38011.fb2 El ?ltimo tren a Zurich - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

El ?ltimo tren a Zurich - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

XV

Eric intentó abrirse camino, pero no tardó en descubrir que semejante deseo no podía traducirse en realidad. La gente abarrotaba la Heldenplatz y el Ring de tal manera que el simple hecho de moverse resultaba totalmente imposible. Eran decenas de miles de personas, pero parecían las distintas células de un solo organismo, de un cuerpo único que se moviera al unísono. De lugares que el estudiante ni siquiera podía imaginar habían emergido para ocupar calles y plazas, paseos y avenidas. Ahora, borrachos de entusiasmo, saludaban brazo en alto a aquel hombre que sólo hacía unas horas había aterrizado en Viena.

Mientras intentaba respirar, oprimido por aquella inmensa masa de gente, Eric recordó la conversación que Ludwig y él habían mantenido con Karl Lebendig tan sólo un día antes. No se había equivocado el escritor. El 11 de marzo, Himmler había llegado a Viena con la única intención de organizar las detenciones de todos los que pudieran oponerse a los nacional-socialistas. El 12, después de comer, Hitler había cruzado la frontera de Austria para llevar a cabo uno de sus más anhelados sueños: la conquista del país en el que había nacido. En primer lugar, se había dirigido a Linz, la ciudad en la que había pasado buena parte de su infancia. A juzgar por lo que se escuchaba en las más variadas emisoras de radio, los austríacos habían recibido a su paisano totalmente enfervorizados. Se hubiera dicho que llevaban años, hasta décadas, esperando su regreso y que, una vez que éste había tenido lugar, la felicidad había irrumpido en sus vidas como un torrente. Ahora, en la tarde del 14 de marzo de 1938, el aeroplano de Hitler había tomado tierra en Viena y el recibimiento aún había resultado más entusiasta.

Aunque en las jornadas anteriores los camisas pardas habían ocupado todos los edificios oficiales y no habían dejado de marchar por las calles, Eric no pensaba que pudieran apoderarse de Viena de aquella manera. Sobre todo, lo que no podía entender era cómo la ciudad se había transformado en una inmensa marea humana que sólo sabía -y quería- aclamar a Hitler. Durante toda su vida, Eric había residido en el campo, donde la gente podía sumarse a una procesión o a una fiesta, pero no a una manifestación política. Su llegada a la capital no había cambiado, en absoluto, esa percepción de la realidad. Era cierto que no había contemplado en ningún momento a multitudes en pos de una imagen, pero las iglesias solían llenarse los domingos y lo mismo podía decirse del Prater o del Ring, sin que los motivos estuvieran nunca relacionados con ningún partido. Ahora, empero, daba la impresión de que Viena había rasgado las vestiduras que cubrían su corazón y que éste, ya desvelado, era rojo con un círculo blanco en el que resplandecía la cruz gamada.

Quizá lo mejor que podía hacer ahora era esperar a que terminara aquel acto de masas y la gente se marchara a su casa. Sí, eso es lo que iba a hacer, y luego se dirigiría al piso de Lebendig. Apenas acababa de llegar a esa conclusión, cuando la muchedumbre que lo rodeaba se vio sacudida por una fuerza tan sólo semejante a la electricidad. Escuchó entonces algunas voces que gritaban: «Er ist! Ist er der Führer!» <strong>[1]</strong> y antes de que pudiera darse cuenta cabal de lo que acontecía los brazos de los presentes se irguieron rígidos trazando el saludo romano, a la vez que de miles de gargantas surgía un rugido que gritaba: «Heil!».

Hasta ese momento, Eric tan sólo había sentido desconcierto e incomodidad. Sin embargo, ahora la curiosidad se apoderó de él. Conteniendo la respiración, se empinó sobre la punta de sus pies e intentó contemplar lo que estaba sucediendo. Entonces lo vio.

Se acercaba en un coche descubierto, de pie al lado del conductor, vestido con un impermeable y tocado con una gorra militar. Rígido como una estatua, su brazo derecho estaba echado hacia atrás hasta el punto de que los nudillos casi rozaban el hombro. De repente, bajó la diestra, la llevó hasta el pecho y nuevamente la desplegó trazando el saludo romano. Un coro ensordecedor de gritos acogió aquel gesto, mientras el automóvil pasaba ante Eric. Era rechoncho, de estatura media y gesto adusto, y el estudiante no pudo dejar de preguntarse lo que las gentes podían ver en aquel hombre que a él sólo le ocasionaba una desagradable sensación de frío.

Durante un rato, aquel cuerpo formado por miríadas de brazos alzados y gargantas fanatizadas se mantuvo compacto. Luego, como si obedeciera a una orden que nadie, salvo aquellos adeptos, podía escuchar, se deshizo con una extraña celeridad. Cinco, ocho, doce minutos y la calle quedó sembrada de banderitas de papel, de guirnaldas caídas y de restos de mil materiales que Eric no pudo identificar. Mientras los grupos se deshilachaban perdiéndose por esquinas y callejas, el estudiante experimentó un sentimiento opresivo de soledad, como si el mundo entero huyera hacia un lugar adonde él no podía marcharse. Un sudor frío comenzó a deslizarse por su espalda y entonces, apenas hubo dado unos pasos, apoyó las manos en un muro para no caer. Inspiró hondo, pegó la espalda contra la pared y cerró los ojos. Permaneció así unos instantes a la espera de recuperar la calma, pero no lo consiguió del todo. Al final, cuando sintió que su respiración volvía a ser casi normal, abrió los párpados y reemprendió el camino.

Salvo algunos grupos reducidos con los que se cruzó, hubiera podido pensar que Viena estaba desierta. No conservaba la ciudad la alegría, el bullicio, el ánimo que habían sido normales hasta ese momento. Tan sólo se veía en sus calles residuos, deshechos, detritus de aquella manifestación del triunfo del nacional-socialismo.

Eric necesitó casi una hora para llegar a la casa de Lebendig. Se sentía menos aturdido, pero su mente y su corazón estaban rebosantes de las imágenes que había contemplado. En su memoria se agolpaban esvásticas y brazos alzados, gritos y aclamaciones, niños enfervorizados y mujeres enloquecidas, jóvenes entusiasmadas y hombres que lloraban de emoción. Cruzó el umbral y a grandes zancadas salvó el espacio que le separaba de la portería. La puerta estaba entreabierta, como siempre, pero ya no se veía la bandera roja e incluso tuvo la sensación de que faltaban muebles.

Mientras se preguntaba por el significado de aquello, comenzó a subir los escalones. Poco antes de llegar a la altura del segundo piso, distinguió a dos mocetones vestidos con camisas pardas. No debían de ser mucho mayores que él, pero medían por lo menos un metro noventa de estatura y tenían un aspecto robusto, como si se ejercitaran en algún deporte de manera constante y sistemática. Ascendió los peldaños que faltaban para llegar al descansillo y pudo ver que un hombre y un niño hacían entrar por la puerta de uno de los pisos lo que parecía una cómoda vieja y desportillada.

– ¿Estás seguro de que no necesitas ayuda? -preguntó uno de los muchachos de las SA.

– No, no -aseguró el hombre con un movimiento de cabeza-. Mi hijo y yo nos bastamos. Total, hemos sido trabajadores toda la vida.

Los SA sonrieron con una mueca de complicidad. Parecían tan entretenidos que se limitaron a responder al saludo de Eric, sin reparar en él. El estudiante llegó al piso cuarto, donde vivía Lebendig, escuchando en pos de sí las voces joviales de los nacional-socialistas. Parecían muy divertidos, casi simpáticos.

Lebendig apenas tardó unos instantes en abrirle, pero no pareció contento de verle.

– Es peligroso venir por aquí -le dijo nada más cerrar la puerta tras ellos.

– Quería saber cómo estabas… -respondió el muchacho.

– Sobrevivo -contestó el escritor, mientras se adentraba por el pasillo.

Alcanzó Eric el salón, pero no llegó a cruzar la puerta. El lugar en el que había pasado tantas horas desde su primer día en Viena parecía haber experimentado una extraña mutación. Casi todas las estanterías, que antaño habían estado abarrotadas de libros, se encontraban ahora vacías y el suelo aparecía lleno de cajas, en las que reposaban los volúmenes.

– ¿Te marchas, Karl? -preguntó el estudiante, apenas se repuso de la sorpresa.

– No, en absoluto -respondió Lebendig-. Estoy vendiendo la biblioteca.

La boca de Eric se abrió como si se le hubiera desprendido la mandíbula inferior, pero fue incapaz de articular una sola palabra. ¿Seguro que había escuchado bien? ¿Realmente el escritor se estaba desprendiendo de sus libros? ¿Podía ser verdad algo semejante? Se debatía en medio de aquellos interrogantes, cuando un hombrecillo de perilla gris, seguido por un muchachote de espaldas anchas y manos como palas, salió del dormitorio de Lebendig.

– Sí -dijo dirigiéndose al escritor-. No me había equivocado yo en el cálculo. Mantengo la oferta, Herr Lebendig, pero no puedo darle un céntimo más.

– No es bastante -exclamó Karl-. Necesitaría casi el doble.

– No le digo que no, Herr Lebendig, pero una cantidad así se encuentra fuera de mis posibilidades.

– Ya… -musitó el escritor, mientras se llevaba la diestra al mentón y comenzaba a frotarlo.

– No deseo ser tacaño -insistió el hombrecillo-. Usted sabe que le aprecio, pero es que sus libros no valen más…

– ¿Le interesaría una colección de documentos autógrafos? -preguntó repentinamente Lebendig.

Las pupilas del comprador se fruncieron hasta parecer diminutas cabezas de alfiler. Sin duda, la oferta le parecía interesante, pero no estaba dispuesto a correr riesgos.

– ¿Qué clase de documentos, Herr Lebendig? -preguntó al fin.

– De todo tipo -respondió el escritor con una sonrisa-. Tengo una partitura firmada por Mozart… una carta de Napoleón, una dedicatoria de Mussolini y… ¡oh, estoy seguro de que esto le va a interesar! Una firma del mismísimo Hitler.

El comprador intentó mantener la calma durante toda la exposición de Lebendig, pero al escuchar la última frase no pudo evitar que la codicia le asomara a los ojos igual que una rata que preparase la salida de una alcantarilla.

– Con los tiempos que corren, esa firma puede valer su peso en oro -continuó Lebendig.

– No sé, no sé… -fingió desinterés el librero-. En política puede suceder cualquier cosa…

– Lo toma o lo deja -le interrumpió con firmeza Lebendig-. Mi biblioteca y la colección… por la suma total, claro está.

– Es demasiado riesgo… -dijo quejumbroso el comprador.

– Le entiendo -volvió a interrumpirle el escritor-. No se preocupe. Ya buscaré a otra persona.

Lebendig acompañó la última frase de un gesto, educado pero firme, destinado a expulsar al librero del salón.

– Espere, espere, se lo ruego -exclamó el hombre de la perilla a la vez que alzaba ambas manos-. No estoy seguro pero… pero, en fin, me consta que pasa usted un mal momento… Pierdo dinero, se lo aseguro, pero ha dado usted tantos momentos de gloria a las letras de este país… Se lo compro, se lo compro todo por el precio que me ha pedido.

Acompañó las últimas palabras de gestos resueltos encaminados a abrirse la chaqueta y a extraer de un bolsillo interior una cartera de piel de cocodrilo.

– Aquí tiene -dijo, mientras sacaba y contaba los billetes-. Tómelo antes de que me arrepienta.

Lebendig alargó la mano derecha con parsimonia y cogió el dinero que le ofrecía el comprador. Luego lo contó lenta y meticulosamente, como si le complaciera atizar la impaciencia del hombre de la perilla.

– Sí -dijo al fin-. Está bien. Llévese todo, salvo los libros de esa estantería. Ésos deseo conservarlos.

El librero echó mano del álbum donde el escritor guardaba los autógrafos y con gesto rápido se lo colocó bajo el brazo, como si allí pudiera estar más a cubierto de posibles ladrones.

– Enviaré a un par de empleados a llevarse los libros mañana por la mañana -dijo, mientras tendía la mano al escritor.

– Aquí estaré esperándolos -respondió Lebendig, a la vez que se la estrechaba.

Eric observó que el escritor veía desaparecer al hombre de la perilla y a su acompañante con una leve sonrisa, como si en medio de aquel episodio tan triste pudiera hallar algún elemento cómico que a él se le escapaba.

– ¿Qué ha pasado con el portero? -preguntó el estudiante apenas se cerró la puerta de la calle-. ¿Lo han detenido los camisas pardas?

– ¿Al portero? -exclamó Lebendig, mientras la cara se le llenaba con una sonrisa a medias divertida y a medias amarga-. ¿Por qué piensas eso?

– Bueno, era comunista… -respondió Eric-. Rose y yo vimos la bandera roja que tenía en su taquilla.

– Sí -concedió Lebendig mientras tomaba asiento en el sofá-. Seguramente era comunista, pero dejó de serlo en cuanto que los seguidores de Hitler conquistaron las calles. Ha debido de convencerlos muy bien, porque le han dado uno de los pisos de la segunda planta para que viva en él con su familia.

– ¿Era un piso vacío?

– No -respondió Lebendig-. No lo era. Vivían unos judíos, pero el portero debió de informar a los camisas pardas de que era una lástima que semejante vivienda estuviera en manos de gente que pertenecía a una raza inferior y, además, dañina. Cuando salí esta mañana a tomar café, ya no estaban y el portero había empezado a trasladar sus muebles.

– Hay que reconocer que ha salido ganando con el cambio… -dijo Eric, aún estupefacto por lo que acababa de escuchar.

– No será el único -resopló Lebendig con pesar-. Me temo que en los próximos días vamos a descubrir que había centenares de miles de partidarios de Hitler en este país. Por supuesto, durante todos estos años lo ocultaban tanto que seguramente ni ellos mismos lo sabían.

Eric guardó silencio. No estaba seguro de entender lo que Lebendig le estaba diciendo y, por otro lado, lo que pudiera suceder con el portero no le importaba mucho. En realidad, su curiosidad discurría en esos momentos por otro lado.

– Karl -dijo al fin, armándose de valor-. ¿De verdad que no tienes intención de marcharte de Viena?

Karl volvió la vista y en su mirada se concentraron la simpatía, el aprecio y la ternura que le provocaba el muchacho.

– No -respondió-. No tengo la menor intención de abandonar Viena.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> ¡Es él! ¡Es el Führer!