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Eric debería haberse metido en la cama nada más cenar en la pensión, pero las experiencias vividas aquella tarde le habían creado tal estado de ánimo que le resultó imposible dormir. Decidió, pues, aprovechar el tiempo copiando la poesía de Lebendig. Se trataba de un texto breve, aunque muy hermoso, pero lo que más le llamó la atención no fue su contenido sino la letra con que se hallaba trazado. Si había entendido bien lo que había escuchado al escritor aquella tarde, también Lebendig era un hombre dotado de buena memoria y de una notable capacidad para relacionar ideas. Mientras observaba la poesía que había redactado para que se la diera a Rose, Eric se preguntó qué había podido separar a Lebendig de la mujer a la que amaba. No era un experto en poesía, ni siquiera un aficionado, pero coincidía con Rose en que las Canciones para Tanya rezumaban un amor profundo y hermoso, difícil de comparar con el que normalmente se da cita bajo el sol.
– La tuvo que querer mucho -le había comentado Rose esa tarde nada más salir a la calle-. Hace tiempo que no sabe de ella, pero se nota que sigue enamorado, que la quiere, que se emociona hablando de cómo era.
– A mí lo que me parece más importante es que le escribiera poesías -había dicho Eric, intentando prepararse el próximo paso en su camino hacia conseguir el amor de Rose.
– Sí, claro -había aceptado la muchacha-, lo de la poesía es importante, pero sobre todo se ve que la quiere por la manera en que habla de ella.
– Pues a mí lo de la poesía me parece esencial -había insistido Eric, mientras apretaba en el interior de su bolsillo el papel que le había entregado Lebendig-. A fin de cuentas, hablar… hablar lo hace cualquiera.
– No, Eric -le había contradicho Rose-. Poca gente puede hablar como ese hombre.
Eric había estado a punto de añadir que incluso se podía hablar mucho y ser un perfecto imbécil, como era el caso de Sepp, pero había recordado a tiempo el consejo de Lebendig y decidido mantener la boca cerrada. Así, escuchando las opiniones de Rose sobre el arte, había llegado hasta el portal del edificio donde vivía.
– Bueno -había dicho la muchacha, mientras subía el escalón que llevaba hasta el interior de la casa-. Tengo que darte las gracias por esta velada. De verdad que ha sido fantástica.
– ¿Te… te apetecería salir mañana a dar un paseo…? -había comenzado a preguntar el estudiante, para añadir enseguida-: ¿… por algún lugar bonito… como… como el Prater?
Rose había reflexionado un momento que a su acompañante le había parecido eterno y, finalmente, había dicho:
– Sí, te espero a las once.
El sí de Rose había dejado tan paralizado a Eric que, cuando quiso añadir algo, la muchacha ya había desaparecido, tragada por las penumbras que cubrían el portal.
Cuando llegó el estudiante a la pensión de Frau Schneider, estaba poseído por la sensación de haber ido volando durante el camino de vuelta. Las calles, las casas, las farolas le habían parecido dotadas de una aureola especial, similar a la que desprenden los objetos mágicos que aparecen en los cuentos de hadas. Por lo que a Eric se refería, si sus sensaciones se hubieran correspondido con la realidad nadie habría puesto en duda que se hallaba bajo el influjo de un poderoso, gratísimo e inexplicable hechizo. Sometido a aquel estado, había subido las escaleras de la pensión, entrado en su cuarto tras anunciar que no tenía ganas de cenar e intentado descansar un poco. No lo había conseguido y entonces había decidido copiar la poesía de Lebendig. Así había ido pasando el tiempo y, cuando se había querido dar cuenta, el reloj ya marcaba las tres. Descubrir la hora que era y sentir una inquietud agobiante fue todo uno.
– ¡Dios mío, tengo que dormirme ya! -se dijo, mientras comenzaba a despojarse de la ropa con la intención de meterse en la cama-. Si no me duermo pronto, mañana tendré un aspecto terrible y Rose pensará que soy más feo de lo que soy. ¡Lo que me faltaba! ¡Y, encima, Sepp es más alto que yo!
Logró dormirse, totalmente exhausto, a las cuatro y media de la mañana, y cuando el despertador sonó a las nueve tuvo la sensación de que acababa de echarse en la cama. Se levantó tambaleándose y, tras verter agua en la jofaina, se lavó la cara y las manos y se miró al espejo.
– ¡Aaaaaaah! -gritó espantado-. ¡Si parezco un oso panda! ¡Dios, qué ojeras!
Mientras se arreglaba, pasaron por la mente de Eric las ideas más peregrinas para mejorar su aspecto, pero, al final, decidió no acometer ninguna, por temor a que el remedio resultara peor que la enfermedad.
Cuando salió a la calle, sentía un desagradable peso en la boca del estómago. La falta de sueño y los nervios se unían en su organismo provocándole incluso un ligero mareo; la situación no mejoró cuando se detuvo a comprar unas flores para Rose. Para conservar su lozanía, tuvo que sujetar el ramo erguido y cerca de la cara, y el aroma, lejos de resultarle grato, aún se sumó a la sensación de náusea que le invadía. Cuando llegó a la esquina de la calle donde vivía Rose, Eric se encontraba verdaderamente enfermo, tanto que, de no haber contado con la perspectiva de pasear con la chica de sus sueños, el lugar donde hubiera estado mejor habría sido su cama en la pensión de Frau Schneider.
Llegó al portal justo en el momento en que Rose salía de él. Llevaba un abrigo beige, sobre cuyo cuello se deslizaban sus ondulados cabellos castaños. Sin embargo, a Eric le habría dado lo mismo que la muchacha hubiera ido ataviada con un uniforme de aviador o con un traje de payaso. Situada a unos pasos de él, la contempló tan bella como Botticelli había visto a Venus saliendo del mar.
– Eres muy puntual -dijo Rose con un tono de voz que a Eric le sonó como si fuera un coro de ángeles, y luego añadió:
– Me gusta la gente puntual.
Mientras sentía como se le sonrojaban las mejillas, Eric tendió el ramo a la muchacha.
– Te traje estas flores -dijo con acento tímido-. No sabía tu gusto pero…
– Son muy bonitas, Eric, pero no tenías que haberte molestado.
– No ha sido ninguna molestia -respondió el muchacho-. En realidad, ¿a quién podían adornar mejor esas flores que a ti?
Las cejas de Rose se enarcaron al escuchar aquellas palabras. Hubiera podido esperar muchas cosas de Eric, y de éstas incluso algunas buenas, pero aquella frase poética… bueno, la verdad es que no se le hubiera pasado por la cabeza. Aún se sorprendió más cuando el estudiante le dijo que había escrito algo para ella y así, sumida en el mayor de los estupores, llegó con él hasta la Praterstrasse.
Situada en la zona norte de la denominada Ciudad interior, la Praterstrasse descendía desde el canal del Danubio hasta la plaza Praterstern, un espacio que, como su propio nombre indicaba, tenía la forma de una estrella. En las distintas casas de la calle se habían dado cita algunos de los episodios más hermosos de la historia vienesa, como la redacción del Danubio Azul en el número 54, o la residencia de Joseph Lanner, el gran rival de los Strauss, en el número 28. Sin embargo, aquella mañana Eric no sentía el menor interés por la historia y Rose, que comenzaba a intuir que quizá se había equivocado con su primera opinión sobre el estudiante, tampoco parecía inclinada hacia las curiosidades locales.
El trazado de la Praterstrasse era prolongado pero, sumergidos en una conversación en la que se mezclaban el dibujo, la música y los sentimientos, los dos estudiantes llegaron hasta su conclusión casi sin darse cuenta. Ante ellos se abrió entonces como un astro arquitectónico la Praterstern, cuyos siete brazos eran, en realidad, el inicio de otras tantas avenidas.
Pasaron sin levantar la mirada ante el monumento al almirante Tegetthof, el héroe nacional que había vencido en inferioridad de condiciones a daneses e italianos, y se encaminaron ya directamente hacia el Prater.
– ¿Sabías que «prater» es una palabra española? -dijo de repente Rose, interrumpiendo la conversación que habían mantenido hasta ese momento.
Eric se vio obligado a reconocer que lo ignoraba y que había pensado si quizá su origen no se encontraba en el latín.
– No, no -insistió Rose-. Deriva de «prado». Muchos reyes de la dinastía austríaca de los Habsburgo conocían el español. Lo hablaban Carlos V, que fue rey de España, y su hermano, Fernando I, y Carlos VI y muchos nobles y cortesanos.
– Bueno, yo sabía que en España reinó una dinastía austríaca durante un par de siglos, pero que además nuestros reyes hablaran español…
– España debe de ser un país maravilloso -continuó Rose-. Siempre lo he pesando así y lo que Herr Lebendig contó el otro día no hizo más que confirmar mi opinión. Ahora esa nación se encuentra en guerra pero un día espero poder viajar y ver las pinturas que se conservan en el museo del Prado. Creo que nadie puede aspirar a pintar bien sin haber estudiado a Goya y a Velázquez.
Un bullicio alegre cargado de tonos infantiles interrumpió las palabras de Rose. Acababan de llegar al Prater y ante ellos se extendía una inacabable suma de tenderetes, en los que comerciantes simpáticos y diligentes vendían café, helados y dulces. Criadas, madres y abuelas vigilaban a niños ansiosos de correr y gritar, a la vez que algunas parejas paseaban acompañadas de las oportunas carabinas, generalmente alguna mujer soltera o viuda de la familia.
Nada de aquello llamó la atención de Eric, porque sus ojos se habían clavado en un gigantesco aro de madera y metal que ocupaba buena parte de la línea del horizonte y que parecía tocar las nubes más elevadas. Ver aquella estructura y volver a sentir el malestar que le había acompañado durante los primeros momentos de aquella hermosa mañana fue todo uno.
Lo que se alzaba ante sus ojos era el Riesenrad, la famosa noria del Prater, en la que miles de vieneses y visitantes subían a lo largo del año, convencidos de que desde sus alturas podían disfrutar de un incomparable panorama de la ciudad. Al contemplarla, Eric pensó que Rose seguramente querría subir en ella, algo que le causaba auténtico pavor. No habría podido decir desde cuando sufría vértigo, pero de pequeño recordaba el desagradable temblor que se había apoderado de él cuando había ascendido a la modesta torre del campanario de la iglesia de su pueblo. Por supuesto, tras haber conseguido que la muchacha le acompañara aquella mañana, Eric estaba dispuesto a cualquier cosa, pero… pero meterse en aquel monstruo…
– A la gente le encanta subir en esa noria -dijo Rose con una sonrisa que al estudiante le pareció el preludio de una terrible prueba.
– Sí -contestó Eric, fingiendo que la perspectiva de dar vueltas en el Riesenrad le llenaba de alegría-. Es comprensible.
– A mí, sin embargo, nunca me ha gustado -comentó Rose-. No acabo de entender qué diversión encuentran en dar vueltas en ese trasto.
– Pues sí… -aceptó Eric, mientras sentía como la sangre le volvía al corazón-. Visto así, no cabe la menor duda de que se trata de una tontería. Una tontería grandísima.
– Me dijiste que tenías algo para mí -dijo inesperadamente Rose.
– Ah, sí, sí -recordó el estudiante, que apenas podía creer lo bien que se iban desarrollando las cosas-. Vamos a sentarnos en uno de esos cafés y te la doy.
Encontraron sitio en uno de los numerosos kioscos del Prater y pidieron algo de beber. El camarero les sirvió con rapidez, pero el tiempo que transcurrió hasta que trajo las tazas y volvió a desaparecer para ocuparse de otra mesa le resultó a Eric insoportablemente prolongado. Sin embargo, en esta vida todas las esperas tienen un final y así llegó el momento con el que había estado soñando toda la noche. Con manos temblorosas extrajo el papel doblado de su chaqueta y se lo tendió a Rose.
Habría deseado que la muchacha dejara entrever lo que sentía al leer aquellas líneas, pero lo único que pudo percibir fue cómo se movían sus pupilas siguiendo las palabras a lo largo del papel. Captó así que concluía la lectura y que luego, por dos veces más, la repetía, aunque sin despegar los labios.
– ¿La has escrito tú? -preguntó Rose, al tiempo que apartaba la vista del texto.
– Eh… sí, esta noche me pasé varias horas escribiéndola -respondió Eric, y dio gracias en su interior a Dios por no haber tenido que mentir y, a la vez, haber podido evitar decir la verdad.
– ¿Te llevó muchas horas? -preguntó Rose.
– No… no muchas -contestó el muchacho-. No necesité ni siquiera una hora para escribir ese papel.
– Es muy hermosa, Eric, realmente muy hermosa -exclamó Rose con los ojos empañados.
El estudiante no dijo nada pero en aquel momento hubiera deseado saltar, correr y gritar a todos los que estaban en el Prater la felicidad que lo embargaba.
– Creo… creo que debo pedirte perdón por algo -comentó Rose a la vez que bajaba la mirada.
Eric guardó silencio, mientras se preguntaba qué podía haber hecho la muchacha.
– Había pensado que eras… disculpa, un poco simple. Sí, ya veo que no es así, pero creía que no pasabas de ser un muchacho provinciano al que sólo le interesaba el dibujo y la pintura. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Eres muy sensible y… y muy tierno. Perdóname, Eric.
El estudiante fue incapaz de articular palabra. Aquella confesión le había dejado paralizado, tanto que ni siquiera se dio cuenta del terreno que estaba ganando en el corazón de Rose.
– Toda confesión debe ir seguida de una penitencia -dijo de repente la muchacha- y creo que es de justicia que me impongas una.
Las palabras de Rose sonaron en los oídos de Eric como el anuncio maravilloso de un inesperado y extraordinario don. En sus manos colocaba una posibilidad que nunca hubiera podido imaginar. En su mente se agolparon las ideas. Pensó primero en prohibirle que volviera a ver a Sepp, pero desechó enseguida esa idea al recordar el consejo de Lebendig. Luego se le ocurrió pedirle que le acompañara todos los sábados que restaban hasta fin de curso, pero se dijo que quizá la muchacha lo interpretaría como un deseo intolerable. Quizá… quizá… ¡sí, sí, eso!
– Querría… querría dibujarte -dijo al fin Eric, a la vez que calculaba cómo podría alargar la ejecución de la obra para que Rose permaneciera a su lado al menos hasta la llegada del verano.
– Ah… -musitó Rose con desilusión apenas disimulada.
– Te haré el retrato mejor que hayas visto nunca -dijo Eric.
Rose sonrió al escuchar aquellas palabras y entonces hizo algo que nunca hubiera podido imaginar su nervioso acompañante. Se levantó del asiento en que se encontraba, se acercó a Eric e, inclinando la cabeza, le besó en los labios.