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Tras la partida de Von Below, Hitler se quedó solo en su despacho. De pronto se encontró con que no tenía otra cosa que hacer salvo esperar al destino y, ya no se engañaba, esta vez el único destino era la muerte. Se sentó en un duro y amplio sofá sumamente vulgar que nadie se explicaba de dónde había salido y que tenía poca relación con los tres sillones y la mesa que le acompañaban, muebles de excelente calidad aunque un poco deteriorados, que habían estado en su salón de la Cancillería, recuerdos de momentos de poder y de gloria. Recorrió con los ojos las paredes revestidas de madera de la triste estancia, pequeña y desangelada, hasta tropezar con el retrato de Federico el Grande, pintado por Anton Graff, que le había seguido hasta Berlín desde su regio despacho en la «Casa Parda» de Munich. Las continuas vibraciones habían torcido el cuadro. Se levantó a colocarlo adecuadamente y luego se sentó frente a su escritorio. Allí estaba la foto enmarcada de su madre, Klara, que le había acompañado durante cuarenta años. Pasó la mano sobre el cristal, acariciando el recuerdo de la mujer que más había amado en su vida, mientras reparaba en la soledad de su escritorio, vacío de papeles. ¡Qué sensación tan extraña! No podía recordar un momento similar en los veinte últimos años: no tenía nada que hacer y su mesa de trabajo estaba libre de asuntos en espera de tramitación. Sin embargo, aún debía resolver algo: disponer su muerte.
Decididamente, se dispararía un tiro en la cabeza. Le parecía el final más digno, probablemente el mismo que habría elegido Federico el Grande cuando decidió suicidarse al estar cercado por los lusos y a punto de ser derrotado en la Guerra de los Siete Años. Pero el rey prusiano no tuvo que volarse la cabeza porque, en el último momento, murió la zarina Isabel (1762) y se le ofreció una paz satisfactoria. Lamentablemente, las cosas no eran iguales en 1945 y Stalin no era la zarina Isabel. Ningún milagro pararía esta vez a los rusos, cuyos cañones no cesaban de tronar aquella tarde del 29 de abril. Debían estar tratando de ampliar su cabeza de puente de la Koenigsplatz, donde les frenaban los soldados de las SS, atrincherados en su sede y en el edificio del Reichstag. Estaban a poco más de quinientos metros y la resistencia -no podía engañarse- no se prolongaría mucho por más heroica y obstinada que fuera. Llamó al timbre y ordenó que localizasen a su chófer Erich Kempka, pero éste se hallaba fuera del búnker, organizando los suministros de munición. Pidió, entonces, que acudiera a su despacho su piloto Hans Baur.
Mientras le esperaba, abrió un cajón de su escritorio y sacó de él una pistola Walter 7,65. Contempló abstraído el frío acero de tonalidades azuladas, el fino diseño industrial del arma, las estriadas cachas negras de la empuñadura, amartilló y desmontó el percutor varias veces, comprobando su perfecto funcionamiento y, finalmente, introdujo el cargador. Todo estaba dispuesto. Dejó nuevamente el arma en el cajón mientras escuchó que estaban llamando a su puerta. Era Hans Baur, su piloto preferido. Le había ordenado llamar para una cuestión muy embarazosa: la incineración de su cadáver, para lo que era necesario disponer de una importante cantidad de gasolina, que en aquellos momentos era difícil hallar en la zona berlinesa controlada por los alemanes. Expresó al piloto sus temores de caer vivo en manos de los rusos. Le reveló que los laboratorios alemanes habían fabricado durante la guerra un gas paralizante que podía mantener aletargada a una persona durante unas veinticuatro horas. Alguno de esos laboratorios habían caído en manos soviéticas.
«Me han comunicado nuestros servicios de información militar que los rusos tienen ese gas, conocen sus efectos y la forma de emplearlo. Por eso no puedo arriesgarme a continuar vivo durante mucho tiempo, pues resulta seguro que los rusos saben dónde estoy y que no tardarán muchas horas en alcanzar la Cancillería. Por tanto, cuando decida que mis servicios ya no son útiles para Alemania, me quitaré la vida. Pero como tampoco estoy dispuesto a que mi cadáver pueda ser afrentado por la soldadesca enemiga, le ordeno que lo incinere, junto con el de mi esposa, que también está resuelta a suicidarse a mi lado, para lo cual deberá usted reunir la cantidad de gasolina necesaria para garantizar la completa cremación de nuestros cuerpos.»
Salió Hans Baur, muy preocupado, cavilando acerca de dónde iba a sacar la gasolina y Hitler volvió a quedarse solo en el despacho. El cañoneo debía ser terrible en el exterior pues el búnker vibraba ininterrumpidamente. Del techo caía una lluvia de yeso, que había formado una fina película en la mesa de despacho sobre la que Hitler se entretuvo en dibujar figuras caprichosas. Luego tomó distraídamente una pluma.
¿Cuántos miles de documentos habría firmado con aquella pluma, sobre aquella misma mesa? ¿Cuál habría sido el primero? Aunque lo intentó, durante unos segundos no logró acordarse, pero sí acudió a su memoria uno de los iniciales, el más importante de sus primeros días como canciller: la disolución del Reichstag y la convocatoria de nuevas elecciones para el 5 de marzo de 1933. Hitler no pudo reprimir una sonrisa burlona: «¡Ilusos, creían poder embridarme! ¡En menos de dos meses yo controlaba ya todo el poder en Alemania!» Recordó a Von Papen, que decía orondo a sus seguidores: «Hitler no creará ningún tipo de peligro; lo hemos contratado para que defienda nuestros intereses.» ¿Qué estaría haciendo Von Papen en aquellos momentos? Hitler evocó su angulosa figura sin desagrado. No había sido un tipo demasiado molesto, incluso debía reconocer que le secundó adecuadamente como embajador en Viena, cuando la anexión austriaca. Menos eficaz había sido su misión diplomática en Ankara, pues no consiguió que Turquía se involucrara en la guerra al lado de Alemania. Por cierto, de su embajada llegaron a Berlín los primeros informes del desembarco aliado en Normandía, la «Operación Overlord», que firmaba alguien con un curioso seudónimo… ¡sí!, «Cicerón», un tipo bien informado. Cuando Turquía rompió sus relaciones diplomáticas con el Reich y Von Papen se vio obligado a retornar a Alemania, en el verano de 1944, le había recibido y condecorado; después no había vuelto a tener noticias suyas.
Rememoró, después, otro de sus primeros actos como canciller, a comienzos de febrero de 1933, la reunión con los industriales a los que citó en la Cancillería a fin de pedirles fondos para su campaña electoral. Tenían los rostros compungidos, más porque debían desatarse el bolsillo que por las nuevas elecciones que iba a padecer el país, pero luego sonrieron conejilmente cuando les dijo: «Señores, no se preocupen y sean espléndidos: les prometo un Gobierno firme, estable y duradero; en diez años no tendrán nuevas elecciones.»
Al Gobierno que le tocó a Hitler cuando estrenó la Cancillería le llamaron el «segundo gabinete de los monóculos» pues, al igual que el anterior de Von Papen, estaba formado por conspicuos miembros de la aristocracia económica germana. Aquellos encopetados personajes fueron, sencillamente, arrollados por los nazis. Desde que Hitler ocupó la Cancillería multiplicó su actividad en cinco direcciones: destruir o, al menos, neutralizar a sus enemigos; llenar de contenido las carteras ministeriales en poder del NSDAP; granjearse las simpatías del Ejército; desmontar el sistema parlamentario y obtener una gran victoria electoral que legitimase su dictadura. Para ello, en dos discursos casi consecutivos, difundidos en directo por la radio y publicados al día siguiente por buena parte de la prensa alemana, acusó a los comunistas de haber causado la ruina del país; condenó la democracia parlamentaria, que aherrojaba «la libertad de la intelectualidad alemana»; a los principales responsables militares les anunció su decisión de imponer, en breve, el servicio militar obligatorio y de denunciar las limitaciones armamentísticas aceptadas tras la Gran Guerra. De Hindenburg obtuvo plenos poderes para su ministro del Interior, que pudo manejar a su albedrío el derecho de reunión, la prohibición de mítines y reuniones políticas, la censura y la supresión de publicaciones, pretextando su peligrosidad para el Estado. Considerando que la situación era excepcional, no menos de cuarenta mil miembros de las SA y de las SS fueron enrolados como fuerzas auxiliares de la policía de Prusia y, días después, utilizados para asaltar la sede del Partido Comunista, que fue destruida y sus archivos incautados, con el pretexto de que estaba preparando un golpe de Estado. Para organizar unas elecciones que garantizasen la victoria arrolladora de los nazis, Hitler reunió nuevamente a los empresarios y les exigió ¡tres millones de marcos! Todo esto lo tramaron y ejecutaron Hitler y sus colaboradores en menos de tres semanas, pero en los días siguientes aún se aceleraría más la marcha nazi hacia la dictadura.
A primera hora de la noche del 27 de febrero de 1933 se reunieron para cenar, en el distinguido restaurante del Herrenklub, Von Papen y el presidente Hindenburg. Era un lugar concurrido por la aristocracia, la burguesía adinerada y por los políticos conservadores, que tenían el Reichstag a la vista. Era un local de moda en aquellos días de «gabinetes de monóculo», exclusivo, caro, apto para los negocios y las pequeñas conspiraciones. Pocos minutos después de las 21 h se produjo un cierto revuelo en el local. Algunos clientes, rompiendo toda regla de buena crianza, se precipitaron hacia las ventanas. La cúpula del Reichstag comenzó a iluminarse como si todas las lámparas del edificio hubieran sido encendidas repentinamente. La incertidumbre sobre lo que sucedía apenas duró unos minutos, pues una serie de pequeñas explosiones se dejó oír incluso en el restaurante: eran las cristaleras del Reichstag que estaban estallando a causa del calor. Al romperse los cristales, salieron por la cúpula y las ventanas una densa humareda y voraces llamas, que en cuestión de un cuarto de hora envolvieron todo el edificio. Uno de los camareros se acercó a Von Papen: «El Reichstag está ardiendo.» El presidente y su vicecanciller se dirigieron a una ventana desde la que «pudimos ver la cúpula del Reichstag como si estuviera iluminada por proyectores; de vez en cuando, una llamarada y una columna de humo borraban la silueta». Hindenburg y Von Papen presenciaron atónitos y emocionados cómo se consumía la obra del arquitecto Wallot, mientras todo el centro de Berlín quedaba conmocionado por el estrépito de las alarmas de los bomberos. Mientras veían la destrucción de la sede del Parlamento alemán, llegaron hasta el Herrenklub los primeros rumores: parecía que los comunistas eran los responsables, e incluso había sido ya detenido un sospechoso, un anarquista extranjero.
Desde la casa berlinesa de los Hanfstaengl también se veía el Reichstag. Una criada se apercibió inmediatamente de lo que estaba sucediendo y avisó a Hans Hanfstaengl, que telefoneó a Goebbels para comunicarle el suceso. Se daba la coincidencia de que no habría que buscar a Hitler porque precisamente aquella noche cenaba en casa de su jefe de propaganda. Terminaron ambos la comida, pues no mostraron signo alguno de precipitación ni de sorpresa y, además, Hitler no hubiera perdonado de modo alguno los dulces que para postre confeccionaba Magda Goebbels. Luego, se dirigieron hacia el Reichstag. En las proximidades, contenidos por la policía, se congregaban muchos curiosos, que observaban atónitos la impotente lucha de los bomberos contra las llamas. Hitler, Goebbels y su guardia armada cruzaron los controles y se acercaron al incendio a las 21.47 h, según anotó un periodista británico, es decir, casi cuarenta minutos después de haberse enterado del suceso y pese a no hallarse a más de diez minutos de distancia. El Führer, aparentemente emocionado, comentó: «Es como una antorcha del cielo.» Días después, refiriéndose al suceso, abundó en el mismo sentido: «Fue como la antorcha que precede a una nueva era en la historia de la Humanidad.»
La persona más ajetreada aquella noche era Goering, ministro del Interior, que iba sudoroso y congestionado gritando a diestro y siniestro que aquella catástrofe era «obra de los comunistas, la prueba evidente de la conspiración comunista contra el pueblo alemán, que el NSDAP venía denunciando desde hacía semanas». Basándose en el rumor que él mismo difundía, ordenó a la policía y a sus colaboradores nazis, las SA y las SS, que procedieran a detener a los responsables de aquella destrucción. Aquella noche se capturó a más de un millar de dirigentes comunistas, prueba evidente de que la operación había sido meticulosamente preparada con las listas salidas de los archivos del Partido Comunista y de los de algunos dirigentes encarcelados con anterioridad.
¿Quién incendió el Reichstag? Hasta ahora no ha podido demostrarse la identidad del pirómano. En las proximidades del edificio fue capturado el anarquista holandés Marinus van der Lubbe, un tipo medio descoordinado, casi ciego y con muy escasas luces, que hubiera deseado, probablemente, ocasionar el incendio pero cuyas posibilidades de haberlo hecho parecen casi nulas. Otros personajes de mayor categoría política, como George Dimitrov, también fueron acusados y juzgados, mas la enorme campaña internacional desencadenada evidenció la falta de garantías del juicio y la inconsistencia de las acusaciones, de modo que terminaron absueltos. En diciembre de 1933 fue condenado a muerte Van der Lubbe, que murió en la guillotina en enero de 1934.
Sin embargo, Goering y sus esbirros suscitan todas las sospechas de haber sido los verdaderos autores de la planificación y la ejecución del incendio, asunto nada sencillo por tratarse de un inmenso edificio construido en piedra y hormigón y donde lo único que podía arder con facilidad serían las cortinas. Primero, porque él tenía acceso al Reichstag desde su casa, por medio de un pasadizo. Segundo, porque fue un trabajo de equipo, ya que el fuego, según se demostraría en la investigación, surgió en varios puntos a la vez. Tercero, porque los vigilantes del edificio eran gentes de las SA, que difícilmente hubieran dejado introducir en el Reichstag materiales inflamables y penetrar durante la noche a numerosas personas ajenas a su ideología. Cuarto, porque los nazis estaban esperando el suceso para operar con toda celeridad, haciendo una formidable redada entre los jefes comunistas y poniendo -apenas quince horas más tarde- a la firma de Hindenburg un decreto que obedecía a una meticulosa planificación y no a una reacción visceral. El general Haider, que fue jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht, contó en sus memorias que él mismo, en una sobremesa, escuchó pavonearse a Goering de haber sido el organizador y de haber participado personalmente en el incendio. Sin embargo, no es posible creer que aquello lo hiciera Goering por iniciativa propia. Él, o quienquiera que provocase el incendio, había operado bajo la directa inspiración de Hitler. El canciller había declarado durante toda su trayectoria política su aversión hacia el Parlamento y su clara intención de terminar con él. Más aún, si aborrecía la institución parlamentaria no era menor su aversión hacia el edificio, del que decía que era un híbrido de templo griego, basílica romana y palacio árabe, aunque como conjunto parecía más bien una sinagoga y que «cuanto más pronto se queme este lugar, antes nos veremos libres de la nefasta influencia extranjera».
Hitler tenía motivos aún más graves e inmediatos para haber ordenado el incendio. Notaba cada día con mayor claridad cómo Hindenburg comenzaba a sentir vértigo ante el rosario de decretos que le presentaba su canciller. Y, sin embargo, sabía que no podía pararse en la carrera o cualquier día sería arrojado del poder como les había ocurrido a sus antecesores. Debía afianzarse más, arrebatándole prerrogativas a la Constitución y preparando unas elecciones cuyo resultado favorable hiciera invulnerable su posición; para ello el principal enemigo a batir era el Partido Comunista. Necesitaba un golpe de efecto, algo que pusiera nuevamente al presidente de su lado. Por eso no era casualidad que la noche del incendio Hindenburg hubiera sido invitado a cenar al Herrenklub y tampoco era improvisado que la mañana del 28 de febrero Hitler se presentase ante el presidente con argumentos apabullantes:
«Los enemigos del Estado han tenido ya buena muestra de nuestra eficacia y de nuestra decisión. Tenemos ya al autor del incendio, a sus cómplices y a más de un millar de responsables de la conspiración comunista. Les hemos confiscado unos tres mil quintales de materiales explosivos. Su plan de anoche era comenzar por el Reichstag para seguir por la Presidencia, la Cancillería y demás ministerios […] Sólo la acción rápida y enérgica de Goering logró conjurar semejante peligro […] Hay que demostrarles que no tenemos vacilación alguna y que nada nos impedirá cumplir con nuestro deber. Para ello le propongo la aprobación y la firma de este decreto cuya finalidad es la protección del pueblo y del Estado.»
Hindenburg estaba anonadado ante el informe y en cierto momento reflexionó en voz alta: «¡Tres mil quintales…! ¡Eso es tanto como los explosivos que se consumen en una batalla importante!» El anciano mariscal respiró aliviado y en aquel momento se sintió agradecido hacia su canciller, tanto que firmó sin titubear el decreto que suspendía provisionalmente siete artículos constitucionales que garantizaban otros tantos derechos individuales: libertad de prensa, opinión y reunión, de secreto en el correo, el telégrafo y el teléfono, y la propia libertad personal hasta que un juez no emitiera una orden de prisión, o la inviolabilidad del domicilio y la propiedad privada. El presidente había entregado el poder absoluto a Hitler.
A partir de aquel instante, las detenciones por motivos políticos se sucedieron en cascada. Las cárceles se llenaron hasta el punto de que durante los días siguientes hubieron de habilitarse tres campos de prisioneros políticos en Prusia -el primero fue el de Oranienburgo, próximo a Potsdam, inaugurado el 20 de marzo-; cerca de Munich, el 21 de marzo, el jefe de la policía política de Baviera y de las SS, Heinrich Himmler, inauguró el de Dachau. Éste será uno de los lugares más siniestros de la historia criminal del nazismo y Himmler se vinculaba en ese instante al universo carcelario, del que llegaría a ser el máximo responsable. A la custodia de este centro, constituido por una antigua fábrica de municiones reformada, se ocupó una agrupación de las SS, que se denominaría Totenkopf (Calavera). Al llegar el verano de 1933 ya funcionaban en Alemania medio centenar de campos de internamiento, pero no adelantemos acontecimientos. Cuando se inauguró el campo de concentración de Oranienburgo, justamente tres semanas después del incendio del Reichstag, ya había unos 15.000 prisioneros políticos en las cárceles alemanas.
Para entonces se habían celebrado las elecciones del 5 de marzo. Hitler, tal como había tramado con sus colaboradores, dispuso de una semana de campaña prácticamente en solitario. Empleando los poderes concedidos por los decretos presidenciales, el ministro del Interior, Goering, impuso la censura de las publicaciones contrarias al NSDAP, secuestró y cerró periódicos, clausuró sedes de partidos, impidió mítines, detuvo a líderes políticos, espió las comunicaciones de las formaciones rivales y, al tiempo, empleando las ingentes sumas de dinero recaudadas desde el poder, los nazis realizaron una campaña monstruosa tratando de conquistar la aquiescencia de todos los alemanes. Las elecciones del 5 de marzo fueron, sin embargo, una decepción inesperada y amarga para Hitler y Goebbels. Cierto que ganó por mucho el NSDAP, pero pese a la amañada y ventajista campaña y a los múltiples pucherazos que los nazis pudieron permitirse, sólo consiguieron 17.277.328 votos, lo que equivalía al 43,9 por ciento de los sufragios útiles, es decir, no alcanzaron la mayoría absoluta, aunque Hitler se apresuró a proclamar que había logrado una victoria definitiva. Realmente, en un sistema democrático hubiera estado en dificultades, pues sólo consiguió 288 escaños en una cámara de 647, pero Hitler disimuló su contrariedad, proclamó su victoria y se dispuso a imponer su dictadura. Sin embargo, guardando aún las apariencias, el NSDAP contraía una alianza con el Partido Nacional Alemán (el Stahlhelm), con lo que ambas fuerzas unidas contaban con el 51,9 por ciento de los votos y con el 52 por ciento de los escaños. De cualquier manera, la necesidad de esa mayoría iba a ser efímera porque Hitler no estaba interesado en el juego democrático.
Tras la derogación de los derechos individuales del 28 de febrero, los nazis iniciaron una frenética carrera en pos de todos los resquicios de poder. Los sindicatos fueron anulados y sus dirigentes detenidos; parte de los diputados comunistas y socialistas resultó encarcelada, mientras muchos de ellos optaron por el exilio. Cargos burocráticos o políticos de distrito fueron expulsados de sus puestos siempre que no fueran del NSDAP o simpatizantes. Las banderas nazis ondearían, en adelante, en sus mástiles y un nazi se hacía cargo de las funciones. Las sedes de partidos, asociaciones políticas, deportivas, recreativas e, incluso, religiosas eran asaltadas, registradas, confiscados sus archivos y sus locales. La terrible maquinaria nacionalsocialista se había puesto en marcha, cobrando vida propia, incluso sin que emanaran consignas desde la Cancillería. Las directrices estaban en la ideología, en el Mein Kampf, en los miles de discursos y de instrucciones recibidas. Personalidades de la Iglesia y de la intelectualidad hicieron llegar su alarma o su protesta hasta la Presidencia, pero Hindenburg se limitaba a responder que había pasado sus demandas al canciller, con lo que Hitler tomaba nota de sus enemigos y éstos perdían la esperanza de cualquier solución razonable. Cierto que el viejo mariscal debía tener momentos de profunda inquietud sobre la prudencia de sus decisiones, pero Hitler se las arreglaba para contentarle.
Así ocurrió, por ejemplo, el día 21 de marzo, en las ceremonias religiosas organizadas en Potsdam para celebrar la constitución del nuevo Parlamento. En la pequeña iglesia de la guarnición, donde reposaban los restos de Federico I y de Federico II, hubo un solemne tedéum, a lo largo del cual Hitler mostró la máxima cortesía y respeto por el presidente, al que luego organizó un extraordinario desfile con fuerzas de Infantería, seguidas por millares de policías, SA y SS. Aquello era a la vez un homenaje y una demostración de poder, argumentos ambos a los que el mariscal, que asistía al acto con su traje militar de gala y una impresionante colección de condecoraciones de cuatro guerras, era altamente sensible. Tedéum y desfile tenían, además, otra finalidad: el 23 de marzo se abría el nuevo Reichstag y en los cenáculos políticos no era un secreto que Hitler iba a solicitar una Ley de Plenos Poderes por cuatro años, por tanto era oportuno estrechar lazos con los amigos y mostrar el poder del NSDAP a los enemigos.
Destruido el palacio Wallot, sede del Reichstag, el nuevo Parlamento se reunió en la Krolloper a las 14.05 h del 23 de marzo. El edificio estaba rodeado por centenares de SS uniformados que, unidos a la policía, controlaban las entradas de diputados, periodistas, cuerpo diplomático y unos pocos invitados. Millares de agentes de las SA de paisano, con Goebbels a la cabeza, gritaban a coro «Queremos la Ley de Plenos Poderes… o habrá fuego». Los pasillos de aquel teatro de ópera transformado en sede parlamentaria estaban llenos de agentes de las SS, seleccionados entre los que medían más de 1,85 m de estatura; la tribuna de la presidencia se hallaba adornada por una enorme bandera nazi. Toda aquella parafernalia palidecía ante lo que iba a ocurrir. Primero, el presidente del Reichstag, Hermann Goering, sorprendió a todos al dirigirse a la cámara como «camaradas», luego, con abierto y premeditado desprecio hacia la mayoría de los diputados, comenzó a recitar el «Despierta, Alemania», canción compuesta por Eckart que desde hacía diez años era pieza fundamental de la parafernalia nazi. Los diputados nacionalsocialistas, puestos en pie, desgranaron las estrofas ante la sorpresa y la indignación generales. Luego llegó el momento de pasar lista, advirtiéndose que más de un centenar de diputados no estaba presente: los 81 comunistas -encarcelados o huidos- y 19 socialdemócratas -9 detenidos y los otros, atemorizados-. Ante la protesta socialdemócrata por los encarcelamientos y ante la petición de que fuesen puestos en libertad, el diputado del NSDAP Stoehr respondió cínicamente que «no se podía privar a aquellos diputados de la protección estatal que se les estaba prestando».
Finalmente, se llegó al gran tema del día y fue el propio Hitler quien se levantó a exponerlo, en medio de una salva de aplausos y gritos de Sieg, Heil! Sieg, Heil! El Führer no estuvo especialmente inspirado, pese a las reacciones entusiásticas de los suyos. Era la primera vez que hablaba en el Parlamento y se limitó a los lugares más comunes de su arsenal dialéctico: los funestos errores de la República de Weimar, el peligro comunista, la conjura abortada y cuya manifestación más clara era el incendio del Reichstag, la excelencia del nacionalsocialismo en el que se encarnaba la superioridad aria, la necesidad de un jefe carismático, etcétera. Hubo un descanso. Los partidos de la oposición se reunieron para sopesar sus fuerzas: para sacar adelante la Ley de Plenos Poderes necesitaban los nazis dos tercios de la cámara y les sería difícil conseguirlos, aunque no era tarea imposible. Por tanto, ofrecieron a Hitler su apoyo siempre que, previamente, retirara la supresión de los derechos individuales de los decretos del 28 de febrero. Hitler y Goering se comprometieron a entregar una carta a cada portavoz de partido con ese acuerdo. Cuando se reanudó la sesión, las cartas no habían llegado. Goering les aseguró que ya habían sido enviadas, pero se retrasaban porque los mensajeros tenían ciertos problemas para entrar en el edificio debido a la aglomeración de gente. Comenzaron las votaciones y Goering volvió a asegurarles que en cuestión de minutos tendrían en sus manos las cartas prometidas por Hitler. Quince minutos después se había votado y los sufragios estaban contados: 441 votos positivos y 94 negativos: Hitler acababa de ser investido dictador. La carta prometida no llegó nunca y los derechos individuales jamás fueron restituidos. Los demócratas alemanes aprendieron aquel día que, aparte de la violencia, la falta de escrúpulos, el autoritarismo, el antisemitismo y antimarxismo, también se hallaban entre las características esenciales del nazismo la mentira y el engaño. En aquel resultado tuvo notable influencia la postura de Ludwig Kaas, jefe del partido de Centro, con cuyo apoyo, al parecer, ya contaban los nazis antes de que se iniciara el acto. Si la República de Weimar llevaba años agonizando, el día que Hitler llegó a la Cancillería se murió y el 23 de marzo, tras la concesión de plenos poderes, fue enterrada.
La claudicación del Centro, presidido por el sacerdote Ludwig Kaas, ante Hitler es uno de los asuntos más controvertidos en la conquista nazi del poder absoluto. El elegante Kaas, conocido como El Prelado por su empaque, era experto en Derecho Canónico y diputado en el Reichstag. Había conocido a Eugenio Pacelli en 1920, cuando éste llegó a Berlín como nuncio y comenzó a negociar la firma de un concordato con la derrotada Alemania. En 1928, Kaas se convirtió en el jefe del partido de Centro, parece que alentado por su amigo y mentor, el cardenal Pacelli, que dos años más tarde se convertía en secretario de Estado del Vaticano, es decir, en el jefe de la diplomacia de la Iglesia. Desde entonces fue continua la presencia de Ludwig Kaas en la residencia vaticana del secretario de Estado, hasta el punto de parecer que desde allí se dirigía la política del Centro alemán.
Para nadie era un secreto que Eugenio Pacelli estaba obsesionado con la firma de un concordato con Alemania, que no había podido negociar en los años veinte, cuando fue nuncio en Berlín, y que tampoco había podido sacar adelante a comienzos de los treinta, cuando accedió a la Secretaría de Estado, coincidiendo con la designación de un católico, Heinrich Brüning, como jefe del Gobierno alemán.
John Cornwell, el historiador que con mayor detenimiento ha estudiado la figura de Pacelli en relación con el nazismo, en su polémica obra El Papa de Hitler destaca, al referirse a la claudicación del Centro alemán, que Pío XI y su secretario de Estado, el futuro Pío XII, aborrecían el comunismo y el socialismo, no sólo por su materialismo, sino, sobre todo, a causa de las persecuciones efectuadas contra los católicos en la URSS y en México. Por eso se oponían a la participación de los católicos, como tales, en política y, más aún, a la colaboración de los partidos etiquetados como católicos con los socialistas. Pío XI había presionado al Partito Popolare italiano -mayoritariamente católico y presidido por el sacerdote Luigi Sturzo- en 1924 para que no uniera sus fuerzas a los socialistas en el intento de frenar a los fascistas de Mussolini. Cinco años después, en 1929, tras la firma del Pacto Lateranense -que ponía fin al contencioso entre el Papa y el Estado italiano- forzó la disolución del Partito Popolare, lo que eliminó el último obstáculo para el poder omnímodo de Mussolini.
Algo similar planeaba el cardenal Pacelli para Alemania. No tenía simpatía por los nazis -cuyo racismo, totalitarismo y violencia habían sido condenados reiteradamente por el episcopado católico alemán- pero le parecían aliados aceptables contra el empuje comunista, siempre que respetaran las instituciones católicas y sus prerrogativas en materia de enseñanza: de ahí su enorme interés en la firma de un concordato.
En los años anteriores al acceso de Hitler al poder, durante los gobiernos del católico Brüning, Pacelli le presionó para que firmara ese concordato, negándose el canciller porque, en plena crisis económica, no deseaba introducir un nuevo motivo de conflicto en Alemania. El concordato que pretendía el secretario de Estado era tan ventajoso para la Iglesia católica que hubiera soliviantado a la mayoría protestante del país. En las discusiones mantenidas entre Pacelli y Brüning durante una visita de éste al Vaticano, en agosto de 1931, el cardenal le llegó a pedir que el Centro se acercara a los nazis, que en las elecciones del año anterior habían conseguido 107 diputados y constituían la fuerza emergente más importante del país.
En sus memorias, Brüning confesaba:
«Le expliqué que, hasta entonces, todos los intentos honorables de llegar a un acuerdo con la extrema derecha en beneficio de la democracia habían fracasado. Pacelli no comprendía la naturaleza del nacionalsocialismo. Por otra parte, aunque los socialdemócratas alemanes no eran religiosos sí eran, al menos, tolerantes. Pero los nazis no eran ni religiosos ni tolerantes». Pese a la franca exposición, el canciller no logró convencer a Pacelli, tanto que confesaría en sus memorias -siempre, según las citas tomadas de John Cornwell- que creía que el Vaticano «se encontraría más a gusto con Hitler que con un devoto católico como yo».
Tras la caída de Brüning, en mayo de 1932, y del éxito electoral nazi en aquel verano, Pacelli reiteraría sus esfuerzos para que el Centro -con el 16,2 por ciento de los votos- se acercara a Hitler, pese a que el episcopado alemán redoblaría en los meses siguientes sus denuncias contra el NSDAP, cuyo único dios era Hitler y cuyo violento y racista ideario consideraba no solamente contrario a la doctrina evangélica sino, también, muy peligroso para la democracia, la libertad y los derechos individuales. Pero Pacelli, obsesionado por el peligro de bolchevización de Alemania, pese a que entonces los comunistas apenas contaban con el 14 por ciento de los votos, contemplaba aquellas condenas como la miopía de un clero al que los árboles le impedían ver el bosque. Él trataba de los grandes intereses globales de la Iglesia y no de minucias locales. Puesto que no fue posible al acuerdo del Centro con los nazis, él proseguiría buscando el concordato, negociándolo con ellos.
Después del acceso de Hitler al poder y de las mencionadas elecciones del 5 de marzo, el Centro mantuvo una posición sólida, con el 14 por ciento de los votos. El apoyo de sus diputados le interesaba a Hitler a la hora de hacer aprobar la Ley de Plenos Poderes, pero mucho más le importaba aún el dominio de los 23 millones de católicos, de sus múltiples organizaciones y la neutralización de sus más de 400 publicaciones periódicas… El astuto líder nazi advirtió enseguida que todo eso lo iba a tener mediante una sola y redonda operación: el concordato. Aunque no existen documentos que prueben un acuerdo previo de Ludwig Kaas y Hitler para que el Centro apoyase la Ley de Plenos Poderes a cambio de la firma del concordato, las memorias de Goebbels lo dan a entender y los hechos así se produjeron.
De inmediato, el episcopado alemán modificó su política condenatoria del nazismo. Las iglesias protestantes, al observar el entendimiento entre el Vaticano y Hitler, se apresuraron a hacer lo propio, para conseguir acuerdos tan ventajosos como los que se presuponían para los católicos. Al socaire de tanta complacencia se inició la represión antisemita que, cobardemente, fue aceptada por la mayoría de los cristianos: en una carta a Pacelli, el cardenal muniqués Michael von Faulhaber, que había mantenido una inequívoca actitud antinazi, creía que los católicos no debían inmiscuirse para no incurrir en las represalias nazis; en consecuencia, «los judíos tendrán que arreglárselas por su cuenta». Faulhaber no fue el único. Tal postura era tanto más asombrosa cuanto que las medidas antisemitas nazis afectaban también a los judíos de religión católica.
En los meses de abril y mayo de 1933, mientras se negociaba el concordato, el Centro se desmoronó; millares de sus afiliados se pasaron a las filas del NSDAP. El episcopado católico se reunió en mayo para adoptar una postura común y, pese a que algunos prelados opinaban que no se podía negociar nada con Hitler y denunciaron una vez más la perversidad del nazismo, todos aceptaron la gestión del concordato, cuya cláusula más difícil de digerir era la prohibición al clero de toda actividad política; de ahí a la disolución del Centro mediaba un solo paso.
A comienzos de julio, el texto del concordato ya estaba listo. Pío XI lo leyó, al parecer poco convencido de su oportunidad, y exigió que al final figurase una cláusula sobre reparaciones por los actos de violencia que organizaciones, publicaciones y políticos católicos estaban sufriendo en Alemania. La negociación llegaba a un terreno en el que Hitler no tenía rival: ya sabía hasta dónde podía llegar su desafío. Parece que, cuando tuvo en sus manos el texto final, le dijo a von Papen, encargado de la negociación con el Vaticano, que aceptara la cláusula, pero que exigiera la disolución del Centro…Y el viejo Zentrum, el único partido que aún era legal en Alemania -aparte el NSDAP- en el verano de 1933, desapareció como por ensalmo el 4 de julio. El cardenal Pacelli aseguró un año después que no había existido relación entre la dispersión del Centro y el concordato, pero la mayoría de los historiadores mantiene lo contrario y Brüning, que semanas antes se había hecho cargo de la jefatura del partido para evitar su desmoronamiento, le señala como el gran responsable:
«Tras el acuerdo con Hitler no estaba el Papa, sino la burocracia vaticana y su líder, Pacelli […] Los partidos parlamentarios católicos, como el del Centro en Alemania, eran un obstáculo para su autoritarismo y fueron disueltos sin pesar en varios países» (citado por John Cornwell).
Conseguida la desaparición del Centro, Hitler volvió a jugar con Pacelli: sus abogados trataron de hacer distingos entre organizaciones católicas de estricto carácter religioso y de contenido civil y volvió sobre el tema de las reparaciones que días antes había asumido. Pacelli, exasperado ante tanta dilación, terminó por aceptar que la distinción entre el carácter religioso y civil se dejara para un estudio posterior… El tramposo Hitler había ganado al meticuloso Pacelli, que al rubricar el concordato, durante la tarde del 8 de julio, estaba tan nervioso que cometió errores con su firma. La confirmación solemne del concordato tuvo lugar el 20 de julio y Hitler lo exhibió como un gran triunfo: la Iglesia católica aprobaba moralmente su política y su clero se abstendría, en adelante, de cualquier desautorización, que sería tomada como un transgresión del concordato y, por tanto, atajada por las leyes nazis.
Dos años después de la firma del concordato había desaparecido la prensa católica; el profesorado religioso fue despedido de las escuelas públicas; se espiaba el contenido de los sermones y pláticas en las iglesias; se prohibió la difusión de las pastorales que cuestionaran políticas oficiales como el racismo o la esterilización de quien padeciera algún tipo de enfermedad o retraso mental hereditario; se restringieron las manifestaciones religiosas, como procesiones, peregrinaciones, limitándolas a poco más que los coros parroquiales; se obstaculizaron muchas labores asistenciales, como las de Cáritas; en los seis años siguientes se cerraron la mayoría de los 15.000 colegios religiosos que existían en 1933; líderes de organizaciones católicas de tipo espiritual, deportivo o propagandístico fueron acosados, apaleados, detenidos y asesinados en fechas tan tempranas como 1933 y 1934, incluyendo al propio ex canciller Brüning, que hubo de abandonar clandestinamente Alemania en 1934 para salvar la vida. Las organizaciones juveniles fueron suprimidas y sus integrantes, incorporados a las Juventudes Hitlerianas.
A mediados de enero de 1937 se terminó la paciencia de la Iglesia alemana. En una reunión de obispos se esgrimieron 17 violaciones del concordato y se acordó que cinco de ellos viajarían a Roma para exponer sus quejas a Pacelli y a Pío XI. Así nació la encíclica Mit brennender Sorge (Con profunda preocupación), cuyo borrador escribió el cardenal Faulhaber, Pacelli le dio la forma definitiva y Pío XI la firmó a final de mes. El documento fue traducido al alemán, introducido clandestinamente en el Reich, impreso en doce talleres gráficos distintos y distribuido a todas las parroquias por medio de miembros de la comunidad católica. De la buena organización que aún conservaban los católicos en Alemania es prueba innegable que ninguna copia cayera en manos de las diversas policías nazis antes de su lectura el 14 de marzo.
La encíclica, aunque sin citar personalmente a Hitler ni al NSDAP, condenaba enérgicamente la política del III Reich para con la Iglesia, la violación sistemática del concordato, los esfuerzos por terminar con la enseñanza religiosa y demandaba el respeto para las leyes naturales, pero no condenaba explícitamente el antisemitismo.
Pese a la mesura política empleada por la Iglesia, Hitler reaccionaría como un tigre: exigió que se clausuraran los talleres que habían impreso aquel texto y el encarcelamiento de los propietarios o responsables. Mes y medio después, durante su discurso del Primero de Mayo, amenazó con reducir a los eclesiásticos a su única función espiritual si se les ocurría desafiar al Estado con nuevas encíclicas, pastorales o documentos por el estilo. Esa reacción denotaba, entre otras cosas, que la Iglesia y los católicos alemanes preocupaban a Hitler y que su acción decidida hubiera podido obstaculizar más la política nazi, entre otras cosas, sus programas antisemitas.
En 1995 el episcopado alemán, en el cincuentenario de la liberación de Auschwitz, el más terrible de los centros nazis de exterminio, lo reconocía explícitamente:
«No fueron pocos los que se dejaron envolver por la ideología del nacionalsocialismo y permanecieron indiferentes ante los crímenes perpetrados contra las propiedades y la vida de los judíos. Otros favorecieron estos crímenes y se convirtieron ellos mismos en criminales. Se desconoce el número de aquellos que se horrorizaron ante la desaparición de sus vecinos judíos sin tener la fuerza suficiente para protestar en voz alta. Los que los ayudaron hasta poner en peligro su propia vida se quedaron, por lo general, solos. Hoy se lamenta profundamente que sólo hubiera esporádicas iniciativas a favor de los judíos perseguidos y no hubiera una pública y explícita protesta, ni siquiera en ocasión del pogrom del mes de noviembre de 1938…» (citado por Andrea Riccardi, El siglo de los mártires).
Con todo, según los datos de la Conferencia Episcopal Alemana, más de diez mil de sus religiosos y sacerdotes sufrieron persecución, interrogatorios, calumnias, apaleamientos, detenciones, internamientos en campos de concentración y 250 perecieron por la defensa de la fe en los campos de exterminio nazis y, alguno de ellos, como Bernhard Lichtenberg, por su lucha expresa contra el antisemitismo.
Cuando Austria fue incorporada al Reich, en mayo de 1938, se aplicaron allí las mismas políticas que en Alemania. También hubo decenas de sacerdotes, religiosos y religiosas muertos en defensa de la fe, auxiliar a judíos o mantener posturas antinazis defendiendo la vida o la libertad. Peor sería la suerte de la Iglesia en los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Polonia, pero también en Francia, Italia y demás países sojuzgados, donde fueron asesinados muchos millares de sacerdotes, religiosos y religiosas.
La idea que sobre la Iglesia católica tenía Hitler era clara: exterminio siempre que no se plegara a sus designios. En diciembre de 1941, cuando aún pensaba que su victoria militar era indudable, fantaseaba sobre el futuro y veía que uno de los objetivos que le quedarían por cumplir sería la extinción del catolicismo: «La guerra llegará a su término y yo, ante la solución del problema de la Iglesia, tendré la última gran tarea de mi vida.» La Iglesia había negociado con el monstruo suponiendo que podría dominarlo y sólo se ganó su desprecio. La Iglesia no fue la única engañada: las democracias occidentales también hubieran podido frenarle y optaron por tratar de convivir con él hasta que se hallaron abocados a la guerra.
De cualquier forma, éste es un asunto sobre el que la Historia todavía no ha escrito su versión definitiva: quedan por investigar los papeles de la época, que el Vaticano pondrá a disposición de los investigadores a partir de 2003. Pero no adelantemos acontecimientos.
Volvamos a aquella aprobación de la Ley de Plenos Poderes por el Reichtag en la tarde del 23 de marzo de 1933. Con tal arma en sus manos ya nada podría detener a Hitler. Los primeros destinatarios de su furor y poder omnímodo fueron los judíos. El primero de abril de 1933 se convocó una jornada de boicot contra ellos; se promulgó, a continuación, una serie de decretos que ordenaban abandonar a todos los «no arios» sus puestos en la Administración, la Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina. Esas medidas afectaron a muchos millares de judíos, que hubieron de cambiar de trabajo o se exilaron. El caso más espectacular fue el de Einstein, profesor de Física en Berlín, que emigró a Estados Unidos en 1933. El propio presidente Hindenburg, que apenas si se enteraba ya de lo que estaba ocurriendo, escribió a Hitler una carta protestando por aquellas medidas y recordando los relevantes servicios de los judíos durante la Gran Guerra: «… Si fueron dignos de luchar y desangrarse por Alemania, también debe considerárseles merecedores de seguir sirviendo a la patria desde sus trabajos profesionales.» Hitler esgrimió ante el presidente sus razones, le prometió ser clemente y no revocó ninguna de sus disposiciones, aunque momentáneamente pospuso el paquete de medidas antisionistas que ya tenía meditadas.
El siguiente paso afectaría al mundo de las ideas. Goebbels, ya para entonces ministro de Propaganda, organizó la quema de obras literarias, políticas o filosóficas de todos aquellos autores considerados contrarios a las ideas nacionalsocialistas. En las piras que se encendieron en Berlín, primero, y luego en toda Alemania, ardieron las obras de Mann, Remarque, Proust, Wells, Einstein… Ni siquiera literatos del pasado, como Heine o Zola, se salvaron de la quema. El mismo destino les estaba reservado a los cuadros de los pintores odiados por Hitler, como Kandinsky, Klee, Nolde, Dix, Picasso, Kokoschka o Van Gogh, que se salvaron de las llamas porque Goebbels convenció al Führer de que lo interesante era retirarlos de la vista del público y, luego, venderlos en el mercado internacional, ya que había gentes dispuestas a pagar elevados precios por ellos.
La segunda parte de este ataque nazi llegó al mundo de la enseñanza. Todos los jóvenes de ambos sexos, desde los diez a los dieciocho años, debían integrarse en las Juventudes Hitlerianas, aunque la afiliación no se hizo obligatoria hasta 1939. Comportaba tales desventajas no afiliarse que la mayoría de los niños y jóvenes alemanes terminaría por figurar en ella. En la Universidad, los estudiantes fueron obligados a integrarse en la Organización de Estudiantes Alemanes, a trabajar para el Estado cuatro meses al año y a pasar otros dos más en un campamento de las SA.
La ideología nazi se dejó sentir profundamente también en el contenido didáctico de todos los niveles de la enseñanza. Fueron tergiversadas la Historia, la Literatura y la Lengua alemanas y el fanatismo llegó hasta la Biología, cuyos capítulos sobre genética hubieron de soportar las manipulaciones de los teóricos nazis sobre la superioridad aria. No menos drástico fue el ataque sufrido por el profesorado poco adepto o de origen semita: de los 7.700 profesores que componían las plantillas de la Universidad, más de 1.100 debieron dejar las aulas; entre ellos estuvieron los premios Nobel Albert Einstein, Thomas Mann, Gustav Hertz, Fritz Haler y James Franck. De los que se quedaron, cerca de un millar estaba afiliado al partido y otros se mostraron entusiastas del nuevo sistema, como el filósofo Martin Heidegger, rector de la Universidad de Friburgo, que llegó a decir: «Las ideas y los dogmas no deben ser la razón de vuestra existencia. El Führer y sólo él es el presente y el futuro de la realidad alemana y su única ley.» El famoso filósofo se mostraba en plena consonancia con las ideas nazis sobre la educación: «El principal objetivo de la escuela es la de formar a la juventud en el espíritu del nacionalsocialismo para el servicio de la nación y el Estado.»
La tercera serie de medidas de Adolf Hitler para hacerse con el poder absoluto no contestado fue la disolución de los partidos políticos. La primera de las leyes nazis en este sentido fue la del 26 de mayo de 1933, que confiscaba las propiedades del Partido Comunista. Un mes después era declarado ilegal el Partido Socialista y el 14 de julio se promulgaba la ley definitiva en este campo: se prohibía la formación de nuevos partidos políticos, lo que dejaba al NSDAP como la única fuerza política organizada. Simultáneamente, se suprimían los sindicatos de clase, se ocupaban sus locales y se embargaban sus bienes, mientras se creaba el Frente Alemán del Trabajo (DAF), que englobaría a todos los trabajadores del país, y Goebbels se apuntaba otro triunfo propagandístico con la creación, el primero de mayo, del Día Nacional del Trabajo, jornada festiva con grandes manifestaciones nacionalsocialistas.
Por fin Hitler podía respirar tranquilo: ya no existía organización alguna que pudiera disputarle el voto de sus compatriotas, por lo que convocó elecciones al Reichstag el 12 de noviembre de 1933. Los alemanes fueron invitados a votar por la «lista del Führer», lista monocolor, «lista parda», que obtuvo el apoyo plebiscitario del 95 por ciento del censo electoral, pues a aquellas alturas los alemanes ya sabían del extraordinario riesgo que comportaba cualquier tipo de oposición a Hitler: votar No o abstenerse podía ser motivo de detención e internamiento en los campos de concentración que se estaban abriendo en todo el territorio del Reich. Hitler pudo así disponer de un Reichstag cuyos miembros tenían el carnet nazi y, por unas dietas de 800 marcos mensuales, aprobaban sus leyes, escuchaban los discursos que pronunciaba en aquella Cámara y cantaban los himnos nacionales y del partido. En los discretos y escasos ambientes antinazis circulaba por aquellos días este chiste: «El Reichstag es el coro más caro de la tierra.»
Como su sed de poder era ilimitada y como no quería ver barrera alguna ante su tiranía, una de las primeras medidas que adoptó Hitler fue desmontar el sistema bismarckiano de gobiernos estatales. Hitler quería una Alemania unida y controlada por un férreo poder centralizado, el suyo. Para ello, a partir del 31 de marzo de 1933, fue emitiendo leyes que cercenaban las grandes prerrogativas que tenían los Länder. El proceso centralizador concluyó con la Ley para la reconstrucción del Reich de 30 de enero de 1934, que terminó con el Estado federal. Los parlamentos de los Länder fueron disueltos y sus gobiernos, supeditados a Berlín. Manteniendo sus apariencias de legalidad, Hitler obtuvo del Reichstag la disolución de la Cámara federal o Reichsrat. Este diluvio de leyes y de cambios tenía atónito y admirado al país. La situación económica no había mejorado y el paro seguía siendo muy grave, pero gran parte de los alemanes estaban llenos de esperanza porque el nuevo sistema parecía hacer cosas y sus teatrales gestos despertaban expectativas nuevas. Sin embargo, quienes trataban íntimamente a los nuevos dueños de Alemania se sintieron pronto aterrorizados, pues vieron su crueldad y su soberbia. La más leve crítica al nuevo régimen significaba la cárcel, y ésta, con frecuencia, suponía la muerte. El sistema judicial fue minado y corrompido, los juristas que no se plegaron fueron destituidos o eliminados y la justicia se convirtió en un capricho del régimen nazi, que ni siquiera se ocupó de redactar su propio Código.
Los nuevos gerifaltes trataron de construirse sus propios reinos de taifas, dentro de los cuales daban rienda suelta a todas sus pasiones. Goebbels odiaba a Goering y trataba de escamotearle los servicios de su aparato de propaganda. Goering espiaba a Goebbels y se burlaba de él, también espiaba a Röhm, aunque le temía. Röhm aumentaba escandalosamente el número de sus SA, que en 1934 tenía cuatro millones de afiliados, y consideraba que su organización debiera poseer carácter militar, más aún: ser una especie de ejército interior, mientras la Reichswehr sería destinada a la conflictividad exterior. Estos tres hombres, los más poderosos de Alemania en aquellos momentos después de Hitler y del anciano y enfermo presidente Hindenburg, eran una ruina moral.
Pronto fue notorio en los ambientes artísticos alemanes que Goebbels era un lujurioso sin escrúpulos ni freno: como controlaba el cine, toda aspirante a estrella era minuciosa y personalmente examinada por el pequeño y contrahecho ministro, que se cobraba en especie y en su propio despacho los favores políticos que otorgaba. Más famoso era Goering, morfinómano, bebedor e insaciable acaparador de riquezas: en un año se había hecho con media docena de casas, ornadas con las mejores alfombras, los muebles más lujosos, las vajillas más finas y las pinturas más sublimes. Solía pasar por los museos y solicitaba, «en calidad de préstamo», los cuadros que más le interesaban, como los dos lienzos de Lucas Cranach que se llevó de la Pinacoteca de Munich. Los empresarios alemanes no ponían obstáculos a sus demandas porque el ministro del Interior y presidente del Reichstag haría lo imposible por complacerles, siempre que el soborno fuera el adecuado.
Röhm era violento, borracho y homosexual. Tenía el complejo de no haber hecho carrera en el ejército, del que se había licenciado como capitán, y le humillaba tener que tratar en inferioridad de condiciones con generales que, en 1918, no tenían mucha mayor graduación que él y que, en 1934, disponían de fuerzas treinta veces menos numerosas.
Hitler, que pasaba por incorruptible, derrochaba el dinero. Regalaba a Eva Braun joyas, villas y coches por cuenta del Estado; movía automóviles y aviones como si fueran de su propiedad privada. Cierto que en aquellos momentos era uno de los hombres que más dinero ganaba de Alemania porque su editor y administrador, Max Amann, había descubierto la gallina de los huevos de oro: el Estado regalaba a todos los recién casados un ejemplar de Mein Kampf operación que le proporcionaba a Hitler unos 300.000 marcos anuales en concepto de derechos de autor. Para calibrar adecuadamente la enorme cifra baste decir que su sueldo como canciller apenas alcanzaba los 2.000 marcos mensuales, que el primer utilitario de la Volkswagen costaba unos 900 marcos o que una casa de campo digna de un ministro alcanzaba un precio de 30.000 marcos. Los derechos de autor de Mein Kampf debieron ser aún más extraordinarios, pues entre 1933 y 1939 fue traducido al inglés -y publicado tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos-, al italiano, al ruso, sueco, portugués, japonés, español (Mi lucha), etcétera.
Pero Hitler, el desinteresado Hitler, que disculpaba la lujuria de Goebbels y hacía la vista gorda respecto a la rapiña de Goering, comenzaba a estar preocupado a finales de 1933 por las ambiciones de Röhm. Los únicos poderes que existían entonces en Alemania capaces de oponérsele eran la Reichswehr y las SA y decidió unificarlas, de forma que los militares quedasen neutralizados. El segundo paso sería controlar el resultado de la fusión, para lo que amplió los poderes de Himmler, al que entregó la jefatura de toda la policía de Alemania, exceptuando la de Prusia, y la dirección de las SS, que en 1933 habían pasado de 30.000 miembros a 100.000. Al tiempo, permitía que Goering crease una policía secreta, especialmente dedicada a la represión de los delitos contra el Estado: la Geheime Staatspolizei, la Gestapo. Hitler creía en el principio de «Divide y vencerás», por eso proliferó este tipo de policías paralelas, cuyas misiones fueron siempre muy difíciles de definir, mandadas por personajes diferentes, adictos al Führer y, si era posible, enemistados entre ellos. Así, era pública y notoria la aversión de Himmler hacia Röhm y el desprecio con que éste correspondía a su subordinado. A finales de 1933, Hitler tenía su puzzle de seguridad bastante completo: Röhm, con las SA, controlaría el Ejército; Himmler, con las SS, impediría las tentaciones de Röhm; Goering, con la Gestapo, se encargaba de eliminar a los enemigos políticos del régimen o a cualquiera que se desmandara dentro de la estructura nazi.
El deseo hitleriano de incorporar las SA a la Reichswehr se saldó con un fracaso. Hindenburg, aunque apenas se enteraba ya de nada, tuvo fuerzas para decirle: «Señor canciller, ocúpese usted del Gobierno, que del Ejército todavía puedo responsabilizarme yo». Fracasada la vertebración por decreto, se entablaron arduas negociaciones secretas entre el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, y el jefe de las SA, Röhm, alcanzándose un acuerdo: soldados veteranos se encargarían de la instrucción militar de las SA; el ejército proporcionaría armas a las SA si fuera necesario, pero seguiría siendo dueño de tal armamento, que estaría bajo su inspección y control. Hitler, aunque prohibió drásticamente a Röhm que siguiera aumentando las filas de las SA, cuyo presupuesto resultaba monstruoso, estuvo conforme con el acuerdo, que fue firmado en febrero de 1934. Sin embargo, jamás se puso en práctica.
Hitler comenzó a considerar que Röhm sería demasiado peligroso si sus SA estuvieran dotadas de armas de guerra, por más que aquellas pertenecieran a la Reichswehr. Su tremenda desconfianza se vio confirmada cuando Röhm, fanfarrón e incauto, comentó en una sobremesa que los acuerdos con el ejército estaban paralizados porque Hitler era prisionero del «morfinómano» Goering y del «politicastro» Goebbels, que trataban de impedir la evolución de las SA porque le odiaban y envidiaban. «Pero -siguió-esta situación no va a continuar. Si Adolf no quiere, emprenderé yo la marcha y más de cien mil me seguirán.» Horas después, tan imprudente declaración estaba sobre la mesa del ministro del Ejército, Von Blomberg, y poco después llegaba a manos de Hitler.
A partir de ahí fueron enrareciéndose las relaciones entre el ejército y las SA y, al mismo tiempo, Röhm comenzó a ser evitado por los personajes del partido y seguido minuciosamente en todas sus actividades por un colaborador de Himmler: Reinhard Heydrich, un teniente de navío de extraordinaria inteligencia que desempeñaba la jefatura del servicio de seguridad de las SS. Este hombre, consumido por la ambición, veía que la inminente ruina de Röhm entregaría a las SS la preeminencia dentro de las fuerzas paramilitares nazis y, por tanto, impulsaría poderosamente su carrera política. En adelante concentraría todos sus esfuerzos en desprestigiar a Röhm, en difundir rumores sobre sus vicios reales o inventados y en rodearle permanentemente de un aire de conspiración. Von Blomberg comenzó a recibir un rosario de informes falsos o parciales, trufados con algunos datos verdaderos pero irrelevantes o conocidos, cuyo efecto era teñir de verosimilitud aquella conspiración. Según ellos, las SA se armaban en secreto, con el propósito de asaltar el poder. A finales de junio de 1934, Heydrich pisó el acelerador: el día 23, un telegrama anónimo llegaba a la oficina de información de la Reichswehr; según él, las SA debían armarse con toda urgencia, pues «había llegado la hora». La maniobra era tan burda que los jefes del ejército intuyeron pronto quién la había organizado pero la inquietud estaba sembrada y más cuando interceptaron listas -supuestamente dirigidas a los miembros de las SA- con los nombres de los militares que deberían ser eliminados cuando triunfase el putsch.
El principal beneficiario de la maniobra, Hitler, comenzó a inquietarse, temiendo que su propia mentira hubiese cobrado vida. Sin embargo, tanto Röhm como los diversos jefes de las SA eran ajenos a toda aquella trama y en aquellos días disponían las vacaciones de sus hombres y su máxima preocupación eran los viajes de recreo o las semanas de descanso que se aprestaban a tomar. Era el momento esperado por Hitler, que el 28 de junio se trasladó a Essen a la boda de uno de sus Gauleitern. Tras el banquete, los invitados continuaron la celebración con un baile, momento que aprovecharon Hitler, Goebbels y Goering para retirarse a una habitación donde planificaron minuciosamente el exterminio de los principales responsables de las SA, con el pretexto de que tramaban una sublevación. Heydrich les proporcionaba el ambiente adecuado con sus continuos mensajes en los que sostenía la ficción del putsch: todos los desplazamientos vacacionales, todas las reuniones de amigos para despedirse antes del verano, eran interpretados como movimientos para concentrar tropas, coordinar acciones, trazar planes o impartir consignas. En aquella habitación, a la que llegaba atenuada la música de la fiesta, se repartieron los papeles en el exterminio de Röhm y los suyos: Goering regresaría a Berlín, Hitler se trasladaría a Munich y Goebbels, que era el único en ver clara toda la trama y el papel que cada uno tomaba en ella, decidió quedarse junto a Hitler en un gesto de fidelidad a ultranza; en realidad, el ministro de Propaganda presentía que todo se desarrollaría sobre un terreno extremadamente movedizo y temía alejarse del Führer pues cualquier error en su actuación le hubiera incluido en el bando de los malditos.
En la madrugada del 30 de junio de 1934 llegó Hitler a Munich. La última información enviada horas antes por Heydrich era que las SA se manifestaban esa noche contra el canciller en la capital bávara. Efectivamente, a su llegada a Munich aún pudo ver el Führer a grupos sueltos que regresaban a sus casas. Lo que no sabía Hitler es que la manifestación no había sido dirigida contra él, sino a favor del sistema, y que había sido convocada mediante órdenes impresas que no conocía ningún responsable local. La maquiavélica mente de Heydrich había convocado la manifestación y, a la vez, la había denunciado al Führer, cuya cólera fue exacerbada convenientemente con esta maniobra, de modo que no quedase en él reparo alguno hacia las criminales medidas proyectadas. Inmediatamente comenzaron las detenciones en Munich, efectuadas por agentes de las SS. El propio Hitler se encargó de enviar a la prisión de Stadelheim al jefe de la policía muniquesa, Schneidhuber, y al máximo responsable local de las SA, Schmid.
Antes de que amaneciera, llegaba Hitler al hotel de Wiessee, cerca de Munich, donde Röhm había establecido su cuartel general para las vacaciones, esperando tener allí el descanso que le habían recomendado para reponer su maltrecha salud. Los matones que acompañaban a Hitler arrollaron a los que guardaban al jefe de las SA, adormilados e impresionados por la presencia de Hitler. Algunos de los guardias fueron asesinados a tiros en sus literas; otros, reducidos a culatazos. Cuando llegaron a la habitación de Röhm les costó despertarle, pues dormía mediante calmantes a causa de una neuralgia. Cuando abrió la puerta se encontró sumido en una especie de pesadilla compuesta por los gritos coléricos de Hitler, los empellones de sus teóricos subordinados, la humillación de las esposas y la sorpresa de verse subido a un autobús de prisioneros incapaces de comprender lo que les estaba sucediendo.
Esa noche, que pasaría al acervo popular como la «Noche de los cuchillos largos» o la «Noche alemana de San Bartolomé», fueron detenidos o asesinados todos los responsables de las SA que pudieron ser hallados en Alemania, exceptuando un pequeño grupo cuya salvación decidió el Führer. Pero no fueron ellos los únicos objetivos de la vesania hitleriana, que aprovechó la ocasión para cobrarse viejas cuentas: las SS mataron a palos en Dachau a Von Kahr, el antiguo comisario general de Baviera que retiró su apoyo a Hitler el 9 de noviembre de 1923, tras el putsch de la cervecería Bürgerbraükeller de Munich. Otras víctimas de aquel día en la capital bávara fueron el fraile jerónimo Stempfle, corrector de estilo del Mein Kampf y el músico Wilhelm E. Schmidt, confundido con un médico del mismo apellido.
En Berlín, Goering actuó con una presteza y una eficacia impropias de su costumbre. Hizo detener y asesinar a cuantos estaban en sus listas e, incluso, extremó su celo homicida, según presumió en una rueda de prensa posterior: «… he superado los objetivos que se me encomendaron.» Una de sus víctimas en aquella jornada fue Gregor Strasser, segundo en la jerarquía nazi hasta 1932. En las afueras de Berlín, aunque a iniciativa de Himmler y Heydrich, fue asesinado el general Kurt von Schleicher, el antecesor de Hitler en la Cancillería. Los sicarios que asaltaron su casa dispararon también contra su esposa, que trató de prestarle auxilio.
En aquella orgía sangrienta no sólo cayeron los jefes de las SA y algunos militares y políticos que le eran antipáticos a Hitler, sino que la confusión fue aprovechada por todos los matarifes para saldar cuentas personales, para borrar pistas que pudieran ser comprometedoras o para avanzar peldaños en la escalada hacia el poder. Más de trescientas personas murieron aquellos días -hay autores que elevan la matanza a más de dos mil-, entre ellas todos los internados en la Stadelheim de Baviera. Allí, sin juicio alguno, cayeron bajo el pelotón de fusilamiento los jefes bávaros de las SS, entre ellos Schneidhuber y Schmid, que antes de morir recibieron como única explicación esta sentencia: «El Führer le ha condenado a muerte.» Röhm sobrevivió un día a la matanza general: el 2 de julio ordenó Berlín que se le entregara una pistola para que se suicidase, pero la rechazó desdeñosamente: «Si Adolf quiere matarme, que haga él el trabajo sucio»; ante su actitud, los carceleros recibieron la orden de disparar sobre él desde la puerta de la celda. El capitán Ernst Röhm, uno de los camaradas de primera hora de Hitler y uno de los nacionalsocialistas que más hicieron para llevarle hasta el poder, fue perseguido aun después de muerto: la versión oficial de su detención aseguraba que había sido sorprendido en la cama con un jovencito.
Viktor Lutze, afiliado al NSDAP desde 1922 y jefe de las SA en varios Gausen, traidor a Röhm y cómplice de Hitler en la «Noche de los cuchillos largos», fue recompensado por el Führer con la jefatura de las SA, pero esa organización fue, poco a poco, pasando a un segundo plano, mientras que eran potenciadas las SS y su jefe, Himmler, se convertía en uno de los personajes más poderosos de Alemania y en el más siniestro, acumulando cargos como la dirección de todos los campos de concentración y, tiempo después, la jefatura de la policía de todo el país y el segundo puesto en el Ministerio del Interior.
El 13 de julio Hitler se presentó ante el Reichstag, por entonces ya sólo compuesto por gentes del NSDAP, y explicó aquellos crímenes como una medida necesaria para salvar al país. Pese a hablar ante su público, se asustó ante la terrible verdad y falseó las cifras, reduciéndolas a la tercera parte. Al final de su intervención dijo que si fuera acusado de no haberse atenido a la ley, ordenando las ejecuciones sin los juicios previstos, él respondería que «en esa hora crucial era responsable del destino de la nación alemana y que consideraba al pueblo alemán como juez supremo».
Una de las personalidades que salvaron la vida la «Noche de los cuchillos largos» fue Von Papen, gracias a la protección de Goering, pero el curtido político estimó que aquel juego era demasiado peligroso para su salud, de modo que presentó su dimisión a Hitler como vicecanciller, dándole las gracias, eso sí, por «haber salvado al país con su valerosa intervención contrarrevolucionaria del 30 de junio». Hitler le dejó marchar, no sin burlarse junto a sus colaboradores íntimos de la angustia y el miedo del hombre que le había abierto las puertas del poder; pero no tardaría en llamarle nuevamente a su lado.
Desde su llegada al poder Hitler activaba las conspiraciones de los nacionalsocialistas austriacos contra el canciller Engelbert Dollfuss, pues mantenía viva la idea -cultivada durante su juventud en Viena, expuesta en el programa nazi de 1920 y descrita detalladamente en el primer capítulo de Mein Kampf- de unir Austria a Alemania y el pequeño canciller austriaco, al que burlonamente llamaba Millimetternich -un juego de palabras compuesto por milímetro y Metternich- constituía el máximo obstáculo para sus propósitos anexionistas. Los nazis austriacos, apoyados con dinero y agentes alemanes y alentados a la acción desde Berlín, planearon secuestrar al Gobierno austriaco y sustituirlo por otro más próximo a los intereses de Hitler y, a la vez, que tuviera las simpatías de Mussolini, enemigo declarado de cualquier operación contra el canciller austriaco, del que era amigo y vecino en la estación termal italiana de Riccione, donde ambos estaban citados precisamente para el 26 de julio.
El día 25 de julio de 1934, poco antes de las doce, tres grupos de las SS austriacas pusieron en marcha su plan para eliminar al Gobierno. Uno debía tomar el Ministerio del Interior, otro la emisora de radio y el tercero, la Cancillería, pero el plan había sido descubierto y las fuerzas de policía y del ejército capturaron a dos de los grupos y sólo parte de los conspiradores del tercero, unos 150, consiguieron entrar en la Cancillería, donde no hallaron reunido al Gobierno, pues los ministros, ante el aviso de la policía, habían retornado cada uno a su ministerio. Sí encontraron, sin embargo, al canciller Dollfuss, que fue gravemente herido en la refriega entre asaltantes y fuerzas de seguridad.
Mientras Dollfuss se desangraba, los conspiradores nazis se atrincheraron en el edificio y sostuvieron su resistencia -sin permitir que el canciller fuera auxiliado por un médico ni retirado a un hospital- hasta las 19.30 h, en que entregaron las armas a cambio de un salvoconducto para alcanzar Alemania. Cuando entró la policía en la Cancillería y halló muerto al canciller, Kurt von Schuschnigg -que se había hecho cargo de la jefatura provisional del Gobierno- no se consideró obligado a cumplir la promesa dada a los magnicidas, que fueron encarcelados, juzgados y trece de ellos ahorcados. De cualquier forma, los responsables del fracasado golpe de Estado lograron huir y refugiarse en Alemania.
Mussolini recibió la noticia de la muerte de Dollfuss poco más tarde de las 20 h y, acompañado de su esposa, Donna Rachele, se dirigió al cercano chalet donde Frau Dollfuss cuidaba de una hija enferma, mientras se retorcía de angustia ante las alarmantes noticias que llegaban de Viena. Mussolini, personalmente, le comunicó la muerte de su marido y puso un avión a su disposición para que se trasladara a Viena, mientras Donna Rachele se hacía cargo de la niña enferma. Horas después, el Duce puso en estado de alerta a las tropas del norte de Italia, con la orden de marcha hacia la frontera alemana para el día siguiente. Se trataba sólo de «un farol», porque Mussolini sabía que Gran Bretaña no le apoyaría en una guerra y el Duce conocía muy bien las limitaciones de su ejército como para embarcarse en una aventura militar de consecuencias impredecibles.
El envite italiano situó a Hitler al borde del precipicio. El Führer se hallaba en Bayreuth asistiendo al festival wagneriano cuando se enteró del golpe nacionalsocialista austriaco. Por un lado se sintió satisfecho pero, por otro, comenzó a encontrarse muy incómodo: no tenía aquella situación bajo su control y, por tanto, desconfiaba que pudiera salir bien; además, no había calibrado las consecuencias de la conspiración. El 25 de junio asistía a la representación de El oro del Rin cuando fue informado de que los asaltantes de la Cancillería de Viena estaban cercados, mientras el Gobierno austriaco tenía plena libertad de acción. Se sintió muy contrariado, aunque continuó en el teatro. Cuando terminó la obra le comunicaron la muerte de Dollfuss, ante lo que resolvió irse a un restaurante y sostener su programa para aquel día como si los sucesos de Austria no tuvieran nada que ver con Alemania ni con su canciller.
Sin embargo, pasó las horas siguientes en una inquieta espera, hasta que su embajada en Roma informó que, sin duda alguna, las tropas italianas estarían al día siguiente en la frontera. Mussolini estaba dispuesto a considerar cualquier petición de ayuda por parte de Austria. Eso sumió a Hitler en una profunda angustia. Si Austria pedía apoyo a Italia y ambas atacaban a Alemania podían ocurrir dos cosas: que el agonizante Hindenburg rechazase la guerra, en cuyo caso ofrecería a los austriacos su cabeza y sería arrojado de la Cancillería por la Reichswehr, o que decidiera combatir. Si había guerra, Alemania lucharía en una tremenda inferioridad numérica, pues los ejércitos austriacos e italianos les triplicaban en número y en medios de combate, ya que Italia disponía de aviones, artillería y buques de guerra, armas prohibidas a Alemania por la paz de Versalles y, por tanto, escasas, aunque Berlín hubiera estado vulnerando los acuerdos con ayuda de Moscú. Más aún, en los mercados internacionales austriacos e italianos hallarían quienes les vendiesen cuanto necesitaran, mientras que Alemania se encontraría sola. La derrota era, pues, más que probable y su ocaso político, fulminante. Hitler se retorcía de impotencia y de cólera. No podía permitir una declaración de guerra que le sería nefasta. Había que buscar una salida política. Entonces se acordó de Von Papen, probablemente el único hombre en Alemania que podría negociar en Viena y que estaría dispuesto a hacerlo en nombre de Hitler.
El 27 de julio Franz von Papen llegó a Bayreuth y expuso sus condiciones, que el Führer aceptó sin pestañear: destitución de Theo Habicht, un nacionalsocialista austriaco que gozaba de prebendas y honores en Alemania y máximo responsable del magnicidio; compromiso de negar toda colaboración a los nacionalsocialistas austriacos y la renuncia alemana a cualquier intento de obtener por la fuerza la anexión de Austria. Tan sólo eso bastó para desinflar el contencioso en las fronteras. La anexión de Austria era cosa de tiempo, pero estaba decidida; las encuestas de opinión daban mayoría a los partidarios de la unión con Alemania y, a aquellas alturas, las potencias vencedoras en la Gran Guerra no se opondrían a ella.
Pero Hitler había perdido, momentáneamente, interés en este asunto. Respiró aliviado cuando comenzó la misión de Von Papen e, inmediatamente, debió de ocuparse de otro asunto perentorio: Hindenburg se moría. El Presidente había abandonado Berlín a comienzos de junio, y aún pudo hacerlo por su propio pie, para dirigirse a su finca de Neudeck, en Prusia, donde deseaba morir y ser enterrado, porque allí estaba sepultada su mujer. A finales de junio ya no podía levantarse de la cama y, a mediados de julio, los médicos suponían que su fallecimiento se produciría de un momento a otro. El 30 de julio, el vencedor de Tannenberg agonizaba. Hitler suspendió su temporada de ópera y se dirigió a Prusia, llegando a Neudeck el día 31. Pese a la negativa inicial de los médicos, Hitler porfió hasta que se le permitió ver unos minutos a solas al Mariscal. Cuando abandonó la habitación, aseguró que Hindenburg había tenido un momento de lucidez y que había hablado con gran serenidad. Los médicos dudaron mucho de que tal lucidez se hubiera producido, pero la propaganda de Goebbels sacó partido a aquellos minutos, asegurando que Hindenburg había reconocido a Hitler y que le había dado ciertas recomendaciones.
La agonía de Hindenburg concluyó a las 9 h del 2 de agosto de 1934. El médico, Sauerbruch, que velaba a su cabecera, aseguró que horas antes pudo escuchar cómo el anciano musitaba «Mein Kaiser, mein Vaterland» -«Mi káiser, mi patria»-. Pero no se había enfriado aún el cadáver del presidente cuando el Boletín Oficial del Reich publicaba un decreto según el cual el cargo de presidente quedaba vinculado al de canciller y, por tanto, todas las atribuciones presidenciales «convergen en la persona del Führer-canciller Adolf Hitler, el cual nombrará a sus más allegados colaboradores», cosa que se apresuró a hacer designando un nuevo Gobierno, en el que la mitad de los ministros eran nazis. Así obtuvieron sus carteras Hess, Seldte, Darré y Rust, además de los que ya las tenían: Goering, Goebbels y Frick.
Von Blomberg, que seguía en el Ministerio de Defensa, tuvo que firmar el decreto según el cual todos los miembros del Ejército deberían prestar el siguiente juramento, del que -según el historiador H. S. Hefner- no existía precedente alguno en Alemania y que tenía una enorme trascendencia, pues sólo podía romperse con la muerte: «Juro por Dios obediencia incondicional al Führer del Reich alemán, de su pueblo y jefe supremo del Ejército, Adolf Hitler, y estoy dispuesto como soldado a ofrendar mi vida en aras de este juramento.» Von Blomberg -conocido como «leoncito de goma», por su pretensión de ofrecer un fiero aspecto respaldado por una nula energía- emitió también la orden de que todos los militares deberían dirigirse a Hitler como mein Führer. Ya sólo le quedaba a Adolf un pequeño trámite para verse investido de todos los poderes y respaldado por todas las apariencias de legalidad: ser confirmado en la presidencia por el voto de los alemanes. Para lograrlo convocó un plebiscito el 19 de agosto, convocatoria que fue respaldada por todo el aparato propagandístico del NSDAP y del Estado y por todo el brutal poder de convicción de las SA, las SS y la Gestapo. Las urnas ofrecieron el resultado apetecido: 38,3 millones de alemanes le reconocían como jefe del Estado. Pero había algo que no gustó ni a Hitler, ni a Goebbels, ni a Goering, ni a Himmler: 4,2 millones de alemanes votaron en contra y 870.000 depositaron sus papeletas en blanco, lo que constituía la muestra de un valor extraordinario, pues los aparatos represivos nazis tenían medios para averiguar en la mayoría de los casos quiénes habían sido los opositores.
Más brillante, y también más auténtico, resultaría el referéndum del Sarre, que estaba bajo control internacional desde su evacuación por Francia en 1930. El 13 de enero de 1935, la población del Sarre acudió entusiásticamente a las urnas y votó su reincorporación a Alemania en un 91 por ciento, decisión que fue respetada internacionalmente, aunque Francia plantease sus reticencias. Hitler, feliz, trató de eliminar cualquier suspicacia declarando que era la última cuenta pendiente que le quedaba por saldar con Francia. El 1 de marzo, el Sarre volvía al seno de Alemania.
Hitler, sin embargo, mentía. Justo con la recuperación del Sarre comenzaba su campaña internacional, que para él era sinónimo de labor de gobierno. El Führer estaba poco interesado en las actividades de sus ministerios. Les cedía competencias sin inmiscuirse en su funcionamiento siempre que sirvieran a sus planes; cuando no era así, les «puenteaba» o destituía. Hjalmar Schacht, prestigioso economista que contribuyó al acceso de Hitler al poder y que fue ministro en sus gobiernos durante una década, escribió al respecto:
«Mientras estuve en activo, tanto en el Reichsbank como en el Ministerio de Economía, Hitler nunca interfirió en mi trabajo. Jamás intentó darme instrucciones, sino que me dejaba sacar adelante mis ideas, a mi manera y sin críticas… Sin embargo, cuando se dio cuenta de que la moderación de mi política financiera era un obstáculo para sus planes temerarios (en política exterior), empezó, en connivencia con Goering, a vigilarme y a oponerse a mis disposiciones.»
Muestra elocuente de su desinterés por el trabajo del gabinete gubernamental es que las reuniones ministeriales fueran escasas y que la última se celebrara el 4 de febrero de 1938; no volvió a haber otra durante los siete años que aún perduró el régimen nacionalsocialista. Todo el trabajo del Gobierno debía, pues, estar al servicio de los intereses exteriores de Alemania, que en el ideario expresado machaconamente por Hitler en quince años de mítines y minuciosamente descrito en Mein Kampf se dividía en tres puntos. Primero, acabar con las consecuencias del Tratado de Versalles y sus ramificaciones; segundo, llevar el Reich hasta los últimos rincones de Europa donde hubiera alemanes -Austria, Sudetes, países bálticos, Alsacia, Lorena…- y tercero, el Lebensraum, el espacio vital, la expansión imprescindible para la grandeza de Alemania, territorios que habría que conquistar a expensas de Polonia, Checoslovaquia y Ucrania, en los que establecer los excedentes de población alemana -labor especialmente encomendada a los campesinos, que deberían actuar como los colonos norteamericanos de la conquista del Oeste, recuerdo de sus lecturas de Karl May-.
Un sueño formidable al que dedicaba todas sus energías y argucias. En palabras de Alan Bullock,
[…] del mismo modo que el partido nazi había sido el instrumento mediante el cual el Führer adquirió el poder en Alemania, el Estado iba a ser ahora el instrumento mediante el cual se proponía alcanzar el poder sobre Europa.»
Para conseguirlo necesitaba de un poderoso ejército y un armamento adecuado, por lo que estimuló los medios para conseguirlos: reclutamiento obligatorio, instrucción acelerada, política industrial armamentística, excelentes comunicaciones al servicio de la industria y el ejército. Todo eso determinaría un extraordinario desarrollo de los programas de investigación, de producción industrial, de construcción de autopistas y ferrocarriles. La revolución social soñada por los sectores más obreristas del partido había sido burlada, más aún, fue un fraude del NSDAP, pero no había lugar a la protesta pues los sindicatos de clase habían sido exterminados, los líderes comunistas, los socialistas y los sindicalistas estaban en la cárcel o el exilio, la Gestapo y las SS lo controlaban todo y, además, la sociedad alemana estaba alcanzando un bienestar social superior al de los mejores días de la República de Weimar.
El paro, una de las lacras de la Alemania de entreguerras que catapultó a Hitler hacia el poder, disminuyó rápidamente, hasta desaparecer por completo a finales de 1938. Más aún, había tantas cosas que hacer que los estudiantes, obligados a prestar tres meses de su trabajo al Estado desde 1933, vieron aumentada la cuota a seis meses en 1936. Uno de los empeños más populares fueron las autopistas, las mejores del mundo en su época, por las que pronto circularían los populares Volskswagen, cuyos famosos «escarabajos» salieron al mercado en 1936 al módico precio de 900 marcos. Sin embargo, no todos los alemanes -en contra de lo que rezaba la propaganda oficial- podían acceder a ellos porque el nivel adquisitivo de los obreros incluso disminuyó en estos años.
El circuito en el que se movió la economía nazi fue muy sencillo y muy eficaz para sus fines. El Estado se convertía en el gran cliente de autopistas, ferrocarriles, vehículos y armas. Las fábricas trabajaban a plena producción e, incluso, debieron crearse numerosas nuevas industrias para satisfacer las demandas estatales. El paro desaparecía. El pleno empleo otorgaba a todos los alemanes una aceptable capacidad adquisitiva, que se mantendría casi fija hasta el comienzo de la guerra. Los salarios no aumentaron, pero la inflación fue insignificante debido a los controles gubernamentales de los precios. Por medio de la propaganda y el gravamen de los artículos de lujo se consiguió estimular la capacidad de ahorro de los trabajadores, que canalizaron sus economías hacia las inversiones en Deuda Pública. Ahí se cerraba el circuito y el Estado volvía a hallarse en condiciones de invertir nuevamente.
El pleno empleo permitía vivir a todos, aunque no todos vivieran mejor. La falta de libertades hacía sufrir a muchos alemanes; sin embargo, la mayoría se sentía razonablemente satisfecha con la sensación de progreso, orden y prestigio internacional. Para ello, 1936 fue el año clave: el 7 de marzo se remilitarizó Renania; el 9 de mayo se iniciaban los vuelos transoceánicos mediante los grandes dirigibles, correspondiéndole al Hindenburg el viaje inaugural; el 19 de junio la gloria boxística germana de los grandes pesos, Max Schmeling, ganaba por KO al campeón norteamericano, Joe Louis, en el duodécimo asalto (combate que tendría su contrapartida dos años más tarde, con victoria del «Bombardero de Detroit» en el primer asalto, pero eso lo pasó por alto la propaganda del doctor Goebbels); el 16 de agosto se inauguraban los Juegos Olímpicos de Berlín, cuya perfecta organización y fastuosidad fueron un elemento propagandístico de primer orden para el régimen nazi, al que únicamente le faltó un ario para ser proclamado rey de los Juegos, papel que desempeñó, para fastidio de los racistas, un maravilloso atleta negro norteamericano, Jesse Owens, que consiguió cuatro medallas de oro. Ese mismo año Alemania se atrevía a salir de sus fronteras y a intervenir en España, al lado de los militares sublevados el 18 de julio contra la II República; en la península Ibérica combatió la Legión Cóndor, unidad que contó con unos seis mil hombres y que estaba dotada de modernos aviones y artillería antiaérea. Cerraba ese año triunfal de Hitler la firma con Mussolini de un tratado de cooperación, que fue conocido como Eje Berlín-Roma.
Todo esto fue posible porque Hitler cubrió sus movimientos con un tupido telón de mentiras, de gestos apaciguadores, de hábiles maniobras pacifistas, de sutil aprovechamiento de las debilidades y contradicciones de las demás potencias. Hitler, con su escaso bagaje cultural, con su brutalidad tabernaria, fue mucho más astuto, decidido y sagaz analista de la situación internacional que sus rivales, salidos de las mejores universidades europeas y placeados en los más brillantes salones de la diplomacia continental. Inmediatamente después de instalarse en el poder, adoptó una posición internacional pacifista procurando que todos los países cumplieran los acuerdos de desarme y, como no lo consiguiera -tampoco esperaba lograrlo-, inició un discurso victimista: sólo Alemania estaba manteniendo los acuerdos internacionales, sólo Alemania estaba inerme, sometida a un papel internacional subalterno e imposibilitada para atender a su propia defensa; el paso siguiente fue retirarse, en 1933, de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones. Gran parte de la prensa internacional aceptó como lógica la postura alemana.
Hitler comenzó entonces una discreta política de rearme, tratando, sobre todo, de no alarmar a nadie y, para eliminar cualquier suspicacia, encomendó a Goering una aproximación a Polonia, el país más amenazado por el resurgimiento alemán a causa del corredor de Dantzig, que partía Prusia Oriental. Goering viajó varias veces a Varsovia y se ganó la confianza del Gobierno polaco, tratando incluso, de manera informal, de una posible alianza germano-polaca para atacar a la URSS. Ese estrechamiento de relaciones desembocó en un pacto de no agresión con Polonia en enero de 1934. La firma de ese acuerdo causó cierto malestar en Alemania, que Goebbels permitió exteriorizar suavemente a la prensa para que el taimado Hitler pudiera decir en el Reichstag: «Alemanes y polacos tendrán que aprender a coexistir.»
El Pacto de no agresión con Polonia desmantelaba el tinglado francés de alianzas, pero más alarmante era aún para París la opinión británica de qué debería concedérsele a Alemania la igualdad de armamentos con las restantes potencias europeas. Hitler, cuyas angustias con ocasión del asesinato de Dollfuss han sido objeto de mención, se sintió obligado a continuar disimulando. Ante el diputado por el departamento del Sena, Jean Goy, que le visitó en noviembre de 1934, entonó un canto a la paz y el trabajo. El NSDAP, con su política de pleno empleo y bienestar social, había hecho más por Alemania que ninguno de los caudillos que llevaron al país a docenas de conflictos. «Usted y yo sabemos bien la inutilidad y los horrores de la guerra.» La prensa francesa dedicó amplias informaciones a la visita y a los comentarios de Hitler. París comenzaba a tranquilizarse, sobre todo porque su ministro de Asuntos Exteriores, Louis Barthou, enérgico anti-germano y nada proclive a creerse los gestos pacificadores de Hitler, cayó asesinado y su cartera pasó a manos de Pierre Laval, un experto en negociaciones y componendas. En este ambiente, se produjo el mencionado plebiscito del Sarre y su reincorporación a Alemania, el día primero de marzo de 1935.
Las siguientes maniobras de Hitler serán más decididas, pero apoyándose siempre en algún punto fuerte. Anuncia públicamente que Alemania se está rearmando; sin embargo, invita al Reino Unido a discutir la ampliación de las seguridades colectivas. Ante el anuncio alemán, Londres replica con una ampliación de sus presupuestos militares y Hitler, que invita al ministro británico de Asuntos Exteriores a visitar Berlín, anuncia casi simultáneamente que Alemania cuenta ya con una fuerza aérea. En el Parlamento británico se levanta una ola de indignación, pero el Gobierno la controla asegurando que visitarán Berlín para apretar a Hitler las clavijas. Mientras tanto, Francia duplicaba el período de permanencia en filas de sus soldados, con lo que al Führer se le daba la oportunidad de mover ficha y lo hacía el 16 de marzo de 1935, anunciando que se proponía reinstaurar el servicio militar obligatorio y organizar un ejército de 550.000 soldados, eso sí, para poderse defender de los demás, que nunca habían cumplido los acuerdos de desarme y que habían comenzado a incrementar sus presupuestos militares y la cantidad de tropas alistadas.
Se estaba produciendo el comienzo de la carrera armamentística que duraría hasta el inicio de la guerra, en la que Alemania iba claramente a la cabeza. El Reino Unido tenía en 1935 un presupuesto militar raquítico, apenas un 2 por ciento, que aumentó progresivamente hasta el 10 por ciento del presupuesto nacional en 1939. Francia se gastaba en Defensa el 5 por ciento en 1935 y aumentó los gastos hasta el 8 en 1938, para pasar al 23 en 1939, pero esa inyección de dinero llegaría muy tarde. Hitler destinó en 1935 el 8 por ciento al rearme; en 1936 y 1937 se gastó el 13; en 1938, el 17 y en 1939, el 23 por ciento. Es decir, los gastos militares alemanes durante el régimen nazi fueron superiores a los del Reino Unido y a los de Francia juntos.
Ese rearme acelerado crearía una marina de guerra compuesta por cuatro acorazados, tres «acorazados de bolsillo», tres cruceros pesados, seis cruceros ligeros, 34 destructores y 57 submarinos. No era gran cosa para medirse a británicos y a franceses, pero en ese tiempo se creó la tecnología y la estructura para construir millares de submarinos durante el conflicto y para introducir en la guerra submarina los adelantos más sofisticados. La aviación, de la mano de la firma Heinkel, comenzó a fabricar biplanos o monoplanos de ala alta, como los modelos He-45 y He-46, que combatieron en la Guerra Civil española en igualdad de condiciones con los que llegaban desde la URSS a las fuerzas republicanas. Pero a partir de 1935 comenzó a construirse el Messerschmitt BF 109, el avión de caza que con diversas mejoras constituyó la espina dorsal de la aviación alemana durante toda la Segunda Guerra Mundial. Las factorías Junker, Heinkel, Dornier y Messerschmitt fueron preparadas en este período para dotar a Alemania de una superioridad aérea que se manifestaría evidente durante los dos primeros años del conflicto. En esa etapa comenzaba a balbucear el arma acorazada alemana, alma de la Blitzkrieg -la «guerra relámpago»- con el diseño de los carros de reconocimiento y de combate PzKw, modelos I, II, III y IV, que constituyeron un conjunto insuperable en la guerra acorazada hasta 1943. Con ellos colaboró una pieza antiaérea, el cañón 88 mm Flak, que llegó a ser empleada por la Legión Cóndor en la Guerra Civil española y que durante la Guerra Mundial se convirtió en la mejor pieza anticarro, y en el cañón que armó a los blindados alemanes más avanzados, los modelos Tiger y Panther.
Pero todo ello hubiera sido poco y no explicaría el fulminante éxito militar de Hitler en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial si no hubiese contado con la vieja Reichswehr, cuyos cien mil soldados y oficiales constituyeron la médula de la Wehrmacht, el ejército de Hitler. Ellos se convirtieron en los cien mil suboficiales y oficiales que instruyeron a los dos millones de soldados que el Führer había reunido en 1939 y los que idearon una nueva concepción de la guerra muy superior a la de los ejércitos que tuvieron enfrente hasta 1943.
Sin embargo, esas formidables fuerzas no existían sino en la mente de Hitler al final del invierno de 1936, cuando decidió remilitarizar la orilla izquierda del Rin. A mediados de febrero ordenó al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Von Fritsch, que preparase nueve batallones de infantería y tres grupos de artillería para proceder a una ocupación simbólica de las guarniciones renanas. El 2 de marzo indicó al militar que debería añadir algunas unidades de caballería y de aviación para que la remilitarización fuera completa, aunque por el reducido número de las fuerzas el asunto seguía siendo meramente simbólico, y que estuviera preparado, en espera de órdenes inmediatas, que le fueron transmitidas el día 6 de marzo. A las 12.50 h del sábado, 7 de marzo de 1936, las botas claveteadas de los soldados, las herraduras de los caballos del ejército y los transportes de artillería retumbaron sobre la estructura del puente Hohenzollern, que cruza el Rin en Colonia. El ejército derrotado que cruzó ese puente hacia el norte en 1918 retornaba; eran pocos, pero simbolizaban el tremendo poder que Hitler estaba forjando dentro de Alemania. Así lo entendieron los habitantes de la ciudad, que se precipitaron a la calle para vitorear a los soldados, mientras Goebbels, rodeado por una corte de periodistas llevados allí para que fuesen testigos del acontecimiento, se hacía fotografiar sonriente con los soldados desfilando al fondo.
Hitler hablaba en aquellos precisos instantes ante el Reichstag: «El Gobierno alemán ha tomado hoy la plena e ilimitada soberanía de su ámbito nacional al ocupar la zona desmilitarizada del Rin.» Los aplausos que suscitaron sus palabras no disiparon la inmensa inquietud que sentía en aquellos momentos. Poco después se trasladó a la Cancillería, donde ya llegaban los ecos internacionales de los sucesos de Renania. En París estaba reunido el Gabinete; en Londres no se apreciaba reacción alguna, los políticos ingleses estaban mucho más preocupados por su fin de semana. Por la tarde las noticias eran inquietantes: el general Gamelin, jefe del Alto Mando del Ejército francés concentraba entre 13 y 15 divisiones ante la frontera alemana. El ministro del Ejército, Von Blomberg, aconsejó al Führer que replegara algo las tropas; Hitler, obstinadamente, le replicó que ya había calculado el riesgo y, si tenía que retirar a sus tropas, lo haría a última hora: había que sostener el desafío. Por dentro estaba menos firme. Años después confesaría: «Las cuarenta y ocho horas que siguieron a nuestra irrupción en el territorio del Rin fueron las más angustiosas de mi vida. Si los franceses hubieran atacado, habríamos tenido que retirarnos de modo ignominioso, pues las fuerzas militares de que disponíamos estaban lejos de ser suficientes para ofrecer una resistencia seria» y, en otro momento: «Yo sé bien lo que hubiera hecho de ser francés: habría actuado sin vacilar, no hubiera permitido que un solo soldado alemán atravesara el Rin.»
El domingo transcurrió como una pesadilla, mientras los informes del Ejército confirmaban la formidable concentración de las fuerzas francesas en la «Línea Maginot». Pero Hitler estaba convencido de que la clave estaba en Londres, en la reunión del Parlamento en la tarde del lunes, 9 de marzo. Al caer la noche de esa fecha, Hitler estaba de un humor excelente y comentó a Von Blomberg:
«General, puede ir usted preparando el envío de otra división la semana que viene. En Londres han condenado la remilitarización por ser contraria a los acuerdos de Versalles, pero no ven peligro alguno en nuestra acción. Francia nos enseñará los dientes, pero sin el apoyo británico no se moverá.»
Tenía razón Hitler cuando decía «en Europa no hay solidaridad, hay sólo sumisión». El ejército francés hubiera podido terminar con Hitler en marzo de 1936 en un simple paseo militar, de haber dispuesto del apoyo solidario de Gran Bretaña. Esa misma insolidaridad europea se evidencia en la Guerra Civil española, en la que la República, legalmente constituida, era atacada por parte del ejército sublevado, en colaboración con los partidos y fuerzas más conservadoras de España. El Gobierno republicano no obtuvo el apoyo desinteresado de ningún país, y únicamente pagando con sus reservas de oro consiguió el envío de armamento soviético, mientras los demás países se acogían a un acuerdo de neutralidad respetado más o menos escrupulosamente, pero que Italia y Alemania vulneraron sistemáticamente con el suministro de millares de hombres y grandes cantidades de armamento destinados al bando golpista.
Al parecer, Hitler decidió ayudar a Franco sin ningún propósito claro, al menos inicialmente. Goebbels escribe en su diario: «El Führer ha decidido intervenir un poco en España. No visiblemente. Quién sabe para qué servirá… No hemos exigido ningún pago. Más adelante se saldará.» En ese mismo diario hay docenas de muestras del maniqueísmo nazi, de su hipocresía y brutalidad. El caso del bombardeo del «acorazado de bolsillo Deutschland» por parte de aviones republicanos es paradigmático. Berlín presentó una fuerte protesta ante el Gobierno de la República, «casi un ultimátum», en palabras de Goebbels, pero no se contentó con eso:
«Ayer, a última hora de la tarde, llamado de nuevo a la Cancillería del Reich. El Führer espumajea de furor por el bombardeo del Deutschland. Tenía primero la intención de hacer bombardear Valencia. Después da la orden al Deutschland de que desembarque sus heridos en Gibraltar y al Admiral Scheer de ir hoy por la mañana a Almería, bombardear la ciudad y, si es posible, hundir el Jaime I. Ésta es nuestra respuesta adecuada. El prestigio ya no permite que nos contentemos con una protesta. Los rojos sólo quieren comprobar hasta dónde pueden llegar. Ahora se lo diremos» (31-5-1937).
En la madrugada del 31 de mayo, el acorazado de bolsillo Admiral Scheer y cuatro torpederos dispararon unos 300 proyectiles sobre el puerto, las baterías y la ciudad de Almena, causando 19 muertos, 55 heridos y destruyendo 49 casas, además de provocar graves daños en un centenar de viviendas y en las instalaciones portuarias. Tan salvaje represalia apaciguó a Hitler, según Goebbels comenta en su diario: «… gracias a Dios se ha calmado. El Führer está muy contento con el resultado.»
En algún momento Hitler debió concebir la esperanza de que España, bajo Franco, sería una prolongación de la Alemania nazi o de la Italia fascista, lo que justificaría el esfuerzo bélico, pero pronto perdió toda esperanza en Franco como político y como ideólogo: «El Führer ya no cree en una España fascista. Porque Franco es un general y no tiene ningún movimiento detrás de él. Sólo cuenta para lograr la victoria» y, más adelante, «Franco constituye su partido. Enteramente militar. Él no entiende nada. Es un mero militar. ¡Qué más se puede esperar de él!» Al final de la guerra, Berlín era consciente de que no había sacado nada claro de España:
«Por la tarde, con el Führer. Habla largamente de la cuestión española. Barcelona está a punto de caer. Sobre si Franco será capaz de dirigir el ataque final. Una España nacional nos garantiza, en un próximo conflicto, al menos neutralidad.»
Si la política exterior y la preparación con vistas a una guerra -que él creía que Alemania podría afrontar hacia 1943- absorbían buena parte de las energías de Hitler, aún le quedaban fuerzas para proseguir en su obsesión antijudía. Tras las leyes de 1933, que expulsaban de numerosos empleos estatales a los no arios, es decir, a los judíos, éstos tuvieron un ligero respiro, pero el 15 de septiembre de 1935, con ocasión del congreso del partido nazi en Nuremberg, Hitler presentó un conjunto de medidas, que fueron bautizadas como Leyes de Nuremberg, destinadas a «excluir a los judíos de toda participación en la vida política de Alemania», convirtiéndolos en ciudadanos de segunda clase. Entre las medidas que imponían esas leyes estaba la prohibición de contraer matrimonio con judíos, de mantener relaciones sexuales con ellos e, incluso, de realizar trabajos domésticos en las casas de los judíos; a éstos se les prohibía emplear la bandera del Reich y sus colores, participar en las elecciones, ocupar cargos públicos o cualquier puesto de responsabilidad civil. Los soldados judíos debieron abandonar el ejército y sólo tuvieron derecho a percibir subsidios los soldados y oficiales que hubieran estado en el ejército antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Si hasta este momento el éxodo de los judíos alemanes fue importante, a partir de las Leyes de Nuremberg se tornó masivo, pero ni siquiera les era fácil ya abandonar Alemania. Si tenían bienes y los donaban al Estado, se les abrían de par en par las puertas de las fronteras; si no los tenían o se negaban a renunciar a ellos, sus permisos de salida se eternizaban.
Hitler apretaría aún más el dogal antisemita. Entre la puesta en marcha de las Leyes de Nuremberg y la «Noche de los cristales rotos» -el 9 de noviembre de 1938-, la vida de los judíos en Alemania se iría convirtiendo paulatinamente en una pesadilla. Se les prohibió acudir a los conciertos, al cine, al teatro, a las escuelas estatales; se les retiraron los permisos de conducir y el ejercicio de profesiones como dentista o veterinario; se les impidió el acceso a los exámenes profesionales para las cámaras de comercio, industria y artesanía. Los nazis legislaron incluso la lista de nombres entre los cuales podían elegir los judíos; quien llevara ya nombre de pila diferente a los autorizados debía añadir Israel, en el caso masculino, y Sara en el caso femenino. La mayoría de cuantos tenían algo eligió el camino del exilio, pero muchos no poseían nada y les era difícil encontrar el dinero para irse o hallar quien les rescatara desde el extranjero. Algunos, finalmente, con más de diez generaciones enraizadas en Alemania y pequeños negocios como única propiedad y oficio, prefirieron pensar que aquella mala época pasaría y se quedaron en espera de tiempos mejores. En noviembre de 1938 comprenderían, finalmente, la futilidad de sus esperanzas.
Hitler tenía un «magnífico» plan para celebrar el decimoquinto aniversario del putsch de Munich: volvería una vez más a la Bürgerbräukeller el 9 de noviembre y recordaría a su auditorio las promesas de aquel lejano 1923. Les diría que había cumplido el compromiso de terminar con la humillación de Versalles, con el problema comunista y que la cuestión judía tocaba a su fin: serían expropiados, expulsados y sus sinagogas destruidas y, para que no cupiera duda alguna sobre la firmeza de sus intenciones, las SS recibirían la orden de tratar «adecuadamente» a todos los que fueran hallados en algún renuncio legal…, pero el discurso nunca fue así, ya que se pronunció a posteriori.
El 7 de noviembre Herschel Grynszpan, judío polaco de diecisiete años, tomó una pistola y entró en la embajada alemana en París con el propósito de asesinar al embajador para llamar la atención sobre el atropello de que eran objeto los judíos en Alemania. Sólo consiguió llegar hasta el tercer secretario de la embajada, Ernst von Rath, que murió dos días después a consecuencia de las heridas sufridas. Ese asesinato puso en marcha el pogromo planeado con antelación. La mayoría de los barrios judíos de los núcleos de población importantes fue rodeada por gentes de las SA y de las SS, que iniciaron una ordalía que aún avergüenza a Alemania. En aquella noche de horror, 91 judíos fueron asesinados, 35.000 detenidos y deportados a campos de concentración, 815 comercios incendiados, 7.500 tiendas saqueadas y rotos sus escaparates (de ahí el nombre que recuerda aquella salvajada nazi: la «Noche de los cristales rotos»), 171 viviendas privadas y 191 sinagogas arrasadas por el fuego y 76 templos demolidos. Para mayor escarnio, Goering pidió a la comunidad judía que evaluara los daños, que ascendieron a la suma de mil millones de marcos. Un mes después se les exigió que, en concepto de multa, entregasen esa cifra para fomentar el plan cuatrienal. A partir de ese momento, a ningún judío en Alemania le cupo duda alguna de su destino; malvendieron sus propiedades y abandonaron el país y, si nada tenían, pidieron ayuda a sus familiares y amigos en el extranjero para que les enviaran el precio de su rescate. Infortunadamente, muchos no pudieron escapar. Cuando Hitler llegó al poder había en Alemania cerca de 600.000 judíos; cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial -el 1 de septiembre de 1939- apenas eran 210.000, de los cuales 170.000 perecieron en las cárceles y campos de concentración nazis.
Hitler iba alcanzando sus metas de forma inexorable, pero su impaciente carácter le impedía disfrutar de sus conquistas y aún no había terminado un proyecto cuando corría tras el siguiente. El 5 de noviembre de 1937, por la tarde, reunió discretamente en la Cancillería a sus jefes militares y a su ministro de Asuntos Exteriores. Al amplio despacho del Führer fueron llegando el jefe de la diplomacia alemana, Von Neurath; el ministro de la Guerra, Von Blomberg; el jefe del Estado Mayor del Ejército, Von Fritsch; el jefe de las Fuerzas Aéreas, recién ascendido al generalato, Goering; el jefe de la Marina, almirante Raeder, y el ayudante de Hitler para asuntos militares, coronel Hossbach. El Führer les exigió bajo juramento que guardasen secreto de lo que allí se iba a hablar y ordenó a su ayudante que redactara el acta de la reunión.
«Caballeros, […] el objetivo de la política exterior alemana debe ser primordialmente la seguridad del pueblo y su elevación moral y material. La cuestión del espacio vital es un problema de grandes proporciones, para cuya solución no queda otro camino que la fuerza.»
Hitler inició un monólogo que se prolongó durante tres horas y media, en cuyo transcurso fue afinando propósitos, plazos y teorías hasta poner ante su atónito auditorio un panorama aterrador. Había que reunir en la Gran Alemania a todos los alemanes, comenzando por los austriacos y siguiendo por los sudetes. Era imprescindible unificar el propio territorio alemán, partido por Dantzig y resultaba ineludible ensanchar las fronteras para permitir la expansión de la población alemana, lo que se haría, en un primer momento, a costa de Polonia. Todo eso ocurriría cuando Alemania hubiera terminado sus programas de rearme, entre 1943 y 1945, y antes de que Gran Bretaña y Francia hubiesen concluido los suyos.
Por otro lado -seguía elucubrando Hitler-, Gran Bretaña estaba demasiado ocupada con los problemas de su imperio como para desvelarse por lejanos asuntos centroeuropeos. Bastaría para calmar sus recelos un tratado que garantizase a Londres su imperio de ultramar y su dominio sobre los mares; incluso sería posible que los británicos, convenientemente compensados, no tuviesen inconveniente alguno en permitir que Alemania se hiciera con el control de Angola, que pertenecía al imperio colonial portugués. Francia tampoco sería un obstáculo; los franceses estaba demasiado divididos, muy preocupados por la Guerra Civil española y por la creciente amenaza mediterránea que significaba Italia.
En su interminable monólogo, Hitler fue concretando objetivos. Lo primero era afrontar las cuestiones austriaca y checoslovaca. Londres no intervendría. Para evitar que París se inmiscuyera habría que aprovechar cualquier problema interior francés o esperar que tuviese un contencioso con Italia. El pacto con Polonia podría servir como garantía de la neutralidad polaca. Hitler se animaba, sacando a sus silenciosos oyentes de la modorra en que les había sumido la perorata y, hacia las 23 h, todos se sintieron asombrosamente despiertos cuando el Führer concluyó que, dada la situación, el ataque contra Austria y Checoslovaquia debería adelantarse sobre cualquier previsión, es decir, tendría que ser inminente: «La fecha más indicada parece el verano de 1938.»
Invitados a formular preguntas o presentar reparos, Von Blomberg dudó de la capacidad de las fuerzas alemanas para forzar la frontera checa y aseguró que Francia, aun involucrada en un conflicto en el Mediterráneo, dispondría de tropas suficientes como para atacar Alemania desde el sur. A esta opinión se sumó Von Frisch, que valoró las fuerzas francesas en una superioridad de dos a uno sobre Alemania, con lo que Renania estaría a merced de Francia en caso de guerra. Hitler les escuchaba sombríamente, pese a lo cual el ministro de Asuntos Exteriores, Von Neurath, se atrevió a añadir que le parecía sumamente improbable una guerra franco-italiana a corto plazo.
Oídas estas opiniones contrarias, Hitler los despidió a todos con una doble decisión en su pensamiento: él lo veía con claridad, mientras los demás carecían de la suficiente perspectiva para analizar correctamente la situación. Era, sin embargo, intolerable que su ejército y su diplomacia estuvieran en manos de gentes que ni tenían la agudeza de sintonizar con su mente superior, ni la humildad de seguirle con fe ciega. Von Neurath, Von Blomberg y Von Fritsch acababan de ser sentenciados. El primero fue relevado de su puesto en febrero de 1938 y situado al frente de un organismo que no tuvo función alguna. Von Blomberg, que era viudo, se casó con una joven secretaria, contando con Hitler y Goering como testigos. La Gestapo averiguó que la joven esposa había ejercido la prostitución en los peores años de la crisis económica alemana y el ministro de la Guerra fue invitado a dimitir. Von Blomberg tenía poco apego al cargo, presentó su renuncia a Hitler y se fue de vacaciones a Italia con su esposa. Su comportamiento fue tan dócil y tan amable su despedida que el «leoncito de goma» se mereció una carta de recomendación del Führer para Benito Mussolini, con lo que tuvo unas vacaciones regias y, de regreso a Alemania, un retiro feliz. Más complicada fue la acusación de homosexualidad que sufrió Von Fritsch. Gestapo y SS rivalizaron en contratar testigos falsos y en amañar pruebas contra el jefe del Estado Mayor, que fue desposeído del cargo. En un largo juicio logró demostrar su inocencia, ridiculizando a sus acusadores y siendo readmitido en el ejército, en el que recibió el mando de un regimiento de artillería, hallando la muerte en combate durante la campaña de Polonia. El Ministerio de Exteriores pasó a manos de Joachim von Ribbentrop; el Estado mayor le fue entregado a Wilhelm Keitel (Lakeitel de Hitler, literalmente el «lacayo de Hitler», tal como se burlaban sus enemigos) y el Führer, imitando a Mussolini, se quedó con el Ministerio de la Guerra.
Hitler tenía ya todas las piezas en sus manos a mediados de febrero. Era, pues, el momento de iniciar las operaciones. Austria constituía la primera presa. El socialcristiano Schuschnigg, sucesor de Dollfuss, veía crecer la fuerza nazi en Austria, pese a todas las prohibiciones legales interpuestas por su Gobierno, al tiempo que disminuían los apoyos internacionales a Viena. Tras la firma, en 1936, del pacto italo-germano, Schuschnigg ya no podía contar con la amistad de Mussolini, tampoco suscitaba muchas simpatías en Francia y Gran Bretaña aceptaba la unión plebiscitaria de Austria al Reich alemán. Intentó, por tanto, formar una pequeña alianza con Checoslovaquia y Hungría, pero fracasó porque los checos también se sentían amenazados y preferían no provocar a Hitler, mientras que los húngaros se hallaban ya más cerca de Berlín que de Viena. Lo único que su ejército podía hacer era intentar algunas obras de fortificación en la frontera, pero apenas se habían comenzado cuando Schuschnigg fue citado por Hitler en Obersalzberg, el 12 de febrero de 1938, y en una conversación «de tú a tú» le trató con la brutalidad premeditada que nadie era capaz de practicar como él. Allí acorraló al canciller austriaco, le humilló, engañó y amenazó con la inmediata declaración de guerra e invasión hasta que consiguió que el desconcertado y aterrorizado Schuschnigg firmara un documento que, de hecho, significaba la incorporación de Austria al III Reich.
El canciller había firmado la legalización del NSDAP en Austria y la amnistía para sus miembros encarcelados, la inclusión en su Gobierno de tres ministros nazis (nada menos que Defensa, Economía e Interior, cartera esta última que tomó Arthur Seyss-Inquart, personaje destacado en el museo nazi de los horrores) y, para dulcificar la claudicación, un tratado económico con Alemania. Cuando Schuschnigg retornó a Viena y valoró las consecuencias de lo firmado trató de jugarse sus muy escasas posibilidades en un «órdago»: que los austriacos votaran en un plebiscito si querían su independencia o preferían la unión con Alemania. Nunca sabremos qué hubieran decidido los austriacos el 13 de marzo de 1938, porque la víspera las tropas alemanas penetraron en Austria sin hallar resistencia alguna. El día 13, señalado para el referéndum, Hitler entró en Austria justo por su pueblo natal, Braunau am Inn. Su fotógrafo, Hoffmann, narra el momento:
«En medio del puente, es decir, en la frontera austro-alemana, un oficial alemán esperaba. Unos niños, con ropas de fiesta, rodearon el coche del Führer y le ofrecieron flores […] Braunau se hallaba en el colmo de la excitación. Allí oímos decir por primera vez que las tropas alemanas habían pasado la frontera siendo acogidas por un entusiasmo delirante. Nos preguntábamos, sin encontrar respuesta, cómo la población había podido conseguir todas aquellas banderas con la esvástica, con las fotos de Hitler, con tantas pancartas cubiertas de eslóganes favorables a Alemania […] Las fotos no mienten: prueban sin discusión que, en 1938, la mayoría de la población austriaca estaba de parte de Hitler y deseaba el Anschluss (la anexión).
»Durante horas, los gritos de Heil! resonaron en mis oídos. Cada vez que el automóvil del Führer se detenía, las aclamaciones se convertían en un ciclón de alegría. Ya avanzada la tarde llegamos a Linz […] Aquella misma noche, Hitler se asomó al balcón de la Casa Consistorial, bajo el que se agolpaba una multitud vociferante. Todo Linz estaba allí.»
Hitler les lanzó un mensaje mesiánico desde aquel balcón:
«Si la Providencia me alejó en su día de esta ciudad para ser el dirigente del Reich, debió hacerlo para encomendarme una misión: restituir mi amada patria al Reich alemán. Yo he creído en esa misión; he vivido y luchado por ella y ahora la he cumplido.»
El siguiente paso eran los Sudetes, unos 2.800.000 checos de origen alemán que vivían en Bohemia. Entre ellos tenía sólida implantación el NSDAP, que dirigía Konrad Henlein, gracias al apoyo político y económico de Berlín. En la primavera de 1938, la actividad subversiva y reivindicativa de los sudetes se convirtió en el primer problema de Checoslovaquia, junto con la amenaza cada vez más clara e inminente que llegaba desde Alemania. El 30 de mayo Hitler distribuía la siguiente consigna entre sus mandos militares: «Es mi decisión definitiva aplastar Checoslovaquia en un futuro inmediato.» La campaña antichecoslovaca llegó en Alemania a todo tipo de falsedades que acusaban a los checos de vejaciones, latrocinios y asesinatos contra la minoría alemana, la mayoría de los cuales sólo existió en la mente de Goebbels y sus satélites. Ante la alarmante situación, el primer ministro británico, Chamberlain, solicitó una entrevista a Hitler para «buscar una solución pacífica».
Hitler recibió a Chamberlain el 15 de septiembre de 1938 en su casa de Berchtesgaden, que desde hacía poco tiempo se denominaba Berghof Como siempre ocurría, Hitler habló durante casi tres horas, en las que contó a su interlocutor todo el Mein Kampf y los múltiples derechos que le asistían para emplear la fuerza contra Checoslovaquia. Chamberlain le escuchó cortésmente, apenas interrumpiéndole con media docena de frases, aunque cada vez se sentía más alarmado. Al final, sin embargo, no pudo contenerse y le espetó a Hitler:
«Si le he comprendido bien, está usted dispuesto a atacar Checoslovaquia pase lo que pase. Si esto es así, ¿por qué me ha hecho venir hasta Berchtesgaden? En esta situación, lo mejor es que me vaya inmediatamente. Todo esto es inútil.»
Hitler se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Pese a su cortesía, tolerancia y pacifismo, Chamberlain no era el canciller austriaco. El Führer dio marcha atrás, cambiando el terreno de la discusión, y propuso al premier británico que tratasen el contencioso de los Sudetes a la luz del principio de autodeterminación. Chamberlain le replicó que ante ese giro del problema debería consultar la situación con su gabinete, por lo que deseaba volver inmediatamente a Londres. «Después podremos reanudar esta conversación», terminó el británico y, según el intérprete de Hitler, Paul Schmidt, que asistió a la entrevista, le sobró la última frase. Hitler se fue poniendo lívido, conforme hablaba Chamberlain, suponiendo que Gran Bretaña iba a oponerse a Alemania, pero cuando el premier dejó abierta la puerta del diálogo, advirtió que le tenía en su terreno. Efectivamente, en Londres no había oposición alguna a un plebiscito de autodeterminación ni a una ocupación alemana de los Sudetes. París, ligada a Praga por un tratado de defensa mutua, no quería la guerra a ningún precio; por tanto, los Sudetes se convertían en el precio de la paz. Comprendían, sin embargo, tanto en Londres como en París, que la evacuación checa de los Sudetes debería ser ordenada y por etapas y que, al finalizar, deberían garantizar la frágil frontera desarmada entre Alemania y la Checoslovaquia resultante de esa nueva situación.
Chamberlain viajó nuevamente a Alemania y se entrevistó con Hitler en Godesberg el 22 de septiembre, presentándole el plan escalonado de evacuación checa de los Sudetes. El ingenuo premier, que se consideraba un paladín de la paz y que creía estar salvando a Europa de la guerra, no pudo contener su asombro y, al final, su indignación cuando Hitler, en un ataque de ira, le dijo que aquellos planes hubieran estado bien quince días antes, pero que ante los nuevos acontecimientos en Checoslovaquia, lo máximo que podía conceder era dos días. El británico le replicó que su país se había comprometido a patrocinar un plan escalonado y que, ni como político ni como hombre, estaba dispuesto a faltar a su palabra. Entró entonces Hitler en uno de aquellos formidables ataques de ira en los que -según testigos presenciales- temblaba de pies a cabeza, se le desorbitaban los ojos, echaba espumarajos por la boca, agitaba espasmódicamente los puños golpeando cuanto hallaba cerca de sí e, incluso, se tiraba al suelo, retorciéndose allí como una fiera, llegando alguna vez a morder las alfombras. En esta ocasión no llegó a tanto, pero al verle gesticular y gritar, Chamberlain regresó a su hotel.
Al día siguiente, tras arduas negociaciones en las que el Führer chalaneó tanto con Checoslovaquia como con el ego del primer ministro, Hitler concedió para la evacuación hasta el 1 de octubre e hizo feliz al ingenuo británico asegurándole que sólo por él hacía concesión tan extraordinaria, lo que le convertía en el salvador de la paz en Europa. Chamberlain regresó a Londres y trató, con el apoyo de Francia, de convencer al presidente de Checoslovaquia, Edouard Benes, de que cediera. Abandonada por todos, Praga se rindió. El 29 de septiembre se reunió en Munich una cumbre a la que asistieron Hitler, Mussolini por Italia, Chamberlain por el Reino Unido, Daladier por Francia y un representante del Gobierno checo. Hitler llevó la voz cantante, Mussolini apenas intervino, Chamberlain y Daladier sólo pusieron reparos a cuestiones de matiz y al checo no se le permitió hablar. Los acuerdos que desmembraban Checoslovaquia, más aún, que la desintegrarían y la entregarían al Führer, se firmaron ya en la madrugada del 30 de septiembre, aunque llevan la fecha del 29. Daladier regresó a Francia con aquel documento que ni garantizaba la independencia del resto de Checoslovaquia ni mantenía la paz en Europa, por lo que le parecía papel mojado. Chamberlain, en el colmo de la ingenuidad, regresó como un triunfador a Gran Bretaña. A quien ponía en duda la eficacia de aquel documento, el premier le rebatía asegurándole que el propio Führer le había dicho que aquella era su última pretensión territorial.
Mientras tanto, las tropas alemanas entraban en los Sudetes el 1 de octubre de 1938 y ocuparon todo el territorio en diez días. Seis meses después, Checoslovaquia había desaparecido. En su destrucción Polonia y Hungría colaboraron con Alemania, mientras Eslovaquia se escindía bajo el liderazgo de monseñor Tiso, satélite de Berlín. El último acto de aquella «muerte anunciada» tuvo lugar el 14 de marzo de 1939 en la Cancillería del Reich. Allí estaba el anciano presidente de Checoslovaquia, Emil Hacha, sucesor de Benes, al que Hitler le exigió la soberanía de los restos de su país. Hoffmann, que realizó las fotografías de la entrevista, cuenta que el angustiado Hacha sufrió un desmayo:
«El presidente de Checoslovaquia se hallaba desplomado en un sillón, con la respiración jadeante y sufriendo un verdadero ataque de nervios. Morell [el médico de Hitler] le puso una inyección y no bien el viejo recuperó la serenidad, se reanudaron las negociaciones.»
Con el documento firmado en sus manos, Hitler se sentía ufano y feliz y bromeó con su médico: «¡Váyase al diablo con su maldita inyección…! ¡Sí que puede usted ufanarse! Reanimó usted tanto al viejo que por un momento temí que se negase a firmar.» Durante la noche de ese mismo día, la del 14 al 15 de marzo, las tropas alemanas ocuparon Praga y los centros neurálgicos del país, que se convertía en el protectorado de Bohemia-Moravia. El mismo día de la invasión, por la tarde, Hitler viajó a Praga para saborear las mieles de la victoria y el 16, por la mañana, presidió un desfile en las heladas calles de la capital.
Aquello le gustó tanto que el 23 de mayo de 1939 hacía lo propio en Memel, la vieja ciudad fortaleza de los caballeros teutónicos, que perteneció a Prusia Oriental hasta el final de la Gran Guerra. El Tratado de Versalles se la había adjudicado a Lituania, que resolvió devolvérsela a Hitler tras las amenazas de invasión desde el mar y el aire. Hitler se vio invencible. Sin disparar un solo tiro había recuperado el Sarre y Memel, remilitarizado Renania, anexionado Austria y los Sudetes y establecido un protectorado sobre Bohemia-Moravia. Por aquellos días, Mussolini se anexionaba Albania y la II República Española resultaba definitivamente derrotada, el 1 de abril de 1939, quedando España bajo una dictadura militar. La situación era tan inquietante en Europa que el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, dirigió a Hitler y a Mussolini un mensaje para que finalizaran su política agresiva y firmasen tratados que garantizasen la paz en Europa por veinte años, prometiendo, por su parte, acuerdos de libertad de comercio. El documento pedía, también, que no fueran atacados ni invadidos treinta países de Europa, Oriente Medio y norte de África. Hitler se ocupó de responder al presidente norteamericano el día 28 de abril en un discurso. Desarrolló todos los viejos argumentos históricos, las afrentas de Versalles, la sinrazón de países creados tras la Gran Guerra, la amenaza que representaban para Alemania, la inmensa tarea desarrollada por el NSDAP para sacar a Alemania del paro y la ruina, los generosos esfuerzos desplegados para evitar la guerra en Europa y resolver los contenciosos por medio de tratados… El cinismo, el maniqueísmo, la falsedad y el endiosamiento de Hitler fueron inconmensurables en aquel discurso, que terminaba así:
«He restaurado la unidad histórica de la nación alemana y lo he conseguido, señor Roosevelt, sin derramamiento de sangre y sin arrastrar a mi país y, por tanto, tampoco a los demás, a las miserias de la guerra. Yo, que era hace veintiún años un trabajador desconocido y un simple soldado, he conseguido todo esto gracias a mi propia energía, señor Roosevelt, y, por tanto, puedo pretender un lugar en la Historia, junto a aquellos hombres que han hecho lo máximo que puede pedirse en justicia a un solo individuo.»
Efectivamente, iba a pasar a la Historia. Hitler, que acababa de cumplir medio siglo, comenzaba a temer que la vejez le impidiera llevar a cabo sus proyectos de extenderse hacia el este a costa de Polonia y la Unión Soviética y, de paso, terminar con el comunismo. Tenía que darse prisa si quería tener finalizado su proyecto del «Reich milenario» antes de que los achaques de la ancianidad se lo impidieran. Tanta era la urgencia de Hitler que, al día siguiente de su discurso, reunió a un grupo de sus jefes militares más relevantes para comunicarles que la conquista de Polonia sería inmediata y que esta vez supondría seguramente la guerra porque ya no podía esperarse que Francia y Gran Bretaña se plegasen al chantaje, como había ocurrido con Checoslovaquia. Las notas tomadas por el ayudante de Hitler, el teniente coronel Schmundt, no dejan lugar a dudas. Hitler creía que esa vez se vería obligado a combatir contra Francia y el Reino Unido, pero creía tener la fórmula para vencerles:
«Lo principal es descargar sobre el enemigo un golpe decisivo desde el principio. No es cuestión de pararse a considerar tratados, de frenarse por cuestiones morales, por valoraciones sobre el bien o el mal.»
Y si el ejército se comenzaba a preparar, la diplomacia se le había adelantado, pues Von Ribbentrop estaba trabajando en la creación de un casus belli con Polonia desde el otoño anterior. El 24 de octubre de 1938, el ministro alemán de Asuntos Exteriores invitó a almorzar al embajador polaco, Josef Lipsky, en el Gran Hotel de Berchtesgaden. Joachim von Ribbentrop, hombre de mundo, buen conversador y experto en vinos, se mostró encantador durante toda la comida, tanto que el embajador polaco, que había acudido a la cita cargado de recelos, comenzó a relajarse a la hora de los postres. Fue entonces, como si acabara de hacer un formidable y casual descubrimiento, cuando el ministro alemán le espetó a su invitado un «plan definitivo» para terminar con los problemas germano-polacos. Varsovia renunciaría a Dantzig en favor de Alemania y permitiría al III Reich la construcción de carreteras y vías férreas, con derecho a extraterritorialidad, a través de la Pomerania polaca. Con el bocado de pastel atravesado en la garganta, Lipsky debió escuchar las generosas contrapartidas: ventajas económicas y de comunicaciones con el puerto de Dantzig y la prolongación durante veinticinco años del Pacto de no agresión firmado con Polonia en 1934 y vigente hasta 1944.
El embajador polaco comunicó a su ministro de Exteriores, Josef Beck, el contenido de tan indigesto almuerzo. Pese a la alarma del Gobierno de Varsovia, Beck dio a su embajador instrucciones para que considerase el asunto pura iniciativa de un diplomático poco experto, como era el caso de Von Ribbentrop, y de que dejara enfriar el asunto antes de dar una respuesta. Lipsky demoró una nueva entrevista con Von Ribbentrop hasta el 19 de noviembre. Le dijo que Polonia quería la paz y la colaboración con Alemania, pero necesitaba Dantzig y no lo cedería al Reich. Sin embargo, aunque resultara muy complicado de manejar, Varsovia estaba dispuesta a «sustituir las garantías y prerrogativas establecidas por la Sociedad de Naciones por un acuerdo bilateral polaco-alemán» que garantizase la existencia de la ciudad libre y los derechos de sus habitantes alemanes y polacos. Con maneras diplomáticas, Lipsky dejó claro que la incorporación violenta de Dantzig al III Reich conduciría inevitablemente a un conflicto. El ministro alemán se mostró cordial y relajado durante toda la entrevista, de modo que el embajador polaco se reafirmó en su idea de que, tal como había pensado, era un asunto del ministro, por lo que carecía de la gravedad que inicialmente había supuesto.
Durante cuatro meses, con algunos sobresaltos intermedios, se mantuvo la calma entre Berlín y Varsovia. Josef Beck fue recibido cortésmente por Hitler en Berchtesgaden y escuchó de labios del Führer su interés por una Polonia fuerte: «Las divisiones que Polonia mantiene en la frontera rusa ahorran a Alemania la correspondiente carga militar.» En enero de 1939, Von Ribbentrop visitó Varsovia y, aunque no se avanzó nada, se mantuvieron las relaciones correctas e, incluso, los gestos amistosos. El propio Hitler proclamaba en un discurso pronunciado el 30 de enero: «A lo largo de los revueltos meses del último año, la amistad germano-polaca se ha mostrado como un factor de estabilidad y pacificación en la vida política europea.»
Pero esos gestos apaciguadores sólo eran cortinas de humo empleadas por Hitler para tranquilizar a las potencias europeas mientras consumaba la ocupación de Bohemia-Moravia y la reincorporación de Memel al Reich. Cumplidos esos objetivos se precipitaron los acontecimientos. El 26 de marzo de 1939, Von Ribbentrop espetaba a Lipsky: «Toda agresión polaca contra Dantzig será considerada como una agresión contra el Reich.» Dos días después, en Varsovia, Beck comunicaba al embajador alemán, Von Moltke, que «toda intervención alemana para cambiar el statu quo de Dantzig será considerado como una agresión contra Polonia». El final de aquella entrevista fue así de gráfico:
Moltke: ¡Deseáis negociar a punta de bayoneta!
Beck: Ése es vuestro sistema.
¿En qué se basaba la firmeza polaca? Primordialmente, en sus alianzas, pues desde 1921 estaba vinculada a Francia con un acuerdo de defensa mutua. Existían, también, garantías británicas y conversaciones en curso para estrechar esos vínculos, que se mostraron el 31 de marzo a la opinión pública tras su aprobación en la Cámara de los Comunes:
«El Gobierno de su Majestad se consideraría inmediatamente obligado a apoyar a Polonia por todos los medios en el caso de que cualquier acción hiciera peligrar claramente la independencia polaca y el Gobierno polaco estimase de interés vital resistir con sus fuerzas nacionales.»
Pero Varsovia también confiaba en el poderío de su ejército. En aquellos momentos, los militares del mundo entero tenían por definitivas las lecciones de la Primera Guerra Mundial. Por eso el ejército polaco, aunque considerado inferior al alemán, se veía en condiciones de resistir incluso un año a la Wehrmacht. El poderío de las Fuerzas Armadas de Hitler causaría una sorpresa generalizada, pero la confianza de Polonia en sus soldados más que ignorante resultó ciega. Por ejemplo, Polonia daba en 1939 un valor casi definitivo a sus seis divisiones de caballería, arma que luego, durante la Segunda Guerra Mundial, emplearían sólo los italianos en contadas ocasiones y los soviéticos en labores de persecución.
Berlín despreciaba los argumentos polacos. Estaba dispuesto a afrontar la guerra, aunque hubiera preferido triunfos más fáciles, como el de Checoslovaquia. En cuanto a sus posibilidades militares, los alemanes se sabían muy superiores. Tenían una ventaja de 4 a 1 en infantería (1.600.000 soldados frente a 400.000), de 6 a 1 en medios acorazados (2.500 carros de combate frente a 400, que eran, además, anticuados y más pequeños) y de 5 a 1 en aviación (2.500 a 500, también inferiores en armamento y velocidad).
Había algo que sí inquietaba a los alemanes y era la Unión Soviética. Hitler aún recordaba la pesadilla que había supuesto para Alemania combatir en dos frentes durante la Gran Guerra. Por eso, desde enero, cuando vio que los polacos no cederían «por las buenas» en la cuestión de Dantzig, ordenó a Von Ribbentrop que abriera negociaciones con Moscú. El asunto no era fácil. El ministro de Exteriores soviético, Litvinov, estaba a punto de abandonar el cargo el 3 de mayo, en el que sería relevado por Molotov. El nuevo ministro debía debutar con la negociación de un pacto tripartito Moscú-París-Londres, que hubiera maniatado a Berlín de haber llegado a buen puerto. Pero la diplomacia nazi se movió con mayor rapidez: el 20 de mayo de 1939 Molotov recibió en su despacho al embajador alemán, Friedrich Werner von der Schulenburg, para tratar sobre un acuerdo económico entre ambos países. Molotov, apenas iniciada la conversación, dejó claro que no habría acuerdo si antes no existían «bases políticas» firmes entre Moscú y Berlín. El diplomático alemán no consiguió en esa entrevista que el ministro soviético le definiera lo que entendía por «bases políticas», pero Hitler y Von Ribbentrop advirtieron que se les estaba brindando una oportunidad única.
En los dos meses siguientes, mientras el acuerdo tripartito URSS-Reino Unido-Francia se atascaba por las continuas reticencias soviéticas, el embajador alemán en Moscú fue recibido al menos en cinco ocasiones por Molotov. Simultáneamente, el encargado de negocios soviético en Berlín se entrevistó cuatro veces con Von Ribbentrop o con sus colaboradores. En una de las entrevistas, el 3 de agosto, se abordó abiertamente el reparto del Báltico y de Polonia entre Alemania y la Unión Soviética. Estaba claro que Stalin prefería aliarse con Berlín y renunciar a Londres y París. Las ventajas eran, de momento, indudables: ganancias territoriales y colaboración económica, industrial y tecnológica con Hitler o guerra contra él. A partir de ese momento, la negociación progresó con rapidez. El 14 de agosto Von Ribbentrop enviaba a Molotov un telegrama en el que acusaba a Gran Bretaña y Francia de querer enfrentar a alemanes y soviéticos en una guerra. Para conjurar esas insidias, sugería la conveniencia de concertar un acuerdo germano-soviético y a fin de concretar la idea pidió ser recibido en Moscú. Tan buena era la predisposición de unos y otros que el día 20 del mismo mes se firmó el tratado comercial y el 23, en presencia de un Stalin sonriente, Molotov y Von Ribbentrop firmaron un Tratado de No Agresión que tenía un protocolo secreto, por el cual ambos firmantes se repartían los países bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) y Polonia.
Europa quedó helada ante la noticia. París y Londres se dieron cuenta de que la guerra era inminente y de que Polonia estaba perdida. En una reunión urgente del Comité de Defensa Nacional francés con el presidente del Consejo, Daladier, se decidió mantener los compromisos militares con Polonia, en vista de que se esperaba la resistencia de los polacos al menos hasta la primavera y que, entre tanto, franceses y británicos habrían tenido tiempo de prepararse para repeler cualquier ataque alemán. Londres, por su lado, firmó en Varsovia el día 25 de agosto un pacto de ayuda mutua en el caso de que cualquiera de los dos países sufriera un ataque extranjero. Berlín no esperaba ese golpe y lo encajó mal. Hoffmann, el fotógrafo y amigo del Führer, cuenta esta escena:
«Estaba yo en la Cancillería y vi a Hitler después de que le dejara Von Ribbentrop (que acababa de darle la noticia). Se desplomó sobre una silla, absorto en sus pensamientos, con una expresión de duda y de confusión en el rostro. Hizo con la mano un gesto bastante patético de renunciamiento, acompañándolo de estas extrañas palabras: "De todo esto debemos dar gracias a los expertos en Asuntos Exteriores, es decir, a esos locos".»
Hitler había dado ya la orden de ataque para el 26 de agosto y aplazó la invasión in extremis. La contraorden no llegó a tiempo a algunas unidades, que se empeñaron en fuertes combates, calificados inmediatamente como incidentes fronterizos y que la propaganda de Goebbels convirtió en provocaciones polacas. Mussolini quedó helado ante la noticia del acuerdo anglo-polaco. Ciano, ministro italiano de Exteriores, hizo saber a Von Ribbentrop que «Italia no estaba preparada para la guerra». Aquel crítico 25 de agosto, el embajador francés en Berlín entregó a Von Ribbentrop un mensaje de su Gobierno advirtiendo con toda claridad y precisión a Alemania que un ataque contra Polonia significaría la guerra. Gran Bretaña hacía lo propio al día siguiente. Esta advertencia preocupó tanto a Hitler que trató de desvincular a los británicos de la guerra que ya tenía decidida, garantizándoles su imperio y todo tipo de ventajas económico-comerciales. La respuesta británica le llegó el 28 de agosto, rechazando el cambalache, pero ofreciéndose a mediar en el problema. Hitler aceptó la oferta: pidió un negociador plenipotenciario polaco antes de que terminase el día 30. Sin duda, el Führer vio la posibilidad de un nuevo Munich, obteniendo Dantzig y las deseadas comunicaciones sin disparar un tiro, aparte de los que ya se habían disparado en la frontera. Tiempo habría para apretar nuevamente las clavijas a los polacos. Pero si Varsovia no enviaba a su representante plenipotenciario o si éste no aceptaba las exigencias alemanas, Berlín tendría el pretexto de que los polacos habían boicoteado la negociación. ¿Bastaría eso para frenar a los aliados de Polonia? Había, al menos, una posibilidad.
Pero mientras se jugaban las últimas cartas diplomáticas, la Wehrmacht había recibido la orden de atacar Polonia el día 1 de septiembre. El 30 de agosto no llegó a Berlín ningún representante plenipotenciario de Polonia, ante la desesperación del embajador británico en Alemania, Neville Henderson, y es que Varsovia, con las lecciones del pasado próximo bien aprendidas, sabía que no existía posibilidad alguna de acuerdo. Beck lo expresó con contundencia al embajador británico en Varsovia: la alternativa era capitular o combatir. Los polacos eligieron lo segundo, aunque a última hora y presionados por Londres, hicieron una tímida tentativa de abrir nuevas negociaciones. Al caer la tarde del 31 de agosto, el embajador Lipsky acudió al despacho de Von Ribbentrop para comunicarle que su país deseaba entablar negociaciones con Alemania. Von Ribbentrop, frío y cortante, le preguntó:
– Tiene usted poderes plenipotenciarios para empezar ya a negociar?
– No -replicó el polaco.
– Entonces, señor embajador, es inútil hablar. Le ruego que se retire.
Doce horas después, en la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, las tropas de la Wehrmacht atacaban Polonia en tres direcciones. Esa misma madrugada, los alemanes penetraban en Dantzig. El mismo día, Londres y París movilizaban sus fuerzas y pedían a Berlín que suspendiera inmediatamente todas las operaciones y se retirase a su territorio, pues, de lo contrario, «cumplirían sin vacilaciones sus compromisos con Polonia». Hitler no retrocedió y el domingo 3 de septiembre, a las 9 h, el intérprete Paul Schmidt recibió de manos del embajador británico en Berlín, Neville Henderson, el siguiente ultimátum: «Si el Gobierno de Su Majestad no ha recibido garantías satisfactorias del cese de toda agresión contra Polonia y de la retirada de las tropas alemanas de dicho país a las 11 del horario británico de verano, existirá desde dicha hora el estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania.» Apenas quince minutos más tarde Schmidt penetraba en el despacho de Hitler, que se hallaba acompañado de Von Ribbentrop. Leyó el telegrama en medio de un profundo silencio, que se prolongó durante unos segundos después de finalizar la lectura. Luego Hitler, con voz colérica, se dirigió a Von Ribbentrop y le apostrofó: «¿Y ahora, qué?»
Schmidt narra en sus memorias que se encontró con Goebbels a la salida del despacho y le informó del ultimátum. El ministro de Propaganda bajó la cabeza, incapaz de articular palabra. Más expresivo fue Goering, que aún trataba de entablar una negociación por medio de sus buenas relaciones suecas; cuando le informaron por teléfono del ultimátum británico hundió su cabeza entre las manos y murmuró: «Si perdemos esta guerra, que Dios tenga piedad de nosotros.» Esa misma mañana, el embajador francés, Coulondre, entregó el ultimátum de su Gobierno. Estaba redactado en similares términos al británico, sólo que posponía la entrada en guerra hasta las 17 h del mismo 3 de septiembre de 1939. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.
¡Qué diferentes fueron aquellos días de septiembre de 1939 a los de este horroroso abril de 1945! Hitler, sentado aún en su despacho del búnker, recordaba hasta los mínimos detalles el tren de mando Amerika al que subiera a última hora de la tarde del día 3 de septiembre para seguir desde cerca -parado en una insignificante estación férrea de Pomerania- la marcha de la campaña de Polonia. No es que en aquellos primeros compases de la guerra no hubiera problemas; existían y eran gravísimos: si Francia hubiera atacado el flanco alemán del sur con las 110 divisiones que allí tenía concentradas «hubiera hecho picadillo» al ejército germano, cuyos efectivos teóricos eran cuatro veces inferiores y, en realidad, ascendían tan sólo a 12 divisiones en situación de combatir, cuya misión era nada menos que defender un frente de 50 km. En suma, poco más que una vigilancia aduanera. Sin embargo, no atacaron y le permitieron conquistar Polonia y, luego, reforzar convenientemente su frente sur. Hitler rememoraba los éxitos del pasado, el espanto que había logrado sembrar tanto en Londres como en París, hasta el punto de haberles tenido a la defensiva durante ocho meses, paralizando a ejércitos teóricamente muy superiores.
Repentinamente, un rictus amargo se dibujó en su boca: ¡todo había cambiado! ¿Dónde estaba ya el tren Amerika en el que había vivido durante tres victoriosas semanas?¿Dónde los umbríos pinares de Pomerania que impregnaban de olor a resina las tardes secas y largas del final del verano del 39?¿Dónde los altos y disciplinados hombres de las SS que vigilaban el convoy, con sus cascos y armas relucientes?¿Dónde estaban Jodl y Keitel, sus dóciles escuderos militares, pulcros y sonrientes?¿Dónde sus ayudantes Schmundt, Von Vormann, Rommel, comandante de su cuartel general, o Halder, su jefe de Estado Mayor?¿Dónde sus mariscales, rayos de la guerra que hicieron temblar Europa, Von Brauchitsch, Von Rundstedt, List, Von Reichenau, Blaskovitz, Von Kluge, Von Bock, Von Küchler? Muertos, desaparecidos, marginados, encarcelados o derrotados. En aquella lúgubre tarde del 29 de abril de 1945, sólo luto y ruinas quedaban de todo ello y ahora le tocaba a él. Alguien llamó entonces a la puerta del despacho: el doctor Haase, sustituto del doctor Morell que, enfermo, había abandonado el búnker una semana antes. Le había mandado venir porque quería asegurarse de la eficacia de los venenos que tenían para suicidarse, caso de elegir ese sistema. Como los había enviado Himmler, cabía la posibilidad de que fueran falsos. Aquel traidor que, pese a su ridículo aspecto, había salido de la nada gracias a su ayuda. ¡Miserable! Le había entregado las SS, la policía, la Gestapo, las prisiones, los campos de concentración, el Ministerio del Interior, incluso le había dado la jefatura del ejército en las primeras semanas de 1945, donde mostró claramente su ineptitud. Todo lo hubiera esperado de él menos la traición, menos que negociara a sus espaldas la rendición de Alemania. El doctor Haase aguardaba.
«Creo que habría que comprobar la eficacia de los venenos. ¿Qué se le ocurre a usted?»
Haase meditaba, angustiado, una respuesta conveniente. Los únicos seres vivos que había en el búnker eran humanos. En su ayuda acudió el propio Hitler.
«Podría usted probar su eficacia con mi perra Blondi. No podemos dejar vivo al pobre animal.»
El doctor Haase respiró aliviado. Nunca se le hubiera ocurrido sugerir el envenenamiento de Blondi, la perra preferida del Führer, que, además, acababa de tener cachorros. Regresó a la enfermería, tomó una jeringuilla y extrajo unos milímetros cúbicos del líquido letal. Luego caminó hasta el fondo del pasillo donde, en una minúscula habitación contigua a los cuartos de baño, habitaba la mimada Blondi, que cuidaba amorosamente de su carnada de cachorros. Haase acarició al animal y luego le suministró el veneno. La perra expiró sin un lamento, mientras sus cachorros aún se afanaban en torno a sus mamas. Haase regresó al despacho de Hitler.
«Mi Führer, el veneno es muy activo. La muerte de Blondi ha sido casi instantánea.»
Hitler acompañó al médico hasta la habitación de la perra, a la que miró con cara compungida. Llamó a su ayudante personal, el coronel de las SS Otto Günsche, un gigante rubio con cara más perruna que la propia Blondi, y le ordenó que enterrase a la perra y a sus cachorros junto a ella. Günsche metió a los cachorros y el cadáver de Blondi en una caja de cartón, salió al jardín de la Cancillería y allí cavó un agujero donde arrojó a los perros, a los que mató a tiros de pistola. Luego los cubrió de tierra apresuradamente, porque la artillería soviética, que se había concedido un respiro, volvía a disparar y sus granadas caían sobre el sector de la Cancillería.
La eliminación de Blondi debió ser la anteúltima renuncia para Hitler que, según las declaraciones de la enfermera Erna Flegel y de su secretaria, Traudl Junge, se pasaba las horas muertas en el búnker jugando con su perra. Más aún, Erna Flegel declaró a los agentes norteamericanos, que la interrogaron en 1945, que Eva Braun de lo único que se quejaba antes de suicidarse era del envenenamiento de la perra.