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– ¡Ah! Ya os habéis presentado -dijo Lebendig, mientras entraba en la habitación sujetando una bandeja con las dos manos.
– Rose me conocía -musitó la mujer de los cabellos rubios.
Lebendig guardó silencio y frunció el entrecejo como si no hubiera comprendido bien.
– Este es Eric -dijo Rose, señalando al chico, que apenas alcanzaba a verse tras las anchas espaldas del escritor-. Estamos saliendo juntos.
La mujer se puso en pie y se acercó al muchacho. Le estrechó la mano al mismo tiempo que le brindaba una sonrisa cordial.
– Eric, tienes mucha suerte -dijo, y a continuación añadió-: Me alegro de conocerte. Soy… Tanya.
Al escuchar la última frase, Lebendig estuvo a punto de dejar caer la bandeja con el servicio de té. Mientras Eric se precipitaba a ayudarlo, Rose lanzó una mirada a Tanya y sonrió. La mujer le devolvió el gesto, aunque habría resultado difícil saber si su sonrisa partía más de los labios o de los ojos.
– He pensado en usted muchas veces -dijo Rose, una vez que todos estuvieron sentados y bebiendo té-. Estaba convencida de que la Tanya de los poemas de Herr Lebendig debía de ser una persona real.
– ¿Por qué lo creías? -preguntó la mujer.
– Porque nadie puede escribir algo tan hermoso sin estar enamorado -respondió Rose y, al decirlo, lanzó una mirada de reojo a Eric, que se sintió insoportablemente azorado.
– Además -añadió la muchacha-, usted es igual que la mujer descrita en las Canciones para Tanya y…
– Bueno, bueno, ya basta, que voy a sonrojarme -la interrumpió Tanya sonriendo.
– Es mucho mejor que la persona descrita en las Canciones -intervino Lebendig.
– ¡Vamos, Karl! -exclamó Tanya, fingiendo encontrarse escandalizada.
– No retiro ni una sílaba de lo que acabo de decir -insistió Lebendig-. En realidad, las poesías que te escribí nunca terminaron de gustarme. Para poder expresar lo que siento habría tenido que inventar una lengua nueva, especial, que pudiera contener aromas y colores. Soy incapaz de crear ese tipo de lenguaje -imagino que sólo Dios puede hacerlo- y, por tanto, todo lo que compuse para ti me resulta pálido, desabrido… soso, sí, muy soso.
Rose miró de reojo a la mujer, que apenas lograba ocultar su satisfacción. Era como si por debajo de su piel -una piel que parecía la encarnación más delicada del alabastro- discurriera una corriente de alegría que prefería esconder pero que, aquí y allí, lograba encontrar su camino hasta la superficie.
– Karl me ha hablado mucho de ti -dijo dirigiéndose a Eric-. De creer sus palabras, se diría que eres la gran promesa de la pintura austríaca, por delante de lo que en su día pudieran hacer Klimt, Schiele o Kokoschka.
– Es extraordinario -intervino Rose con la voz empapada de emoción-. Se lo digo de verdad.
El rostro del estudiante se inundó de rubor al escuchar aquellos elogios. Nunca había pensado que sus dibujos pudieran gustar tanto al poeta y el averiguarlo ahora y, sobre todo, saber que había comunicado esa idea a otros le causaba un considerable azoramiento. Sin embargo, el que Rose compartiera aquel punto de vista le elevaba hasta una cumbre de felicidad que no hubiera podido describir con palabras.
– Bueno -dijo Tanya-, si lo dice una muchacha tan inteligente como Rose, voy a tener que creerlo. Supongo que no te importaría hacernos una demostración…
Eric volvió la mirada hacia Lebendig con la esperanza de salvarse de aquel desafío, pero la manera en que el escritor se encogió de hombros le convenció de que no tenía la menor posibilidad.
– ¡Vamos, Eric! -insistió Rose-. Puedes hacerlo de sobra.
El estudiante agachó la cabeza con gesto derrotado y cogió el pequeño cartapacio que solía llevar cuando salía de paseo con Rose. Desató los nudos que lo cerraban y del interior extrajo un estuche de lápices y un papel en blanco.
– Sólo un boceto -dijo, mirando a Tanya con gesto que pretendía ser resuelto pero que, en realidad, parecía asustado.
– Bastará -comentó con una sonrisa Lebendig.
– Sí, de sobra -dijo convencida Rose.
– ¿Quieres que me ponga de alguna manera especial? -preguntó Tanya, a la vez que se sentaba en el sofá y colocaba su rostro de perfil.
– No… no… -respondió Eric-. Creo que así está muy bien.
Apenas había terminado la frase, el estudiante trazó sobre el papel dos líneas que iban a servir de contorno a todo el conjunto. La primera arrancaba del extremo de lo que sería la cabeza de Tanya y descendía hasta poco más abajo del lugar donde iba a dibujar el cuello; la segunda se cruzaba con la anterior y describía una parábola que circundaría el busto de la mujer. Apenas hubo dibujado aquellas dos líneas, la mina comenzó a deslizarse a uno y otro lado de ellas trazando con vertiginosa habilidad rayas, entramados y sombras. Ocasionalmente, Eric levantaba la mirada del papel para asegurarse de que estaba reflejando de forma correcta las facciones de su modelo pero, en general, se guiaba de la impresión recogida en la memoria.
Tanya no se atrevía a desviar la mirada del punto perdido en el horizonte, pero por el sonido del lápiz tenía la sensación de que aquel adolescente dibujaba a una velocidad prodigiosa. Por su parte, tanto Lebendig corno Rose lo contemplaban con una sonrisa de satisfacción porque, tal y como habían esperado, el estudiante no defraudaba sus expectativas.
No necesitó Eric más de un cuarto de hora para acabar el dibujo y, cuando lo concluyó, dijo:
– Es sólo un boceto, pero podría servirme de base para algo más serio… No sé… un retrato a plumilla, una acuarela…
Llena de curiosidad, Tanya volvió el rostro y vio cómo el muchacho sacaba el papel del cartapacio y se lo tendía. Lo cogió procurando reprimir su impaciencia y de inmediato el asombro se apoderó de ella. Resultaba innegable que Eric se había valido tan sólo de un lápiz para realizar aquel retrato pero, precisamente por eso, el resultado sólo podía ser calificado de extraordinario. En aquel rectángulo de papel aparecían recogidos sus cabellos ondulados, sus ojos sonrientes, incluso si mantenía apretados los labios, sus pómulos suaves, su nariz recta y delicada y su barbilla suavemente redonda. Sin embargo, no se trataba sólo de que hubiera podido recoger en aquellos trazos una simetría exacta de las distintas partes del rostro de Tanya. Eso, de por sí, habría constituido un éxito notable, pero es que Eric había ido mucho más allá. Un pedazo de vida, una chispa de alegría que parecía haberse desprendido directamente del rostro de la mujer latía en aquel retrato, dotándolo de una veracidad que llegaba a causar un efecto sobrecogedor. Hubiérase dicho que, de un momento a otro, la Tanya dibujada comenzaría a reír o dirigiría la palabra a los presentes para demostrarles que era real.
– Es magnífico -dijo la mujer con los ojos humedecidos por la emoción-, realmente magnífico.
– Sí que lo es -corroboró Rose, mientras Lebendig guardaba un risueño silencio.
– ¿Cuánto quieres por el dibujo? -interrogó Tanya.
La pregunta sorprendió al estudiante. En realidad, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que pudiera pedir dinero por algo que había realizado con tanto gusto. Sin poderlo evitar, movió la cabeza con gesto desconcertado y dirigió la mirada hacia Lebendig en busca de consejo.
– Tengo la impresión de que Eric estará encantado de regalarte el dibujo -dijo el escritor.
– Por supuesto -corroboró Rose.
– No creo que deba aceptarlo gratis… -comenzó a decir Tanya.
– Fírmalo y ponle la fecha, que un día valdrá millones -dijo Lebendig a Eric, que se apresuró a tomar el dibujo de manos de Tanya y a obedecer aquellas instrucciones.
– Al menos me permitiréis que os invite a comer -añadió en tono suplicante la mujer-. Karl y yo íbamos a salir y nos encantaría que os unierais a nosotros.
– No creo que debamos -respondió Rose, anticipándose a cualquier intento de aceptar la invitación que pudiera hacer Eric.
– ¿Y por qué no? -fingió sorpresa Tanya-. En realidad, os lo agradeceríamos mucho. Karl os ve de vez en cuando, pero yo tengo poca posibilidad de hablar con gente tan joven y tan interesante.
– Lo más sensato sería que aceptarais -se sumó Lebendig-. Conozco a Tanya desde hace mucho tiempo y puede ser muy persuasiva. Por lo tanto, más vale que capituléis ya.
Rose lanzó una mirada a Eric y, finalmente, dijo:
– Está bien. Aceptamos.