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Eric abandonó la casa sumido en un mar de sensaciones confusas y dolorosas. En tan sólo unos minutos había contemplado cómo Lebendig quemaba un pasado que había sido grato y apasionante, cómo le anunciaba la muerte segura de una mujer sugestiva y hermosa, y cómo le informaba de que iba a permanecer a su lado, aunque eso significara con casi total seguridad la desaparición en algún campo de concentración de las SS. Todo aquello resultaba de por sí demasiado fuerte como para no sentirse abrumado. Sin embargo, como si fuera poco, a ello se sumaba la sugerencia imperativa de Karl de que tomara al día siguiente un tren con destino a Suiza, so pena de verse digerido por aquel viento de desgracias relacionado con el triunfo de Hitler y en el que, dicho sea de paso, nadie parecía reparar, aparte del escritor.
Durante un par de horas, vagó sin rumbo, quizá deseando que sus pasos multiplicados y continuos lo alejaran de aquel universo, que había resultado grato y maravilloso pero que ahora se había convertido en peligroso y letal. Sin embargo, el peso de la costumbre, que tanto influye en los actos humanos, le orientó sin percatarse de ello hacia la cálida pensión donde dormía. De hecho, acababa de levantar la mirada de los adoquines de la calzada cuando sus ojos se deslumbraron con la luz redonda y amarilla de la farola situada enfrente del negocio de Frau Schneider. Se trató tan sólo de una fracción de segundo, pero apenas se había llevado la mano a los párpados para convertirla en una visera contra los impertinentes rayos, escuchó un rumor de voces animadas que brotaban del interior del portal y, siguiendo la llamada del instinto, corrió a ocultarse en las sombras que se descolgaban de la esquina.
Oculto en una penumbra negra y espesa, aguardó con la respiración contenida a que las palabras se convirtieran en personas y entonces pudo contemplar a un grupo de cuatro camisas pardas. Parpadeó, en parte, por la sorpresa y, en parte, por el deseo de aclarar la visión y, acto seguido, pegó la espalda contra la pared como si deseara que los ladrillos lo abrazaran ocultándolo de cualquier peligro. Así, los vio alejarse en medio de un juego de noche y niebla que, ocasionalmente, arrancaba brillos charolados de sus botas y correajes o, por el contrario, les confería un aspecto espectral.
Esperó todavía un buen rato a que cualquier sonido procedente de los camisas pardas se desvaneciera del todo y luego, mientras maldecía la potencia luminosa de la farola, se encaminó hacia el portal.
Extremando el sigilo, subió las escaleras todo lo rápidamente que pudo. Sin embargo, cuando, por fin, llegó ante la puerta de la pensión, le asaltaron las dudas sobre si debía o no llamar. ¿Y si alguno de los camisas pardas se hubiera quedado esperándole? Por un momento, dejó la mano suspendida en el aire sin atreverse a tocar el timbre, pero llegó a la conclusión de que podría correr escaleras abajo con la suficiente rapidez, si se daba esa circunstancia.
Las cejas de Frau Schneider se convirtieron en sendos semicírculos al verle en el umbral.
– Herr Rominger -dijo con voz apagada y, a continuación, le agarró de un brazo, tiró de él hacia el interior y cerró la puerta.
– Han venido a buscarle hace un rato -exclamó en susurros apresurados y tensos-. ¿Es usted judío? ¿Quizá comunista?
– No, Frau Schneider. Soy católico y ario -respondió el muchacho en voz baja, e inmediatamente lamentó haber dado aquella explicación.
La mujer parpadeó sorprendida y dijo:
– No, si usted me parecía una buena persona, pero como vinieron a buscarlo…
Sí, claro, pensó Eric con amargura, si aquellos bárbaros habían venido a buscarle es que no era de fiar. ¡Dios santo! ¡Hasta la buena de Frau Schneider se había contagiado de aquella manera de pensar! ¿Acaso se había vuelto loca la gente en Viena?
– Verá, he venido a recoger algunas cosas, porque tengo que salir de viaje -dijo, e inmediatamente se arrepintió de haber dado aquella información a la mujer.
– ¿Muy lejos? -preguntó Frau Schneider, aunque, a decir verdad, no parecía que lo hubiera hecho con segundas intenciones.
– No -respondió Eric con la mayor seguridad que pudo fingir-. Salgo esta noche y estaré fuera el fin de semana. Me voy al campo a dibujar algunos apuntes del natural.
– ¡Ah, claro! -dijo la mujer, como si se le hubiera quitado de encima un peso.
El estudiante se dirigió hacia su habitación y, apenas encendió la luz, se percató de lo difícil que iba a resultarle abandonar las pequeñas cosas que hasta ese momento habían llenado su vida de placeres diminutos pero intensos. Lápices, libros, papeles, fotos… todo se ofrecía ante él tentador, pero era consciente de que sólo podía conservar una parte. Al principio, intentó seguir un criterio de utilidad y guardar únicamente lo que le resultara indispensable. Sin embargo, ¿qué es lo más necesario para un joven estudiante de Bellas Artes? ¿Calcetines o poesías? ¿Camisas o cuadernos? ¿Pantalones o gomas de borrar?
Por un momento, consiguió ir llenando una bolsa pequeña con un par de mudas y algunas camisas pero, de repente, comprobó que tenía que optar entre un libro y un jersey. Sostuvo cada uno de los objetos en una mano y los miró alternativamente vez tras vez y entonces, de repente, rompió a llorar. Sin soltar los calcetines y el libro, se dejó caer en la cama. ¿Por qué? ¡Cielo santo! ¿Por qué tenía que sucederle todo aquello? Él sólo quería pintar, dibujar, crear.
Permaneció en aquella posición unos minutos mientras las lágrimas le corrían amargas por las mejillas. Entonces le vinieron a la mente las últimas palabras de Lebendig: «Ve con Dios, Eric, ve con Dios». Sí, ciertamente, sólo el Creador podía ayudarle en medio de aquella situación. Dejó, como si le quemaran, los objetos que tenía en las manos y las entrecruzó a la vez que intentaba rezar. Trató, primero, de repetir alguna de las plegarias que había aprendido cuando todavía era un niño, pero tan grande resultaba su nerviosismo que se le reveló imposible pronunciar más de un par de frases seguidas. Siempre las había recitado de memoria, y ahora se sentía tan abrumado por todo lo que estaba pasando que sus recuerdos no le obedecían.
Sin embargo, necesitaba como nunca hablar con Dios, aquel ante el que todos los hombres tendrían que dar cuenta un día, el único situado por encima de aquel infierno en que se estaba convirtiendo Austria. Fue así como, de lo más profundo de sí mismo, empezó a brotar una oración balbuciente, pero convencida, que suplicaba el regreso de la paz y de la libertad, la conservación de la vida para Tanya, para Karl y para Rose, la consecución de tantas esperanzas concebidas en los últimos meses. Como si su alma fuera un grifo abierto, todo fue saliendo a borbotones de Eric a lo largo de diez prolongados minutos; finalmente, con la conclusión de la plegaria, llegó la paz.
Se levantó entonces el estudiante de la cama y guardó lápices, gomas, papeles, dibujos, bocetos y las Canciones para Tanya. Luego, en los huecos metió, arrugadas, dos mudas y un par de camisas. Apretó la bolsa con todo su peso y, cuando la vio cerrada, tuvo la sensación de que había hecho la elección correcta. No pesaba tanto.
Echó un último vistazo a la habitación y no pudo evitar que el pecho se le taladrara con un pinchazo de nostalgia. Le había cogido cariño a aquel cuarto, en el que había estudiado y dibujado tantas horas. Bueno, de nada servía lamentarse. Apagó la luz de un manotazo y salió.
– ¿Volverá usted el lunes? -le preguntó Frau Schneider, antes de que llegara a alcanzar la puerta de la calle.
– No se preocupe -respondió el estudiante con una sonrisa-. Voy con Dios.
Bajó las escaleras poseído por una extraña sensación de ligereza. De hecho, se sentía tan feliz que, hasta que rebasó media docena de manzanas, no cayó en que tendría que pasar la noche en algún sitio y, sobre todo, en que debía informar a Rose de que se marchaban al día siguiente a Zurich. Decidió, por tanto, encaminarse a la casa donde vivía su amada.
Era ya tarde y eso le permitió llegar sin ningún género de obstáculos. Sin embargo, la circunstancia que tanto le había facilitado el trayecto era la misma que ahora le impedía comunicarse con Rose. Echó mano de su reloj de bolsillo y comprobó que era cerca de la una. De buena gana, se hubiera tumbado en el portal esperando a que llegara la mañana, pero era consciente de que no era posible. Aunque, en realidad, ¿qué era posible?
Se llevó la diestra a la frente y comenzó a frotársela, como si así pudiera extraer de ella alguna idea útil. Desde luego, así fue. Rápidamente, buscó un lápiz en el bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un trozo de papel de otro exterior y se dispuso a escribir una nota. La luz era mala, pero se guiaba más por el corazón que por la vista. En cinco líneas le expuso que debía dejar Viena, que deseaba que le acompañara y que la esperaba para tomar el último tren que saldría la noche siguiente hacia Zurich. Bien, el mensaje ya estaba redactado, pero ahora, ¿cómo podría hacérselo llegar?
Lo normal sería plegar el papel, ponerle su nombre y deslizarlo en el buzón o bajo la puerta. Sin embargo, ninguna de las soluciones le convencía del todo. Si se atrevía a subir hasta el piso de Rose, había bastantes posibilidades de que la nota la recogiera otra persona. Por lo que se refería al buzón, no sólo existía el mismo peligro sino que, además, no estaba seguro de poder encontrarlo a oscuras, y encender la luz le parecía demasiado arriesgado. Pensaba en todo esto cuando un chirrido le avisó que se abría una puerta.
Si no hubiera estado tan cansado ni tan ensimismado en sus pensamientos, Eric habría echado a correr. Ahora el ruido le cogió desprevenido y, antes de que pudiera darse cuenta, la taquilla del portero se había abierto, dejando escapar un filo de luz amarilla.
– ¿Qué es ese ruido? -indagó un hombre de cabellos ralos y revueltos, por cuya camisa asomaba una pelambrera rojiza.
– ¿Es usted el portero de la casa? -dijo Eric, intentando aparentar una calma que no tenía.
– Sí… ¿qué pasa? -dijo el hombre, desconcertado por la reacción del muchacho.
– Pasa que se va a ganar una buena propina.
– ¿Y eso? -preguntó el portero, totalmente desconcertado.
– Porque mañana por la mañana va a entregar esta nota a Fraulein Rose, la del segundo -respondió Eric acercándose.
Antes de que el empleado de la finca pudiera abrir la boca, el estudiante le había colocado en la mano la nota y un billete de banco. Quiso decir algo pero, como si se hubiera tratado de una aparición, el desconocido se desvaneció entre las sombras.