temperaturas inclementes, sólo se explican por las esperanzas que su oratoria suscitaba.

Respecto a los cimientos sobre los que se asentó la erupción nazi hay que resaltar algunos puntos. Primero, los agravios de los vencedores de la Gran Guerra. Segundo, el clima antisemita que ya existía en Alemania antes de la aparición de Hitler. Tercero, la alarma suscitada en la burguesía, la nobleza y el ejército por la revolución soviética y por los intentos comunistas de alzarse con el poder en Alemania tras la derrota en la Gran Guerra. Cuarto, las graves crisis económicas, que arruinaron a las clases medias. Quinto, la filosofía nacionalista, racista y potenciadora de la superioridad aria, difundida por filósofos alemanes desde finales del siglo XIX. Sexto, la atomización política, permitida por la Constitución de Weimar, entregó la partida de nacimiento a los nazis. Séptimo, el fin del parlamentarismo, enterrado por Brüning al empeñarse en gobernar por decreto, y admitido por Hindenburg, que firmaba esgrimiendo el artículo 48. Octavo, las esperanzas suscitadas por el nazismo entre los industriales respecto a una resurrección nacional que, naturalmente, iría acompañada del rearme y de la plena actividad fabril. Noveno, la habilidad y la falta de escrúpulos de la propaganda nacionalsocialista, basada en que todo puede prometerse porque la memoria de los votantes es flaca. Décimo, la ductilidad de los programas y su falta de concreción: los oradores nazis, con Hitler a la cabeza, decían a sus auditorios lo que éstos querían oír, prescindiendo de sus posibilidades reales y huyendo de planes concretos; Hitler no daba recetas económicas, que hubieran podido ser rebatidas por los expertos, sino que prometía trabajo, orgullo nacional, paz social, bienestar, felicidad… algo que todos deseaban y que casi nadie tenía en aquella Alemania de finales de 1932.

EL CANCILLER DE HINDENBURG

Tras las elecciones legislativas del otoño de 1932, Hindenburg despidió a Von Papen y llamó a la Cancillería al general Schleicher, un intrigante sin otro mérito que ser amigo de Oskar, hijo y principal asesor del mariscal presidente. Sus maniobras para dividir al NSDAP, ofreciendo a Gregor Strasser la vicecancillería, tuvieron un efecto contradictorio. Hitler, creyendo que Strasser había entrado en el juego, forzó la dimisión parlamentaria de su viejo correligionario y se retiró a Baviera. Desde entonces, sólo tendría una idea en la cabeza: destrozar a Schleicher. El destino le iba a poner en la mano una arma terrible para hacerlo, al propio Von Papen, que no había digerido su salida de la Cancillería, pues suponía, con fundamento, que tras la decisión de Hindenburg había estado la trama del hijo del mariscal y del general Schleicher.

Notables del mundo del dinero y de la industria reunieron a Hitler y a Von Papen, buscando una salida en el laberinto por el que daba tumbos la dirección política del país. Efectivamente, la vida parlamentaria no existía, los partidos se movían sólo a impulso de las intrigas, el Gobierno funcionaba a base de decretos excepcionales arrancados al presidente. Hindenburg, cada vez más débil, más ciego y más impresionable, se adhería a la opinión del último que pasase por su despacho, pero su cabeza aún funcionaba y tenía buena memoria, de modo que tardó menos de un mes en advertir su error al designar a Schleicher, que se mostraba incapaz de reunir una fuerza parlamentaria suficiente para gobernar. El anciano militar se daba cuenta de que volvía a estar en la misma situación que con Brüning y con Von Papen. Si a ellos les había retirado su confianza, ¿por qué ofrecérsela a Schleicher, que sólo le estaba demostrando su capacidad para la intriga? Le hubiera gustado expulsarle de la Cancillería, conteniéndole solamente su condición de general. Pero la situación del canciller era tan débil que bastó un simple rumor para derribarle.

Durante la tarde del domingo 29 de enero de 1933, corrió por Berlín el bulo de que Schleicher estaba a punto de convocar una huelga general, de sublevar a la guarnición y de arrestar al presidente para proclamarse dictador. Era tan falso como absurdo y sólo los interesados en creerlo adoptaron sus medidas. El primero, Hindenburg, que desde hacía una semana rechazaba los intentos de Schleicher de crear un gobierno autoritario y que comenzaba a estar interesado en un pretexto para deshacerse de su molesto canciller; después, los nazis, a los que la caída en desgracia de Schleicher brindaba una nueva oportunidad de acercarse al poder. Goebbels amplificó con todos sus medios el rumor y lanzó a sus agentes por Berlín para que creasen un clima artificial de ansiedad. Hitler convenció a la policía de que el presidente estaba en peligro y consiguió que se trasladase un fuerte retén hasta el palacio presidencial, confirmando a Hindenburg en la idea de que se hallaba en peligro.

En esa tensa situación, Hindenburg recibió a Von Papen, que desde hacía días ablandaba la resistencia del presidente para que adoptase la solución que había pactado con Hitler: la Cancillería y tres carteras ministeriales para los nazis. Él se encargaría de controlarles desde la vicecancillería y con la ayuda de los restantes ministros, que contarían con la confianza de la Presidencia; el ministerio de la Reichswehr, máxima preocupación presidencial, le sería ofrecido al mariscal Von Blomberg. El presidente aceptó en principio y citó a Hitler y a Von Papen para el día siguiente, 30 de enero, a las 11 de la mañana.

Hitler pasó una noche angustiosa cargada de pesadillas, recordando hasta los más ínfimos detalles de aquella otra noche de Munich, noviembre de 1923, en la cervecería Bürgerbräukeller, cuando creía tener controlada la situación y, sin embargo, todo se estaba derrumbando. Entre tanto, en la Presidencia se recibían las opiniones de los representantes de los partidos: todos, en general, estaban absolutamente en contra de la formación de un gobierno dictatorial por parte del general Schleicher y, de mejor o peor grado, aceptaban a Hitler como canciller; al fin y al cabo, llevaban ya años soportándole en la oposición y no sería malo que el jefe nazi, siempre tan seguro de sí mismo, se enfrentase a las dificultades del poder real. En el fondo, la mayoría esperaba que Hitler fracasara y que la fuerza del NSDAP se diluyera en la lucha por sacar a Alemania de la difícil situación en que se hallaba.

Hitler se despertó antes de las 7 y trató de enterarse de si había alguna novedad. Von Papen le tranquilizó por teléfono: Schleicher había intentado una treta de última hora, para neutralizar a Von Blomberg, pero había fracasado. Se verían a las 10.30 h camino de la Presidencia, para cambiar las últimas impresiones. A las 11 de la mañana deberían jurar sus cargos ante Hindenburg. A la hora convenida, Hitler, vestido con levita negra de buen corte y con elegante sombrero de copa, llegó a casa de Von Papen acompañado por Frick, que debería hacerse cargo del Ministerio del Interior, y de Goering, ministro sin cartera, a la expectativa de la creación de un Ministerio del Aire. La emoción era inmensa entre los jefes nazis: «Es como un sueño… La esperanza y el miedo luchan en nuestros corazones; hemos sido burlados tan a menudo que nos es imposible creer en el milagro que estamos presenciando», escribía Goebbels, repasando sus impresiones de aquella mañana del 30 de enero. Hitler tampoco estaba feliz mientras atravesaba a pie el jardín situado entre la Cancillería y la Presidencia. ¿Qué tenía en sus manos? Bien poco. Por encima de él estaba Hindenburg; frente a él, un Parlamento en el que se hallaba en minoría; en su gabinete, un puñado de ministros que no eran afines a su ideología -o que, incluso, eran abiertamente hostiles- y que controlaban todos los poderes; a su lado, dos amigos, el ministro del Interior, que apenas tenía facultades dadas las prerrogativas de cada Land en materia de seguridad y orden público, y el de la futura Luftwaffe, cuyos aviones tardarían años en construirse.

Estos pensamientos le fueron cargando de furor, de modo que estalló en la secretaría del presidente, exigiendo que se le diera en aquel momento la Comisaría del Reich en Prusia. En vano intentaba calmarle Von Papen, aterrado ante la cólera del nazi, que amenazaba con regresar sobre sus pasos derribando aquel tinglado político. Las agujas del reloj rebasaban ya la hora de la cita. Hindenburg y todos los participantes en la ceremonia de la jura aguardaban impacientes. El secretario de Hindenburg se reunió con Hitler, Von Papen y los dos futuros ministros nazis y arregló la disputa con unas simples palabras: «El mariscal odia la impuntualidad y amenaza con irse unos días de vacaciones a Prusia dejándoles a ustedes con su discusión.» Hitler se calmó al instante y entró en el salón. Allí estaba el presidente Hindenburg que, pese a su avanzada edad, aún conservaba su formidable prestancia física, realzada ese día por su uniforme de gala de mariscal adornado por una impresionante colección de condecoraciones. Hitler estrechó, emocionado y nervioso, la mano de Hindenburg y se inclinó profundamente ante él, haciendo entrechocar los tacones de sus zapatos en un gesto automático, recuerdo de los cinco años pasados en el ejército. Aquella deferencia y el gesto militar de Hitler complacieron al viejo soldado, que ya nunca más volvería hablar del «cabo bohemio» o del «cabo austriaco», como hasta entonces había acostumbrado. Pese a todo, no le hacía muy feliz la designación de Hitler como canciller cuando ni siquiera le hubiera querido dar el Ministerio de Correos, pero al punto donde se había llegado no tenía alternativa. Hitler, primero, y luego todos los demás juraron el cargo:

«Emplearé mi energía para conseguir el bienestar del pueblo alemán, para proteger la Constitución y las leyes del pueblo alemán, desempeñar con rectitud los deberes de mi cargo y cumplir mi misión con imparcialidad y justicia para todos.»

Tras jurar, aún amplió sus promesas con un pequeño discurso, fruto de la emoción del momento, con el que reiteraba su fidelidad a la Constitución, su respeto por el presidente y por el conjunto del nuevo Gobierno, sus deseos de convertir Alemania, desgarrada por las crisis, en una comunidad fraternal, su compromiso de reintegrar al país al grupo de las grandes potencias, pero siempre por medios pacíficos. El gran mentiroso que era Hitler hablaba con enorme convicción, haciendo gala de sus dotes de actor, conmoviendo a los presentes, haciéndoles olvidar por unos momentos sus amenazas de dinamitar la Constitución y el sistema parlamentario, sus burlas hacia el presidente, su vesania antisemita y anticomunista y su irredentismo revanchista contra los vencedores en la Primera Guerra Mundial.

Terminada la ceremonia de la jura, Hindenburg esbozó una especie de bendición sobre el nuevo gabinete y con tono conmovido les despidió: «¡Caballeros, que Dios les ayude!» Hitler salió de la Presidencia aún emocionado y con los ojos húmedos; miles de seguidores, que aguardaban en la calle, le recibieron con una explosión de júbilo. Luego se trasladó en automóvil a su cuartel general en el Kaiserhof, donde le esperaban Goebbels, Röhm, Hess y Sepp Dietrich, excitados y felices, dispuestos a celebrar la victoria. Por la tarde, Hitler se instaló en la Cancillería, mientras Goebbels y Röhm organizaban para la noche un formidable desfile de antorchas, en el que participaron más de veinticinco mil hombres de las SA y las SS.

La impresionante e interminable procesión de luminarias que entonaba marchas patrióticas partía del Tiergarten, atravesaba la plaza de Potsdam, recorría la Leipzigerstrasse y giraba hacia la izquierda para enfilar la Wilhelmstrasse, pasar ante los edificios de la Presidencia y de la Cancillería y concluir su recorrido en la Puerta de Brandenburgo. Desde una ventana de su despacho, Hindenburg contemplaba emocionado el desfile y de vez en cuando tarareaba alguna de las estrofas de las canciones. Después del amargo trago de conceder a Hitler la Cancillería, aquella noche se hallaba contento como nunca había estado después de designar a un canciller. Ni Müller, ni Brüning, ni Von Papen, ni Schleicher le habían ofrecido una compensación patriótica como aquélla. Sin embargo, su hijo Oskar, que le acompañaba, no podía apartar de su cabeza la inquietud por el futuro. Sobre la mesa de trabajo del presidente había un telegrama de su viejo compañero de armas y victorias, Ludendorff

«Le prevengo solemnemente que ese fanático llevará a nuestra Patria a la perdición y sumirá al país en la más espantosa de las miserias. Las futuras generaciones le maldecirán en su tumba por lo que ha hecho.»

No muy lejos, en una ventana del segundo piso de la Cancillería, también Hitler se recreaba con el desfile. Lo que para Hindenburg significaba un homenaje y un presagio de la resurrección alemana, para Hitler era una manifestación de su poder. Durante horas presenció el paso incesante de las antorchas, sumido en sus pensamientos y fantasías y, a veces, con el rostro contraído por sus terribles pasiones, apenas sin hablar con Franz von Papen, Rudolf Hess, Hermann Goering y Wilhelm Frick, que, tras él, también seguían el espectáculo. En cierto momento, casi como si hablase para sí mismo, dijo en voz alta: «Ningún poder del mundo me sacará de aquí con vida.»

Esa promesa que se había hecho a sí mismo aquel 30 de enero de 1933 la iba a cumplir a rajatabla, pensó Hitler con auto-complacencia cuando dejaba su habitación para dirigirse al cuarto de baño, atravesando el minúsculo despacho del búnker de la Cancillería. Doce años después de haber alcanzado el poder, doce años y tres meses para ser más precisos, seguía siendo el Führer. Cierto que estaba en un refugio húmedo, cuya estructura temblaba ante los estallidos de las granadas soviéticas, pero aquella mañana del 29 de abril de 1945 seguía en la Cancillería y aún dirigía los destinos de Alemania. Bruscamente, cambió de pensamiento: ¿habría enviado Bormann las copias de su testamento a los diversos jefes alemanes que seguían combatiendo? Torció el gesto ante el rancio olor a tabaco y a vino que todavía quedaba del ágape de la boda. No vio por allí a Eva Braun y se alegró de poder entrar en el cuarto de baño sin tener que saludar a nadie en pijama y con las huellas de la noche. Se miró en el espejo y le ocurrió como todas las mañanas de los últimos tiempos: le costaba reconocerse en aquel viejo ojeroso, en aquel rostro macilento, en aquella osamenta que presagiaba su calavera, en aquel rictus de su boca y en aquellos tics de los ojos.

Se lavó cuidadosamente, economizando el agua. Cogió luego la brocha y se enjabonó la cara, cubriendo la barba, dura y blanca. Tomó luego la navaja, comprobó su filo y con sumo esmero fue repasando una y otra vez los pliegues de su piel, apurando el afeitado hasta quedar satisfecho. Volvió a enjuagarse el rostro, se peinó después cuidadosamente, alisó el bigote y se cepilló los dientes, todo ello con meticulosidad, como era habitual en él. Después se perfumó un poco con agua de Colonia. Ante el espejo comprobó satisfecho los efectos restauradores del aseo y regresó a su cuarto. Su ayuda de cámara le había preparado el uniforme militar de gala que empleaba aquellos días para asistir a las conferencias militares. Eva Braun, con aquella sonrisa luminosa y expresión vitalista que habían cautivado a Hitler, entró en la angosta habitación. Pese a sus estrecheces, a la atmósfera húmeda, al aire viciado, a los estremecimientos del búnker, se sentía o aparentaba ser feliz, como cualquier recién casada. Ayudó a su marido a vestirse, lo cual entrañaba alguna dificultad a causa de los temblores convulsos de su brazo izquierdo y de la pierna, y luego se empeñó en que desayunase algo, por más que Hitler tuviera prisa pues ya casi eran las doce, hora fijada para la conferencia militar del mediodía.

La reunión se retrasó unos minutos, ya que Bormann hizo primero un aparte con Hitler para informarle de que las tres copias del testamento habían salido del búnker hacía rato, llevadas por Zander, Lorenz y Johannmeier. Esperaba que los tres o, al menos, alguno de ellos pudiera alcanzar su destino porque era imposible la comunicación telefónica con el exterior y, por tanto, ni podrían comunicar las órdenes del Führer por teléfono ni comprobar si el almirante Doenitz había recibido su nombramiento. La conferencia no aportó esperanza alguna a los reunidos. El general Krebs sólo tenía noticias ciertas sobre la gravísima situación en Berlín: los rusos avanzaban lentamente, perdiendo muchos hombres y carros de combate, pero los defensores de Berlín luchaban en un espacio cada vez más reducido y tenían escasez de municiones. El día anterior algunos aviones de transporte enviados por Doenitz habían lanzado en paracaídas bastantes cajas de granadas y Panzerfausten, pero la batalla era incesante y el consumo de municiones resultaba elevadísimo. Se informó de que en uno de los búnkeres secundarios de la Cancillería se almacenaba gran cantidad de material de guerra y se dispuso que la flota de automóviles adscritos al personal del búnker fuera empleada en distribuirlo entre los combatientes. Del ejército de Wenck, que trataba de romper el cerco de Berlín desde el sur, no había noticia alguna. Podía ocurrir que hubiera sido rechazado por los rusos o que careciera de material de transmisiones. De los ejércitos fantasmas de Busse y de Holste seguía sin saberse nada. Como era inútil continuar elucubrando sobre la situación de aquellas fuerzas, lo mejor era hacer algo útil. Así, se decidió que tres hombres más salieran del búnker con otras tantas copias del testamento y en busca de los ejércitos de socorro, a los que debían instar a hacer un esfuerzo supremo para romper el cerco de la capital. Los elegidos fueron el capitán Boldt, el mayor Freytag von Loringhoven y el coronel Weiss. Los tres lograron traspasar el cerco soviético, cruzar el Havel y unirse a la guarnición de Wannsee. Junto con aquellas tropas extenuadas y casi sin municiones, trataron de romper el cerco, resultando dispersados por los soviéticos. Weiss murió combatiendo, mientras Boldt y Von Loringhoven consiguieron escapar hacia el oeste, donde fueron capturados por los británicos cuando ya la guerra había terminado.

En vista de la carencia de noticias, Hitler solicitó de los generales Burgdorf y Krebs que organizasen una nueva conferencia de guerra para las 16 h y rogó a Bormann que sus gentes le informasen con detalle de la situación en la capital. Esto es lo único que aproximadamente pudieron conocer: Hitler extendió sobre la mesa el plano de Berlín y contempló con las mandíbulas apretadas cómo el cerco soviético se cerraba sobre la Cancillería. Se combatía fieramente en las estaciones de Potsdam y Anhalt, apenas a dos manzanas al sur del búnker; por el norte, los atacantes habían conseguido cruzar el Spree. Su chófer, Erich Kempka, le contó cómo había estado llevando municiones a los defensores de la estación de Anhalt, donde tuvieron que luchar incluso con adoquines por falta de proyectiles para las armas automáticas. De los esperados ejércitos de socorro, ninguna noticia. A falta de alguna ocupación más útil, se decidió que Bormann enviase un cable por radio a Doenitz:

«Las agencias extranjeras informan de nuevas traiciones. El Führer espera que usted actúe con diligencia y energía contra todos los traidores que se hallen en el norte de Alemania. Schoerner, Wenk y los demás, sin excepción, deben probar su lealtad al Führer viniendo cuanto antes a liberarle.»

Pese al envío de estos mensajes, ya no se confiaba en que llegasen a su destino, tanto que al final de esa reunión el general Burgdorf propuso que el coronel Von Below saliese esa misma tarde de Berlín con un nuevo mensaje de socorro. Fue, probablemente, un truco del general para salvar la vida a Von Below, al que tenía gran simpatía. Hitler, que también sentía afecto por el coronel, ayudante suyo para temas de aviación y agregado a su personal militar desde hacía ocho años, accedió con gusto, entregándole una última nota para el mariscal Keitel, jefe del OKW (Alto Mando alemán) y su colaborador más próximo para temas militares durante la guerra.

En aquellos últimos días, Bormann había insinuado que el mariscal era un traidor. Hitler no lo creía, aunque desde hacía tiempo estaba convencido de que era un incompetente. Sin embargo, la larga colaboración y la fidelidad perruna del mariscal parece que habían dejado alguna huella de afecto en Hitler, que únicamente se acordó de él para enviarle un último mensaje, que dictó en su estudio:

«El pueblo y las Fuerzas Armadas lo han entregado todo en esta prolongada y difícil lucha. Los sacrificios han sido enormes. Muchos, sin embargo, han abusado de mi confianza; la deslealtad y la traición han ido minando nuestra resistencia a lo largo de la guerra. Por esta razón no me ha sido posible llevar al pueblo alemán a la victoria. El Estado Mayor del Ejército no puede compararse al Estado Mayor alemán de la Primera Guerra Mundial y sus éxitos han sido muy inferiores a los conseguidos por los combatientes en los frentes de batalla. Los esfuerzos y los sacrificios alemanes en esta contienda han sido tan enormes que no me puedo imaginar que hayan sido inútiles. El objetivo futuro debe seguir siendo ganar territorio en el este para el pueblo alemán.»

En esta postrera carta, Hitler volvía a disculpar su fracaso: las traiciones habían impedido el triunfo. De paso recordaba a Keitel deber de perseguir a los traidores, tal como había ordenado a Doenitz por telegrama esa misma tarde. Su espíritu mezquino disfrutó unos segundos mortificando al mariscal: el Estado Mayor había estado a la altura de las circunstancias, pues no se podía comparar al de la Primera Guerra Mundial y había estado por debajo de la calidad de los combatientes alemanes. Finalmente, trataba de trascender la idea que le llevó a la guerra. Pese a la derrota, el sacrificio no ha sido en vano: el objetivo de ganar territorios el este continúa en pie.

Entregó el mensaje al coronel Von Below, que salió del búnker ya de noche. El espectáculo era dantesco en el jardín de la Cancillería, cubierto de cascotes y plagado de socavones, originados por las granadas de la artillería soviética y por las bombas de aviación aliadas. Los edificios de la Cancillería y los ministerios eran, a veces, sólo chamuscados muros verticales que se elevaban hacia el cielo en equilibrio inestable. El fragor de la batalla era intenso y cercano; se combatía con armas automáticas, con mosquetones y pistolas, percibiéndose claramente el estampido característico de estas armas, mezclado con las potentes detonaciones de los Panzerfausten alemanes y de los bazucas norteamericanos que empleaban los soviéticos y con el ronco estallido de las bombas de mano, cuyo empleo dominaba la lucha casa por casa. La noche se iluminaba con las explosiones, dejando entrever el manto de humo que cubría la destruida capital del Reich. Von Below respiró el aire exterior con auténtico placer. Aunque olía a cordita, a pólvora quemada, a humo y a muerto, el aire fresco de la noche recién llegada era una delicia comparado con la atmósfera viciada, húmeda y caliente del búnker. No tuvo mucho tiempo para la contemplación, pues un obús soviético cayó junto al destruido jardín, llenándolo todo de esquirlas de metal y piedra. Sus guías le urgieron para que les siguiera y al amanecer el día siguiente, tras haber cruzado alcantarillas, túneles de metro semiinundados y cubiertos de cadáveres, calles batidas por el fuego de todos; tras haberse abierto paso a tiros, haber gateado hasta la extenuación por espacios descubiertos, sudado de miedo, haberse destrozado la ropa al salvar escombros y alambradas y con el cuerpo cubierto de arañazos y la piel de costras de sangre seca, el coronel Nicolaus von Below se encontró fuera de Berlín. Dos días después, el 2 de mayo, logró alcanzar el cuartel general de Doenitz, donde se conocía la muerte de Hitler desde la víspera. Von Below confirmó el testamento de Hitler, que sólo se conocía por telegrama pues, como ya se ha dicho, ninguno de los mensajeros salidos del búnker el 29 de abril había cumplido su misión. El coronel reconstruyó con precisión el gabinete dejado por el Führer y dictó la misiva a Keitel -reproducida páginas atrás-, pues la había aprendido de memoria, destruyendo el documento por si era capturado por los soviéticos. También Von Below informó con notable precisión sobre el contenido del testamento privado de Hitler, que había firmado como testigo. Aquel fue el último mensaje personal que Hitler hizo salir del búnker.