38011.fb2 El ?ltimo tren a Zurich - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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XIII

La vida iba a deparar futuros bien diversos a las dos parejas, pero los cuatro recordarían una y otra vez aquel día que pasaron juntos en una Viena fría, que anhelaba la llegada de la tibia y luminosa primavera. Mientras Eric seguía recibiendo elogios por su talento artístico. Rose se dedicó a formular preguntas a Tanya, guiada por el deseo de saber más acerca del pasado vivido al lado de Lebendig. No tardó la joven en comprobar que la mujer gozaba de una especial capacidad para relatar historias interesantes y, a la vez, eludir aquello que no quería responder.

Al cabo de una hora de conversación, mientras caminaban por las calles de Viena cogidas del brazo y escoltadas por Eric y Lebendig, Rose sabía que el escritor y Tanya habían viajado por París y Rusia, por Egipto y Tierra Santa, por España e Irlanda; que Lebendig le había escrito centenares de poesías, de las que muy pocas habían sido publicadas; que un día se había marchado de casa por razones en las que no deseaba entrar y que ahora hacía tan sólo una semana que estaban nuevamente juntos.

– ¿Cómo ha podido usted vivir así? -le interrumpió Rose cuando llegaron a esa parte de su exposición-. Quiero decir, si no hubiera sido mejor que siempre estuvieran juntos, que tuvieran hijos, que llevaran una vida… normal.

Tanya se detuvo un instante y miró hacia el suelo. Parecía como si aquella pregunta le hubiera ocasionado un profundo dolor y, por un instante, la muchacha se arrepintió de haberla formulado.

– En esta vida -comenzó a decir la mujer- las cosas no siempre suceden como uno desearía. Es posible que Karl y yo hubiéramos sido muy felices teniendo hijos y viviendo de una manera normal, como tú dices, pero no pudo ser. Ahora seguramente no lo entenderás, pero quizá para nosotros no ha sido tan importante. Lo importante es que la vida se ha ido llenando de momentos hermosos, de un amor apasionado y también tierno y dulce. Mi vida, Rose, ha estado rebosante de todo eso y ha sido gracias a Karl. Nunca he querido a nadie como a él y nunca he sido tan feliz con nadie como con él.

Tanya hizo una pausa y se volvió hacia Eric y el escritor.

– Aquel es un buen sitio para comer -dijo, a la vez que señalaba uno de los cafés situados en las proximidades de la Ópera-. Vamos allí.

– Karl -prosiguió, mientras se acercaban al establecimiento señalizado con el nombre de uno de los músicos más ilustres de la historia de Austria- no es el único hombre que me ha escrito poesías, pero las suyas han sido las más hermosas y, desde luego, las que más me han emocionado. Cuando las leía, me daba cuenta de que había puesto por escrito justo lo que yo pensaba, lo que yo sentía, lo que yo deseaba sin siquiera saberlo. De pronto, descubría que si era yo misma se lo debía a todo lo que sacaba de mi interior.

– A mí me sucede igual con Eric -confesó Rose emocionada-. Es algo tan especial que… que ni siquiera puedo explicarlo.

– Es como si el aire a su lado resultara más limpio -dijo Tanya-, como si las horas pasaran con la misma rapidez que los minutos, como si en sus manos y en sus labios hubiera una magia capaz de provocar unos sentimientos que no se pueden describir con palabras.

Habían llegado a la puerta del café y la mujer se detuvo. Esperó en silencio a que sus acompañantes las alcanzaran y entonces dijo:

– ¿Querrás tú ocuparte de todo, Karl?

El escritor sonrió y entró en el establecimiento. Apenas necesitó unos segundos para convencer al camarero de que les condujera a una mesa para cuatro, a pesar de que no tenían reserva.

– Es un sitio muy bonito -comentó Rose, deslumbrada por la decoración del establecimiento.

– Sí -reconoció Lebendig-. En otra época, Tanya y yo veníamos aquí muy a menudo. Eran tiempos más tranquilos…

– Sí que lo eran -dijo la mujer con un deje de pesar en la voz-. No había locos repartiendo folletos en los que se hablaba de la sangre y la lengua…

– Ni tampoco muchachos con camisas pardas por las calles, a los que divierte golpear al prójimo porque saben que nadie les devolverá los golpes -intervino Lebendig-. Sí, creo que fueron unos años estupendos.

– Karl y yo nos conocimos gracias a los camisas pardas -intervino Eric, mientras el escritor elevaba los ojos al techo en un gesto de desaliento.

– ¿Ah, sí? -exclamó sorprendida Tanya-. ¿Y eso? ¿Os habéis afiliado a las Juventudes hitlerianas?

– ¡Por Dios, no bromees con esas cosas! -dijo Lebendig, a la vez que levantaba los brazos al aire.

– No, no se trató de eso -respondió Eric-. Fue el día de mi llegada a Viena…

Durante los minutos siguientes, tan sólo interrumpidos por el tiempo que dedicaron a elegir y ordenar la comida, el estudiante contó a Tanya la entrada de los camisas pardas en el Café Central, la solitaria resistencia de Lebendig, su persecución a lo largo de las para él entonces desconocidas calles de Viena y la manera en que le sorprendió al doblar la esquina.

– Sí -dijo la mujer con una sonrisa irónica-. Esa forma de desconcertar es muy propia de Karl.

– ¡Oh, vamos! -protestó el escritor-. Yo no podía saber quién me estaba siguiendo, y después del incidente con esos admiradores de Hitler…

– Está bien, está bien -dijo Tanya, conteniendo a duras penas las carcajadas-. Te perdonamos. Todos te perdonamos. Eric, Rose, yo… hasta el camarero que viene por ahí te perdona.

Durante las horas siguientes, los cuatro comieron y bebieron, charlaron y rieron, pasearon y hasta se dejaron retratar por un fotógrafo ambulante. Es verdad que Eric protestó, porque consideraba que podía hacer dibujos de todos que en nada serían inferiores a una fotografía y que, además, les saldrían gratis. Sin embargo, no consiguió convencer a ninguno de sus acompañantes. Así, un hombre humilde, que en medio de tiempos convulsos se ganaba la vida plasmando en papel imágenes reducidas a tonalidades en blanco y negro con un fondo sepia, dejó constancia gráfica de algo en apariencia carente de importancia. Mientras un antiguo cabo, nacido en Austria y adornado con un bigote peculiar semejante al de Chaplin, reflexionaba sobre la mejor manera de conquistar su tierra natal, dos parejas -una, en plena madurez, y la otra, al inicio de la adolescencia- habían sido felices, tan sólo porque se amaban.