38008.fb2 El ?ltimo D?a De Adolf Hitler - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Epílogo

VENCEDORES Y VENCIDOS

¿Por qué Hitler designó a este marino, que no tenía vinculación alguna con el partido nazi y cuyos méritos habían sido la organización del arma submarina y, a partir de 1943, la jefatura de la Kriegsmarine, a la que Hitler profesaba un escasísimo afecto? Éste es uno de los múltiples misterios sin resolver en la trayectoria del Führer, aunque, al parecer, en aquellos días finales del búnker, Hitler comenzaba a hablar admirativamente de la Marina, cuyos capitanes perecían con sus buques.

Sea por esta o por cualquier otra causa, el hecho es que el almirante Doenitz, jefe de una Marina con muy pocos barcos, que en aquellos días se dedicaban fundamentalmente al traslado de soldados y población civil desde los puertos de Prusia Oriental hacia el oeste, fue nombrado presidente. Tenía su cuartel general en Ploen, entre Kiel y Lübeck, a unos 240 km de Berlín. Hacia allí partieron varios mensajeros con copias del testamento, pero ninguno alcanzó a tiempo su objetivo; más aún: Doenitz jamás llegó a tener en sus manos una de aquella copias que salieron del búnker durante el día 29 de abril.

El almirante se enteró de la gravísima responsabilidad que le había caído encima al anochecer del 30 de abril, cuando ya Hitler había muerto, aunque esto no lo sabría Doenitz hasta el día siguiente. De momento, lo único que tenía ante sí era un escueto telegrama que Bormann le había enviado el día 29 y que se había demorado veinticuatro horas a causa de la caótica situación alemana al final de la guerra:

«Querido Gran Almirante: puesto que todos los ejércitos han fracasado en sus tentativas de socorro y nuestra situación parece desesperada, el Führer dictó anoche el adjunto testamento político. Heil Hitler! Suyo, Bormann.»

Por aquel testamento -que llegaba con una copia del certificado de matrimonio de Hitler con Eva Braun- se enteró de que el Führer había decidido resistir y morir en Berlín y que él había sido designado presidente del Reich.

Doenitz no era un hombre brillante, tampoco poseía experiencia política y desconocía tanto las labores de gobierno como las relaciones internacionales. Tenía, sin embargo, un alto concepto del deber y era consciente de que en aquellos momentos de agonía había que hacer algo con rapidez y buen juicio. Esparcidos por toda Europa, desde Noruega hasta Creta y desde el Cantábrico hasta Yugoslavia, aún había más de tres millones de soldados alemanes con las armas en la mano. Cada día que pasaba, millares de ellos perdían la vida combatiendo sin esperanza y en una inmensa inferioridad de medios.

Doenitz tenía fama entre sus hombres de valiente, campechano y simpático. La pesada herencia recibida, según las notas del conde Lutz Schwerin von Krosigk -ministro de Exteriores en aquel gabinete fantasma y principal mentor del presidente Doenitz en los veintitrés días que duró su régimen- cambiaron su carácter, ensombrecieron su risueño rostro y curvaron su espalda, sobre la que comenzó a pesar el destino de millones de alemanes.

De cualquier forma, el almirante realizó probablemente cuanto pudo hacerse en aquellas circunstancias de derrota, caos y odio de los vencedores. En su avance por Alemania, británicos, norteamericanos y franceses estaban descubriendo todo el horror de los campos nazis de internamiento y de exterminio. La prensa mostraba a los soldados británicos en Bergen-Belsen, donde contaron millares de víctimas aún sin enterrar. El propio jefe supremo de los aliados occidentales, general Eisenhower, había paseado pálido y crispando los puños de cólera ante los montones de cadáveres de prisioneros de guerra y de civiles, abandonados por las SS en el campo de Ohrdruf, instalación dependiente de Buchenwald. La prensa aireaba, exactamente en aquellos días, el espanto del Lager Dora-Mittelbau…

Las circunstancias eran, probablemente, las peores que podían darse; pese a ello había que llegar a un alto el fuego inmediato. Mas la situación era tan complicada que deponer las armas de cualquier forma hubiera resultado suicida, pues las tropas alemanas inermes podrían ser víctimas de la venganza de la población civil en los países ocupados. Otro problema que se le presentaba era repatriar a las guarniciones aisladas en los países bálticos, pues de todos era conocida la dureza de la vida de los prisioneros de guerra en la Unión Soviética. No era más fácil la situación de las inmensas bolsas de población civil que caminaban hacia el oeste, protegidas por agotadas tropas que se replegaban combatiendo contra los ejércitos soviéticos.

Doenitz tenía, además, otros problemas. Primero, hacerse reconocer como nuevo jefe del Estado, para lo cual llamó a su cuartel general a Himmler, que aspiraba al cargo, logrando su reconocimiento. Segundo, lograr la fidelidad de los jefes de la Wehrmacht y de la Luftwaffe, para evitar la indisciplina y el caos. Tercero, designar un gobierno que se encargase de resolver los múltiples asuntos que aún podían tener solución. Cuarto, buscar a unos militares competentes que manejaran con destreza las mínimas posibilidades de maniobra que la rendición podía ofrecer.

Veinticuatro horas más tarde había resuelto los tres primeros problemas. En el cuarto hubo de quedarse con los dos hombres de confianza de Hitler al frente del OKW (Alto Mando de las Fuerzas Armadas), el mariscal Keitel y el general Jodl, porque no logró encontrar en la confusión de aquellos días a los mariscales Von Bock y Von Manstein. Fue una grave contrariedad puesto que estos últimos tenían un prestigio militar que admiraban los vencedores, al tiempo que no suscitaban la animadversión de los dos primeros, profundamente vinculados a Hitler.

A las 15.18 h del 1 de mayo Doenitz recibió la señal para ponerse en marcha. Procedente del búnker de la Cancillería, y firmado por Bormann y Goebbels, llegaba el telegrama que le confirmaba en la presidencia: «Führer falleció ayer 15 horas 30 minutos. Testamento del 29 de abril le confirma el cargo de presidente del Reich […].»

Los acontecimientos no permitieron a Doenitz meditar mucho su crítica situación. El 2 de mayo los británicos salieron de sus cabezas de puente del Elba y penetraron hacia el este. Montgomery, en la zona norte, arrolló las débiles defensas alemanas y llegó hasta Lübeck. Los norteamericanos hicieron lo propio más al sur y alcanzaron Munich. Doenitz necesitaba llegar a un alto el fuego inmediato en el oeste y ganar tiempo para mantener su retirada del este. El día 3 un telegrama del mariscal Kesselring, jefe de las fuerzas del sur de Alemania, le anunciaba la rendición alemana en Italia y le pedía permiso para capitular en su zona. El presidente le autorizó de inmediato, pues suponía un quebradero menos de cabeza, ya que aquellas importantes fuerzas se entregaban a los aliados occidentales.

El mismo día 3 enviaba una misión, compuesta por el almirante Von Friedeburg y el general Censal, al cuartel general de Montgomery.

El mariscal británico comprendió la angustia de sus interlocutores, que le ofrecían la capitulación militar del sector norte, rogándole que permitiera el paso hacia el oeste de soldados y civiles, y accedió a la demanda. Aceptó, también, las capitulaciones militares de Holanda, Dinamarca y Noruega, con gran alivio de Doenitz, que de esta forma veía garantizada la seguridad de las fuerzas de ocupación alemanas en aquellos países; en total, más de medio millón de hombres. Puso, sin embargo, condiciones en la retirada hacia el oeste: acogería a los soldados dispersos y no a unidades articuladas. No se responsabilizaba respecto a los civiles, puesto que aquella era una rendición militar; la Kriegsmarine debería entregar sus buques.

Las condiciones del mariscal británico planteaban dos graves problemas a Doenitz. La suerte de la población civil y, sobre todo, la de la Marina; necesitaba aquellos barcos para repatriar a las guarniciones costeras del Este. En un momento de las negociaciones, Montgomery había dicho al almirante Von Friedeburg: «Yo no soy un monstruo inhumano.» La frase, que aludía al atroz crimen nazi que día a día se estaba desvelando (la víspera habían descubierto los norteamericanos el espanto de Dachau), constituía un terrible reproche para los alemanes pero también fue un clavo ardiendo al que se agarró el atribulado Doenitz.

El almirante empujó a la población civil hacia las fuerzas británicas que, en general, hicieron la vista gorda y permitieron su paso hacia el oeste. Respecto ala Kriegsmarine, logró que los jefes de buque se comprometieran a no destruirlos y a entregarlos a los británicos cuando llegaran a puertos alemanes pero, entre tanto, seguirían navegando por el Báltico, recogiendo soldados y civiles y conduciéndolos a Dinamarca, única forma de evitar la inmediata entrega de los barcos a los británicos. De esa manera logró rescatar a unos 300.000 alemanes del este, que luego pudieron alcanzar las zonas alemanas ocupadas por los aliados occidentales.

El 4 de mayo, Von Friedeburg firmaba la capitulación militar de la Alemania del noroeste ante Montgomery. El acto tuvo lugar a las 18.20 h y el alto el fuego entró en vigor el 4 de mayo a las 8 h. En esos momentos un avión conducía a Von Friedeburg y a Censal hasta Bruselas. En la capital belga varios coches del ejército norteamericano esperaban a los delegados alemanes para conducirles al cuartel general de Eisenhower en Reims.

La consigna del almirante Friedeburg era ganar tiempo, quizá una semana fuera suficiente, para retirar las fuerzas de Checoslovaquia y de los Balcanes y terminar el traslado en el Báltico. Pronto perdió la esperanza. Llegó a Reims agotado y somnoliento. Los norteamericano estaban instalados en un modesto edificio, una escuela de ladrillo rojo. Allí le recibió el general Bedel Smith, jefe del Estado Mayor de Eisenhower, que tras los fríos saludos protocolarios puso ante el alemán un documento que exigía la rendición inmediata e incondicional de todas las fuerzas alemanas allí donde se encontrasen y ante el ejército aliado que les estuviera presionando.

Replicó Von Friedeburg exponiéndole el grave peligro en que se hallarían sus fuerzas desarmadas y el desvalimiento de la población civil a la que protegían y se apoyó en el acuerdo firmado la víspera con Montgomery. Pero Bedel Smith se limitó a responder que lo negociado con los británicos era un acuerdo táctico, limitado al norte de Alemania, mientras que lo que tenía delante era la capitulación general, tal como la exigía Eisenhower. Luego preguntó a su interlocutor si tenía poderes para firmar aquello.

Von Friedeburg respondió negativamente, él no había ido a Reims a firmar la rendición del III Reich. En su fuero interno, el enviado de Doenitz sintió una pequeña satisfacción, advirtiendo que podía ganar algún tiempo a causa del propio planteamiento de los aliados. Von Friedeburg se excusó ante Bedel Smith y despachó al general Censal al cuartel general de Doenitz, que acababa de trasladarse a Flensburg, una pequeña ciudad pesquera pegada a la frontera de Dinamarca, con apenas 50.000 habitantes y un bello barrio gótico. Doenitz recoge en sus memorias la llegada del mensajero:

«El día 6, por la mañana, llegó el general Censal para ponerme al corriente del estado de las negociaciones con Eisenhower. Me dijo que la actitud de éste era totalmente negativa. No aceptaría en ningún caso una capitulación parcial. Teníamos que rendirnos inmediata e incondicionalmente en todos los frentes, incluido el ruso. Las tropas debían entregar las armas, sin destruirlas, allí donde se encontrasen y considerarse prisioneras. El alto mando de la Wehrmacht se responsabilizaría de la rendición, extensiva a la Marina de guerra y a la mercante.»

LA ÚLTIMA RENDICIÓN

Doenitz envió a Reims al general Jodl con poderes para firmar y con instrucciones de resistir cuanto pudiera, conteniendo la actuación militar de los norteamericanos. Jodl, un hombre inteligente pero frío, imbuido en la idea de que la ruptura entre los aliados occidentales y los soviéticos era inminente y con la lacra de haber sido durante años un íntimo y convencido colaborador de Hitler, era un mal interlocutor, pero Doenitz no tenía a otro general de talla que enviar al cuartel general norteamericano. Partió el 6 de mayo hacia Reims y halló la misma intransigencia por parte de Bedel Smith. En la madrugada del 7 de mayo remitía el siguiente telegrama a Doenitz:

«El general Eisenhower insiste en que firmemos hoy mismo. En el caso contrario, los frentes aliados se cerrarán incluso para aquellos soldados que traten de rendirse aisladamente y quedarán suspendidas todas las negociaciones. Sólo hay una alternativa: el caos o la firma. Exige la confirmación inmediata, por radio, de que dispongo de todos los poderes para firmar la capitulación, que sólo entonces podrá entrar en vigor. Las hostilidades cesarán el 9 de mayo a las 0.00 h, horario alemán de verano.»

Sin embargo, el aparentemente frío Bedel Smith hizo más por los alemanes de lo que el gélido Jodl hubiera podido suponer. La angustia de Von Friedeburg, unida a la comprensión de que era dificilísimo lograr la capitulación de tantas tropas, en un espacio tan grande y con unas comunicaciones tan deficientes, lograron que el jefe del Estado Mayor norteamericano propusiera a Eisenhower la concesión de dos días de margen. Éste terminó aceptando que las tropas alemanas continuaran replegándose hacia el oeste, sin que los aliados las hostigaran, hasta las 0.00 h del día 9 de mayo. La condición era que los delegados de Doenitz firmasen la capitulación de forma inmediata. Jodl pidió conformidad a Doenitz, que a la 1 h del 7 de mayo telegrafió a Reims su asentimiento.

A las 2.41 h penetró la delegación alemana en una habitación cubierta de mapas de los distintos frentes. Allí estaban los representantes de los aliados, presididos por Eisenhower. La ceremonia fue fría. Eisenhower se limitó a preguntar si disponían de poderes y si estaban de acuerdo en las condiciones de la capitulación. Como los alemanes asintieran, se les pusieron delante los documentos. Firmaron el general Jodl, el almirante Friedeburg y el mayor Oxenius, en representación, respectivamente, de la Wehrmacht, la Kriegsmarine y la Luftwaffe.

Por medio de un intérprete y con gesto despectivo, Eisenhower le dijo a Jodl:

«Queda usted vinculado oficial y personalmente a la responsabilidad de que no se transgredan los términos de esta capitulación, así como a su entrega oficial a la Unión Soviética, para lo cual deberá comparecer en Berlín el comandante en jefe alemán en el momento en que lo determine el mando supremo soviético.»

Alfred Jodl, de cincuenta y cinco años, había sido oficial de Estado Mayor desde 1914 y ocupado la consejería militar de Hitler tanto en los días de gloria como en la derrota. En aquel trance, siguiendo el pensamiento tradicional inculcado en las escuelas de guerra, no podía entender la animosidad del general norteamericano, más joven y menos distinguido que él desde el punto de vista militar. Trató, por tanto, de seguir las reglas de la vieja cortesía castrense europea y, levantándose, se dirigió al jefe victorioso:

«General, con esta firma el pueblo alemán y sus fuerzas armadas han sido entregadas al vencedor, para su salvación o para su perdición. Esta guerra ha durado cinco años y ambos han padecido y sufrido más que ningún otro pueblo en el mundo. En esta hora sólo me queda confiar en la magnanimidad del vencedor.»

Eisenhower, pagado de su propia importancia, no se dignó en responder. La historia del siglo XX tendrá para él múltiples reproches: fue un jefe militar limitado, políticamente estaba ciego y su conducta estuvo orientada por los prejuicios. Alemania no podrá recordarle con gratitud; Europa occidental, tampoco.

Pese a la humillación de Reims, Doenitz había ganado parte del tiempo que se había propuesto. La actividad en los frentes había cesado mientras sus agotadas tropas seguían caminando hacia el oeste, junto con grandes masas de población civil. Las tragedias al llegar a las líneas norteamericanas, que frecuentemente se cerraron para impedir el paso de quienes huían de los ejércitos soviéticos, fueron incontables y tendrían enorme trascendencia en la configuración de la futura Alemania, cuya división se perpetuaría hasta 1989.

Aquel Gobierno fantasmagórico de Flensburg aún debería cumplir otra formalidad: quedaba la rendición oficial ante todos los vencedores. El «Gobierno de opereta» -en frase de Albert Speer, uno de sus ministros- hubo de designar una comisión a tono con la solemnidad. Mientras el gabinete en pleno, cuyos medios materiales se limitaban a poco más que una radio y media docena de máquinas de escribir, se dedicaba a hacer llegar las órdenes de rendición para las 0 h del 9 de mayo, Doenitz nombró a tres altos cargos militares para la firma de la capitulación del III Reich en Berlín: el mariscal Keitel, de sesenta y tres años de edad, principal asesor militar de Hitler y su primer ayudante para asuntos militares, presidiría la delegación y representaría la rendición de la Wehrmacht; el agotado y desmoralizado almirante Friedeburg representaría a la Kriegsmarine y el general de aviación Stumpff a la Luftwaffe.

Los tres llegaron a Berlín por vía aérea y desde el aeropuerto fueron conducidos al cuartel general del mariscal Zukov, en Karlshorst. Allí les esperaban los mariscales Zukov (URSS), Tedder (GB) y los generales Spaatz (USA) y De Lattre de Tassigny (F).Wilhelm Keitel, que había negociado los detalles de la capitulación francesa de 1940 en Compiègne, firmó los diversos documentos que se le tendían y, al llegar al francés, dicen que se permitió una ironía: «¿Pero también tenemos que rendirnos a los franceses?» La ceremonia apenas duró veinte minutos y los documentos estaban signados a las 0.15 h del 9 de mayo.

Aquel hubiera podido ser el último acto del régimen de Doenitz, pero varios de sus miembros se obstinaron en seguir adelante. El primero, Schwerin von Krosigk que, imbuido de un espíritu legalista, suponía que los aliados desearían también una capitulación política y que, además, mientras no se cambiasen las leyes en Alemania, aquel era el Gobierno legal, aunque de momento no tuviera atribuciones. Cesaría la ocupación y ¿quién se encargaría de gobernar el país? Estaba claro: el único Gobierno existente, el del presidente Doenitz. Éste no estaba muy convencido, pero hacía caso a un hombre avezado en política, como Schwerin von Krosigk, que había sido ministro en cuatro gabinetes diferentes. Evidentemente, ni Doenitz ni sus colaboradores conocían los acuerdos de Yalta: la suerte que se le reservaba a Alemania, ni las duras cuentas que los vencedores iban a pasar a los responsables del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial.

Otro que sostenía la ficción era el general Jodl, convencido de que los aliados «terminarían a la greña» inmediatamente y que británicos y norteamericanos querrían contar con ellos para combatir a los soviéticos. Londres alentaba esta hipótesis: el premier Churchill no quería que las tropas de los aliados occidentales retrocedieran hasta los límites fijados en Yalta, alegando que los soviéticos estaban transgrediendo los acuerdos de aquella conferencia.

Finalmente, el propio caos alemán y las dificultades aliadas para resolverlo crearon la ilusión en Flensburg de que serían imprescindibles. Efectivamente, británicos y norteamericanos solicitaron los consejos de los «ministros» de Abastecimientos para dar de comer a la población y de Transportes, para resolver el grave problema de la red de comunicaciones. Autoconvencidos de su papel, los «ministros» de Flensburg decidieron, incluso, abrir una investigación y procesar a los criminales responsables de las matanzas en los campos de concentración, asunto del que ningún colaborador de Doenitz parecía saber nada…

Pero aquella ficción no podía durar mucho. La prensa soviética se hacía eco, escandalizada, de la existencia en Flensburg de un Gobierno alemán, formado por ex colaboradores de Hitler. Era un «escándalo» interesado, pues las autoridades soviéticas de ocupación buscaban aquellos días comunistas alemanes por todos los sitios para organizar un gobierno de su conveniencia. Sin embargo, el nuevo presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, absolutamente inexperto en cuestiones internacionales, se dejó convencer por las presiones de Moscú y ordenó la disolución del Gobierno de Flensburg. La resistencia que Londres pudo oponer ante su aliado fue escasa.

El 22 de mayo, la Comisión de Control -que tenía su sede en el Patria, un buque anclado en el puerto de Flensburg- citó para la mañana del día 23 a Doenitz, Jodl y Friedeburg. El presidente narró así la última escena de su mandato:

«Cuando subí al Patria comprobé que las cosas habían cambiado: ni me recibió ningún oficial inglés ni los centinelas me presentaron armas. En cambio, eran muy numerosos los fotógrafos. Nos hicieron tomar asiento en un lado de una mesa; enfrente se hallaban ya los jefes de la Comisión de Control: el general norteamericano Rooks, el británico Foord y el soviético Truskov […] El general Rooks nos leyó una nota según la cual, por orden de Eisenhower, yo, el Gobierno y el alto mando de la Wehrmacht deberíamos ser detenidos. Desde aquel momento debíamos considerarnos prisioneros de guerra. Luego me preguntó con cierta vacilación si tenía algo que decir.

– Cualquier palabra sería superflua -respondí.»

Salieron del Patria. En la calle había grandes medidas de seguridad. Los soldados británicos concentraban a todos los miembros del «Gobierno de opereta», que abandonaban sus alojamientos con las maletas en la mano. El almirante Von Friedeburg pidió y obtuvo permiso para recoger sus cosas. Se encerró en la habitación y mordió una cápsula de cianuro.

En la pequeña ciudad, que se había acostumbrado a dos semanas de parsimoniosa presencia aliada, existía aquella mañana una inusitada actividad y las tropas se hallaban en alerta máxima. Soldados con la bayoneta calada y unidades con uniformes de camuflaje recorrían las calles y registraban casas; en los cruces de las calles se emplazaron posiciones de ametralladores o carros de combate con los motores en marcha y las armas prestas.

Los ministros y funcionarios del Gobierno de Doenitz que no se hallaban en el Patria celebraban, bajo la presidencia de Von Krosigk, una reunión de gobierno tan tragicómica como las demás. De pronto, un tropel de soldados con las armas amartilladas irrumpió en la sala. El oficial que les mandaba ordenó:

– ¡Manos arriba!

Aquellos hombres despertaron bruscamente del sueño que estaban viviendo desde comienzos de mayo. Mas no tuvieron mucho tiempo para hacerse cargo de la situación porque se les estaba dando una segunda orden:

– ¡Pantalones abajo!

Los soldados les registraron minuciosamente, incluso sus partes más íntimas; hicieron lo propio con sus mesas de trabajo, taquillas, equipajes, ropas… Los ingleses estaban histéricos y tenían buenas razones: se les había suicidado Himmler y, aunque aún no lo habían advertido, en aquellos momentos lo estaba haciendo el almirante Von Friedeburg. Terminado el registro, apuntados por decenas de armas, les obligaron a salir a la calle tal como estaban, en pijamas o calzoncillos. Era el final más humillante que pudiera imaginarse para el III Reich.

Speer describe así en sus memorias lo que, paralelamente, les estaba ocurriendo a los demás funcionarios alemanes concentrados en la ciudad:

«Nos sentamos en unos bancos colocados a lo largo de las paredes, rodeados de maletas que contenían nuestros efectos personales. Debíamos parecer emigrantes esperando el barco. El ambiente era bastante tétrico. Uno a uno íbamos pasando a una habitación contigua donde se efectuaba el registro. Los prisioneros salían, según fuera su carácter, malhumorados, deprimidos u ofendidos. Cuando me llegó el turno, también en mí se alzó la repugnancia de aquel examen tan desagradable al que fui sometido.»

A continuación, nueva espera en un patio. Una fotografía testimonia aquel final vulgar, tan distante de la parafernalia wagneriana del nazismo: bajo la amenaza de varias armas, tres hombres cabizbajos esperan su destino. Son Doenitz, Speer y Jodl.

HASTA EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Seis meses después, a las 10.15 de la mañana del 20 de noviembre de 1945 se abrió la gran sala de audiencias del Palacio de Justicia de Nuremberg. En el amplio recinto en forma de T penetró el jurado internacional encargado de juzgar los crímenes de guerra nazis. Veintiún personajes que habían gozado de grandes poderes en Alemania y cuyos nombres habían causado pavor en Europa entera se alineaban en la grada de los acusados. Aquellos jerifaltes ya no gozaban en el otoño de 1945 de las orgullosas figuras que habían tenido en los días fastos del nazismo. En general estaban flacos, demacrados, ojerosos, desconfiados, temerosos…Vestían con pulcritud, incluso con afectación, como en el caso de Goering, pero habían perdido su arrogancia al enfrentarse con la inmensidad de las responsabilidades que se les iba a venir encima.

Sin embargo, no era algo nuevo para ellos. Todos habían considerado en los dos últimos años, desde que la derrota comenzó a parecer ineluctable, que sus decisiones serían juzgadas con toda severidad. Era de dominio público que, en 1942, se había reunido en Londres una conferencia de los países invadidos por Alemania para tratar del tema de las responsabilidades. Allí habían estado los representantes de Bélgica, Checoslovaquia, Dinamarca, Francia, Grecia, Holanda, Luxemburgo, Noruega, Polonia y Yugoslavia. De la reunión salió este comunicado:

«Después del final de la guerra, los gobiernos aliados castigarán a los responsables de los crímenes cometidos o a quienes hubieran participado en ellos. Los gobiernos signatarios están firmemente decididos a: 1) que los criminales, cualquiera que fuere su nacionalidad, sean buscados y conducidos ante el Tribunal para ser juzgados, y 2) que las sentencias sean cumplidas.»

Un año después, a comienzos del otoño de 1943, el primer ministro británico, Winston Churchill, escribía: «Las potencias aliadas perseguirán a los culpables hasta el último confín de la tierra y los entregarán a la acusación para que se haga justicia.» Esa declaración sobre la suerte que aguardaba a los responsables nazis si perdían la guerra se había filtrado entre la cúpula dirigente alemana, que, sin embargo, no estaba enterada de lo sucedido en noviembre de 1943, durante la cumbre de Teherán. En la capital iraní, en el transcurso de una de las cenas celebradas con la asistencia de los «tres grandes» -el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt; el primer ministro británico, Winston Churchill, y el secretario del PCUS, Josef Stalin-, éste elevó por enésima vez su copa de vodka: «Bebo por nuestra común decisión de fusilar a los criminales de guerra alemanes apenas sean capturados. Debemos hacerlo con todos, sin ninguna excepción. Serán aproximadamente cincuenta mil.» El líder soviético apuró la copa de un solo trago ante la mirada turbia y divertida del presidente Roosevelt y ante la visible irritación de Churchill, cuya adrenalina se elevaba por encima de los efectos del alcohol: «¡Prefiero morir antes de ensuciar el honor de mi país y el mío propio con una abominación semejante!»

Cesaron las voces y el tintineo de vasos y botellas. Un espeso silencio se posó sobre la sala. Lo rompió la lengua estropajosa del presidente norteamericano y su broma grosera: «Hará falta llegar a un compromiso. Podremos renunciar a la cifra de 50.000 y ponernos de acuerdo, por ejemplo, en 49.500.»

Todos rieron la ocurrencia, menos Churchill, que abandonó el salón con gesto airado. Tuvieron que irle a buscar el propio Stalin y su ministro de Exteriores, Molotov, para que regresara al salón. La dignidad del primer ministro británico impidió que volviera a hablarse de una venganza genocida, pero todos, y también él, recordaron siempre que al final de la guerra deberían ser juzgados los responsables del conflicto y de las atrocidades cometidas en su curso.

Por eso, una de las primeras medidas adoptadas por el presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, que llegó a la Casa Blanca el 12 de abril de 1945 a causa del fallecimiento de Roosevelt, fue encargar a Robert H. Jackson, juez del Tribunal Supremo norteamericano, que organizara con toda diligencia un gran proceso internacional contra los dirigentes nazis. Tres semanas después del encargo se rendía Alemania. Para entonces Jackson -más tarde denominado «padre del proceso de Nuremberg»- había contactado con los departamentos de Justicia de los países aliados para que designasen a sus jueces. Jackson también ordenó – lo mismo que la Justicia de todos los demás países combatientes- que fuesen capturados todos los responsables nazis, tanto políticos como militares.

Fue un trabajo relativamente sencillo, pese a la inmensa confusión que reinaba en Alemania tras el final de las hostilidades y a que en el país había más de 6.000.000 de desplazados. En un principio habían calculado los aliados que deberían ser juzgados un millón de alemanes entre miembros del partido, de la Gestapo, las SS, las SA y la Administración. Más tarde, en una de sus primeras deliberaciones durante el verano de 1945, las Naciones Unidas elevaron ridículamente la cifra hasta ¡6.000.000! La realidad fue que los juzgados en los diversos juicios no llegaron a 100.000.

Para organizar el proceso, la urgencia prioritaria de los aliados en aquel mes de mayo, recién concluida la guerra, era la captura de las grandes figuras del nazismo: los grandes jerarcas del partido, del Gobierno, el ejército y la industria, menos de medio centenar de personajes. Parte de ellos estaba ya en sus manos o bajo su control. En Flensburg tenían ya detenidos a Doenitz, Speer, Jodl y Keitel. También estaban a buen recaudo Hess, que llevaba cuatro años encarcelado, justo desde que en 1941 voló a Gran Bretaña como lunático profeta de la paz, y Goering, mariscal del Aire y el hombre más poderoso de Alemania después de Hitler. Se entregó a los norteamericanos con un suspiro de alivio pues había estado en manos de las SS, que tenían la orden de fusilarle.

Von Papen, el ex canciller, fue detenido a comienzos de mayo en un pabellón de caza de Westfalia, donde le tenía vigilado la Gestapo. Recibió a los norteamericanos como a sus libertadores. Hjalmar Schacht, que fuera presidente del Reichsbank, era un preso político desde el atentado de julio de 1944 y hubiese sido ejecutado por los nazis en el campo de concentración de Flossenbürg si no hubieran llegado las tropas norteamericanas antes de lo previsto. Los norteamericanos no le pusieron en libertad, pero dejó de temer por su vida.

Otros dirigentes nazis fueron más escurridizos y su localización resultó más costosa. El 6 de mayo, en los Alpes bávaros, sorprendieron a Hans Frank, «el verdugo de Polonia», que intentó suicidarse cortándose las venas de la muñeca izquierda con una cuchilla de afeitar; en uno de los diarios que se hallaron en su poder podía leerse: «… todos nosotros figuramos en la lista de criminales de guerra del señor Roosevelt; tengo el honor de ser el primero.» El mismo día 6 fue detenido por los franceses Konstantin von Neurath, protector del Reich para Bohemia y Moravia. Al día siguiente los canadienses apresaban a Arthur Seyss-Inquart, el nazi austriaco que había contribuido decisivamente al Anschluss y que aún era el procónsul del III Reich en los Países Bajos. El 11 de mayo los rusos capturaron en Berlín al ministro de Economía del Reich, Walter Funk. Cuatro días más tarde los norteamericanos hicieron lo propio con Ernst Kaltenbrunner, oculto en los Alpes austriacos. Por aquellos días también detuvieron al ministro de Trabajo, Fritz Sauckel, y al rey de la industria pesada y de guerra de Alemania, Gustav Krupp.

Robert Ley, jefe del Servicio de Trabajo, pretendía pasar por médico rural en los montes de Baviera; no llegó a ser condenado, pues se suicidó el 25 de octubre de 1945, cinco semanas antes de que comenzase el proceso de Nuremberg. Alfred Rosenberg, ideólogo nazi y ministro del Reich para los territorios ocupados, fue capturado en un hospital de Holstein, con un tobillo roto, cuando los ingleses buscaban a Himmler. Julius Streicher, el gran antisemita, se hacía pasar por pintor cerca de Munich: fue detenido por un sargento judeo-norteamericano.

Los aliados comenzaban a mostrarse nerviosos porque mayo se estaba terminando y les faltaban algunos personajes fundamentales, como Martin Bormann, el secretario de Hitler y su sombra durante los tres últimos años, y Himmler, el jefe de las SS y de todo el sistema concentracionario alemán. A aquél no le encontrarían nunca, existiendo pruebas y testimonios circunstanciales de que murió al intentar abandonar Berlín en la noche del primero de mayo. Al segundo lo capturaron los ingleses cerca de Luneburg, cuando trataba de franquear un control con documentación falsa y con un parche en un ojo. Se suicidó en la noche del 23 de mayo, con una ampolla de cianuro potásico que ocultaba en su boca.

El 5 de junio se entregó voluntariamente Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas, al que se había dado por muerto. Pocos días después, soldados belgas hallaban en Hamburgo a Joachin von Ribbentrop, ministro de Exteriores del III Reich y uno de los grandes responsables de aquella guerra. Trataba de reanudar su antigua actividad, comerciante en vinos, pero fue denunciado. Finalmente, el 23 de junio detuvieron los rusos al almirante Erich Raeder, destituido por Hitler como jefe de la Marina alemana en 1943, y que hasta su detención había vivido discretamente en Berlín sin ser molestado por nadie.

Los presos fueron concentrados en diversas localidades de Francia y Luxemburgo hasta que, a mediados de noviembre de 1945, terminadas las obras de acondicionamiento, fueron traslados a Nuremberg.

UNA CIUDAD CARGADA DE RECUERDOS

«¿Hay una ciudad alemana donde se mantenga en pie un Palacio de Justicia que tenga unos treinta despachos, una cárcel, buenas medidas de seguridad y suficientes hoteles como para albergar a un millar de personas entre jueces, abogados, testigos y periodistas?»- preguntaba en junio de 1945 el juez Robert H. Jackson, al general Lucius Clay, cuyo cuartel general se hallaba en Francfort. Dos horas después, el militar le telefoneaba a Washington con la respuesta: «Si, hay una ciudad que reúne esas condiciones, Nuremberg.»

Jackson suspiró satisfecho. Nuremberg, la ciudad de los fastos nazis y de las leyes antisemitas, podría contentar a todos, pues era una sede tan simbólica como la capital del III Reich, Berlín, propuesta por los rusos, o como Munich, cuna del nazismo, pretendida por los británicos.

Nuremberg era una gran ciudad de 400.000 habitantes, rica, hermosa, llena de monumentos históricos -la llamaban «la ciudad de las cien torres»-. El río Pugnaz la divide en dos partes casi iguales y forma cuatro islas, comunicándose todo el caso urbano por medio de 14 puentes -prodigioso uno de ellos, con 32 m de longitud y un solo arco-. Allí nació Alberto Durero, uno de los genios de la pintura universal, el famoso astrónomo Regiomontano y el humanista Pickleimer, uno de los más famosos de Alemania.

La ciudad fue «distinguida» por el aprecio de Hitler en cuanto inició su carrera política. Allí se celebraron los grandes fastos de nazismo, sus famosos desfiles con antorchas, allí pronunciaba sus interminables y violentos discursos en medio de la parafernalia de banderas y camisas pardas… Allí, finalmente, se promulgaron las leyes antisemitas que llevan el nombre de la ciudad, por la que los judíos fueron privados de sus derechos civiles, laborales, de la nacionalidad y, finalmente, del derecho a vivir.

Cuando comenzó el gran proceso contra las principales figuras del nazismo, en noviembre de 1945, de la histórica y rica ciudad sólo quedaban en pie 110 edificios. Los bombarderos aliados habían arrasado tanto las efímeras manifestaciones del nazismo como las venerables y artísticas construcciones acumuladas durante siglos de historia. Las iglesias, las fortalezas, los museos, los liceos, todo había sido reducido a escombros. El edificio más grande que continuaba en pie era su Palacio de Justicia, de tres plantas, más sótanos y buhardillas de gran amplitud; además, en su zona oeste, situadas en forma de radios, seguían en pie las celdas reservadas a los acusados.

El palacio había sufrido escasos daños y 600 prisioneros de guerra alemanes, elegidos entre los diversos oficios cuyo concurso se requería, trabajaron allí durante más de dos meses para acondicionarlo. El complejo fue rodeado de alambradas. Caballos de Frisia interrumpían el tráfico de las calles laterales; policías militares norteamericanos patrullaban el perímetro día y noche. Ante la entrada exterior montaban guardia un carro de combate ligero y un jeep, con una docena de soldados. En el portal del edificio siempre había un retén de cinco soldados de guardia, con una ametralladora, protegida por sacos terreros, apuntando hacia la calle. En el patio interior, que da acceso a las dependencias carcelarias, hacia guardia un blindado ligero y una docena de puestos de observación, armados con ametralladoras, custodiaban los cuatro costados del edificio, que por la noche estaban iluminado mediante reflectores.

El coronel de caballería Bardón C. Andrés, del ejército de Estados Unidos, fue nombrado director del complejo carcelario, que rápidamente quedó organizado según la mentalidad norteamericana. Las celdas de los prisioneros estaban en dos plantas superpuestas, quedando una libre entre cada una de las ocupadas, de modo que los dirigentes nazis no pudieran comunicarse entre sí. Cuando el detenido estaba dentro se encendía una luz roja, que se apagaba cuando el cubículo quedaba vacío.

En un extremo, abajo, se hallaba la celda número 24; bajo el número, un nombre, Franz von Papen, vicecanciller con Hitler cuando éste llegó al poder y, luego, embajador en Viena y Ankara; a su lado, una vacía; luego, la número 23, ocupada por Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, que en 1941 voló sorprendentemente hasta Inglaterra pretendiendo lograr un armisticio entre Berlín y Londres; otra vacía y, tras ella, la 22, habitada por el coronel general Alfred Jodl, jefe del OKW -Estado Mayor de la Wehrmacht-, otra vacía y Doenitz…y así hasta veinticuatro, aunque sólo 22 estaban ocupadas porque Bormann nunca sería hallado y Krupp agonizaba no muy lejos de allí, custodiado, también por policía militar norteamericana.

Las celdas de 3x4 m resultan un tanto reducidas y su equipamiento, ascético: una cama con colchón y almohada y cuatro mantas militares porque en invierno el frío era muy severo. El resto del mobiliario lo componían una silla, un lavabo y un retrete sin puerta, aunque el preso podía hacer sus necesidades con cierta intimidad, pues el guardián, que les vigila día y noche, tenía prohibido observarles en esos momentos. La luz de las celdas estaba encendida día y noche, de modo que en ningún momento los presos quedaran fuera de la visión del policía.

La celda estaba desnuda de todo: no había vigas, ni ganchos, ni percheros, nada que permitiera un intento de suicidio. Los cristales habían sido sustituidos por hojas de celofán y los presos no podían utilizar gafas para evitar que con sus vidrios se cortaran las venas (como hizo Frank en mayo, cuando fue detenido), ni tener joyas, por si se las tragaban. Tampoco tenían ropa, que les fue cambiada con frecuencia, ni tirantes, cinturones o corbatas. La celda era registrada dos veces al día y los prisioneros, desnudos, también, en busca de las famosas ampollas de cianuro, que los aliados temían mucho pues con ellas se les fueron de las manos el almirante Von Friedeburg y Himmler.

Durante el verano y comienzos del otoño de 1945 los acusados fueron interrogados docenas de veces, debiendo responder a interminables cuestionarios que trataban de buscar la verdad en sus contradicciones y debieron rellenar decenas de tests que trataban de descubrir los más recónditos escondrijos de su personalidad. Durante los casi dos meses que permanecieron en las dependencias carcelarias de Nuremberg antes de que se iniciara el juicio, ésta fue la principal actividad de los acusados. Algunos de ellos componían un test de inteligencia, que si bien no mejoraba la catadura moral de los dirigentes nazis, sí explicaba por qué habían alcanzado el poder. Todos estaban por encima de la media: si se supone que un hombre normal tiene un coeficiente entre 90 y 110, el banquero Schacht alcanzó 143, Seyss-Inquart, 141, Goering, 138…, los peor puntuados fueron Kaltenbrunner, con 113, y Streicher, 106.

Los acusados tenían derecho a leer y se les proporcionaba libros; también podían escribir y disponían de papel, pero los lapiceros o las plumas les eran retirados al fin de la jornada, para evitar que los pudieran utilizar para lesionarse. La comida, similar al racionamiento que afectaba a la población civil de Alemania, les era suministrada por una ventanilla; la consumían en soledad, utilizando sólo la cuchara y un recipiente redondo, sin asas, bajo la atenta mirada del policía de turno. Luego, durante el juicio, pudieron comer en común si lo deseaban y mejoró la alimentación, según comentaba irónico el coronel Andrés: «Éste es el racionamiento más lujoso de Europa.» Tres comidas diarias compuestas, por ejemplo, de cereales hervidos para desayunar; sopa, verduras y carne y café, a mediodía; huevos, verdura y pan por la noche.

La limpieza de las celdas corría a cargo de los propios presos, con lo que se les mantenía entretenidos y se les aislaba de contactos exteriores, que les estaban prohibidos incluso con los policías norteamericanos. Un barbero alemán, prisionero de guerra, les afeitaba todos los días, con maquinilla de cuchillas, en presencia de un policía, y un oficial controlaba las hojas de modo que ninguna pudiera ser sustraída.

Pese a todas esas precauciones, Ley, el reclutador de trabajo esclavo, se les escurrió entre los dedos. El borrachín, como le calificaba despectivamente Goering, estaba muy deprimido y aseguraba que no le importaba ser fusilado inmediatamente, pero no quería comparecer ante un juez como un criminar vulgar acusado de monstruosos delitos. Ley padecía un fuerte desequilibrio acentuado por la abstinencia de alcohol. La noche del 25 de octubre el guardia le notó extraordinariamente agitado. Se retorcía las manos y murmuraba: «Todos esos judíos muertos, millones, millones… ¡no puedo dormir!» Luego pareció calmarse y fue al retrete. El policía dio la voz de alarma cuando vio sus pies en la misma posición quince minutos después. Ley estaba muerto. Se había llenado la boca de trapos y con una toalla enrollada se había colgado de la tubería de la cisterna, dejándose asfixiar poco a poco, sentado en la taza del retrete…

Cuando comenzó el juicio, mejoraron un tanto las condiciones de vida dentro de la cárcel. Quienes lo deseaban podían asistir a la misa dominical en la capilla del palacio; generalmente, sólo iban Von Papen, Frank, Kaltenbrunner y Seyss-Inquart, seguidos a corta distancia por dos policías militares. También se les permitía dos paseos diarios por el patio -en fila y sin hablar- o, si llovía, en el gimnasio cubierto. Era éste una gran sala polvorienta, cuyos aparatos estaban amontonados en un rincón; pero lo que más llamaba allí la atención era una inmensa montaña de papeles: 20 toneladas de documentos empleados en el proceso y clasificados en legajos.

RESPONSABLES ANTE LA LEY

Finalmente, el 20 de noviembre de 1945, se abrió la gran sala, en forma de T, del Palacio de Justicia de Nuremberg, conocida como Sala 600. Allí fueron trasladados los 21 personajes que, finalmente, iban a ser procesados. Entre ellos no estaba Bormann, que será juzgado en ausencia, ni Krupp, casi octogenario, que fue dispensado del juicio tal como se ha dicho.

La sala está atestada de público; 150 periodistas -entre ellos el famoso novelista John Dos Pasos o el que sería uno de los mejores biógrafos de Hitler, Alan Bullock-, fotógrafos, abogados, cerca de un centenar de funcionarios de las cuatro fiscalías que ejercerán la acusación -al frente de la norteamericana se encontraba el juez Jackson-, intérpretes… unas 500 personas en total, que se fijan sin disimulo en los 21 acusados. A las 10.03 horas de la mañana penetran en la corte los ocho jueces -cuatro titulares y cuatro suplentes, un titular y un suplente por cada uno de los «Cuatro Grandes»- que soportan una lluvia de fogonazos de flash, hasta que, finalmente, a las 10.15 h, el presidente, el juez británico Geoffrey Lawrence, logra imponer silencio: «La vista queda abierta.»

Algunos jerarcas nazis se encontraron allí después de largo tiempo sin verse. Ese fue el caso de Rudolf Hess, cuatro años prisionero en el Reino Unido, que fue llevado a Nuremberg cuando el juicio estaba a punto de comenzar. El que fuera lugarteniente de Hitler estaba loco, según aseguraban los psiquiatras, y era o se hacía pasar por amnésico. Hess, al ver a Goering en el banquillo de los acusados, cuando ya se sentaba el tribunal internacional, le espetó alegremente: «Esté usted tranquilo, mariscal. Cuando estos fantasmas se volatilicen, usted será nombrado Führer del Reich.»

Hubo algunas risitas nerviosas y disimuladas en el banquillo, pero se calmaron inmediatamente porque ya comenzaba su discurso preliminar el juez Jackson:

«… La Justicia ha de alcanzar a aquellos hombres que se arrogan un gran poder y que, basándose en él y previa consulta entre ellos, provocan una catástrofe que no deja inmune hogar alguno de este mundo… el último recurso para impedir que las guerras se repitan periódicamente y se hagan inevitables por desprecio a las leyes internacionales es hacer que los estadistas sean responsables ante estas leyes.»

El juez norteamericano sentaba el principio de que los estadistas deberían ser juzgados por las guerras que provocasen. No dijo, sin embargo, que las responsabilidades alcanzarían sólo a los que las perdieran, pero lo cierto es que jamás ha sido juzgado el vencedor. Nuremberg, partiendo, por supuesto, de las terribles responsabilidades nazis, fue un proceso de vencedores contra vencidos. Por ejemplo, la defensa no pudo hacer valer el acuerdo germano-soviético de 1939 a la hora de juzgar las responsabilidades por la invasión de Polonia. Más ejemplos: se acusó a muchos marinos alemanes de que sus submarinos no habían recogido a los supervivientes de sus hundimientos y a muchos pilotos de disparar sobre los tripulantes de los aviones derribados que se lanzaban en paracaídas… justo lo mismo que habían hecho numerosos submarinos y pilotos aliados.

Los dirigentes nazis fueron acusados de cometer estragos contra la población civil, pero a nadie se juzgó por la destrucción sistemática de las ciudades alemanas ni por los bombardeos casi exclusivamente dirigidos contra los civiles, como en el caso de Dresde; ni los soviéticos se sentaron en el banquillo por la matanza de Katin, en Polonia, o por su bárbara ocupación del este de Alemania; ni los checos comparecieron por el genocidio cometido contra los sudetes o contra los soldados y civiles alemanes capturados tras la retirada de la Wehrmacht; ni Tito por sus represalias contra los civiles de Croacia y Eslovenia…

Para salvar contradicciones tan evidentes se había reunido a finales de junio de 1945 en Londres una cumbre de juristas en representación de las potencias vencedoras. Sus deliberaciones fueron secretas, pero años después se publicaron sus conclusiones:

a) Sólo se debatirían los hechos realizados por los acusados y no se discutirían otros asuntos.

b) Se eliminaría toda disquisición sobre si cada acusación era o no una violación del Derecho internacional. Sencillamente se creaba un derecho internacional a la medida, en el que estarían tipificadas las violaciones responsabilidad de los acusados.

c) Para incriminar personalmente a los acusados de las decisiones adoptadas por el III Reich y en las que no hubieran tomado parte de forma directa se creó la tesis de la «conspiración»: quizá no dieron personalmente la orden, ni la firmaron o ni siquiera se hallaran en el centro de decisiones, pero «estaban en el ajo», formaban parte de la «conspiración», por tanto eran personalmente responsables…

Aquella conferencia, que aprobó la elección de Nuremberg como sede del magno proceso, sentó también las bases sobre los estatutos del proceso y determinó con rotunda claridad que en 1945 no se repetiría la farsa de los procesos de 1921 por las responsabilidades de la Gran Guerra, por lo que los únicos procesados serían los vencidos y de acuerdo con unas reglas predeterminadas que impedían las «habilidades» forenses.

Cuando se habla del proceso de Nuremberg se suele indicar el juicio contra los 22 jerarcas nazis (uno de ellos en ausencia, Bormann) que fueron encausados en primer lugar. Pero en Nuremberg hubo realmente 13 procesos consecutivos en los que fueron juzgados 199 colaboradores importantes de Hitler. Aquí sólo se recuerda el primero de ellos, en el que estaba la crema del III Reich y en el que se reunió una representación de cuanto se quería juzgar y condenar solemnemente.

a) Jefes del partido: Goering, amigo y sucesor de Hitler, ministro del aire; Rosenberg, el filósofo del partido; Streicher, «el mayor enemigo de los judíos»; Ribbentrop, siete años al frente del Ministerio de Exteriores; Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas y Gauleiter de Viena; Seyss-Inquart, virrey nazi de los Países Bajos, llamado «el verdugo de Holanda»; y Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler hasta 1942.

b) Militares: Doenitz, almirante, jefe de la Marina y sucesor de Hitler; Raeder, jefe de la Marina hasta 1943; Keitel, mariscal, jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, y Jodl, coronel general, jefe del Estado Mayor del Alto Mando de la Wehrmacht.

c) Funcionarios: Schacht, presidente del Reichsbank, ministro de Economía y ministro sin cartera hasta su caída en desgracia en 1943; Von Papen, que apoyó la llegada de Hitler a la Cancillería, fue su vicecanciller y su embajador; Speer, arquitecto de Hitler y jefe de la producción de armamento; Fritzsche, jefe de la radiodifusión en el Ministerio de Propaganda y colaborador de Goebbels; Funk, ministro de Economía y presidente del Reichsbank.

d) Genocidas y exterminadores: Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo y uno de los responsables de la «solución final»; Frick, protector de Bohemia y Moravia, donde deportó a todos los judíos hacia los campos de exterminio; Frank, gobernador de Polonia, corresponsable del exterminio de más de 6.000.000 de judíos y polacos; Sauckel, responsable del Reich en Turingia, donde reclutó forzosamente a más de 5.000.000 de obreros-esclavos; y Von Neurath, primer protector de Bohemia y Moravia, puesto del que debió dimitir por «falta de dureza».

Deseaban los aliados un grupo más: los industriales que colaboraron al esfuerzo militar nazi. Para eso fue detenido el octogenario Gustav Krupp, pero estaba en tan mal estado de salud que desistieron de sentarle en el banquillo de los acusados. Por otro lado, los vencedores trataron enseguida de captar a los industriales más sobresalientes y a sus mejores proyectistas e ingenieros para incorporarlos a sus propias economías o para levantar la de Alemania.

Los veintiún dirigentes alemanes presentes en Nuremberg hubieron de soportar, durante los 251 días que duró el proceso, una batería de acusaciones que fueron agrupadas en cuatro apartados:

– Crímenes contra la paz: preparar e iniciar la guerra. -Crímenes contra la guerra: malos tratos a la población civil y a los prisioneros.

– Crímenes contra la humanidad: genocidio, esclavización y explotación de la población civil.

– Conspiración: preparativos para cometer cualquiera de los anteriores delitos.

La instrucción del proceso se realizó desde la detención de los acusados hasta su traslado a Nuremberg. En aquellos meses fueron sometidos a docenas de interrogatorios, mientras equipos de investigadores recopilaban cientos de toneladas de documentos en las oficinas del III Reich de modo que, en noviembre, cuando se abrió el proceso, «cada acusación estaba documentalmente respaldada». Por eso el ritmo del juicio fue muy vivo, teniendo en cuenta el número de los acusados y la cantidad y la magnitud de los cargos.

La acusación se prolongó hasta marzo de 1946; la defensa duró hasta julio. Los discursos finales, las conclusiones y un proceso contra las organizaciones nazis alcanzaron el 31 de agosto. El 30 de septiembre los jueces acordaron las sentencias, que fueron comunicadas a los condenados el 1 de octubre.

Goering escuchó la primera de ellas: «Muerte en la horca.» El corpulento y fatuo mariscal salió abatido de la sala, murmurando: «La muerte…la muerte.» Uno tras otro, durante hora y media, fueron entrando todos y escuchando el veredicto. Tres fueron absueltos: Von Papen, Fritzsche y Schacht; Doenitz, condenado a diez años; Neurath, a quince; Speer y Schirach, a veinte; Hess, Raeder y Funk, a cadena perpetua y el resto, a la horca: Goering, Bormann (en rebeldía), Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Frick, Streicher, Sauckel, Jodl y Seyss-Inquart.

Se observará que las condenas a la máxima pena fueron dictadas contra los dirigentes más importantes del partido nazi: Goering, Bormann, Ribbentrop, Rosenberg, Streicher y Seyss-Inquart; contra los jefes militares más próximos a Hitler: Keitel y Jodl; y contra los principales responsables directos del genocidio, la deportación y la represión: Kaltenbrunner, Frank, Frick y Sauckel. Los mejor librados fueron los funcionarios: absueltos, Von Papen, Fritzsche y Schacht; condenado a veinte años, Speer; a cadena perpetua, Funk.

LAS EJECUCIONES

Los condenados apelaron las sentencias, que fueron confirmadas en su totalidad el 15 de octubre por la tarde: las ejecuciones deberían realizarse inmediatamente. Los condenados no fueron informados. Habían pasado dos semanas en medio de una gran excitación, realizando todo tipo de conjeturas sobre la suerte de sus apelaciones, pero en general eran pesimistas respecto a su suerte y suponían que el final estaba muy cerca: advertían el incremento de la vigilancia, las luces estaban encendidas durante toda la noche, las rondas de los guardianes eran más frecuentes, advirtieron caras nuevas entre el personal de la prisión y escucharon los ruidos inconfundibles de los carpinteros erigiendo el cadalso.

En sus especulaciones, los prisioneros habían supuesto que las sentencias capitales se ejecutarían el día 14, de modo que vivieron el día 15 aún con mayor excitación que los precedentes. A las 22 h, todos estaban en sus camas, tratando de conciliar el sueño. A las 22.45, el guardián que hacía la ronda, vigilando por las mirillas de las puertas el sueño de los condenados, advirtió cierto temblor en las manos de Goering, de modo que hizo sonar la alarma. Cuando llegó el oficial de guardia comprobó que Goering estaba agonizando y cuando se personó el médico sólo pudo certificar su muerte: había masticado una cápsula de cianuro que, al parecer, ocultaba en su pipa.

El suicidio del jerarca nazi de más categoría contrarió el ceremonial previsto para las ejecuciones e hizo temer a algún funcionario norteamericano por su futuro profesional, pero no detuvo el reloj ni el programa. A las 0.15 h del 16 de noviembre, el director de la cárcel, coronel Andrés, del ejército de EE.UU., acompañado del vicedirector, de dos testigos alemanes y de una escolta armada, pasó de celda en celda comunicando a los condenados a muerte que sus recursos habían sido denegados.

Poco antes de la una de la madrugada dos policías militares norteamericanos penetraron en la celda de Von Ribbentrop y le pidieron que les acompañara hasta el cadalso. Aseguran que mientras se incorporaba dijo: «Confío en la sangre del Cordero que lava los pecados del mundo.»

El prisionero penetró en el gimnasio escoltado por dos fornidos policías militares, de correaje blanco y casco de guerra plateado. Los ayudantes del verdugo sujetaron sus brazos con una correa negra de cuero y le ayudaron a subir los trece escalones del cadalso. Una vez arriba, le preguntaron:

– ¿Cómo se llama?

– Joachim von Ribbentrop

– ¿Tiene algo que decir?

– ¡Dios salve a Alemania! Mi último deseo es que Alemania continúe unida y se llegue a un entendimiento entre el este y el oeste.

Le pusieron una negra capucha. Woods, el verdugo, le colocó el nudo de la soga en torno al cuello, lo ajustó y, sin perder un solo segundo, tiró de la palanca que abría la trampilla sobre la que pisaba Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del III Reich. El cuerpo cayó a plomo. Eran exactamente la 1.14 h de la madrugada del 16 de octubre de 1946: habían comenzado las ejecuciones de los principales responsables del nazismo, juzgados y condenados por el Tribunal Internacional reunido en Nuremberg.

Luego subió al patíbulo Wilhelm Keitel, después Kaltenbrunner, Rosenberg -el único en rechazar auxilios religiosos, Frick -que al abrirse la trampilla saltó hacia atrás y sufrió un profundo corte en la nuca al golpearse con el borde-, Frank, Streicher -que se negó a caminar hacia el cadalso y hubo de ser izado en volandas; murió gritando ininterrumpidamente Heil Hitler, Heil Hitler…!- Sauckel, Jodl y, por último, Seyss-Inquart, que llegó ante el patíbulo a las 2,45 h. «Espero que esta ejecución sea el último acto de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y que la lección de esta guerra sirva para la paz y la comprensión entre los pueblos», dijo antes de que le pusieran la capucha. Luego, cuando ya se colaba por la trampilla, pudo gritar: «¡Yo creo en Alemania!» Su muerte fue certificada por el médico a las 2.57 h.

Había concluido la ejecución. Woods, el verdugo, dijo satisfecho: «Diez hombres en 103 minutos; esto es un trabajo rápido.» Poco después, el cadáver de Goering fue trasladado al gimnasio y alineado junto a los de los otros diez ajusticiados. Allí les fotografió, primero vestidos y después desnudos, un fotógrafo militar norteamericano.

A las 4 de la madrugada fueron sacados del Palacio de Justicia los once féretros. Dos camiones, escoltados por motoristas y dos vehículos militares, los condujeron hasta el campo de concentración de Dachau, cerca de Munich, donde fueron incinerados en uno de los hornos crematorios del campo, que funcionó por última vez. Las cenizas fueron recogidas y arrojadas en el río Isar. Todo esto se hizo dentro del mayor secreto y los detalles se conocieron en los años cincuenta.

Los tres que fueron puestos en libertad trataron de volver a la normalidad, pero no les resultó fácil: para empezar, los tres fueron juzgados en Alemania y condenados a trabajos forzados. El economista Hjalmar Schacht fue puesto en libertad en 1948 y en 1953 fundó su propio banco. Falleció en Munich, en 1970, a los noventa y tres años de edad, tras haber sido uno de los hombres del «milagro económico alemán» y un prestigioso consejero de numerosos gobiernos latinoamericanos. Franz von Papen quedó en libertad en 1949 y residió algún tiempo en Turquía, donde escribió sus memorias, que publicó en 1951. Falleció en 1969, a los noventa años de edad, en Baden. Hans Fritzsche obtuvo la libertad en 1950. Trabajó para una firma publicitaria hasta 1953, en que murió a consecuencia de un cáncer.

LOS SIETE DE SPANDAU

Los siete condenados a penas de prisión permanecieron en las dependencias carcelarias de Nuremberg hasta el verano de 1947. En julio, fueron terminadas las obras de acondicionamiento de la cárcel de Spandau, en Berlín, a donde llegaron el día 18. Allí se turnaron mensualmente en su vigilancia soviéticos, norteamericanos, británicos y franceses.

La monótona vida carcelaria se desarrollaba según este horario: -6.00 h, levantarse, asearse y vestirse.

– 6.45 a 7.30 h, desayuno.

– 7.30 a 8.00 h, hacer la cama y ordenar la celda.

– 8.00 a 11.45 h, limpieza de pasillos y trabajos de jardinería, según el estado de salud de los presos y el estado del tiempo.

– 12.00 a 12.30 h, almuerzo.

– 12.30 a 13.00 h, descanso, siesta.

– 13.00 a 16.45 h, trabajo, en el interior o en el jardín, según el tiempo y las órdenes del comandante de turno.

– 17.00 h, cena.

– 22.00 h, fin de la jornada, luces apagadas.

En esta rutina tan monótona vivieron los siete prisioneros, custodiados por una compañía de soldados y 40 personas al servicio de guardianes y reclusos hasta 1954. Ese año fue indultado y puesto en libertad Constantin von Neurath, que estaba muy enfermo y contaba ya ochenta y un años de edad. Falleció en 1956. Las puertas de Spandau se abrieron también para dos condenados a cadena perpetua: el almirante Erich Raeder y el economista Walther Funk. El primero, gravemente enfermo y con setenta y nueve años de edad, obtuvo la libertad en 1955; el segundo, que abandonó la cárcel en 1957, había cumplido los setenta y cinco años y su salud era precaria.

En 1956, tras haber cumplido la condena de diez que le fue impuesta en Nuremberg, abandonó Spandau el almirante Doenitz: tenía sesenta y cinco años de edad y buena salud, lo que le permitió escribir sus memorias y dar numerosas conferencias. Falleció en 1980, a los ochenta y nueve años.

Así se dio la situación de que a finales de 1957 sólo permanecían en la cárcel de Spandau, con capacidad para 600 presos, los tres últimos condenados en Nuremberg: Hess, Speer y Schirach, reclusos número siete, cinco y uno, respectivamente, según la nomenclatura carcelaria. Curiosamente, en los años cincuenta fue encuestada la compañía inglesa que, por turno, había sido destinada a la custodia de la cárcel y ni uno solo de los soldados supo quiénes eran aquellos presos ni identificaba sus nombres.

Albert Speer y Baldur von Schirach cumplieron íntegramente sus condenas de veinte años de cárcel. Salieron de Spandau en 1966 y ambos escribieron interesantes memorias. Schirach falleció en 1974, a los sesenta y siete años de edad; Speer, en 1981, a los setenta y seis. A todos ellos les sobrevivió el último de Spandau, el loco Rudolf Hess, que intentó suicidarse numerosas veces y, finalmente, lo logró en agosto de 1987, a los noventa y tres años de edad, mientras la custodia de la cárcel estaba a cargo de los británicos. Según la versión oficial de los hechos, Hess intentó ahorcarse con un cable eléctrico. Fue hallado todavía con vida y murió en el hospital militar británico de Berlín, a donde había sido trasladado. Fue el único recluso de Spandau durante veintiún años. Las numerosas gestiones humanitarias realizadas durante dos décadas para que fuese puesto en libertad tropezaron siempre con la oposición soviética, que quiso mantenerle de por vida en la cárcel como recuerdo y escarnio del nazismo. Con su muerte, cuarenta y dos años posterior a la de Hitler, desaparecía su último compañero fundacional del nazismo, su «fiel escudero» en las batallas campales de las cervecerías muniquesas y su secretario y colaborador en la redacción del Mein Kampf.