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Capítulo V

EL OCASO DE LOS DIOSES

El búnker inició su peculiar vibración, que Hitler aceptó resignadamente mientras convocaba una reunión de su gabinete de guerra. Las noticias eran escasas y malas: la batalla de Berlín se libraba con singular denuedo por ambas partes, pero los alemanes eran cada vez menos y tenían crecientes dificultades para encontrar municiones. Los soldados soviéticos avanzaban ya por la Wilhelmstrasse y se encontraban cerca del Ministerio del Aire, defendido por soldados de la Luftwaffe. Pronto la Cancillería estaría en primera línea. De los ejércitos de socorro no se sabía nada. A las 19.52 h del 29 de abril, el Führer ordenó que se comunicasen con Jodl, proponiéndole cinco preguntas que debería responder con la máxima urgencia:

«1) ¿Dónde están las vanguardias de Wenck? 2) ¿Cuándo atacarán? 3) ¿Dónde está el 9.° Ejército? 4) ¿En qué dirección avanza el 9.° Ejército? 5) ¿Dónde están las vanguardias de Holste?»

Esperaron una respuesta en vano. Hitler, pálido y deprimido, era la viva representación de la derrota. Ejércitos de juguete mandados por generales de plomo. Eso era todo lo que le quedaba. El único que allí seguía teniendo coraje era Bormann, que una hora después enviaba un nuevo mensaje pretendidamente enérgico al almirante Doenitz:

«Tenemos la impresión cada vez más clara de que, durante largos días, las divisiones situadas en la zona de Berlín han estado perdiendo el tiempo, en vez de rescatar al Führer. Sólo recibimos información supervisada, mutilada o alterada por Teilhaus (Keitel). Sólo podemos mandar mensajes a través de Teilhaus. El Führer le ordena que disponga medidas inmediatas y enérgicas contra todos los traidores.»

Hitler echó una ojeada distraída al telegrama y se sonrió por dentro al leer el apodo del mariscal y al comprobar todo el odio y la sospecha que Bormann reservaba a su máximo asesor militar. ¡Qué tipo, Bormann! Por más que lo intentó no pudo recordar cuándo le había conocido, pero fue tarde pues no era un miembro de primera hora del NSDAP. Se lo había presentado Rudolf Hess, que le apreciaba como su brazo derecho por su infatigable energía y por su austeridad. Las rarezas de Hess le obligaron a contar cada vez más con Bormann, sobre todo después del estúpido vuelo a Inglaterra de su amigo e íntimo colaborador, en 1941. Bormann había ido escalando peldaños en el poder de manera discreta, pero infatigable, hasta hacerse con su Secretaría desde la que pudo intrigar contra todo el mundo. ¡Pobre Bormann!, tan fiel, tan eficaz, pero tan tosco, tan gris, tan falto de «talento artístico»… Cuando había logrado distanciar, por fin, a Goering, a Himmler y a Keitel ya de nada le podía servir.

Fue en esa angustiosa espera, hacia las 21 h del 29 de abril, cuando se tuvo noticia en el búnker de la muerte de Mussolini, ocurrida el día anterior. Según algunas fuentes, la información llegó de forma escueta por medio de un telegrama de teletipo; según otras, fue una emisora italiana la que, con todo lujo de detalles, informó de la muerte de Benito Mussolini y de su amante Claretta Petacci a manos de una cuadrilla de guerrilleros comunistas. La crónica radiofónica habría contado, también, que los cadáveres del Duce, de su amante y de media docena más de dirigentes fascistas colgaban cabeza abajo de la gasolinera de la Standard Oil en la plaza Loreto de Milán. La detallada información radiofónica parece harto improbable y resulta muy dudoso que Hitler conociera el escarnio del cadáver de su aliado del Eje. De cualquier forma, llegara o no a saber los macabros detalles, él y Eva Braun ya habían decidido que sus cuerpos fueran incinerados, de tal manera que no hubiera lugar a ningún tipo de exhibición envilecedora.

La muerte de Mussolini cayó como una losa sobre los reunidos en aquella desesperanzada conferencia militar. Carecían de información reciente sobre la marcha de las operaciones militares en Italia, pero la muerte del Duce era elocuente: la guerra en Italia había terminado. Berlín y poco más era cuanto seguía combatiendo; la resistencia tenía las horas contadas. Todos guardaban un silencio lleno de congoja y derrota, salvo Bormann, que aún parecía disponer de energía para continuar luchando. Poco después de las 22 h envió otro mensaje: «El Führer vive y dirige la defensa de Berlín.»

Pero el Führer ya nada dirigía y su muerte estaba programada. Hundido en el sillón recordaba con distante sabor agridulce sus relaciones con Mussolini. Le había temido y odiado cuando fue asesinado Dollfuss; había sentido un gran aprecio por él cuando le apoyó en Munich en la cuestión de los Sudetes; le habría estrangulado cuando se enteró de que tenía contactos con franceses y británicos al comienzo de la guerra; se sintió agradecido cuando, pese a lo anterior, se mantuvo fiel al Eje y no le creó una nueva preocupación, abriéndole un segundo frente; le indignó hasta el paroxismo la incapacidad italiana en la guerra de Grecia y del norte de África; se sintió conmovido cuando le echaron del poder y le encerraron en el Gran Sasso. Unas relaciones de amor-odio en cuyas vicisitudes él debía admitir gran parte de culpa. No le había informado del pacto con la Unión Soviética ni de la fecha de su ataque a Polonia, ni tampoco de los planes de la batalla de Francia. Claro que todo secreto era poco con aquellos italianos lenguaraces y fanfarrones, que hubieran cometido alguna indiscreción, arruinándole sus planes.

El pesado silencio de la habitación producía somnolencia. Hitler volvió al otoño de 1939, a su fulminante victoria sobre Polonia. Acarició maquinalmente su Cruz de Hierro, que se había puesto cuando comenzó la campaña de Polonia y que casi no se había quitado en cinco largos años. Cuando se rindió Varsovia, el 27 de septiembre de 1939, nadie podría negar que intentó llegar a un acuerdo con Gran Bretaña y Francia. El mundo entero era testigo de que trató de convocar una conferencia de paz y de evitar aquel conflicto mundial, pero británicos y franceses se empeñaron en defender Polonia, aquel país artificial cuyas fronteras se habían movido en todas las direcciones a lo largo de la Historia. ¿Con qué derecho habían otorgado un corredor, sobre suelo alemán, a los polacos? Pero él, sólo él, cambiando unos ridículos planes del Estado Mayor alemán que les hubieran llevado a un resultado similar al de la Gran Guerra, les derrotó en la ofensiva más brillante de las guerras modernas. Hindenburg -se lo habían contado- le había llamado alguna vez «el pequeño cabo bohemio»; sin embargo, él había conseguido en Francia «la mayor victoria que se había dado en la historia mundial» donde Hindenburg y Ludendorff habían fracasado estrepitosamente.

LOS DULCES DÍAS DE LA VICTORIA

La rápida victoria sobre Polonia, que inauguraba la Blitzkrieg o guerra relámpago, impresionó más a los franceses y a los británicos que a los alemanes. París y Londres, que tuvieron a su merced las fronteras alemanas del sur, asistieron hipnotizados a las maniobras alemanas en Polonia, con la única preocupación de fabricar más armas y reunir más hombres para conseguir una superioridad abrumadora sobre Hitler. Éste regresó a Berlín la víspera de la rendición de Varsovia, feliz por la victoria y preocupado por la reacción de sus enemigos. Lo que no podía esperarse el Führer fue la recepción que le aguardaba. Soñaba con recibimientos triunfales de epopeya germánica o con los desfiles victoriosos de los generales romanos. No hubo nada. Como nadie lo había organizado oficialmente, nadie espontáneamente se había brindado a entonar el ritorna vincitor. La victoria en Polonia no entusiasmó a los alemanes, angustiados desde el 3 de septiembre por la declaración de guerra franco-británica.

La misma opresión atenazó el ánimo del Führer. Varias veces durante ocho meses pospuso el ataque contra Francia porque su coraje se contraía ante el umbral de cada fecha. Vociferaba en sus mítines contra franceses y británicos, argumentaba en sus reuniones militares sobre la superioridad artillera, aérea y blindada de Alemania, pero no se decidía a atacar. Y esto por un motivo psicológico (el pánico a meterse en un atolladero como el de la Primera Guerra Mundial) y por una razón práctica (carecer de un plan de campaña que le satisficiera plenamente). Sin embargo, se daba cuenta de que cada día que pasaba disminuía su ventaja: Londres y París unidas disponían de mayor capacidad de reclutamiento e instrucción que Alemania y tenían, también, superior poder económico e industrial, de modo que, perdida la oportunidad de crearle a Hitler un doble frente, lo mejor para los aliados era posponer la guerra cuanto pudieran.

Se dio así un período, bautizado por la prensa como la Drôle de guerre («La guerra en broma») en la que ambos bandos iniciaron una frenética carrera de armamentos y de planes, ofensivos los de Berlín, defensivos los de París y Londres. Ese período, que va desde el otoño de 1939 a la primavera de 1940, no estuvo totalmente ocupado por una «guerra en broma», sino por una guerra caliente que, en numerosos aspectos, anunciaba lo que pasaría en los cinco años siguientes.

En el mar, Hitler comenzaba a sufrir sus primeros sinsabores con la flota de superficie -el «acorazado de bolsillo» Graf Spee fue volado por la tripulación ante Montevideo, al no poder burlar el cerco británico- y sus primeras alegrías con la flota de submarinos, que hundían varios navíos británicos, entre ellos el portaaviones Royal Oak. Sin embargo, la construcción de submarinos apenas compensaba las pérdidas sufridas por los mismos en esos meses. Así sería en adelante; la flota alemana de superficie no podría competir con la británica. La flota submarina del III Reich causaría graves quebraderos de cabeza a los aliados, pero sus pérdidas serían tan altas que la construcción de submarinos, cada vez más grandes y eficaces, iría siempre por detrás de las necesidades.

En tierra seguían los éxitos. Noruega se convirtió en una pieza a cobrar ambicionada por ambos bandos. Los británicos vieron la importancia de sus bases para acorralar navalmente a los alemanes. Éstos se dieron cuenta de que serían embotellados en el mar del Norte o, más aún, que Suecia -donde compraban buena parte del mineral de hierro que necesitaba su industria militar- podría ser presionada hasta el punto de suspender sus exportaciones a Alemania e, incluso, podría ser inducida a integrarse en el bando aliado si su vecina Noruega militaba en él. Los alemanes ganaron por la mano; sus tropas desembarcaron en Tromsö, Narvik, Trondheim, Bergen y Oslo y, además, ocuparon Dinamarca en abril de 1940. En ese mismo mes de abril, tropas anglo-francesas desembarcaron en Namsos y en Narvik, pero después de un mes de lucha los soldados aliados debieron ser reembarcados o se vieron obligados a la rendición. Hitler se apuntaba la segunda victoria de la guerra.

Todo ello no sería apenas nada comparado con la campaña de los Países Bajos y Francia. El Estado Mayor alemán tenía un proyecto de ataque a través de Holanda y Bélgica -el Plan Amarillo- que parecía un mal calco de Plan Schlieffen empleado por los alemanes en la Gran Guerra. Hitler lo detestaba, Guderian -el teórico alemán de la moderna guerra de carros- lo odiaba; Von Manstein -jefe del Estado Mayor del mariscal Rundstedt y quizá el más brillante táctico de la Segunda Guerra Mundial- lo creía un suicidio, pero los aliados trabajaban en su neutralización porque sus servicios de espionaje habían obtenido pruebas de los proyectos alemanes. Hitler sabía que no podía atacar la «Línea Maginot», fortificación francesa enfrentada al sur de Alemania que podría resultar inexpugnable, y estaba seguro -por amarga experiencia- de que un ataque por los campos de Flandes podría desembocar en una aterradora e interminable guerra de trincheras, como ocurriera en 1914-1918. Sólo había un tercer camino: entre ambas zonas se hallan las Ardenas, terreno accidentado, boscoso, con escasas y estrechas vías de comunicación, tenido como impracticable para grandes ejércitos con numerosa impedimenta. Ése era el punto flaco de los aliados y por ahí atacarían los alemanes, que distraerían a las principales fuerzas enemigas con el esperado ataque por Bélgica y Holanda. Claro que también en este último escenario bélico cabía la fantasía: se emplearían fuerzas de paracaidistas y planeadores tras las líneas belgas.

Paralelamente, Von Manstein convencía al mariscal Rundstedt de un plan similar, que Guderian aplaudía, asegurando que sus carros de combate podían atravesar las Ardenas si un gran ataque de distracción en los Países Bajos entretenía a los anglo-franceses. La coincidencia de las ideas de Hitler con las de Von Manstein daría lugar a un nuevo Plan Amarillo, con la variante Golpe de hoz. Los alemanes atacarían en Bélgica y atraerían hacia ese frente a las principales fuerzas enemigas, mientras tropas acorazadas atravesarían rápidamente las Ardenas y romperían el frente francés entre Sedán y Namur, girando inmediatamente hacia su derecha -«Golpe de hoz»- hasta alcanzar el mar en la zona de Calais, cercando al grueso de las tropas aliadas en Bélgica. Hoy parece sencillo y lógico, pero entonces era tan atrevido que el mariscal Von Brauchitsch, jefe de la Wehrmacht, se opuso rotundamente, y el Alto Mando Aliado desechó cualquier posibilidad de ataque serio en esa región, que fue guarnecida con las tropas de menos calidad.

Ése era el plan que decidiría la batalla de Francia y el destino de Europa durante los siguientes cinco años. Por lo que se refiere a los medios de combate, las cosas -al menos sobre el papel- estaban igualadas. Los aliados contaban con 137 divisiones de infantería, los alemanes con 136; las fuerzas acorazadas aliadas eran más numerosas e, incluso, disponían de carros mejores que los modelos pequeños de los alemanes; la aviación del III Reich era, sin embargo, más numerosa y sus aparatos, en general, mejores. Es decir, iban a chocar dos ejércitos parecidos en número y medios de combate, pero cuya diferencia cualitativa resultaba abismal: los alemanes estaban mejor mandados. Tenían una doctrina moderna y original sobre el empleo de los carros de combate y la colaboración de éstos con la fuerza aérea en las rupturas de los frentes. Habían adquirido práctica en la campaña de Polonia y analizado y corregido los defectos que allí se produjeron; poseían un plan de ataque sorprendente y osado. En el bando aliado había una concepción anticuada de la guerra: no se planteaba el empleo concentrado y autónomo de las fuerzas blindadas, sino que se usaban como apoyo de la infantería. Se desconocía la colaboración entre fuerzas blindadas y aéreas. El mando era disperso y el adiestramiento mediocre: la moral resultaba baja, después de ocho meses de inactividad en las trincheras, mientras el enemigo nazi conquistaba Polonia y sometía Noruega y Dinamarca.

El 10 de mayo comenzó el ataque alemán. La campaña se desarrolló casi con tanta perfección como si se hubiera tratado del montaje de un guión cinematográfico. El frente de las Ardenas estaba roto el 13 de mayo. El día 20, las fuerzas acorazadas de Kleist alcanzaban el Canal de la Mancha, copando en la zona de Dunkerque al grueso del ejército aliado. El día 28 capitularon los belgas. El 3 de junio las tropas aliadas se rindieron a los alemanes en Dunkerque. El ejército aliado sufrió en la batalla de Bélgica más de cien mil muertos, más de trescientos mil heridos y dejó en manos alemanas millón y medio de prisioneros, más un inmenso botín de guerra. La batalla de Francia, que se libraría entre el 5 y el 22 de junio, fue más dura para los alemanes que la fase anterior, pero el destino del país estaba escrito desde la derrota en los campos de Flandes. El 14 de junio, las primeras tropas alemanas penetraban en París mientras el Gobierno, refugiado en Burdeos, debatía en medio del marasmo general si rendirse o trasladarse a Argelia y continuar desde allí la guerra con la flota y las tropas que pudieran salvarse. Se impuso el criterio del mariscal Pétain: «La patria no se lleva en la suela de los zapatos.» Por tanto, había que quedarse en Francia, solicitar el alto el fuego y defender lo que se pudiera en el territorio metropolitano. El 17 de junio, Pétain se hacía cargo del Gobierno y solicitaba el armisticio, que se firmó el 22 de junio en el bosque de Compiègne.

La fulgurante campaña de seis semanas fue vivida por Hitler cerca del frente. Primero, en Münstereifel, Alemania, junto a la frontera belga; luego en Bruly-de-Pêche, Bélgica, al lado de la frontera francesa. Pasó esos cuarenta días bajo una tremenda tensión nerviosa, siempre creyendo que los franceses le estaban preparando una celada en la que caerían sus generales, víctimas de su apresuramiento. En las reuniones con sus asesores trataba de frenar los avances vertiginosos de sus fuerzas acorazadas, ordenando que los carros esperasen a la infantería. El 17 de mayo ordenó que las columnas acorazadas de Kleist frenaran su avance hacia el Canal. Guderian, que conducía el ataque, presentó su dimisión: el error de Hitler concedió un día de tregua a los aliados. El día 18 roció a Haider y a Brauchitsch con una andanada de improperios e insultos: la Wehrmacht estaba a punto de malograr la campaña. Halder consigna en su diario:

«El Führer está terriblemente nervioso. Asustado ante su propio éxito, teme aceptar algunos riesgos y prefiere frenar nuestras iniciativas […] Su visita al grupo de ejércitos B sólo ha producido turbación y duda.»

El 19 enloqueció cuando su Estado Mayor no pudo situar a cincuenta divisiones aliadas, a las que se creía atrapadas en Flandes. El día 20, sin embargo, estalló eufórico cuando le comunicaron que sus vanguardias acorazadas habían alcanzado el Canal; incluso se acordó de su ministro de la Guerra, calumniado y destituido dos años antes:

«No debo olvidar en este momento cuánto le debo al mariscal Von Blomberg. Sin su ayuda, la Wehrmacht nunca hubiera llegado a ser el magnífico instrumento que nos ha proporcionado la victoria.»

Esa euforia le lleva a ordenar, el día 24, que los carros de Guderian -que había recuperado su mando veinticuatro horas después de su dimisión- detengan su avance sobre Dunkerque, permitiendo que se concentrase allí medio millón de soldados aliados, que en gran parte pudo ser evacuado hacia las Islas Británicas. Cuando el día 26 cambió de parecer, sus tropas acorazadas tardaron horas en poder reanudar la marcha y hallaron una fuerte resistencia, dispuesta por los aliados en el respiro que Hitler les había regalado.

Durante el resto de la campaña, Hitler se sintió ya ganador de la guerra. Nombró al abogado austriaco Seyss-Inquart gobernador de Holanda, con la orden de remodelar el país según la mentalidad nacionalsocialista. Más fortuna tuvieron los belgas -cuya resistencia admiró a Hitler- que recibieron como gobernador al general Falkenhaussen, cuya moderada actuación terminó por hacerle caer en desgracia en 1944. La principal preocupación de Hitler hasta el armisticio fue redactar el documento de la capitulación francesa y la ceremonia que debía acompañarla. El 21 de junio llegó la delegación alemana al bosque de Compiègne, siendo recibida por la banda de un regimiento alemán al son del Deutschland über Alles. Allí, en un claro del bosque, estaba el vagón-restaurante en el que se firmara la capitulación alemana de la Primera Guerra Mundial: en él se rubricaría la capitulación francesa y Hitler ocuparía el sillón que el mariscal Foch había utilizado en aquella ocasión. Cuando llegaron los comisionados franceses -los generales Huntziger y Bergeret, el vicealmirante Le Luc y el diplomático Léon Nöel- la banda militar les atronó con el Deutschland über Alles. Entraron en el vagón y fueron recibidos con una leve y fría inclinación de cabeza por la delegación alemana -Hitler, Hess, Goering, Von Ribbentrop, el intérprete Paul Schmidt, los generales Keitel y Brauchitsch y el almirante Raeder-. Keitel leyó el prólogo de las condiciones de armisticio y el intérprete Schmidt lo tradujo al francés. Luego, Hitler se puso en pie, saludó brazo en alto y abandonó el vagón, sonando nuevamente el Deutschland über Alles cuando salió al aire libre. Los demás jerifaltes nazis le siguieron y para la lectura del resto del documento se quedaron solos Keitel y Schmidt con la delegación francesa, a la que no se quiso dar tiempo ni para considerar el contenido del documento. Finalmente, Keitel cedió a las demandas francesas y la firma se retrasó hasta las 18.50 h del 22 de junio. Concluida la ceremonia, el histórico vagón de ferrocarril fue trasladado a Berlín. Los demás recuerdos de la rendición alemana de 1918 fueron demolidos y sólo quedó en pie, por orden de Hitler, la estatua del mariscal Foch, que aún se conserva en Compiègne.

El armisticio entró en vigor el 25 de junio. El viernes, 28, a las 5.30 h de la madrugada, Hitler llegaba a París a bordo de un avión que aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget. Tres Mercedes blindados le recogieron junto con su séquito para trasladarles a la ciudad. En el primero viajaba el Führer, acompañado por los arquitectos Speer y Giessler, el escultor Breker y el ayudante Schmundt. La primera visita en París fue a la Ópera, edificio neo-barroco del arquitecto Gamier que entusiasmaba a Hitler: «¡Mi Ópera! Desde mi primera juventud he soñado con ver directamente este símbolo del genio arquitectónico francés.»

Ante sus acompañantes, el Führer hizo una exhibición de sus conocimientos sobre el edificio, su distribución y su historia, adquiridos en sus lecturas sobre los grandes templos de la ópera. Siguió luego la visita -siempre en automóvil, con apenas algunos minutos para ver de cerca algo que le interesara especialmente- por la ciudad que comenzaba a despertarse: los Campos Elíseos, la Madeleine, el Trocadero, la torre Eiffel. En ese punto se pararon y hay una famosa foto en la que Hitler, rodeado de militares, aparece paseando con la torre al fondo. Realmente, junto a los militares hay tres civiles a los que se ordenó vestir con ropas de la oficialidad alemana: son el escultor Breker, a la izquierda del Führer, y los arquitectos Speer y Giessler, a la derecha. También pasó por el Arco de Triunfo, el monumento al Soldado Desconocido y los Inválidos, donde permaneció unos minutos en silencio ante el sarcófago de Napoleón Bonaparte. Cuando salieron a la calle comentó al fotógrafo Hoffmann: «Ha sido el más bello momento de mi vida.» Sin embargo, apenas mostró interés por Nôtre-Dame, la Sainte-Chapelle o el Louvre. Curiosamente, se detuvo al pie del Sacré-Coeur, donde permaneció unos minutos, rodeado por sus guardaespaldas, mientras numerosas personas pasaban por allí camino de misa. Según Albert Speer, «fue reconocido por muchos fieles, que no le prestaron ninguna atención». Cuando, a las 9 h, dieron por finalizada la visita, Hitler le dijo a Speer: «Poder ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo expresar todo lo feliz que soy al ver cumplido hoy este deseo.» Nunca más regresó a la capital francesa, pero aquella misma noche le comunicó a su arquitecto que debía preparar los planos para hacer un nuevo Berlín, ante cuya grandiosidad palideciera la capital de Francia. Nunca podría ver cumplida esa megalomanía. La guerra que había desatado se tragaría todas las fuerzas y recursos del país y, finalmente, consumiría a la propia Alemania.

Hitler tenía, también, otros sueños aquellos días. Creía que el Reino Unido se avendría a firmar una paz con Alemania. Cuando perdió la esperanza cursó instrucciones para que el ejército de tierra preparara una campaña contra las Islas Británicas, «Operación León Marino», proyecto para el que precisaba una armada capaz de enfrentarse a la inglesa. Como eso no podía improvisarse, ordenó a su flota submarina que realizara los mayores esfuerzos para debilitar el poderío naval británico y a la Luftwaffe que atacara los puertos ingleses. En este punto -agosto de 1940-, se inició la llamada Batalla de Inglaterra. Los alemanes, que según Speer no mostraban entusiasmo alguno por las formidables victorias que estaban logrando sus soldados, comenzaron a tener buenas razones para temer el futuro.

Los ataques contra puertos, industrias, aeropuertos y ciudades británicas mostraron las primeras debilidades alemanas. Sus cazas no eran superiores a los británicos, sus bombarderos resultaban muy vulnerables ante la caza enemiga y su radio de acción era escaso para esas misiones; sus industrias eran impotentes para enjugar las pérdidas de aviones, sus escuelas de entrenamiento se mostraron demasiado limitadas para sustituir a los pilotos derribados sobre suelo enemigo y las destrucciones causadas por sus ataques resultaban mínimas en relación con los medios empleados. En resumen, Alemania perdió la Batalla de Inglaterra porque no consiguió adueñarse del cielo británico, ni eliminar a las Reales Fuerzas Aéreas (RAF), ni paralizar su industria, destruir sus puertos o interrumpir el tráfico marítimo entre las colonias y la metrópoli. Esa derrota, evidente ya en los últimos días de octubre, aunque aún registraría algunos coletazos, se plasma claramente al comparar las pérdidas británicas (julio-octubre de 1840): 915 aviones frente a los 1.733 alemanes. Con la RAF en condiciones de medirse a la Luftwaffe y una inferioridad naval manifiesta, Berlín debía renunciar al sueño de dominar las Islas. A finales de octubre, Hitler pospuso la «Operación León Marino» hasta la primavera de 1941.

EL DUEÑO DE EUROPA

Pero no tuvo Hitler mucho tiempo para dedicarse a Inglaterra en aquel otoño de 1940, uno de los más movidos de su vida. La victoria le había puesto en tal excitación nerviosa que cambiaba su cuartel general de un lugar a otro sin motivo aparente. Además, debió realizar numerosos viajes entre septiembre y noviembre, en los que urdió todo el sistema de alianzas alemanas para la guerra. El 27 de septiembre se firmó el pacto tripartito entre Alemania, Italia y Japón, lo que popularmente se llamó el Eje Berlín-Roma-Tokio. El 23 de octubre se entrevistó con Franco en Hendaya: Hitler deseaba que España entrara en guerra, pues le interesaba tomar Gibraltar y disponer de las islas Canarias como base, pero Madrid necesitaba tantas armas, combustible y alimentos que Berlín estimó demasiado cara aquella colaboración. Más aún, Franco pedía concesiones en Marruecos y el Führer, que al día siguiente iba a entrevistarse con Pétain, no podía ceder a ellas so pena de irritar al jefe del Estado francés. El 28 se reunía con Mussolini en Florencia; ese mismo día las tropas italianas atacaron Grecia.

Más importante todavía sería la visita de Molotov, ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, a Berlín el 12 de noviembre. Hitler deseaba ampliar los acuerdos de colaboración del Pacto germano-soviético de agosto de 1939. No pedía a Moscú que entrara en guerra junto con Alemania, pero sí que reafirmara los acuerdos e incrementara los suministros de materias primas, fundamentalmente de combustible. Molotov, que padeció las incursiones aéreas británicas sobre Berlín, no tenía nada claro que la victoria germana contra los británicos fuera tan inminente como le aseguraba Von Ribbentrop, de modo que sostuvo con obstinación las exigencias soviéticas: Finlandia, manos libres en los Balcanes, acceso al Mediterráneo por el mar Negro, suspensión de las garantías alemanas a Rumania y la firma de un pacto de no agresión con Bulgaria, que permitiera el establecimiento de bases soviéticas en aquel país. El Führer rechazaba todas y cada una de tales peticiones y, en cambio, le ofreció la posibilidad de ampliar el imperio soviético a costa de Persia e India, por donde la URSS podría alcanzar las aguas del Índico.

Desde luego, esto era tentador, pero Moscú sabía que Gran Bretaña y Estados Unidos estaban a punto de cerrar un acuerdo que, a la larga, involucraría a los norteamericanos en la guerra: el astuto Stalin se daba cuenta de que India y Persia serían regalos envenenados. Por tanto, le envió a Molotov instrucciones para que esperase la pretendida victoria alemana sobre Gran Bretaña y, de momento, obtuviera de Hitler las concesiones que había ido a buscar. El Führer comenzó a impacientarse, a considerar a Molotov como un insolente que no reconocía al nuevo dueño de Europa y a pensar que Stalin necesitaría una lección. Si desde siempre había sabido que tendría que combatir contra la URSS para exterminar el comunismo y ganar para Alemania el «espacio vital», ahora vislumbraba que el ataque estaba próximo. Si algo faltaba para decidirle, llegaron oportunas las indiscreciones de Molotov en una cena ofrecida a Von Ribbentrop en su embajada de Berlín: el ministro soviético precisó los intereses de la URSS en el Báltico, en Suecia y la posibilidad de negociar con Alemania la concesión de bases en Dinamarca.

Apenas Molotov abandonó Berlín, Hitler comenzó a hablar del ataque a la URSS. Raeder y Goering trataron de contenerle para que, primero, terminase con el problema británico. Es imposible saber si, al fin, hubieran hecho triunfar su buen sentido, pero lo cierto es que no tuvieron tiempo. A finales de noviembre, Stalin le hizo llegar un memorándum en el que aceptaba las propuestas alemanas para un reparto del imperio británico, pero también deseaba ver satisfechas sus restantes peticiones. Hitler no respondió y, mientras en Moscú suponían que se lo estaba pensando para iniciar un regateo, dictó su directiva número 21, fechada el 18 de diciembre de 1940:

«Las fuerzas armadas alemanas deben estar preparadas, incluso antes de que termine la guerra contra Inglaterra, para aplastar a la Rusia soviética en una rápida campaña […].»

Aunque no proponía una fecha concreta, decía en aquel documento secreto que los preparativos deberían haber concluido el 15 de mayo de 1941.

Pero mientras ocurrían estos trascendentales sucesos políticos, también hubo otros que requirieron su atención, como la incorporación de Hungría, Rumania y Eslovaquia al Pacto Tripartito o sus entrevistas con Boris de Bulgaria, Leopoldo de Bélgica, Serrano Súñer o el conde Ciano. En el campo militar, su mayor preocupación era la desastrosa marcha de las operaciones militares italianas en África y Grecia. En Libia, los italianos retrocedían ante los británicos, que en cuarenta días de lucha alcanzaron Sollum, recuperando cuanto el ejército de Mussolini había ganado en su ofensiva del final de verano. Aún peor estaban las cosas en Grecia, donde los italianos debían retirarse ante el contraataque heleno, o en el Mediterráneo, enseñoreado por la flota británica, que había causado graves pérdidas a la italiana. La situación comenzaba a ser preocupante para Alemania, que veía amenazado su flanco sur por los británicos, tanto que desplazó baterías antiaéreas para proteger los campos petrolíferos rumanos, su principal fuente de combustible.

El 4 de diciembre de 1940, el Führer, irritado por la ineficacia italiana, ordenó el envío de cuatro escuadrones de bombardeo en picado a Sicilia y sur de Italia para impedir la libertad de movimientos de la que gozaba la flota británica, aunque indicaba a Mussolini que precisaría recuperar esos aparatos antes de dos meses para emplearlos en otras misiones. El jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe, general Jeschonnek, escribía en su diario:

«Conversaciones entre el Führer y Milch (mariscal de la Luftwaffe) sobre la posibilidad de atacar las posesiones inglesas en el Mediterráneo. Esto constituye una necesidad debido a que el desastre italiano en Grecia está produciendo efectos psicológicos, además de las consiguientes desventajas militares: la actitud de España y África con nosotros comienza a ser vacilante.»

No menos hubiera debido preocupar a Hitler la Ley de Préstamos y Arriendos aprobada por Estados Unidos el 16 de diciembre, que equivalía a un ingente suministro de buques, armas, materias primas y alimentos al Reino Unido, antesala de la intervención norteamericana en la guerra. Pero, al concluir 1940, pese a sus preocupaciones, Hitler se sentía el hombre más poderoso del mundo. Nunca nadie, ni siquiera Napoleón, había dominado tan amplio espacio del continente europeo. Alemania se había anexionado Austria y ocupaba Noruega, Dinamarca, Polonia, Checoslovaquia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia, y contaba con la alianza de Italia, Hungría, Rumania y la amistad de España.

Pero el nuevo año aún le iba a endiosar más. En respuesta a las demandas de ayuda formuladas por Mussolini, Hitler decidió enviar al norte de África algunas fuerzas con la misión de evitar el desplome italiano. Así se formó un pequeño ejército especializado en la lucha en el desierto, denominado Afrika Korps y mandado por un general recién ascendido, que había mostrado iniciativa y dotes de mando al frente de una división blindada en la campaña de Francia, Erwin Rommel. Con apenas una división y con los restos de las fuerzas italianas, Rommel comenzó su brillante campaña, ganando a los ingleses en dos semanas lo que éstos habían avanzado en dos meses. Pero el brillo de las campañas del desierto, en las que Rommel conquistó el bastón de mariscal, sólo fueron un espejismo que le costó muy caro a Hitler. Tras los éxitos iniciales en Libia, Rommel advirtió que la victoria dependía de los suministros que pudieran sostener su avance. El Führer, contra toda lógica militar y contra su inicial propósito de limitarse a entretener a los británicos en África y sostener a los italianos, comenzó a soñar con la conquista del Canal de Suez y con la ocupación de los campos petrolíferos de Irak e Irán, por lo que se embarcó en una carrera de suministros que resultaría siempre muy costosa y, a la larga, imposible de mantener. La flota británica causó enormes pérdidas a los transportes del Eje y todo aquel extraordinario esfuerzo sólo alcanzó para que Rommel llegara hasta El Alemein, donde sería derrotado (en septiembre-octubre de 1942) por Montgomery, la nueva estrella del generalato británico.

Lo más grave -aunque se están adelantando acontecimientos- fue que Italia y Alemania se vieron implicadas en una guerra de grandes dimensiones, para la que no estaban preparadas y en la que gastaron inmensos recursos humanos (casi medio millón de hombres), millares de aviones y carros de combate, más de diez mil cañones, más de cien mil vehículos y cientos de miles de toneladas de suministros y de buques perdidos. Pero este desastre llegaría un año después. En 1941, todavía Hitler podía soñar con la conquista del Próximo Oriente, golpeando al imperio británico donde más podía dolerle.

Más brillantes todavía fueron las campañas balcánicas. Hitler atacó Yugoslavia, que el 25 de marzo de 1941 se había unido al Eje pero, al día siguiente, un golpe militar arrojaba del poder al germanófilo regente Pablo y convertía en rey a Pedro II. Hitler hubiera podido ahorrarse esta guerra: el nuevo régimen yugoslavo se apresuró a buscar un nuevo tratado de no agresión con Alemania, pero el Führer sintió el cambio como una bofetada personal. «Barreré a conciencia los Balcanes», aseguró a quienes intentaron persuadirle de que lo mejor era no dispersar esfuerzos ante la inminencia del ataque contra la URSS, por lo que emitió su directiva número 25: «Yugoslavia, pese a sus protestas de lealtad, debe ser considerada desde este instante como país enemigo y aplastada con la máxima rapidez posible.» En menos de una semana, el Estado Mayor alemán preparó el ataque contra Yugoslavia, con el nombre en clave de «Operación Castigo». El 6 de abril comenzó el ataque alemán. Ese mismo día recibió Atenas la declaración del estado de guerra con el III Reich. El ataque de la Wehrmacht, «Operación Mabita», fue fulminante: el día 9 de abril entraban los alemanes en Salónica, el 13 en Belgrado, el 18 capitulaba el ejército yugoslavo, el 23 lo hacía el griego y el 26 los alemanes alcanzaban Corinto. Las fuerzas expedicionarias británicas abandonaban Grecia y el 20 de mayo los paracaidistas alemanes tomaban Creta.

Hitler estaba exultante. Nada podía oponerse a sus designios. Una sola frase bastará para explicar esta campaña: «¡Para el soldado alemán no hay imposibles!», decía en el Reichstag el 4 de mayo. Pero ese mes sufriría dos reveses de consecuencias importantes. El 10 de mayo, por la tarde, su amigo Rudolf Hess, segundo hombre en la sucesión del Führer tras Goering, se subió a un bimotor M-110, con el pretexto de probarlo, como venía haciendo desde meses atrás, y voló hasta Inglaterra. Nunca se ha logrado aclarar totalmente la misión de Hess, un hombre que en los últimos tiempos parecía un tanto desequilibrado. La versión más admitida es que, gran simpatizante de Gran Bretaña, confió en que sería bien recibido en Londres, donde podría convencer al Gobierno británico de que cesara en sus hostilidades contra Alemania y que ambos países combatieran juntos contra el comunismo. Ya fuese éste el verdadero motivo ya fuera otro, lo cierto es que Hitler enloqueció cuando supo la noticia: «¡Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Ha volado a Inglaterra!» Hitler pasó dos días como un león enjaulado, ora maldiciendo a su amigo, ora suponiéndole víctima de un secuestro o una conspiración, ora discutiendo con Goering, que apostaba por la incapacidad de Hess para llegar a Inglaterra. Hitler creía que su antiguo camarada y escribano del Mein Kampf estaba un tanto loco, pero que era un hombre inteligente y valeroso, capaz de las empresas más audaces.

Tras dos días de indecisión, para evitar cualquier posible daño político a su sistema de alianzas y para esquivar el ridículo, se ofreció una versión según la cual, Hess, en estado de alucinación a causa de un tratamiento médico, había despegado en un avión y se ignoraba su suerte. Hitler se sintió satisfecho con aquella solución y cuando se supo, finalmente, que Hess había llegado a Escocia, se burló de las predicciones de Goering y ensalzó la valía como piloto de Hess, lo cual mortificaba mucho al gordo Goering, que ya era incapaz de pilotar un avión, pese a haber sido un as de la primera aviación militar alemana. Sin embargo, a su abogado, Hans Frank, le dijo: «Por lo que se refiere a mí, ha muerto; cuando le encontremos, sea donde fuere, le ahorcaremos.» Frank comentó que nunca había visto tan afectado a Hitler desde el suicidio de Geli Raubal. La irritación del Führer fue remitiendo con el paso del tiempo y las pocas veces que se refirió luego a Hess fue para «resaltar lo mucho que le había estimado y que su comportamiento fue siempre recto y honesto, hasta que se desquició».

El segundo revés de mayo ocurrió en el mar. El día 22 zarpó de su base el acorazado Bismarck, acompañado del crucero Prinz Eugen. El día 24 aquella poderosa máquina de guerra fue interceptada por dos acorazados británicos. El Hood, la mejor unidad de la Royal Navy, fue hundido en menos de cinco minutos de lucha y el Prince of Wales resultó alcanzado y hubo de retirarse. Pero el buque alemán también quedó tocado y perdía combustible. Durante dos días fue seguido por cruceros británicos por medio del radar -adelanto técnico que Alemania desconocía-y al atardecer del día 26 fue localizado y atacado por aviones que lograron colocarle un torpedo en el timón. El Bismarck perdió el gobierno y comenzó a navegar en círculos, hasta que fue hundido el 27 de mayo por los numerosos buques británicos que lo perseguían. En el cuartel general de Hitler se había recibido con gran euforia la primera victoria del acorazado y, luego, se vivió con enorme angustia su persecución y agonía. Cuando llegó la noticia de su hundimiento, un ambiente fúnebre se apoderó del cuartel general instalado por entonces en Berghof. El enlace del Ministerio de Exteriores, embajador Walther Hewel, describió la tristeza reinante: «La melancolía del Führer no puede expresarse con palabras; tampoco su indignación contra los mandos de la Marina.» Prohibió que, en adelante, ninguna unidad de superficie se hiciera a la mar sin su consentimiento. Ésa fue una de sus muchas decisiones viscerales y erróneas en la guerra. El Bismarck había sucumbido combatiendo y sirviendo a los intereses alemanes, tras hundir un coloso de su misma clase y atrayendo al grueso de la Marina británica, que abandonó Creta a su suerte para lavar el honor británico en la mar. La absurda orden de Hitler convertiría al Tirpitz -unidad similar al Bismarck- en un inválido que jamás salió a la mar a combatir y que, peor todavía, hubo de ser defendido por numerosas baterías de los ataques aéreos británicos.

Uno de los motivos fundamentales en la equivocada política de Hitler hacia sus fuerzas navales de superficie fue el éxito que en 1940 y en los primeros meses de 1941 estaban consiguiendo sus submarinos. Más de un millar de barcos británicos, con un registro bruto superior a los cuatro millones de toneladas, había sido hundido o capturado por los tiburones que mandaba el vicealmirante Doenitz, pese a que nunca consiguió disponer de más de 40 ó 50 submarinos operativos, en vez de los 250 ó 300 que se habían previsto en los planes de 1939. Otra arma que estaba demostrando su formidable eficacia contra el tráfico mercante británico era la aviación, que con muy escasos medios destruyó en ese mismo lapso de tiempo medio millar de buques, con un registro superior al millón y medio de toneladas. De cualquier forma, al finalizar la primavera de 1940, los resultados de la guerra naval eran bastante decepcionantes para los alemanes: la Royal Navy imponía su dominio en el Mediterráneo y en el Atlántico y las pérdidas totales de la marina mercante británica -menos de ocho millones de toneladas en lo que iba de guerra- habían sido compensadas por la construcción de nuevos buques en los astilleros del Reino Unido y por las aportaciones de Estados Unidos. No sería en la mar donde los alemanes podrían ganar la guerra, pues los astilleros norteamericanos botaban anualmente seis millones de toneladas de buques.

Más costosa que la pérdida del gran acorazado Bismarck sería para Alemania su brillante victoria en Grecia, Yugoslavia y Creta. Allí derrochó la Wehrmacht ocho semanas preciosas, pues la «Operación Barbarroja» -el ataque contra la Unión Soviética-debiera haber comenzado el 1 de mayo. Allí perdieron los alemanes 12.000 hombres entre muertos y heridos, unos centenares de aviones, carros de combate y medios de transporte y miles de toneladas de munición y combustible. La ocupación de los Balcanes y la lucha contra las guerrillas yugoslavas y griegas requirió una fuerte presencia de la Wehrmacht, que mantuvo en esos países más de 150.000 hombres en 1941. Todos esos medios y esas fuerzas hubieran podido ser empleados dos meses después en la «Operación Barbarroja» pero, ensoberbecido por sus ininterrumpidas victorias, Hitler era incapaz de pensar en la posibilidad de una derrota ante la Unión Soviética, a la que creía mal armada y al borde de la desintegración.

LA VICTORIA CAMBIA DE BANDO

El 22 de junio de 1812 Napoleón Bonaparte declaró la guerra a Rusia y cuarenta y ocho horas más tarde inició la invasión. Otro 22 de junio, ciento treinta y nueve años después, sin previa declaración de guerra, Hitler atacó a la Unión Soviética. Hacia la 1.30 de la madrugada de ese día, el Führer y su comitiva llegaban al corazón de un bosque de Prusia Oriental, a unos 15 km de Rastenburg. Wolfsschanze («La guarida del lobo») era un campamento militar, rodeado de alambradas, casamatas, centinelas y compuesto por barracones, en general poco cómodos, que Hitler había ordenado levantar para dirigir desde allí la «Operación Barbarroja». Poco después, hacia las 2 de la madrugada, el embajador soviético en Berlín, Vladimir Dekanozov, recibía el aviso de que el ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, le esperaba en su despacho a las 4 de la madrugada. Al mismo tiempo, el embajador alemán en Moscú, Karl von Schulenburg, solicitaba ser recibido a aquella misma hora de la madrugada por el ministro soviético de Exteriores, Molotov. Con escasos segundos de diferencia, a las 4 de la madrugada del domingo 22 de junio de 1941, Von Ribbentrop y Von Schulenburg comunicaron, respectivamente, al embajador y al ministro soviético que Alemania declaraba la guerra a la Unión Soviética. Molotov quedó pasmado y sólo acertó a decir: «La guerra…, esto es la guerra. ¿Cree usted, señor embajador, que hemos merecido esto?»

A esa misma hora, la artillería alemana abría fuego contra las líneas soviéticas. Un capitán saltaba espantado de su catre de campaña y telefoneaba al Estado Mayor de su división, a 40 km de distancia:

– ¡Mi coronel, nos atacan los alemanes!

– ¡Eso es imposible! ¡Usted está borracho! ¡Váyase a dormir y déjeme en paz!

En Brest-Litovsk, donde se había firmado el armisticio germano-soviético de 1918, el general Blumentritt, jefe del Estado Mayor del IV Ejército alemán, anotaba: «Nuestra artillería estaba en acción y, tranquilo, el expreso Berlín-Moscú proseguía sin incidentes su larga marcha.» El asombro del general iría en aumento cuando su servicio de escuchas captaba el desconcierto reinante en las líneas soviéticas; una posición de primera línea telefoneaba a la jefatura de su división:

– ¡Los alemanes nos disparan! ¿Qué hacemos?

– ¿Pero es que estáis locos?¿Por qué no está cifrado vuestro mensaje?

Más grave todavía era lo de Stalin, que a esas horas dormía a pierna suelta en su dacha de Kúnksevo, a las afueras de Moscú. Molotov había intentado hablar con él por teléfono, pero el jefe de la guardia se negó a despertar al Secretario General. Finalmente, un grupo de generales se trasladó en automóvil hasta la casa e, impresionado por tantos galones, el oficial se avino a despertar al dictador soviético. Stalin quedó petrificado, pero quiso quitar importancia a lo que estaba ocurriendo:

– ¿Están seguros de que no es una provocación más?¿Creen que se trata de un ataque a gran escala?

– Por supuesto, camarada Secretario General, los alemanes nos atacan en tres puntos de nuestras fronteras: desde Prusia Oriental, desde Polonia y desde Rumania y las alarmas de nuestras tropas fronterizas indican que los frentes de la ofensiva alemana tienen más de 300 km. ¿Qué debemos ordenar a nuestras tropas?»

Stalin trató de valorar la situación. Si era una provocación, todo se resolvería con una queja diplomática; si, tal como le venían avisando desde hacía días, se trataba de una invasión, no adelantaría mucho dando órdenes precipitadas a aquellas horas. Quizá aún pudiera resolverse todo con una mediación diplomática.

– Ordenen a sus unidades que rechacen los ataques enemigos, pero no crucen la frontera alemana en ningún caso.

Increíblemente, la Unión Soviética había sido sorprendida. Increíblemente, porque Alemania y sus aliados iniciales -Finlandia, Hungría y Rumania- habían reunido en sus fronteras tres millones y medio de hombres, 7.200 cañones, 3.350 carros de combate y más de cien mil vehículos de todo tipo. A Moscú, aparte de los informes militares de concentraciones tan formidables en sus fronteras, llegaban los avisos de Washington y Londres, cuyos espías averiguaron la inminencia del ataque. Stalin había actuado con una absoluta falta de prudencia y el ataque le sumió en el mayor de los desconciertos, hasta el punto de que tuvo que ser Molotov quien anunciara, a mediodía del domingo, que «el fascismo traidor estaba invadiendo el solar patrio».

A esas horas, los soviéticos habían perdido 1.200 aviones, un diez por ciento aproximadamente de su aviación operativa, y al llegar la noche las columnas acorazadas alemanas del norte y del centro habían penetrado entre 65 y 90 km en territorio de la URSS. Seis días después, las principales líneas de avance alemanas se hallaban a más de 200 km del punto de partida. A la «Guarida del Lobo» llegaban estos éxitos magnificados. Hitler, que apenas tenía nada que hacer, salvo contemplar los mapas de la Unión Soviética y hacer cábalas sobre lo que podría resistir Stalin, se encontraba de un humor excelente. El día 27 de junio le confesó sonriendo a Von Ribbentrop: «Si hubiera tenido una ligera idea de la gigantesca concentración del Ejército Rojo, jamás hubiera tomado la decisión de atacar.» Realmente, Hitler seguía sin tener una idea clara de la importancia de su enemigo; sus generales, tampoco, aunque algunos comenzaban a enterarse.

Cuando comenzó el ataque alemán, el Ejército soviético se componía de cuatro millones y medio de hombres, con unos 21.000 vehículos blindados y no menos de 15.000 aviones. Esas cifras conferían a Stalin una ventaja inicial de un 20 por ciento en infantería, mientras la proporción de los carros soviéticos respecto a los alemanes era de 7 a 1 y la de aviones, de 5 a 1. La sorpresa, el mejor adiestramiento, la calidad de los mandos, la experiencia adquirida en veinte meses de lucha, la concepción de una nueva forma de hacer la guerra cambiaron, sin embargo, los parámetros originales. Rápidamente, los alemanes tuvieron ventaja numérica en infantería y se adueñaron del aire, derribando millares de anticuados aparatos soviéticos, cuyos pilotos estaban, generalmente, mal adiestrados y carecían de experiencia en el combate aéreo. Pero la reina de aquella guerra fue el arma acorazada. Desde el principio, los alemanes impusieron la fuerza, la coherencia y la velocidad de sus unidades blindadas, destruyendo millares de carros soviéticos, pequeños y anticuados. Pero descubrieron, asombrados, que Stalin tenía dos modelos -el T-34 y el KV-1- tan buenos o mejores que el «último grito» de la industria acorazada alemana, el Mark IV, espina dorsal de las divisiones Panzer durante cuatro años; afortunadamente para los alemanes, en el verano de 1941 la ventaja soviética en este tipo de carros era sólo de 3 a 1 (1.475 frente a 439), diferencia compensada sobradamente por el mejor empleo de los Panzer.

Mientras sus ejércitos avanzaban a un promedio diario de 32 km, Hitler seguía soñando ante el mapa de la URSS que colgaba de una de las paredes del comedor, suponiendo que, de un momento a otro, recibiría una petición de armisticio firmada por Stalin. El trabajo era poco, tal como escribe una de sus secretarias:

«Si me pregunto qué hago durante todo el día, la contundente respuesta es: absolutamente nada. Dormimos, comemos, bebemos, y dejamos que los demás nos hablen cuando la pereza nos impide hablar…»

La misma secretaria ofrece una clara idea de cómo se vivía en la «Guarida del Lobo», que en verano era bastante soportable, salvo por lo que a los mosquitos se refiere. El Führer se levantaba tarde, acudía a desayunar hacia las 10 h y se entretenía casi una hora comentando las novedades del campamento o las noticias sociales que llegaban de Berlín. Luego se retiraba a su oficina y recibía visitas, despachaba documentos o trazaba planes. A las 13 h había una conferencia informativa sobre la marcha de la guerra; en los grandes mapas de los diversos frentes avanzaban los alfileres de colores que mostraban el progreso de las unidades alemanas, mientras el coronel Schmundt enumeraba las formidables pérdidas enemigas y retiraba los alfileres que representaban a las divisiones soviéticas, conforme eran destruidas o capturadas. A continuación, el almuerzo, compuesto por apenas un potaje. Tras la sobremesa, el calor invitaba a dar una «cabezadita», que para algunos era una siesta reglamentaria, dado el hábito trasnochador de Hitler:

«Hacia las cinco de la tarde el Führer nos llama y nos atiborra de pasteles. ¡Merece sus felicitaciones quien más pasteles come! La hora del café se prolonga hasta las siete, incluso hasta más tarde. Después regresamos al comedor número 2 para cenar. Por fin, nos escabullimos para dar un paseo por los alrededores, hasta que el Führer nos convoca en su estudio, donde todas las noches se celebra una reunión, con café y más pasteles, a la que asisten sus íntimos colaboradores. Estas reuniones se prolongaban "hasta las tantas".»

Todo iba bien. Al concluir el 8 de julio, después de diecisiete días de acción, el jefe del Estado Mayor, general Haider, escribía que la Wehrmacht había puesto fuera de combate a 89 de las 164 divisiones que Stalin tenía en sus fronteras occidentales (disponía de un centenar más en su fachada asiática, en previsión de un ataque japonés); por tanto, ya sólo se les enfrentaban unas 75 divisiones, poco más de un millón de hombres; sus fuerzas acorazadas habían pasado de 29 a 9 divisiones; su aviación había desaparecido. Y, sin embargo, no se producía la rendición, ni la descomposición interior, ni el desplome militar. Los alemanes avanzaban con buen ritmo, pero hallando siempre resistencia y sufriendo bajas, más de treinta mil muertos y unos cien mil heridos en esos pocos días.

A mediados de julio, Hitler estaba perdiendo el buen humor, la paciencia y las ganas de tomar pasteles con sus secretarias. Tenía un enfado permanente con su servicio de espionaje (la Abwehr, mandada por el almirante Canaris), que ni había detectado la existencia de los formidables carros de combate soviéticos ni había acertado sobre las disponibilidades blindadas de la URSS: «El Führer dice que si hubiera conocido la existencia de los carros superpesados rusos, nunca hubiera iniciado esta guerra», escribía el 20 de julio un coronel del servicio de espionaje, que había constatado el fuerte nerviosismo existente en la «Guarida del Lobo». El 4 de agosto, Hitler se trasladó al sector central del frente a felicitar a sus tropas, que habían penetrado quinientos kilómetros dentro de la URSS. Al general Guderian, uno de sus mejores conductores de carros, le dijo: «Si hubiera sabido que las cifras de carros rusos que usted citaba en su obra eran auténticas, me lo hubiera pensado dos veces antes de atacar» (en 1937, Guderian hablaba de más de diez mil blindados soviéticos). A comienzos de agosto, la contabilidad alemana aseguraba que habían causado al enemigo más de 700.000 muertos y heridos y le habían capturado 800.000 soldados; habían destruido o capturado 12.025 blindados y 8.394 cañones. Pero los alemanes también sentían el castigo: habían perdido el 10 por ciento de sus fuerzas iniciales y entre esas bajas lamentaban ya 98.600 muertos. Los transportes y los blindados comenzaban a acusar fatiga; el interminable barrizal de los campos de batalla del lluvioso mes de julio, el calor del verano y los polvorientos caminos habían gastado los mecanismos a un ritmo superior al calculado.

El nerviosismo de Hitler hubiera alcanzado el cielo de haber sabido que el decreto movilizador de Stalin, en vigor desde el 23 de julio, afectaba a las quintas desde 1925 a 1938, lo que llevaba a filas a todos los varones útiles entre los diecinueve y los cuarenta años, 15 millones de hombres en pie de guerra. Tampoco sabía Hitler que Stalin había ordenado que todas las grandes fábricas fuesen trasladadas hacia el este, más allá del Volga, incluso hasta los Urales. Millón y medio de vagones de ferrocarril transportaron 1.523 grandes fábricas y cinco millones de trabajadores se desplazaron hacia el este para hacerlas funcionar inmediatamente. El traslado, unido a las destrucciones de la guerra, redujo la producción industrial soviética en un 40 por ciento durante el segundo semestre de 1941, pero algunas industrias estratégicas invirtieron esa tendencia. La URSS fabricó 8.000 aviones (el doble que en el primer trimestre) y más de 3.000 carros de los nuevos modelos. Hitler jamás pudo creerse estas cifras, realmente tan extraordinarias que sólo por el formidable entusiasmo que despertó la «guerra patriótica» y el sacrificio del pueblo ruso pueden explicarse.

La agitación de Hitler comenzó a subir al tiempo que crecían las demandas de sus generales. Guderian pedía 300 motores nuevos para sus carros y todos los jefes de las divisiones blindadas solicitaban más equipos de mantenimiento y recambios. De cualquier forma, nada indicaba el 21 de agosto que peligrara la victoria alemana, pues en dos meses habían penetrado 700 km en la Unión Soviética. Moscú estaba a menos de 300 km de distancia. Pero entonces se produjo una catástrofe en la dirección de la guerra. Hitler, que a la sazón reunía dos conferencias militares diarias con no menos de seis horas de duración, había tenido tiempo para madurar un plan diferente al del Estado Mayor alemán. El 21 de agosto enviaba una orden, cuyo texto comenzaba: «La propuesta del Ejército, de 18 de agosto, no se ajusta a mis intenciones, por tanto ordeno…» y lo que ordenaba era que se suspendieran las operaciones en dirección a Moscú, dando prioridad al cerco de Leningrado y al enlace con los finlandeses, en el norte, y a la toma de Crimea y el Cáucaso en el sur.

El mariscal Brauchitsch sufrió un amago de infarto al conocer la noticia. Haider lloró desconsoladamente y el 23 de agosto escribía a su mujer:

«… Una vez más he presentado la dimisión para no volverme loco. Me la han rechazado. El objetivo que me propuse, derrotar a los rusos de una vez para siempre antes de que termine el año, no se alcanzará.»

La misma desesperación reinaba en el cuartel general del mariscal Von Bock, que comisionó a Guderian para que hablase directamente con Hitler. Guderian voló hasta Rastenburg y se presentó ante el Führer en la «Guarida del Lobo». El general, uno de los pocos que no temía enfrentarse a Hitler, le expuso las ventajas de atacar Moscú. Destruirían el grueso del ejército que aún tenía Stalin, conseguirían un formidable triunfo psicológico, capturarían muchas industrias pesadas que todavía no habían podido ser retiradas y gastarían menos su material blindado, al no tener que trasladarlo a frentes situados a más de 800 km. Hitler le replicó que le importaban más los cereales ucranianos, el petróleo del Cáucaso, el hierro del Donetz y la península de Crimea, base de los ataques aéreos soviéticos contra los pozos petrolíferos rumanos de Ploesti. «Mis generales no entienden nada de la economía de la guerra», comentó Hitler cuando, desesperado, Guderian abandonó el cuartel general.

Los resultados inmediatos parecieron darle la razón a Hitler. Guderian, trazando una curva de 800 km hacia el sur, enlazó con los blindados de Kleist, que rompieron las líneas soviéticas hacia el norte. Ucrania entera fue embolsada y en un mes de combates capturaron los alemanes cerca de 600.000 prisioneros y tomaron o destruyeron un millar de carros y cuatro mil cañones. A finales de septiembre, después de cien días de campaña, las pérdidas soviéticas eran de dos millones y medio de hombres, 22.000 cañones y 18.000 tanques, pero los alemanes seguían a 300 km de Moscú, no habían cercado Leningrado y el avance hacia el Cáucaso, recorriendo inmensas distancias, era muy lento. El cambio de planes ordenado por Hitler proporcionó a Stalin dos meses de margen y en ese plazo sus industrias siguieron viajando hacia los Urales (el traslado de las industrias de la región de Moscú no comenzó hasta el 10 de octubre y terminó cuando los alemanes estaban a cincuenta kilómetros de la capital). Sus divisiones siberianas, tras la información de que Japón no atacaría a la Unión Soviética, proporcionada el 14 de septiembre por su espía Richard Sorge, fueron trasladadas al oeste. Los nuevos reemplazos llamados a filas cubrían las bajas de las divisiones perdidas; muchas de las industrias de guerra comenzaban ya a trabajar a plena producción y, además, los alemanes empezaron a detectar que el ejército soviético estaba recibiendo material inglés y norteamericano.

El 2 de octubre, tras haber logrado formar un frente continuo y casi recto que discurría a lo largo de 1.800 km, desde Leningrado hasta Crimea, los ejércitos alemanes del centro del dispositivo reanudaron su marcha hacia Moscú. Cien días de campaña ininterrumpida habían gastado sus mejores unidades y reducido sus efectivos blindados a poco más del 50 por ciento. Pese a todo, volvieron a romper el frente soviético pero sus avances eran cada vez más lentos, dificultados no sólo por la resistencia militar, sino por las lluvias torrenciales de aquel otoño, que convirtieron los caminos y los campos de batalla en barrizales intransitables, y por la estrategia soviética de «tierra quemada»: los alemanes avanzaban por regiones inhóspitas, donde los pueblos eran pequeños y estaban abandonados, las carreteras minadas y los puentes destruidos. El comienzo de noviembre constituyó un pequeño respiro, porque las bajas temperaturas congelaron el barro y los vehículos volvieron a rendir satisfactoriamente. Pero sólo fueron diez días. A partir de ahí entró en combate, a favor de los soviéticos, el «general invierno».

El 12 de noviembre, los termómetros marcaron 12° bajo cero y las temperaturas continuaron descendiendo hasta menos 35° el 4 de diciembre. Los soldados alemanes fueron sorprendidos con ropas de entretiempo y, además, muy gastadas por la campaña. Los equipos de invierno se retrasaron en la frontera por orden de Hitler, que tenía otras prioridades, lo que supuso un auténtico desastre para la Wehrmacht: los casos de congelación grave afectaron a un 10 por ciento de los efectivos de infantería. La imprevisión frente al invierno fue tan extraordinaria que escaseaba el anticongelante para los motores, por lo que debían permanecer continuamente encendidos, con el consiguiente desgaste mecánico y un extraordinario consumo de combustible. Tampoco habían llegado a primera línea los ganchos que se adaptaban a las cadenas para que los carros de combate pudieran sostenerse sobre el hielo. Los caballos, muy utilizados para mover cargas y piezas de artillería, morían como moscas a causa del frío y del hambre, incapaces de forrajear apartando la nieve, como hacían sus congéneres rusos. En esas condiciones estaba el sector central del frente alemán cuando sus vanguardias alcanzaron los suburbios de Moscú, pero no lograron penetrar en la capital de Rusia porque aquellos ejércitos apenas podían ya dar un paso. Los contraataques soviéticos les rechazaban por doquier, de modo que, entre el 3 y el 5 de diciembre toda la primera línea alemana hubo de pasar a la defensiva, justo cuando los ejércitos soviéticos se disponían a contraatacar.

Hitler no podía creer que, después de haber perdido cerca de tres millones de hombres y no menos de 20.000 tanques, Stalin estuviera contraatacando en el frente de Moscú con diez ejércitos formados por no menos de un millón de hombres, bien dotados de carros, artillería y caballería, mientras la Wehrmacht, con unas pérdidas cuatro veces menores, se hallaba al borde del colapso. Pero el problema alemán era aún más grave del que suponían en Berlín. A comienzos de diciembre, Stalin disponía realmente de unos tres millones de hombres, bien equipados para el invierno y excelentemente armados; sus fuerzas blindadas sólo disponían de 2.600 carros, pero casi todos eran T-34 y KV-1; además, contaba con una importante masa de caballería, muy útil en labores de persecución. Con esas fuerzas rechazó el acoso alemán contra Moscú e hizo retirarse a las divisiones blindadas de Hoepner y Guderian, punta de lanza del dispositivo central de Hitler. Los alemanes, tras el inicial desastre de diciembre, se dispusieron a capear el invierno lo mejor posible y constituyeron un frente formado por «posiciones-erizo», bien abastecidas y capaces de defenderse en todas las direcciones.

Sin embargo, a la Wehrmacht le ocurrió algo peor que su fracaso ante Moscú: enseñó al enemigo su arte de hacer la guerra y le mostró sus puntos vulnerables. También había perdido miles de oficiales y suboficiales irreemplazables y a centenares de jefes de carro con años de entrenamiento y práctica. Nunca los blindados alemanes, aunque fueran más poderosos que los de 1940 y 1941, volvieron a maniobrar con la armonía y celeridad de la primera campaña de Rusia. Y, lo que era peor, sus generales más competentes cayeron en desgracia y fueron retirados del mando: Brauchitsch estaba gravemente enfermo, Reichenau había muerto en combate, Hoepner fue expulsado de la Wehrmacht, Guderian recibió un permiso ilimitado, Von Leeb solicitó el retiro y Hitler se hizo cargo directamente del mando del ejército. Cierto que esta medida fue, inicialmente, acertada, pues infundió espíritu de lucha y sacrificio a un ejército agotado y moralmente hundido. La energía y la falta de escrúpulos del Führer mantuvieron el frente en Rusia, pero esa voluntad política se trasladaría luego a los planes de operaciones, en los que intervendría incluso en los detalles más minuciosos, multiplicando los errores.

UN INTENSO OLOR A MUERTO

Otra consecuencia desastrosa del fracaso ante Moscú fue su repercusión sobre la población civil, que desde el verano era persuadida por la propaganda de Goebbels de que cada una de las sucesivas victorias de la Wehrmacht era la definitiva. Por muchos subterfugios que emplease el ministro de Propaganda, los alemanes, a comienzos de 1942, veían que sus tropas se retiraban, al tiempo que a sus hogares llegaban las terribles notificaciones de la muerte de sus hombres en el frente. Desde que comenzara la guerra, los alemanes habían registrado 270.000 muertos (de ellos, 173.000 en la Unión Soviética) y no menos de 850.000 heridos. Por otro lado, la guerra se acercaba a la patria: seguían los ataques aéreos alemanes contra Gran Bretaña, pero cada día eran más frecuentes las respuestas británicas y los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a saber lo que eran las alarmas aéreas, el miedo a los bombardeos, la angustia de los refugios y el desastre e incomodidad de los montones de ruinas en los centros urbanos.

Más sobrecogedora aún para la ciudadanía resultó la noticia de que estaban en guerra con Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Lo increíble es que no fue Roosevelt quien declaró la guerra a Hitler, sino que fue éste quien tomó la iniciativa. El 11 de diciembre, Von Ribbentrop citó en la Cancillería al encargado de negocios norteamericano y, poco después de las 14 h, le leyó la declaración de guerra. Pero una cosa eran las baladronadas de Hitler en el Reichstag, jaleadas por aquella claque, y otra su más íntimo sentimiento. Hay múltiples testimonios que hablan de la inquietud, del desasosiego de Hitler ante la entrada en guerra con Estados Unidos y por la situación en que estaba Alemania, nuevamente obligada a combatir en dos frentes; tanto que decidió aquel mismo diciembre nombrar al mariscal del Aire, Albert Kesselring, comandante supremo del sur.

La vida en Alemania se había ido enrareciendo a lo largo del año. Cada día era más escaso el cupo a que daba derecho el racionamiento y más abundante el trabajo, lo que embrutecía a la población civil, alejándola de cualquier otra preocupación que no fuese la mera supervivencia. Un obrero industrial manifestaría cuarenta años después de la guerra:

«Cuando trabajas con horario partido en tres turnos y cuando, además, te enrolan en el Frente del Trabajo, no tienes tiempo para protestar. Sí, claro, algunos protestaban un poco, pero luego continuaban. Si trabajabas, no tenías tiempo para monsergas. Te levantabas por la mañana a la hora que debías levantarte y no sobrepasabas los tiempos de descanso porque, después de todo, el dinero era tentador. No me preocupaba mucho por los nazis; dejando a un lado mi obligada contribución al Frente del Trabajo, no tenía relación alguna con ellos.»

Sí existía, sin embargo, un frente de oposición callado y tenaz, que terminó en actos de espionaje, sabotaje e, incluso, intentos de asesinato de Hitler o, simplemente, de resistencia pasiva a no colaborar con el sistema. Hubo otras resistencias a las aberraciones del nazismo, por ejemplo al programa de eutanasia impulsado por Bormann, pero bien conocido por Hitler. Se trataba de eliminar a los enfermos incurables y ancianos residentes en asilos, incluidos en la clasificación de «camaradas nacionales improductivos». El obispo protestante de Munster, Von Galen, predicó un famoso sermón, en agosto de 1941, con tan fuertes repercusiones que Von Papen las refleja en sus memorias:

«Parecía realmente grotesco, en el preciso momento en que la nación estaba llamada a desarrollar todavía mayores esfuerzos, el haber comenzado otra campaña contra las iglesias […] Hitler pareció atender a mis argumentos, pero, como en muchas ocasiones anteriores, echaba la culpa de todo a los exaltados del partido. Había dado instrucciones a Martin Bormann para que cesase esta insensatez, pues no estaba dispuesto a soportar conflictos de índole interna. Parece que Bormann dijo a sus Gauleitern que estas instrucciones no debían ser tomadas muy en serio.»

Pero la inquietud política despertada por el obispo Von Galen dio su fruto. Goebbels aconsejó que éste no fuera detenido y el programa de eutanasia quedó en suspenso.

Peor fortuna estaban teniendo los judíos, los gitanos, los Bibelforscher (testigos de Jehová, estudiantes de la Biblia, que eran en Alemania unos 20.000, de los cuales la mitad sufrió penas de cárcel y unos cinco mil perecieron en los campos de extermino), los prisioneros de guerra rusos, la población civil rusa y polaca y los habitantes de todos los países ocupados. En septiembre de 1941, Himmler ordenó que todos los gitanos fueran detenidos y encerrados en campos de concentración, donde deberían ser exterminados: 17.000 de ellos fueron asesinados. Similar resultó el destino de gran parte de los prisioneros de guerra soviéticos, pues Alemania no estaba dispuesta a alimentarlos y, por tanto, los agotó trabajando hasta que murieron o fueron asesinados cuando ya nada más podía sacarse de ellos. Sólo en el campo de Treblinka liquidó a 700.000 prisioneros. Las crecientes necesidades de la industria de guerra fueron cubiertas por población civil deportada de los países vencidos. Procedentes de éstos, más de veinte millones de personas fueron esclavizadas -en su mayor parte rusos y polacos-, aportando pingües beneficios a las empresas que los empleaban y a las SS. Los empresarios solían pagar entre 3 y 6 marcos por trabajador y día a las SS y éstas apenas se gastaban 0,35 marcos diarios en su manutención. Cuando el prisionero había sido reducido a un desecho humano inútil para el trabajo era liquidado, rindiendo su último tributo al Reich: se comercializaban sus cenizas como fertilizantes; sus cabellos, para fabricar fieltro. Sólo el campo de Auschwitz entregó 60 toneladas de cabello humano a la firma Alex Zink, que pagó por ellas 30.000 marcos. Hubo empresas que se constituyeron para aprovechar los últimos residuos humanos como la Acción Reinhard, que adquiría a las SS cuantas pertenencias de los prisioneros pudieran ser comercializadas: relojes, cadenas, joyas, dientes, etcétera.

La guerra no absorbía tanto a Hitler como para hacerle olvidar su odio antisemita. Una directiva de 31 de julio de 1941 le recordaba a Heydrich que las disposiciones existentes dentro de Alemania respecto a los judíos debían, también, imponerse en los territorios ocupados. Para coordinar todos los esfuerzos de los departamentos afectados, Heydrich convocó una reunión en la sede de la Gestapo en Wannsee, a la que asistieron el 20 de enero de 1942 representantes de la Cancillería, de los Ministerios de Justicia, Exteriores e Interior, del Plan Cuatrienal y de las administraciones de los territorios ocupados. Adolf Eichmann, que pertenecía al RSHA (Departamento Superior de Seguridad del Reich) tomó nota de lo tratado y escribió las actas de la reunión. Cuando fue juzgado en Israel, en 1961, declaró que en Wannsee «la discusión consideró la matanza, la eliminación y la aniquilación». En aquella reunión se planificó explotar a los judíos, hombres y mujeres por separado, fundamentalmente en la construcción de carreteras, esperando que la dureza del trabajo aniquilara a muchos de ellos. Los supervivientes deberían ser tratados «según lo acordado» para evitar que, una vez puestos en libertad, el pueblo judío se reprodujese. En Wannsee se cuantificó el «problema judío» en unos 11 millones de seres. Pero ni siquiera la eficacia alemana, las obras públicas de las SS, sus hornos crematorios, sus instalaciones para el gaseado de los prisioneros y las dietas aniquiladoras de sus campos de exterminio pudieron producir tal matanza. Las cifras del holocausto siguen siendo controvertidas, aceptando la mayoría de los especialistas el exterminio de unos cinco millones de judíos.

¿Pero quiénes fueron los responsables directos de semejante vesania? Son docenas, pero hay que destacar a Himmler, a Bormann, a Heydrich, a Kaltenbrunner, a Goebbels, a Keitel (responsable de la represión militar), a Frank, a Frick y, por encima de todos ellos, a Hitler, sin cuyo conocimiento y aquiescencia no se movían en Alemania ni las hojas de los árboles. Y, sin embargo, es curioso constatar la opinión que del Führer tenía la gente sencilla: «Un hombre sincero y hogareño… Ama a los niños y a los perros», decía el jardinero Neisse en 1939. Grete, una jovencita en los días de la guerra, recordaba que su madre, antigua afiliada al NSDAP, jamás obtuvo ningún beneficio salvo sentarse en las filas de honor durante los actos del partido; adoraba a Hitler y cuando llegaban a sus oídos los crímenes horrendos del nazismo aseguraba que eran calumnias de los envidiosos. Sin embargo, la madre de Grete tuvo una experiencia aterradora, pues se encontraba entre los civiles alemanes que fueron obligados por los norteamericanos a visitar el campo de Dachau, pocos días después de su liberación. «Mi madre sufrió una crisis nerviosa y necesitó mucho tiempo para recuperarse.»

También es curiosa la amnesia que afectó a Alemania respecto a la política exterminadora de los nazis: nadie sabía nada, a lo sumo había oído rumores -como le ocurría a la madre de Grete-. Esta ignorancia general es, terminantemente, falsa. Hubo más de 50.000 miembros de las SS que prestaron servicio en los campos de exterminio y que se dedicaron a la matanza de rusos y polacos. Hubo más de 100.000 policías controlados por la RSHA cuyo cometido fue enviar a disidentes, judíos, gitanos, polacos, checos, rusos a los campos de exterminio. Cientos de miles de alemanes vivían cerca de algunos de estos campos y durante cuatro años se les pegó a la piel el olor a muerto que emanaban aquellas instalaciones, a las que llegaban las gentes por docenas de millares y de las que nadie salía con vida. Lo sabían las grandes industrias alemanas, que producían los gases venenosos para exterminarlos o se beneficiaban de su trabajo, de sus objetos o de sus restos. Gran parte de los alemanes supieron fehacientemente lo que estaba ocurriendo, entre otras cosas porque desde que Hitler llegó al poder hasta su suicidio más de dos millones de alemanes murieron a manos de los nazis. ¿Cómo, pues, se produjo tan impenetrable silencio? Durante el III Reich, el terrible crimen fue cubierto por el manto de la propaganda y las bocas, silenciadas con el candado del miedo: nadie quería engrosar la cifra de los encerrados en los campos de exterminio a causa de una indiscreción. Tras la guerra, los alemanes prefirieron «disimular», unos porque defendían su actuación, otros porque no querían complicaciones y los más porque se avergonzaban de lo que había ocurrido a la puerta de su casa. Manfried Rommel, hijo del mariscal Rommel y alcalde de Stuttgart en los años noventa, se refería a esa «ignorancia generalizada»: «Mucho se sabía, algo más se hubiera podido saber y el resto no se quiso saber.»

Claro que los alemanes debieron dedicarse animosamente a sobrevivir a partir de 1942. Entre enero y marzo, las noticias que llegaban del frente del este se reducían a victorias defensivas que obligaban a los ejércitos alemanes a retroceder. Aquel primer trimestre de 1942, 52.000 hombres murieron en los helados campos rusos y 180.000 regresaron a casa heridos. Las calles alemanas comenzaron a estar muy frecuentadas por héroes mancos, cojos o parapléjicos. Mientras, las noticias del norte de África eran muy alentadoras, ya que allí Rommel avanzaba hacia la frontera egipcia. En el mar, los submarinos alemanes amenazaban con aislar las islas Británicas. En el Pacífico, los japoneses se adueñaban de Filipinas, Malasia e Indonesia, y parecían estar a punto de arrojar a los norteamericanos de las Hawai. Hitler preparaba meticulosamente su campaña de primavera contra la URSS y llamaba a filas a nuevas quintas. Un millón de hombres fue instruido entre el verano de 1941 y la primavera de 1942.

Con aquel nuevo y formidable ejército, Hitler decidió realizar la campaña que no pudo lograr en el otoño anterior. Se olvidó, por el momento, de Moscú y decidió avanzar decididamente hacia el Cáucaso y Stalingrado. Privaría a los soviéticos del mar Negro, del carbón y el hierro del Donetz, de las ciudades industriales de Rostov, Voronetz, Taganrov, Stalingrado y Sebastopol, del petróleo del Cáucaso, de los cereales de Ucrania, Georgia y Armenia… y a punto estuvo de conseguirlo. Los ejércitos alemanes se mostraron nuevamente muy superiores a los soviéticos, pero éstos habían aprendido la lección y trataron de evitar las batallas en campo abierto, retirando sus fuerzas y oponiendo gran resistencia en las ciudades o en los lugares estratégicos que no se prestaran al cerco. Así, los alemanes avanzaron con facilidad, pero capturando menos prisioneros que en la campaña anterior y destruyendo mucho menos material. Hitler, llevado otra vez por su impaciencia, cambió de planes y concentró el grueso de sus ataques sobre Rostov, originando un formidable atasco entre sus propias fuerzas y permitiendo que un objetivo prioritario de aquella campaña, Stalingrado, tuviera un mes para disponer su defensa. Luego, cuando sus tropas penetraron en la ciudad de Stalin, se cegó en ese objetivo, que ya sólo era un montón de ruinas, y sobre los escombros hizo desangrarse al mejor ejército del momento. Mientras, sus avances en el Cáucaso eran lentísimos, por falta de hombres, de vehículos, de municiones y de combustible, todos consumidos en Stalingrado. El general Kleist exclamaba desesperado: «Frente a nosotros, ningún ruso; a nuestras espaldas, ningún suministro.» Peor todavía, ante el avance alemán, los soviéticos seguían con su práctica de «tierra quemada» y destruyeron los campos petrolíferos de Maikop tan concienzudamente que no volvieron a producir petróleo hasta 1948.

El final del verano de 1942 marcó la decadencia del poderío militar del Eje. Las tropas alemanas estaban atascadas en Stalingrado, no avanzaban en Leningrado, no alcanzaban sus objetivos en el Cáucaso, pasaban a la defensiva frente a Moscú y en El Alemein. Hitler, después de insultar a su jefe de Estado Mayor, Halder, que le solicitaba una retirada en la zona central del frente ruso, le sustituyó por el general Zeitzler. La escena, en presencia de una docena de generales reunidos en el nuevo cuartel general, instalado en Vinnitsa, Ucrania, y bautizado «Hombre Lobo», debió tener una violencia inaudita:

«-Nuestros valientes fusileros y tenientes mueren por millares sólo porque a sus jefes se les deniega la única opción aceptable. Les tenemos con las manos atadas -dijo Halder que, por una vez, se mostraba enérgico.

»-Señor Haider -le respondió el Führer, con ira contenida-, durante la Primera Guerra Mundial usted se quedó sentado en un sillón, lo mismo que en ésta. ¿Cree que puede enseñarme algo acerca de mis soldados? ¡Precisamente usted, que no lleva en su uniforme ningún distintivo de haber resultado herido! -y Hitler señaló su Cinta Negra, recuerdo de sus heridas en la Gran Guerra.»

En pocas semanas destituyó, también, a dos de sus mariscales, que se habían distinguido en la conducción de las tropas alemanas desde la campaña de Polonia: Von Bock y Von List, jefes de sus Grupos de Ejércitos Centro y Sur; él mismo ocupó este último puesto, ¡a 1.5000 km de distancia de aquel frente! En el Pacífico, sus aliados japoneses perdían la batalla de Midway y los norteamericanos se apoderaban de Guadalcanal.

El 7 de noviembre, Hitler abandonó los frentes del este para ocuparse de una de las solemnidades anuales del partido: el decimonoveno aniversario del putsch de Munich. En su tren viajaba la derrota. Rommel había perdido la batalla de El Alemein y se retiraba hacia Libia mientras una formidable escuadra aliada ponía proa al Mediterráneo. Hitler, cuyas tropas en Stalingrado seguían librando un combate de perros con los rusos, ganando metros sobre los escombros de la ciudad, fantaseaba con lo que él hubiera podido hacer con aquellas tropas anglo-norteamericanas que se aprestaban a desembarcar en algún punto del Mare Nostrum. Nadie le escuchó pronunciar, ni en esta ocasión ni en ningún otro momento, la más mínima preocupación o lamento por sus tropas en derrota. El día 8, en Munich, habló en la ya histórica Bürgerbräukeller y fue significativo que lo hiciera de sus dos grandes triunfos del momento: el exterminio de los judíos y sus progresos en Stalingrado. Sobre el primer tema dijo: «De los que entonces rieron, son ya muchos los que no ríen»; del segundo, dando por ganada la ciudad:

«Quería llegar al Volga en un punto determinado, en una ciudad que, por casualidad, tiene el nombre de Stalin […] ciudad vital, que controla el tráfico de 30 millones de toneladas de mercancías […] la ciudad constituye un gran nudo de transporte fluvial. Esto es lo que yo quería conquistar y ya lo tenemos.»

Aquel orador tabernario hacía temblar los cimientos de la cervecería con los vítores de sus incondicionales, pero los aliados conquistaban, entre tanto, la mitad del norte de África y cercaban a los ejércitos alemanes en Stalingrado. Al concluir 1942, el Eje estaba virtualmente derrotado. Stalingrado, batalla culminante de la Segunda Guerra Mundial, costó a ambos contendientes 1.400.000 bajas, de los cuales 600.000 eran muertos. Allí los alemanes y sus aliados perdieron 360.000 vidas y tuvieron no menos de medio millón de heridos y prisioneros. El III Reich quedó aterrado. Mientras sus ejércitos eran violentamente rechazados hacia el oeste, llegaban a los hogares alemanes las terribles notificaciones de que un millón de sus ciudadanos habían sido muertos o heridos en el curso de ese año. Para entonces, pese a las soflamas de Goebbels, la mayoría de los alemanes sabía que la guerra estaba perdida y sólo el pavor a la Gestapo mantenía la disciplina ciudadana. Únicamente quien quisiera engañarse podía seguir pensando en las posibilidades de victoria después de ver destruida en aquel otoño la mitad de la producción industrial de un año, después de perder el norte de África y tras observar a los norteamericanos en acción en el frente occidental. Peor aún: hasta entonces los bombardeos aliados sobre Alemania habían sido poco más que testimoniales, apenas unos pocos aparatos en operaciones esporádicas. En 1942 los bombardeos aliados se convirtieron en intolerables y, ya claramente, la Luftwaffe era incapaz de contrarrestarlos.

La sucesión de las derrotas militares, el malestar en la retaguardia y los insuficientes triunfos en el mar avinagraban el carácter de Hitler, cada vez más solo, más raro y más violento. Ante las derrotas de esta época, según Speer, Hitler perdía los estribos y gritaba atropelladamente a sus asesores militares:

«¡No sólo son ustedes unos cobardes, sino que, además, son unos mentirosos! ¡Son unos redomados embusteros! ¡En la Academia de Estado Mayor se enseña, principalmente, a engañar y a estafar! ¡Zeitzler, esos datos son falsos! ¡A usted también le mienten! ¡Le aseguro que la situación está expuesta de forma pesimista para inducirme a ordenar la retirada!»

Se quejaba, también, de la fragilidad de los soldados alemanes del momento, comparada con la de los combatientes en la Gran Guerra:

«Los soldados de la Primera Guerra Mundial eran mucho más duros. ¡Lo que tuvimos que aguantar en Verdún o en el Somme! Los actuales soldados correrían despavoridos ante situaciones como aquéllas.»

EL CANTO DEL CISNE

Era inútil engañarse con bravatas. Los aliados disponían de una población cuádruple para reclutar hombres y, también, era cuatro veces mayor su capacidad industrial y mucho mejor su posición estratégica. En el frente del este, al concluir el invierno de 1942-1943, los alemanes habían retrocedido sensiblemente respecto a las posiciones del año anterior y los generales soviéticos ya tenían claro que ellos serían los vencedores. En el norte de África, la desesperada resistencia germano-italiana era sólo un espejismo del duro desierto: los aliados, señores del Mediterráneo, eran dueños de la victoria. En el mar, mientras los hundimientos ocasionados por los submarinos de Doenitz descendían a la mitad de los del año anterior, las construcciones navales anglo-norteamericanas se duplicaban. En el aire, la Luftwaffe era literalmente barrida por la superioridad numérica y tecnológica de la aviación aliada que, día y noche, comenzó a destruir los centros industriales y las ciudades alemanas, italianas y francesas. En 1943 sufrieron atroces bombardeos Hamburgo, Berlín, Bremen, Rennes, Ruán, Burdeos, Nantes y Roma, los campos petrolíferos rumanos de Ploesti, los centros fabriles de Renania, Colonia, etc. Y, en el Pacífico, las cosas no marchaban mejor; los norteamericanos desembarcaban victoriosamente en las islas Aleutianas, en las Salomón, Nueva Georgia y Nueva Guinea. A lo largo de 1943, el Eje fue obligado a rendirse en el norte de África y los aliados desembarcaron en Italia, donde fue depuesto Mussolini; en el frente del este fracasaba la última gran ofensiva alemana, la tenaza sobre el saliente de Kursk. En la Unión Soviética, incluso el aire comenzó a pertenecer a la aviación roja y, en adelante, todas las ofensivas serían iniciativa de Stalin.

No era menos preocupante la situación en el Mediterráneo en aquel otoño de 1943. Italia se había pasado al bando aliado y se enfrentaba a Alemania. Mussolini, liberado en el Gran Sasso, constituía el gobierno fascista de Saló, títere de las decisiones alemanas. Ante el aliado en desgracia, Hitler tenía palabras magnánimas:

«Es lógico que esté triste ante la singular injusticia que se comete con este hombre y ante el humillante trato que se le ha conferido. Este líder político, durante los veinte años últimos, ha luchado únicamente por el bienestar de su pueblo y ahora se le trata como a un vulgar delincuente.»

En consecuencia, ordenaba a sus fuerzas que fusilaran a todos los jefes italianos que se opusieran a las fuerzas alemanas a la par que debía reforzar sus ejércitos del sur para frenar el avance aliado. Hitler, que había odiado la posibilidad de tener que combatir en dos frentes, estaba abocado a hacerlo en cuatro: el este, Italia, el aire y, pronto, Francia.

A finales de aquel desastroso año, Alemania aún tenía un formidable ejército, compuesto por unos cuatro millones de hombres, pero el país se agotaba. Sus muertos sobrepasaban el millón, sus mutilados graves eran una cifra similar y constituían un reclamo contra la guerra en todas las ciudades germanas. Peor todavía era el acoso aéreo de los ingleses durante las interminables noches y de los norteamericanos durante los angustiosos días. En diciembre de 1943, los norteamericanos efectuaron 5.618 misiones de bombardeo sobre territorios dominados por el III Reich, lanzando más de 25.000 toneladas de bombas sobre centros fabriles, nudos de comunicaciones y campos petrolíferos. Simultáneamente, los británicos se cebaron en las ciudades alemanas: entre noviembre y diciembre de 1943 arrojaron sobre Berlín más de 14.000 toneladas de bombas, convirtiendo la capital del Reich en un campo de ruinas. En conjunto, británicos y norteamericanos tiraron sobre Alemania 135.000 toneladas de bombas en 1943, causando una formidable destrucción civil, tanto en personas como en estructuras. Menos apreciable fue su efecto en la producción industrial, que batió ese año todos los récords, pero debe resaltarse que a la defensa antiaérea del Reich se dedicó a partir de entonces casi una cuarta parte de los hombres y un porcentaje similar de la producción artillera, más que los empleados, por ejemplo, en Italia y Francia (10 y 20 por ciento, respectivamente).

Mientras las ciudades alemanas se convertían en escombros, sus habitantes eran acosados por el incesante peligro de los bombardeos, por el hambre que no podían calmar las escuálidas porciones del racionamiento, por el luto que ya afectaba a la mayoría de las familias, por el agotamiento de interminables jornadas laborales, por el miedo a la Gestapo, cuyas cárceles estaban atestadas de gentes que se habían atrevido a disentir. Hacia ese pueblo alemán, agotado, famélico, aterrado, pero que aún combatía con desesperación en el frente y en la retaguardia, Hitler sólo sentía desprecio: «Si el pueblo alemán nos defrauda, no merece que luchemos por su futuro; en ese caso podríamos prescindir de él con toda justicia.»

Luego estaba Francia. Desde finales de 1943, un criado turco de la embajada británica en Ankara, que se hacía llamar por el nombre clave «Cicerón», le estaba proporcionando al embajador alemán en Turquía, Von Papen, un interesante material que informaba de la apertura del segundo frente, cuyo nombre clave era «Overlord». Hitler hablaba del asunto en su directiva número 51:

«… El peligro continúa en el este, pero una amenaza todavía mayor ha surgido en el oeste: ¡un desembarco anglo-norteamericano! En el este, la magnitud del territorio nos permite ceder terreno, incluso en importantes proporciones, sin que el sistema neurálgico alemán padezca un desastre irreparable. ¡Pero la situación no es igual en el oeste! Si el enemigo consiguiera perforar nuestras defensas, las consecuencias serían desastrosas. Todo indica que el enemigo iniciará una ofensiva contra la fachada occidental europea no más tarde del final de la próxima primavera o, tal vez, antes.»

En previsión del ataque aliado en la fachada atlántica de los países conquistados en 1940, Hitler había ordenado construir la «Muralla del Atlántico», una línea de fortificaciones que iban desde la frontera española hasta Noruega. Realmente la Muralla era un término muy pretencioso, pues en pocos lugares era verdaderamente consistente, tal como pudo comprobar el mariscal Rommel cuando, a finales de 1943, Hitler le encomendó la misión de acelerar las construcciones defensivas.

Para defender esa costa atlántica contaba Hitler con cerca de medio millón de hombres, cuya vida resultaba más incómoda cada día debido a la creciente resistencia francesa. Los franceses habían sido, en general, unos colaboradores cómodos de los alemanes en 1940, pero en 1941 Berlín comenzó a necesitar su mano de obra y a deportarla a Alemania y eso lanzó a muchos franceses al maquis. La resistencia aumentó en 1942, hasta el punto de que los alemanes ejecutaron a 476 rehenes entre noviembre de 1941 y mayo de 1942 para frenar la oleada de atentados. Los efectivos de la resistencia, su coordinación y sus medios subieron vertiginosamente en 1943. En ese año se les enviaron desde Gran Bretaña 8.455 toneladas de material, de las que los alemanes lograron interceptar casi la mitad. De la eficacia de la resistencia es buena muestra que, en mayo de 1944 -en vísperas de la operación «Overlord»-, destruyese más locomotoras, vagones de tren y metros de vía férrea que la aviación anglo-norteamericana en toda aquella primavera. No menos expresivas son las cifras de atentados, 7.597, contabilizados por los alemanes entre septiembre de 1943 y marzo de 1944. Otro dato elocuente de su actividad fueron sus bajas, 8.230 muertos y 2.578 desaparecidos. La resistencia activa contó en su momento álgido con unas 150.000 personas, de las cuales dos tercios fueron informadores y correos; la tercera parte, hombres armados.

Con ser importante el acoso de la resistencia, lo que más preocupaba a los alemanes en Francia era adivinar dónde descargarían su golpe los aliados. Había tres opiniones: Rommel suponía que el punto elegido por sus playas y escasas defensas sería la bahía del Sena; Von Rundstedt, comandante en jefe del oeste, creía que la elección aliada recaería sobre Calais, mejor defendido, pero más próximo a las islas Británicas y con mejores comunicaciones hacia París; Hitler opinaba que, incluso, podrían desembarcar más al norte, para caer sobre los Países Bajos y atacar directamente el corazón de Alemania. Consciente de los interrogantes que se estarían planteando los generales de Hitler, el mando aliado, presidido por el general Eisenhower, les obsequió con una formidable campaña de desinformación: bombardeó por igual las defensas de las posibles zonas de desembarco e hizo lo imposible por hacer creer a los alemanes que «Overlord» caería sobre la zona de Calais. La segunda gran cuestión que se planteaban los mandos alemanes era cómo había que responder ante el ataque. Rommel sostenía que era imprescindible arrojar a los aliados al mar en las mismas playas de desembarco; Von Rundstedt, por el contrario, defendía que la resistencia en la costa era imposible, por lo que debería derrotárseles cuando avanzasen hacia el interior sin haber consolidado suficientemente sus cabezas de playa ni organizado a fondo sus suministros.

Hitler, cada vez más dubitativo, escuchaba a ambos mariscales y se adhería al punto de vista del último en exponérselo, lo cual condujo a una situación híbrida y mal definida: había que defenderlo todo un poco y acumular reservas importantes para acudir al punto atacado; debía arrojarse al enemigo al mar desde el primer instante del desembarco, pero contando con las mejores reservas en el interior para preservarlas de los cañones de la escuadra enemiga. Así, el dispositivo alemán, por defenderlo todo no defendía nada. Las tesis de Rommel se mostraron como las más acertadas, pero el mariscal no dispuso de tiempo, ni de medios, ni de atribuciones para fortificar la bahía del Sena como hubiera sido su deseo; tampoco se le concedieron las divisiones acorazadas que solicitaba cerca de la costa. Hoy, tras millares de estudios sobre el desembarco de Normandía, los analistas coinciden con rara unanimidad en que Rommel hubiera podido hacer un daño formidable a los aliados, hasta el punto de retrasar un año la apertura del segundo frente, si se hubiesen atendido sus demandas. Hitler, por su obcecación, por su soberbia y por su desconocimiento profundo de la situación y de las sutilezas de la guerra, perdió la última gran oportunidad de asestar un mazazo de consecuencias impredecibles para los aliados, justo en el momento en que todo se desmoronaba a su alrededor.

Efectivamente, el Eje agonizaba. En el Pacífico, los norteamericanos desembarcaban en las islas Marshall, en las Carolinas, en Wake y lograban arrinconar a los japoneses en Birmania. Pero donde la situación era desesperada para Hitler era en el este y en Italia: los soviéticos recuperaron Ucrania, Bielorrusia y Crimea en el primer semestre de 1944, penetrando en territorio polaco y rumano. Los aliados forzaban, tras sufrir graves pérdidas, los frentes de Monte Cassino y Anzio, y los alemanes se retiraban de Roma, donde fueron recibidos triunfalmente los norteamericanos el 4 de junio. Hitler se desembarazaba de su aliado húngaro, el almirante Horty, y se apoderaba del país para evitar su defección. Turquía se declaraba proaliada e interrumpía sus suministros de cromo al III Reich. Los bombardeos iban demoliendo Alemania poco a poco; de enero a junio, los aliados lanzaron sobre las ciudades alemanas 102 grandes formaciones aéreas -algunas con más de 250 «fortalezas volantes»- que redujeron a escombros Berlín, Nuremberg, Francfort, Hannover, Magdeburgo, Duisburgo, Leipzig y tantas otras ciudades. El éxito de los bombardeos aliados fue muy escaso en su objetivo de reducir la fabricación de armamentos, pero consiguió su propósito en el capítulo de los carburantes, ya que su extracción, fabricación y refinado se redujo en 1944 a la mitad de las previsiones. Sus efectos fueron, también, catastróficos para las comunicaciones, cada vez más desarticuladas y para la población civil, pues millones de alemanes se habían quedado sin hogar y se produjo un terrible éxodo interior para buscar refugio del espantoso castigo que llegaba del cielo. A la vez, las agotadas fuerzas trabajadoras debían derrochar horas en la retirada de escombros, reconstrucción de comunicaciones, atención a los heridos y entierro de los muertos.

La desastrosa situación en los frentes, la amenaza de invasión, el caos y la destrucción interna habían minado la salud de Hitler; aquel hombre, que había cumplido cincuenta y cinco años en abril, parecía mucho mayor y su vitalidad y extraordinaria energía le habían abandonado. El general Von Salmuth le recordaba así aquella primavera: «…Vi horrorizado que quien entraba en la habitación era un hombre viejo, encorvado, con la cara enfermiza y abotargada. Parecía fatigado, agotado y, a mi juicio, enfermo.» Consumidas sus reservas humanas y acosado por todas partes, sólo tenía dos obsesiones: su esperanza en las nuevas armas, las bombas V y los cazas a reacción, y sus deseos de venganza. Soñaba con destruir Londres y ordenó que se eliminara a aquellos pilotos aliados que cayeran en manos alemanas si eran responsables de ametrallamientos contra la población civil.

En la madrugada del 6 de junio, tras una noche de alarmas y combates con fuerzas paracaidistas lanzadas en la retaguardia, comenzó la invasión aliada de Francia, la «Operación Overlord». Tal como había supuesto Rommel, se produjo en la bahía del Sena y, tal como había temido el mariscal, los carros de combate, cuando Hitler permitió su empleo, se encontraban demasiado lejos para actuar con eficacia. Con más dificultades de las previstas, el desembarco fue un éxito y un mes después de iniciado había puesto en Francia un millón de hombres, que se abrían paso hacia París, pulverizando las últimas reservas de Hitler. Por aquellos días comenzaron a ser lanzadas contra Inglaterra las famosas V1 y V2, cuyo efecto, después de la inicial sorpresa, fue muy escaso: fueron dirigidas contra Londres unas 10.500 y apenas una cuarta parte logró alcanzar su objetivo, dañando o destruyendo 1.500 manzanas de casas, matando a unas 6.000 personas e hiriendo a 18.000. Mucha sangre, mucho dolor, pero nada que pudiera cambiar el curso de la guerra.

Lo que sí hubiera podido cambiarlo, terminarlo tajantemente, ahorrando diez millones de vidas, fue el atentado del conde Von Stauffenberg contra Hitler en la «Guarida del Lobo» el 20 de julio del decisivo 1944. El coronel Von Stauffenberg formaba parte de una conspiración militar y civil que pretendía llegar inmediatamente al armisticio. En ella estaban comprometidos generales jubilados, como Beck, o mariscales que se encontraban entre los preferidos de Hitler, como Rommel o Von Kluge. Aprovechando una reunión en el cuartel general de Hitler en Rastenburg, Von Stauffenberg colocó una bomba, que llevaba oculta en su cartera de documentos, bajo la mesa donde se celebraba la reunión y, con un pretexto, abandonó el barracón. Minutos después, estalló la bomba, matando a tres de los reunidos e hiriendo de diversa consideración a los demás, Hitler entre ellos, quien sufrió un fuerte golpe en un brazo, quemaduras, docenas de pequeñas erosiones en ambas piernas y se le reventaron ambos tímpanos. La confabulación fracasó por la indecisión de algunos conjurados, como el mariscal Von Kluge -jefe del frente del oeste- y por los errores de los conspiradores en Berlín, por lo que Hitler se mantuvo en el poder, prolongando la tragedia y ampliándola a los conspiradores de julio o a los sospechosos: hubo más de siete mil detenidos y 170 ejecutados. Rommel y Von Kluge eligieron el suicidio. Hitler no conocía la piedad y sus órdenes al efecto habían sido explícitas: «Hay que colgarles, como a los animales en el matadero.»

Aquella locura asesina no era sino una muestra de lo que ocurría en todo el Reich: se estaban evacuando los campos de exterminio del este: los prisioneros fueron masacrados in situ, o trasladados hasta viejos barcos mercantes en el Báltico, que fueron barrenados y hundidos. Otros, en interminables columnas, fueron retirados hacia el oeste a pie; los que desfallecían eran rematados en el suelo con un disparo en la nuca. Varsovia, la capital polaca mártir ya por dos veces en aquella guerra, decidió sublevarse contra los alemanes al sentir la proximidad de las tropas soviéticas, que estaban prácticamente en los arrabales. El 1 de agosto se levantó el ejército secreto polaco, a las órdenes del general Bor-Komorovsky, y se hizo con el control de la ciudad. Pero un contraataque alemán en Checoslovaquia rechazó un centenar de kilómetros al mariscal Rokossovsky y los sublevados hubieron de enfrentarse a la venganza nazi, que lanzó contra ellos los restos de su poder, formado por policías, presidiarios comunes enrolados a última hora y prisioneros rusos pasados de bando. Los ejércitos soviéticos, por agotamiento o por decisión política, no entraron en la ciudad y Stalin prohibió a Churchill que su aviación auxiliara a los sitiados con envíos de armas, municiones y víveres, lo que dio lugar a la creencia de que Moscú deseaba que los nazis terminaran con los últimos patriotas polacos. La desesperada resistencia de Bor-Komorovsky concluyó el 2 de octubre. En dos meses de lucha murieron allí 22.000 patriotas polacos y no menos de 15.000 civiles fueron fusilados como represalia por la sublevación. Polonia perdió, a lo largo de toda la guerra, 5.500.000 personas, de las cuales 5.300.000 fueron civiles. Eran reacciones de rabia e impotencia ante la pérdida inminente de la guerra; reacciones de psicópatas que, sabiendo ineludible su eliminación por parte de los vencedores, trataban de llevarse por delante a cuantos pudieran.

El día 25 de agosto de 1944 capitulaban los alemanes en París; los días 24 y 25 Rumania, Bulgaria y Finlandia rompían su alianza con Hitler y, poco después, solicitaban el armisticio; los aliados se apoderaban de toda Francia y penetraban en Alemania y en los Países Bajos, donde sufrieron el descalabro de Arnhem, que frenó el avance en el oeste, concediendo un respiro a Hitler. Un respiro muy leve, porque las tropas alemanas perdían los Balcanes y Grecia, mientras los soviéticos penetraban en Checoslovaquia y Hungría y los aliados franqueaban las defensas alemanas de la «Línea Sigfrido». En el Pacífico, los norteamericanos desembarcaban en las Filipinas y los británicos ganaban terreno en Birmania… pero Hitler ya no prestaba atención al frente del Pacífico: consideraba que los japoneses eran unos aliados egoístas y desleales, cuya política hacia la Unión Soviética había perjudicado sensiblemente a Alemania.

El clima derrotista llegaba al propio cuartel general de Hitler, una de cuyas secretarias anotó en su diario:

«Era enervante contemplar cómo el hombre, que de un plumazo podía terminar con tantos sufrimientos y miserias, yacía postrado en su lecho, observándonos cansinamente mientras todo se hundía a nuestro alrededor.»

Pero Hitler, enfermo y envejecido, seguía fantaseando con sus victorias y ordenaba reclutar a cuantos pudieran empuñar las armas, incluidos hombres de más de cincuenta años y niños de quince y dieciséis, alistados en la Volkssturm y en las Juventudes Hitlerianas. De esta manera, a comienzos de diciembre de 1944, contaba con un ejército de más de cuatro millones de soldados, aunque de calidad muy inferior a los que tuvo entre 1941-1943, con adiestramiento superficial y peor armados, pues su cobertura aérea era insignificante en esta época.

Con estas nuevas tropas y gracias al descenso de la actividad aliada en todos los frentes, Hitler volvió a reunir fuerzas importantes y decidió jugarse su última carta. Sus generales veían en aquellas reservas el instrumento ideal para asestar un mazazo a alguno de los ejércitos soviéticos que se habían situado en peligrosos salientes ya en tierras alemanas o, quizá, el martillo con el que castigar a los aliados occidentales cuando tratasen de cruzar el Rin. Hitler no creía en una cosa ni en otra, pues sabía que aquellas fuerzas se desgastarían con suma rapidez en uno u otro frente, logrando, en el mejor de los casos, retrasar un mes la derrota definitiva. Su propuesta era mucho más osada e imaginativa: volvería a intentar su suerte en las Ardenas; rompería el débil frente aliado protegido por el frío invernal y las habituales nieblas que cubren esa región en diciembre, y luego giraría hacia el mar, copando a un millón de soldados aliados en los Países Bajos. Tamaña victoria quizá le permitiera negociar una paz por separado con los anglo-norteamericanos y, luego, volcar todos sus efectivos sobre las tropas soviéticas, cuyos excesos contra la población civil eran consonantes con los cometidos por los alemanes en sus ofensivas de los años anteriores. Hitler soñaba despierto, pero en algo sí tenía razón: su victoria en las Ardenas, como mínimo, dejaría fuera de combate a los aliados durante un semestre.

El ataque alemán comenzó en la madrugada del 16 de diciembre y constituyó una completa sorpresa para los norteamericanos que, acometidos por fuerzas muy superiores, cedieron en casi todos los sectores; pero pronto quedaron al descubierto los muchos puntos débiles que tenía aquel «todo o nada» que se había jugado Hitler: faltaba combustible, municiones, reservas y adiestramiento y se había supuesto que las tropas norteamericanas resistirían menos, que huirían presas del pánico. Como ello no ocurrió, la ofensiva fue embotándose poco a poco hasta paralizarse casi por completo el 23 de diciembre, fecha en que se despejaron las nieblas y se levantaron las nubes, permitiendo la actuación de los aviones aliados. En ese momento se terminaron las pequeñas posibilidades de éxito que habían tenido los alemanes. A medio camino de sus objetivos, recibieron tan tremendo castigo desde el aire que les obligó a replegarse al concluir el año. Los aliados hubieron de lamentar 77.000 bajas y la pérdida de 733 carros de combate y 592 aviones; los alemanes, por su parte, sufrieron 82.000 bajas y perdieron 324 carros de combate y 320 aviones. La tremenda diferencia radicaba en que los aliados repondrían sus pérdidas en un mes; para la Wehrmacht, era el «canto del cisne».

AL FRENTE EN TRANVÍA

El agotamiento alemán quedó claro en pocos días. El 12 de enero de 1945 comenzó el gran ataque soviético en el puente de Varanov, Polonia, dando la señal de avance a cinco grupos de ejército, con unos tres millones de hombres desplegados a lo largo de 1.200 km, desde Lituania hasta Hungría. La Wehrmacht hubo de combatir en una inferioridad de 1 a 2 en infantería, de 1 a 3 en carros de combate, de 1 a 5 en artillería y de 1 a 12 en aviación. El resultado podía preverse: el 6 de febrero los soviéticos habían ocupado toda Polonia, Prusia Oriental, parte de Pomerania y se hallaban a 50 km de Berlín. Aquel veloz avance originó uno de los éxodos civiles más terribles de la Historia. Ocho millones de personas, según el historiador militar Eddy Bauer, se lanzaron a las carreteras, con temperaturas que incluso alcanzaron los 25° bajo cero, causando un formidable atasco que terminó por atrapar al ejército en retirada. Millón y medio de personas nunca alcanzaron la ribera oeste del río Oder-Neisse, quedando tiradas en las heladas cunetas, víctimas del frío, de la metralla soviética o arrollados por la inmensa marea humana que huía presa del pánico. Más de 300.000 soldados alemanes perecieron en aquellos días, librando desesperados combates defensivos y más de 500.000 fueron hechos prisioneros y deportados a Siberia, de donde apenas retornaría la décima parte. El responsable de aquella catástrofe fue Hitler. Guderian, que había sustituido a Zeitzler al frente del Estado Mayor, pidió al Führer que ordenase la retirada de los efectivos alemanes en Curlandia y Noruega, cerca de 800.000 hombres bien armados, para defender las fronteras de Alemania. Hitler enloqueció ante tal propuesta, asegurando que las cifras de los efectivos soviéticos eran sencillamente una falsedad inventada por el servicio de información alemán y que la demanda de Guderian era un disparate, pues se perderían las armas pesadas de aquellos ejércitos. De nada valieron las argumentaciones del general; sencillamente, Hitler se obstinaba en mantener sus esperanzas de victoria y aquellas retiradas eran la renuncia a su loco sueño.

Nadie podía explicarse en qué se fundaban sus ilusiones salvo, quizá, la demencia. Regresó a Berlín desde el «Nido del Águila» uno de sus múltiples cuarteles generales durante la guerra, el 16 de enero. Su tren cruzó docenas de estaciones ferroviarias en ruinas y sufrió demoras que le parecieron intolerables, debidas a la formidable destrucción sembrada en Alemania por los bombardeos aliados. Uno de los coroneles de aquel Estado Mayor que le acompañaba permanentemente pronunció la frase que resumía el momento: «Berlín será el más práctico de nuestros cuarteles generales, pues pronto podremos ir en tranvía al frente del este y al frente del oeste.» Hitler encontró Berlín irreconocible; ni los servicios municipales movilizados por su llegada lograron despejar los escombros que cortaban algunas calles. Se calculaba que había en la ciudad 1.800.000 viviendas y que la mitad de ellas habían sido alcanzadas por las bombas, resultando inhabitable un tercio. Un ala de la Cancillería se había derrumbado, el jardín era un paisaje lunar a causa de los cráteres de la bombas, no había ni un cristal entero en todo el edificio e, incluso, las habitaciones privadas de Hitler eran la imagen de la desolación: fueron limpiadas apresuradamente, pero los muebles estaban rayados y deteriorados por los desprendimientos de yeso y las paredes tenían múltiples grietas. Pese a eso, Hitler se quedó allí a vivir los últimos días de aquel infierno que él había desatado, hasta que nuevos bombardeos le obligaron a internarse en el búnker.

En aquel comienzo de 1945, nefasto para los nazis, se estaba produciendo una conferencia interaliada cuyas repercusiones han alcanzado el siglo XXI: Yalta. En la estación balnearia de Crimea se dieron cita los tres grandes, Stalin, Roosevelt -que para entonces era poco más que un cadáver ambulante- y Churchill. Allí decidieron las fronteras de la posguerra, el nacimiento de la ONU, las zonas de influencia de las ideologías soviética y capitalista, la división de Alemania, etc. Un montaje que se ha ido desplomando a lo largo de medio siglo, pero del que todavía quedan retazos.

Las noticias difusas de Yalta impresionaban poco a Hitler, que enloqueció de furia, sin embargo, cuando se enteró el 7 de marzo de que un pequeño grupo de combate norteamericano había logrado tomar el puente de Remagen sobre el Rin. En aquel caos, Remagen era poco más que una anécdota que, incluso, fue mal aprovechada por los norteamericanos, pero bastó para que Hitler volviera a mostrar una de sus cóleras asesinas y uno de sus empecinamientos absurdos. Por un lado, ordenó el fusilamiento de cuatro de los responsables de unidades próximas al puente y, por otro, mientras Alemania se hundía en el caos, aquel puente fue objeto de todo tipo de ataques, empleando incluso cohetes V-2. El puente se caería solo, mientras los aliados, en su formidable ofensiva del 23 y 24 de marzo, cruzarían el Rin por otros puntos y avanzarían impetuosos hasta el Elba. Medio millón de soldados alemanes resultaron muertos, heridos, capturados o dispersados en estas operaciones. La marcha hacia Berlín sería un paseo militar y, sin embargo, los anglo-norteamericanos se detuvieron en la margen izquierda del Elba: Eisenhower regaló Berlín a los soviéticos. Dicen que el general Bradley informó a su superior que alcanzar la capital alemana les costaría, como mínimo, 100.000 mil hombres y que, a la vista de semejante precio, Ike renunció a la capital alemana. Si esto fue así, demostraría que Bradley no tenía ni idea de las fuerzas alemanas que le cerraban el camino hacia Berlín -no más de 250.000 hombres mal armados, sin aviación, completamente desmoralizados y sin el más mínimo interés en seguir combatiendo contra los aliados occidentales- y que Eisenhower era un ciego político. Las consecuencias de aquella decisión duraron hasta 1989.

Stalin, evidentemente, conocía mejor el valor simbólico y material de la capital alemana y, aunque sus tropas estaban agotadas tras los formidables embates de enero, febrero y marzo, ordenó a sus mariscales que reanudaran la ofensiva. El 16 de abril, el Grupo de Ejércitos del mariscal Zukov abrió fuego con 20.000 cañones a lo largo de 100 km del frente del Oder. Berlín, a unos 80 km de distancia, pudo escuchar sobrecogida el eco del cañoneo. La resistencia alemana duró cuatro días, al cabo de los cuales sus gastadas unidades fueron dislocadas, envueltas, apresadas, rechazadas o destruidas.

Ese nuevo desastre ocurrió justamente el día 20 de abril, en el que Hitler cumplió cincuenta y seis años. A mediodía subió torpemente las escaleras del búnker y salió al jardín de la Cancillería, donde felicitó con voz apagada a un grupo de chicos de las Juventudes Hitlerianas que se habían distinguido en la lucha. Fue esa la última vez que vio la luz del día. Por la tarde, se dieron cita en el búnker muchos militares y políticos relevantes para felicitarle; recibió uno tras otro a los principales y charló privadamente con ellos unos minutos. Después, sostuvo una reunión de guerra en la que no pudieron convencerle de que abandonara Berlín; sin embargo, ordenó que Doenitz, con los mandos principales de la Jefatura Militar, incluyendo a Keitel y Jodl, estableciera su puesto de mando en el norte de Alemania, mientras Goering, que había dispuesto una enorme caravana de camiones con todos sus tesoros -retirados de sus casas berlinesas y del palacio de Karinhall- se dirigiría hacia Berchtesgaden…Algunos testigos presenciales aseguraron que Hitler se quedó pasmado ante la marcha de Goering; otros, sin embargo, aseguraron que Hitler le despidió cariñosamente, rogándole que tuviera precauciones ante la posibilidad de que los aliados hubieran cortado ya las carreteras. Cuando se fueron, el búnker quedó silencioso. Ya en su despacho, Hitler comentó a las dos secretarias que le acompañaban: «Me siento como un lama tibetano, haciendo girar inútilmente la vacía rueda de oraciones. Debo forzar aquí el destino o moriré en Berlín.» Al día siguiente, por la mañana, fue despertado por su mayordomo, Linge, que, muy asustado, le aseguró que la artillería soviética disparaba sobre Berlín. Efectivamente, era una batería pesada que fue localizada a unos 20 km del corazón de la ciudad. Los soviéticos habían roto las líneas alemanas y avanzaban con rapidez hacia la capital de Hitler. Tres días después, el 24 de abril, la tenaza soviética se cerraba sobre Berlín.

Dentro de la ciudad quedaban más de 2.000.000 de civiles y unos 200.000 hombres armados procedentes de unidades desarticuladas -que se retiraban ante el avance soviético-, de la policía, de los batallones ministeriales, de los municipales, de las Juventudes Hitlerianas y de la Volkssturm. Poseían armas heterogéneas, pues cuantos ingenios bélicos se hallaban en los talleres de Berlín y alrededores fueron incorporados a la defensa de la capital, pero en su mayoría eran armas individuales: rifles, fusiles de asalto, ametralladoras, pistolas y Panzerfausten (las granadas de carga hueca, pensadas como anticarro, que en Berlín se emplearon con enorme eficacia en la lucha callejera).

Ésas eran ya las últimas tropas de Hitler, pues las otras fuerzas, a las que insensatamente se aferrarían hasta el último momento los ocupantes de la Cancillería, eran poco menos que vanas esperanzas. El 9.° Ejército del general Busse constituía una bolsa móvil que se retiraba desde el Oder y avanzaba hacia el oeste, rodeada de ejércitos soviéticos, llevando en su interior millares de civiles fugitivos. La extraordinaria pericia de Busse les condujo hasta el Elba, tras dos semanas de combates, donde se rindió a los aliados. Felix Steiner era un general de las SS promocionado a última hora por Hitler. Recibió la orden de romper el cerco de Berlín por el norte y se encontró ante fuerzas soviéticas muy superiores en número y armamento, por lo que pasó inmediatamente a la defensiva. Steiner era un tipo brutal y poco hábil, pero no idiota, y sabía muy bien que aquellas heterogéneas tropas que mandaba, armadas con poco más que fusiles y ametralladoras, no constituían un ejército de choque capaz de perforar las líneas de Zukov. Steiner fue sustituido por el general Holste, que tampoco pudo cambiar la situación de inferioridad en que se hallaban sus soldados. Mayor fundamento tuvieron las esperanzas en Wenck, un buen general, al mando del 12.° Ejército, que desde el Elba giró hacia Berlín, importándole poco Hitler y su camarilla, pero mucho la población civil de la capital. Sus tropas libraron épicos combates con las vanguardias soviéticas por romper el cerco, consiguiendo enlazar el 28 de abril con la guarnición de Potsdam y con las vanguardias de Busse. El 29 de abril, los Ejércitos 12.° y 9.°, agotados y fuertemente presionados por los soviéticos, comenzaron a replegarse hacia el Elba. Hitler debía enfrentarse a solas con su destino.

ESPERANDO EL MILAGRO

Cerca de la medianoche del 29 de abril llegó al búnker el jefe de la defensa de Berlín, general Weidling. Desconocía la situación fuera de la ciudad, pero sus noticias de la lucha callejera eran malas. Se combatía con fiereza a aquellas horas en la estación de Potsdam, pero sus hombres carecían de granadas y armas pesadas; ya no había medios para reparar los carros de combate ni los cañones de asalto y escaseaban los Panzerfausten.

«Mein Führer, nuestros hombres están luchando con una entrega y una fe sin límites, pero estamos siendo desbordados y acorralados. No podremos sostener la lucha durante veinticuatro horas más.»

Se produjo un silencio sepulcral, interrumpido por un hilo de voz de Hitler que preguntaba al general de las SS Mohnke, jefe militar del búnker, si compartía aquella opinión.

«Sí, Mein Führer, ya carecemos de armas pesadas y son muy escasas las municiones. No podemos cubrir los huecos de los muertos por falta de todo tipo de reservas. Incluso es tan reducido el espacio que nos queda que estamos expuestos a ser divididos en dos zonas por los ataques soviéticos.»

Hitler había escuchado bastante. Se incorporó con un gran esfuerzo e hizo ademán de abandonar la pequeña estancia, pero fue detenido por la pregunta del general Weidling:

«Mein Führer, ¿qué órdenes debo dar a nuestros hombres cuando ya no dispongan de munición?»

Hitler meditó unos segundos:

«Como no puedo permitir la rendición de Berlín, cuando se agoten las municiones, sus hombres se reunirán en pequeños grupos y tratarán de cruzar las líneas soviéticas y de reunirse con las fuerzas del almirante Doenitz.»

Abandonó la habitación, pero la última idea le preocupaba tanto que, a continuación, escribió una carta confirmando esta orden a los generales Weidling y Mohnke. Apenas había terminado de redactar la nota, cerca de la medianoche, cuando llegó el esperado telegrama de Keitel que respondía a las cinco preguntas formuladas por Hitler a las 19.52 h:

«1) La vanguardia de Wenck ha quedado detenida al sur del lago Schwielow. 2) En consecuencia, el 12.° Ejército no puede proseguir su ofensiva hacia Berlín. 3) El grueso del 9.° Ejército está cercado. 4) Las fuerzas de Holste se han visto obligadas a pasar a la defensiva.»

Un impresionante silencio acogió la lectura del telegrama. No necesitaron comentario alguno para entender lo que aquello significaba: las últimas fuerzas alemanas estaban siendo rechazadas. Cualquier esperanza de auxilio quedaba descartada. Estaban condenados a muerte.

Es imposible precisar cuánto duró aquella situación, pero a alguna hora entre las 2 y las 4 de la madrugada del 30 de abril, Eva Braun reunió a las mujeres en el pasillo de la planta superior del búnker, que hacía las veces de comedor comunitario. Magda Goebbels, las secretarias, la cocinera, varias enfermeras y esposas de oficiales que prestaban servicio allí, se alinearon junto a las paredes. Pálidas, ojerosas, cansadas, eran la vívida imagen de la derrota alemana. Hitler salió de su despacho, acompañado por Bormann, subió arrastrando los pies las pocas escaleras que separaban ambos pisos y les fue estrechando la mano en silencio, una tras otra, musitando frases ininteligibles en respuesta a tímidos mensajes de esperanza. Una enfermera perdió los nervios y le endilgó un histérico discurso, pronosticándole la victoria. Hitler cortó su perorata: «Hay que aceptar el destino como un hombre», dijo con voz ronca y siguió estrechando manos. Cuando terminó, regresó a su despacho seguido de su sombra, Martin Bormann.

La enfermera Erna Flegel -cuyas declaraciones a los agentes norteamericanos del Strategic Service Unit, en 1945, fueron hechas públicas en julio de 2001- corrobora la patética despedida: «Una mujer le animó "Führer creemos en usted y en la victoria". Él respondió: "Cada uno debe permanecer en su puesto y resistir y si el destino lo decide, deberá caer allí"… luego se alejó mortalmente cansado.»

La despedida del Führer fue interpretada como su intención inmediata de suicidarse. La voz corrió rápidamente por la planta superior del búnker y pronto fue notable el ruido de voces, risas y fiesta. Los soldados de las SS, largamente recluidos en su vigilancia del búnker, solían salir por la noche a hacer razias por los alrededores en busca de mujeres con las que divertirse. Esas fiestas eran discretas, conocidas y toleradas, pero aquella madrugada, la francachela dominaba cualquier sonido bélico del exterior, hasta el punto de que el propio Hitler pidió a sus ayudantes militares que impusieran orden y silencio; pero parece que no tuvieron mucho éxito, pues en la juerga participaba el propio general Rattenhuber, jefe de la guardia personal del Führer. Para Hitler debió de resultar amargo que su próxima muerte pudiera generar tal algarabía, incluso entre las gentes más allegadas. Sin embargo, no se trataba de un estallido de júbilo, sino de una sensación de alivio por el final de aquella tremenda opresión en que vivían desde hacía semanas y, a la vez, una válvula de escape ante el temor a lo que, ineluctablemente, estaba a punto de ocurrir. Todos sabían que en pocas horas habrían muerto o serían prisioneros de los soldados soviéticos. No se sabe si Hitler pensaba quitarse la vida aquella madrugada, pero lo cierto es que hacia las 4 h había desistido y se retiró a su habitación con Eva Braun, dispuesto a dormir y a vivir, a la mañana siguiente, los desastres que deparase el nuevo día.

El día 30 de abril Hitler se levantó extrañamente descansado. Había dormido bien cinco o seis horas, más que lo habitual en los últimos tiempos. Se afeitó cuidadosamente, rasurando con su navaja -«no me gusta que nadie ande con una navaja junto a mi cuello», comentó en una ocasión a una de sus secretarias- la dura barba canosa que se ocultaba en las arrugas de su cuello. ¿Y si ocurriera un milagro? En muchas ocasiones comprometidas de su vida ocurrió un prodigio que las resolvió a su favor. Amargamente, desechó aquella fugaz esperanza. Los hados hacía tiempo que le habían vuelto la espalda. Se vistió con pulcritud y buen gusto: camisa verde y traje negro, con calcetines y zapatos a juego. Salió a su despacho; Eva no estaba y decidió irse a desayunar solo, pero en ese momento llamaron a la puerta. Era el comandante militar del búnker, general de brigada Mohnke, que traía algunas noticias ligeramente alentadoras. Durante la noche había continuado la feroz pelea por cada piedra de Berlín. La artillería soviética había disminuido la intensidad de su fuego, algo perceptible incluso aquella mañana en el búnker, pero la infantería mantuvo sus ataques concéntricos y la presión de sus cuñas, desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que aún se defendía. Según Mohnke, las SS habían inundado los túneles del metro, ahogando o rechazando a los rusos que avanzaban por ellos y contraatacando en las salidas, a favor de la sorpresa, con una lluvia de granadas de mano y de mortero. Se había recuperado -en un asalto a base de bombas de mano y de cuchillo- la estación de metro de Schlessischer y algunos edificios, con lo que la presión soviética era un poco menos agobiante que a última hora del día 29.

Hitler no se atrevía a creer en la siempre presente esperanza del milagro. Desayunó frugalmente, con prisas, pese a que nada tenía que hacer, salvo aguardar a la conferencia militar del mediodía. A ésta asistieron los generales Krebs, Burgdorf, Mohnke y Weidling quien, cubierto de polvo, con profundas ojeras, barba de dos días y un penetrante olor a pólvora, llegaba de la calle, tras haber pasado la madrugada animando y organizando a los defensores de su mínimo perímetro defensivo. También asistían Goebbels y Bormann. Alguien preguntó cómo estaba el día y Weidling, el único que había estado en la calle, se sintió obligado a dar una respuesta social:

«Ahí fuera hace un día ventoso y húmedo. Supongo que está medio nublado, con el humo de los incendios y de las explosiones no se puede saber con certeza, pero se diría que hoy no ha amanecido en el centro de Berlín.»

Luego expuso la cruda realidad a los presentes, las máximas y últimas autoridades del III Reich, en cuyas miradas todavía titilaba una chispa de esperanza. Y la verdad es que los rusos avanzaban por el Parque Zoológico, habían alcanzado la Postdamerplatz, eran dueños de los andenes del metro de la Friederichstrasse, circulaban por los túneles de la Vosstrasse, combatían sobre el puente de Weidendammer y ocupaban buena parte del paseo Unter den Linden. En suma, lo que era previsible de una poderosa presión sobre unas fuerzas inferiores, por muy desesperadamente que combatieran. La artillería soviética se había concedido algún respiro, pero no por escasez de municiones, sino por falta de blancos. Sus cañones pesados ya no podían disparar porque se arriesgaban a destrozar a sus propios soldados. La inundación de los túneles del metro había sido la obra de un loco; cierto que había frenado a los soviéticos durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de berlineses que estaban refugiados en los andenes. Realmente, nada había cambiado. Los soviéticos sostenían su lento progreso; los defensores, su obstinada defensa, pero cada vez eran más escasos y con menos armas y munición. Weidling se permitió ironizar ligeramente sobre los últimos defensores de Berlín, en su mayor parte experimentados y duros soldados de las SS, voluntarios en los frentes del este, gentes de las divisiones Hansschar, Italien, Walonie, Flandern, Charlemagne, Nordland… es decir, gran parte de los hombres que defendían como fieras los últimos escombros de Berlín eran franceses, belgas, holandeses, eslavos, italianos, escandinavos y españoles. Su fiereza, su experiencia y su desesperación eran ya sólo un delgado muro para contener los ataques soviéticos, sobre una zona que no tendría más allá de un kilómetro de ancho. El imperio de Hitler se había reducido a unas doscientas hectáreas de escombros.

La minúscula esperanza se apagó bruscamente en Hitler y en todos. Tras el resumen de la situación por parte de Weidling, Hitler se quedó a solas con Goebbels y Bormann y les comunicó que se suicidaría aquella tarde. Luego llamó al coronel Günsche. Le ordenó que una hora más tarde, a las 3 en punto, se hallase ante cuando esto hubiera ocurrido, el coronel se cercioraría de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza. Después se ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde Kempka y Baur deberían haber reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían para reducir ambos cuerpos a cenizas.

«Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno, también, que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento.»

Cuando el perruno Günsche, con las lágrimas surcándole las mejillas, prometía cumplir aquellas órdenes hasta el último detalle, llamaron a la puerta y, sin ser invitada a pasar, entró en la habitación Magda Goebbels, que mostraba en su deteriorado rostro las huellas de la enfermedad, el encierro en el búnker y el sufrimiento, no sólo por la autocondena de su marido, sino porque debería acompañarle, junto con sus seis hijos, en el suicidio colectivo. Magda, de rodillas, le imploró que no les abandonara. Hitler pensó, con una chispa de orgullo, en el amor que había despertado en aquella hermosa mujer, lo mismo que en tantas otras a las que nunca llegó a tratar íntimamente, y se sintió obligado a darle una explicación trascendente de su muerte: si él no desaparecía, Doenitz no podría negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiró al piso superior, junto a sus hijos, todos niños. Se daba cuenta de que Hitler, el hombre adorado durante quince años, no la había entendido. Ella quería que se salvara, sobre todo, para no verse abocada a matar a sus propios hijos, a los que contempló con los ojos arrasados de lágrimas mientras se peleaban en las mínimas habitaciones de la primera planta del búnker.

Serían las 14.30 h cuando Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó hasta el comedor, pero no quiso tomar nada y prefirió volver a sus habitaciones. En aquel almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían permanecido en el búnker, Frau Trauld Junge y Frau Gerda Christian y su cocinera vegetariana, Fräulein Manzialy. Fue un almuerzo muy frugal, muy rápido y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.

Terminado el almuerzo, Hitler regresó a sus habitaciones, pero en el pasillo se encontró una nueva despedida. Allí se reunieron las tres mujeres que le habían acompañado durante la comida, a las que se unió Fräulein Krüger, secretaria de Bormann, que había acudido desde un búnker próximo. También estaban sus viejos camaradas del NSDAP, Goebbels y Bormann, los generales Krebs y Burgdorf, el vicealmirante Hans-Eric Voss -representante de la Marina en el Cuartel General de Hitler-, Hans Rattenhuber -jefe de la guardia personal de Hitler-,Werner Naumann -un subordinado de Goebbels que hacía labores de enlace entre el ministerio y la Cancillería-, el diplomático Walter Hewel -viejo miembro del partido y enlace entre Exteriores y la Cancillería-, el ayudante Günsche, el mayordomo Linge, el piloto Baur y el chófer, Kempka. Eva, delante, abrazaba a las mujeres, mientras los hombres le besaban la mano. Estaba pálida, pero lograba dominar su emoción e incluso era capaz de exhibir una mínima sonrisa. Hitler, muy tenso, estrechó fríamente las manos de todos en un profundo silencio y, tras su mujer, penetró en el despacho. Todos se retiraron, salvo Günsche y Linge, que tenían órdenes del Führer de velar su puerta hasta después de su muerte. Eran, aproximadamente, entre las 15 y las 15.15 h de la tarde del 30 de abril de 1945.

A la habitación de los mapas se retiraron, esperando acontecimientos, Goebbels, Bormann, Krebs y Burgdorf. No hablaron ni una sola palabra, prestando todos gran atención al estampido de un disparo de pistola. Fueron, sin embargo, sobresaltados por voces ahogadas en el pasillo. Magda Goebbels realizaba el último intento desesperado de salvar su mundo, de salvar, sobre todo, a sus hijos y forcejeaba con el gigantesco Günsche, que medía casi dos metros, por entrar en el despacho de Hitler. Como no lograra vencer la oposición del gigante, Magda consiguió, al menos, que él entrara en el despacho del Führer.

«Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que me permita entrar para convencerle.»

Günsche penetró en la habitación, captando el último retazo directo de la vida de Hitler. Se hallaba de pie, frente al retrato de Federico II y junto a su mesa de despacho. Günsche no vio a Eva Braun, y supuso que se hallaría en el cuarto de baño, pues oyó funcionar la cisterna. Hitler miró sorprendido y en muda interrogación a Günsche. Cuando le expuso lo que ocurría, Hitler replicó fríamente: «No quiero recibirla.»

Diez, quizá quince minutos más tarde, entre las 15.30 y las 16 h, escucharon el estampido de un disparo. Transcurrieron unos instantes interminables y, sobreponiéndose a lo que sabían que les esperaba, Linge convenció a Günsche de que debían entrar. Abrieron la puerta y hallaron a Adolf Hitler y a Eva Braun muertos. Eva estaba descalza, sentada en el sofá, con los pies sobre él y la cara apoyada contra el hombro de Hitler. Había mordido la cápsula de vidrio que contenía cianuro potásico y tenía las piernas contraídas, quizá a causa del dolor ocasionado por el poderoso veneno. Sobre el velador había una pequeña pistola, al alcance de su mano, que no había empleado, y un jarrón de flores artificiales, volcado, probablemente, en los estertores de la agonía. Adolf estaba sentado en el sofá, frente al retrato de Federico el Grande. Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo y la boca torcida, en la que podían verse restos de la cápsula de cristal que contenía el cianuro. En la sien derecha se apreciaba un negro boquete del que todavía manaba sangre, y los cabellos de alrededor estaban chamuscados por el fogonazo del disparo. En la mano izquierda, sobre el corazón, oprimía el retrato de su madre, que había conservado durante medio siglo; la mano derecha pendía inerte, después de haber dejado caer al suelo la pistola Walter 7,65, que seguramente empleó al mismo tiempo que el cianuro.

Después de Günsche y Linge penetraron en la habitación Goebbels y Bormann y se les unió Axmann, jefe de las Juventudes Hitlerianas que combatía en las ruinas de Berlín, y que se había acercado al búnker a despedirse de Hitler, al que sólo pudo ver muerto. Del momento existe un recuerdo, un primer plano de Hitler que alguno de los presentes fotografió. No hubo tiempo para mucho más. Envolvieron el cadáver del Führer en una alfombra, mientras el de Eva permaneció tal como había muerto, y los sacaron al jardín de la Cancillería por la escalera de emergencia. Sobre el traslado de los cadáveres existen tres versiones diferentes. Según la primera, los subieron varios SS, provistos de dos camillas. La segunda asegura que Linge y Bormann tomaron los cuerpos de Hitler y Eva y los subieron a hombros. La tercera es una variante de la anterior: los habrían transportado el chófer Kempka y el coronel Günsche. Sea como fuere, depositaron los cuerpos en el embudo de una bomba- cerca de la salida de emergencia-, los rociaron con gasolina y los prendieron fuego.

CAE EL TELÓN

Sobre lo que ocurrió después, los supervivientes dieron dos versiones. Según unos, apenas estuvieron algunos minutos junto a los cuerpos que ardían -el de Hitler, envuelto en la alfombra-, pues la artillería soviética comenzó a disparar y varios proyectiles cayeron sobre el jardín, obligando a los testigos del macabro espectáculo a refugiarse en el búnker. Según otros, el grupo permaneció mucho tiempo contemplando la cremación e, incluso, habrían añadido más gasolina a la pira, de modo que terminaron por ver los huesos calcinados de Hitler y de Eva. La tierra levantada por las bombas que comenzaron a caer al anochecer enterraría los restos, pero es más probable que fuesen cubiertos por soldados de las SS, obedeciendo órdenes de Rattenhuber. Testigos de la cremación fueron Goebbels, Bormann, Burgdorf, Günsche, Linge y Kempka, tres oficiales y tres soldados de las SS.

El destino de la mayoría de las personas que vivieron de cerca el último día de Adolf Hitler fue trágico. Joseph Goebbels y su esposa Magda se hicieron matar a tiros después de haber envenenado a sus hijos; Burgdorf y Krebs se suicidaron en el búnker al día siguiente; Bormann, Günsche y Mohnke murieron horas después, cuando trataban de abandonar la capital; Voss, Baur, Rattenhuber, Hewel y Linge fueron capturados por los rusos y nunca más se supo de ellos; los tres oficiales de las SS, testigos de la cremación, desaparecieron en los estertores de Berlín. Las diversas versiones de la muerte, traslado y cremación de Hitler se deben a Linge -que se lo contó a las secretarias, Frau Junge, Frau Christian y Frau Krueger, supervivientes a la guerra y testigos en Nuremberg -, a Kempka y a Axmann, que lograron escapar de Berlín y fueron capturados por los norteamericanos, y a los tres soldados de las SS, Mansfeld, Karnau y Hofbeck, que vieron arder los cadáveres de Hitler y de Eva Braun, y cuyos testimonios fueron recogidos por el gran especialista en las postrimerías de Hitler, H. R. Trevor-Roper.

El 10 de febrero de 2002 falleció la última testigo de aquellos acontecimientos, Traudl Junge. Contaba ochenta y dos años y fue secretaria de Hitler desde finales de 1942 hasta su muerte; ella, precisamente, copió los testamentos de Hitler y sus declaraciones a los servicios secreto norteamericanos y a los fiscales de Nuremberg han sido fundamentales para reconstruir la tragedia. Trauld Junge escribió en 1947 sus recuerdos de los treinta meses que trató a Hitler, pero no los publicó hasta enero de 2002, sabiéndose ya en el ocaso de su vida, bajo el título Bis zur letzten Stunde (Hasta la última hora); junto a esas memorias grabó una entrevista de más de diez horas con André Gellers, que presentó una versión resumida en el festival cinematográfico de la Berlinale, también de enero-febrero de 2002. En todo ese material no hay novedad alguna sobre lo que ya había dicho en 1945-1946; sólo es nuevo el arrepentimiento y el desprecio que llegó a sentir por aquel régimen y aquel monstruo a los que había servido, lo mismo que la mayoría de sus compatriotas:

«Ahora puedo decir que Hitler era un criminal, pero en aquel momento no lo vi y tampoco lo vieron millones de personas […]. Nunca le oí hablar del exterminio de los judíos con nadie. Nunca tuve la impresión de que se viera a sí mismo como un criminal. Él creía que obraba de acuerdo con unos ideales. Para conseguir sus metas caminó sobre cadáveres…»

Es decir, reflexiones posteriores a los hechos, fruto de una vida bajo el estigma de haber sido la secretaria del monstruo y de estar bajo la sospecha de que algo debería haber sabido sobre los horrores provocados por el nazismo. A los efectos de esta narración, una sola frase interesante: la sensación de los que quedaban en el búnker tras el suicidio de Hitler: «Le odié porque nos abandonó de esa manera. Nadie sabía qué hacer. No teníamos vida propia.»

El paradero de los restos de Hitler es, también, asunto controvertido. Según algunos, jamás aparecieron. Una versión soviética, difundida años más tarde, aseguró que los soldados que llegaron a la Cancillería día y medio después fueron informados de dónde se hallaban los restos, los recogieron y los trasladaron a Moscú. Médicos soviéticos habrían realizado la autopsia, identificándolos plenamente y tranquilizando a Stalin respecto al final de Hitler. En favor de esta historia hay que decir que el Gobierno soviético jamás mostró inquietud alguna respecto al paradero de Hitler y que en el juicio de Nuremberg no se puso en duda su muerte; sin embargo, los archivos históricos soviéticos aún no han confirmado esta versión.

Sin embargo, el 3 de abril de 1995, el semanario alemán Der Spiegel publicó que, tras la identificación, fueron secretamente enterrados cerca de un acuartelamiento soviético en Magdeburgo, junto al Elba, en la antigua República Democrática de Alemania. En 1970, el jefe de la KGB, Yuri Andropov, sugirió que los restos fueran destruidos para evitar cualquier culto fetichista por parte de los neonazis, si es que algún día eran hallados. Leonidas Breznev, a la sazón secretario general del Partido Comunista soviético, habría dado su aprobación y lo que quedaba de Hitler, Eva Braun, Goebbels y Magda fue incinerado y arrojado a un afluente del Elba.

De cualquier manera, en el año 2000, en una exposición conmemorativa del 55.° aniversario del triunfo soviético sobre la Alemania nazi, figuraban un fragmento de cráneo que se identificaba como el de Hitler y cinco piezas de oro de su dentadura. Pertenecieran al dictador o no, el escaso misterio que aún quedaba dejaba así de existir. Pero estas precisiones son útiles para desmentir la ficción que se ha complacido en situar a un Hitler vivo en diversos lugares de la tierra. Verdaderamente, aquellos primeros días de mayo de 1945 los alemanes no estaban para ocuparse de minucias tales como el paradero de los restos de algunos de sus muertos, cuando en Berlín había decenas de millares de cadáveres insepultos.

La noticia de la muerte de Hitler se fue difundiendo poco a poco, tan lentamente que llegó al cuartel general de Doenitz, en Plon, a las 15.18 h del 1 de mayo, en este telegrama: «Führer falleció ayer quince horas treinta minutos. Testamento del 29 de abril le confía el cargo de presidente del Reich… Se deja a su decisión cuándo y cómo informar a la tropa y a la opinión pública»; firmaban el comunicado Goebbels y Bormann y lo fechaban en la mañana de aquel primero de mayo, que sería el último día para ambos.