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– Soy protestante -dijo al fin Lebendig-. Sé que no es algo muy común en Austria, donde apenas representamos un cinco por ciento de la población, pero la verdad es que siempre me he sentido muy a gusto en medio de este católico pueblo y creo que lo mismo les ha sucedido a los judíos hasta hace unos días. Hasta ahora, tanto unos como otros hemos podido vivir en paz… por más que algunos se sintieran molestos.
– No parece que la gente sienta mucho que Hitler gobierne ahora Austria… -pensó en voz alta Eric.
– Tampoco parece que lamenten las detenciones -dijo Lebendig con la voz impregnada de tristeza.
– Yo no he visto ninguna detención -comentó el estudiante.
– Y seguramente no la verás. ¿No creerás que van a ser tan estúpidos como para llevarse a la gente a plena luz del sol? No, de momento prefieren actuar en secreto para no preocupar a las personas decentes.
Eric guardó silencio. Quizá lo que decía su amigo era cierto, quizá actuaban al abrigo de las sombras, quizá…
– Tengo que deshacerme de algunos papeles y por eso estoy ahora en casa -dijo al fin Lebendig-. ¿Querrías echarme una mano?
El estudiante asintió con la cabeza.
– Bien. Entonces enciende la chimenea -dijo Lebendig-. Bastará con que hagas unas bolas de papel, les prendas fuego y las acerques a algunos leños. Las cerillas están encima de la mesita.
Mientras Eric se afanaba por llevar a cabo la petición de su amigo, Lebendig fue colocando unas cajas de cartón en el suelo y comenzó a sacar papeles y fotografías. Apenas pasaron unos minutos antes de que unas llamas rojiamarillas aparecieran en el hogar, creando sombras caprichosas en el interior de la chimenea.
– Bien -dijo el escritor cuando vio el fuego-. Ve arrojando los papeles que te dé.
Primero, se trató de folios cubiertos de notas, de artículos, de reflexiones. Uno a uno cayeron en aquella boca flamígera para retorcerse efímeramente antes de verse reducidos a un montoncito negruzco de cenizas. Luego Lebendig le pasó lo que parecían cartas. Las había de todos los tamaños, colores y formas; en papeles grandes y pequeños, amarillos y blancos, pautados y lisos. Sin embargo, a pesar de su abundancia, ofrecieron menor resistencia a las llamas.
– Empuja bien las cenizas -dijo Lebendig, a la vez que le tendía un trozo de metal que recordaba vagamente a un atizador-. Tenemos que acabar con esto cuanto antes.
Eric empujó las cenizas y continuó lanzando las cartas al fuego. Llevaba haciéndolo unos minutos cuando del sobre que sujetaba con la mano derecha se escapó un trozo de papel que, planeando, cayó sobre el suelo. Se agachó el estudiante a recogerlo y pudo ver algunas líneas escritas con una letra extraordinariamente extendida. Al final, casi en un solo trazo, se podía ver una firma que decía: «Tanya tuya». Fue leer aquello y sentir que su amigo se estaba equivocando en la selección de materiales destinados a la hoguera.
– Karl -dijo mientras sujetaba con fuerza el trozo de papel-. Es una carta de Tanya…
Lebendig dejó caer los papeles que llevaba en la mano y luego, de una zancada, se colocó al lado de Eric y tomó la carta, le echó un vistazo rápido y la arrojó al fuego.
– Sé de sobra lo que estoy quemando -dijo Lebendig, mientras le miraba directamente a los ojos.
Eric continuó arrojando a las llamas los papeles que le entregaba el escritor, pero ahora no pudo evitar escudriñarlos. Así vio que por sus manos pasaban no sólo las cartas de Tanya, sino también fotos antiguas de niños sonrientes, dibujos indecisos trazados con lápiz y objetos diminutos de cristal, madera y cartón. Ante sus ojos aparecieron animales extraños y recipientes desconocidos; desfilaron razas nunca vistas y atuendos pintorescos; y se mostraron monumentos situados en lugares del globo donde casi siempre reinaban las nieves o en los que los desiertos circundaban los edificios. Sin embargo, en casi todas las fotos aparecían retratados Tanya y Lebendig. Él estaba más grueso, pero también más joven; ella, por el contrario, parecía igual con el paso de los años. Siempre presentaba el contorno sugestivo de sus cabellos rubios y ondulados, la mirada suavemente ladeada y rebosante de misterio, la silueta corporal que no perdía su atractivo, por muy distinto que fuera el atavío de una foto a otra. Sin duda, aquellos tiempos tenían que haber sido muy felices, siquiera porque ambos descubrían un universo que la mayoría de los seres humanos nunca tenía la posibilidad de conocer. Reflexionaba Eric sobre esto, cuando descubrió que el montón que acababa de entregarle Lebendig contenía fotos conocidas. No se trataba de imágenes de Egipto y Rusia, de España y Francia. Éstas se habían tomado en la misma Viena, tan sólo unas semanas antes, y los personajes que aparecían en ellas no eran sólo Karl y su amada, sino también Rose y el propio Eric. Eran los retratos que se habían hecho el día que conocieron a Tanya. En ese mismo instante, Eric comprendió que el escritor no estaba quemando papeles. En realidad, lo que estaba ejecutando era una ceremonia en la que todos aquellos años, todos aquellos viajes, todos aquellos momentos de felicidad se estaban convirtiendo en humo y cenizas.
– ¿Puedo conservar estas fotos? -preguntó el estudiante.
Lebendig se detuvo y miró al estudiante. Su rostro era más claro que de costumbre, bordeando una palidez casi mortuoria, y su frente estaba perlada por un sudor que formaba unos regueros que desembocaban en las sienes canosas. Durante un par de segundos no dijo nada, pero, al final, bajó la mirada con gesto cansado y musitó:
– Puedes llevarte lo que quieras, Eric.
El muchacho apartó las fotos y las colocó sobre una silla con la intención de conservarlas, como si fueran objetos tocados por un halo sagrado.
– Vas a marcharte, ¿verdad? -preguntó al fin.
Lebendig no respondió y se limitó a mirar a Eric.
– Quiero decir -continuó el estudiante- que comprendo que te vayas. Si los nacional-socialistas están deteniendo a gente contraria a ellos… bueno, pueden detenerte cualquier día…
– Sí -reconoció con pesar el escritor-, pueden venir a detenerme cualquier día, pero no tengo la menor intención de irme de Viena.
Aquel reconocimiento de la realidad provocó en Eric un desagradable sentimiento de ansiedad, que se posó sobre la boca de su estómago. Dudó por un instante si continuar aquella conversación o concluir la tarea que le había encomendado Lebendig y marcharse. Al final, la preocupación fue más fuerte que sus deseos de comportarse educadamente.
– Karl -dijo al fin-. No deseo… no deseo ser indiscreto… Tú sabes que te aprecio, que te estoy muy agradecido por todo pero… pero creo que te equivocas. Deberías marcharte, deberías desaparecer, deberías…
– Sé lo que debería hacer -le interrumpió Lebendig, mientras esbozaba una de sus peculiares sonrisas-, pero me quedo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué? -exclamó Eric, alzando al aire los dos brazos-. ¡Esta cabezonería puede costarle la vida!
Pronunció la última frase y se arrepintió inmediatamente de su falta de consideración. No tenía ningún derecho a acusar de nada a Lebendig, y ahora se sentía pesaroso pensando que el escritor se ofendería con sus palabras. Sin embargo, Karl estaba muy lejos de abrigar esas sensaciones. Por el contrario, su interior rebosaba de ternura viendo a aquel joven que podía estar tan lleno a la vez de talento y de ingenuidad.
– Conservar la vida es importante -dijo al fin- y, además, constituye una obligación moral, pero… pero hay veces en que ese deber tiene que ceder ante otros.
– Pero… pero… -balbució Eric-, ¿qué deber puede ser ahora más importante? Si… si se trata de escribir… bueno, podrías hacerlo en otro país, y además con más libertad… Si te vas de Viena, si dejas Austria, podrías informar al mundo sobre Hitler y sobre lo que hace y…
– No se trata de eso -le interrumpió suavemente Lebendig.
– Pues lo siento, Karl, pero no lo entiendo.
Lebendig inspiró hondo, como si hubiera sentido un dolor repentino que no podía extinguir y que se esforzara infructuosamente por dominar.
– Eric -exclamó al final con un hilo de voz-, Tanya se está muriendo.