38011.fb2 El ?ltimo tren a Zurich - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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XXIV

– No dije una sola palabra. Si lo hubiera hecho, se habría detenido con toda seguridad a saludarme y aquello habría significado tentar en exceso a la suerte. Esperé, por tanto, a que llegara la hora del rancho y entonces me acerqué a él. Deseaba saber, por supuesto, cómo le habían detenido, pero, sobre todo, quería informarle de ese código no escrito que rige en los campos de concentración y cuyo desconocimiento puede significar la muerte.

– ¿Cómo consiguieron atraparle? -interrumpió Eric.

– En realidad, lo que habría que preguntarse es cómo tardaron tanto en detenerle -respondió Ludwig-. Mientras caían millares de personas en manos de las SS, mientras quemaban sus libros en hogueras encendidas en medio de las calles, Karl se iba convirtiendo en una leyenda. Todos eran conscientes de que seguía en Viena, pero nadie sabía dónde. En realidad, lo que salvó a Karl durante meses fue el amor.

– ¿Qué quiere decir? -indagó intrigado Eric.

– Cuando los nacional-socialistas se apoderaron de Austria, no fueron pocos los que decidieron escaparse. Karl tendría que haberlo hecho desde el primer momento, pero decidió quedarse porque Tanya, según me contó entonces, se estaba muriendo.

– Sí, ya lo sabía.

– Vendió todo lo que tenía y decidió invertir ese dinero en comprar medicinas y comida y en alquilar un apartamento donde ocuparse de ella y donde, además, tardaran en descubrirlo. Comportarse así equivalía a firmar su sentencia de muerte, pero no creo que tuviera ningún interés en seguir viviendo sin Tanya.

– Seguramente -concedió Eric.

– La mujer aún sobrevivió casi tres meses -continuó Ludwig-. Por lo que Karl me contó, en sus últimas semanas no podía levantarse del lecho y, ya al final, en algunas ocasiones, ni siquiera le reconocía. En realidad, se había convertido en un verdadero esqueleto, pero, según me dijo Karl emocionado, era un «esqueleto bellísimo», junto al que pasaba todo el día, recitándole las poesías que le había escrito en el pasado y susurrándole canciones de amor.

– ¿Sufrió mucho al morir?

– Por lo visto, hacía un par de días que no podía comer y sólo toleraba algunos líquidos -respondió Ludwig-. Karl le acababa de dar un zumo y luego la abrazó. Pesaba ya tan poco que casi parecía una niña, me dijo. Entonces comenzó a entonar una canción en la que el enamorado pedía a su amada que tomara su corazón y su vida. Cuando concluyó, se dio cuenta de que Tanya había muerto.

– Así que consiguió engañarla… -pensó en voz alta Eric.

– No -negó Ludwig-. Nunca la engañó. En realidad, fue ella la que le engañó a él.

– No entiendo.

– Tanya sabía que se estaba muriendo desde hacía más de un año -dijo el antiguo periodista-. Así se lo habían asegurado dos especialistas de Viena. Llegó incluso a visitar al doctor Freud, por si su dolencia pudiera tener raíces psicológicas y era susceptible de curarse mediante el psicoanálisis…

– ¿Fue ésa la razón de que se marchara del lado de Karl?

– Sospecho que sí -respondió Ludwig-. Seguramente, no deseaba que sufriera viendo cómo se apagaba hasta morir. Le dijo que padecía una indisposición pasajera y que se le curaría pasando un tiempo en un balneario. Por supuesto, Karl quiso acompañarla, pero Tanya no se lo permitió.

– ¿Y él ya sabía que estaba enferma?

– No en esa época. Por un tiempo, pensó que la mujer había dejado de amarle y que tan sólo deseaba librarse de él. Se atormentaba diciéndose que su desorden y sus manías la habían alejado de su lado. Naturalmente, cuando regresó a Viena se volvió loco de alegría.

– Y volvió porque lo amaba…

– Sin duda alguna. Imagino que llegó a la conclusión de que no podía vivir, ni morir, sin él. Por supuesto, nada más presentarse en Viena, Karl la llevó a que la examinara un especialista pero, antes, temiéndose lo peor, le suplicó que ocultara a la mujer su situación en caso de ser grave. Se trataba de un antiguo amigo de Karl y aceptó la condición. Lo que ambos ignoraban era que Tanya sabía más que de sobra cuál era su estado. Cuando murió, Karl decidió quemar el contenido de algunas carpetas que ella se había empeñado en conservar. En el interior de una de ellas descubrió los informes médicos que habían entregado a Tanya antes de marcharse de Viena, un año antes. Karl siempre dijo que era la mujer más inteligente del mundo y hay que reconocer que, al menos en esta ocasión, lo demostró de sobrada. Él pensaba que había logrado ocultarle todo, y era ella la que lo había conseguido. Aquella misma tarde, Karl salió del apartamento por primera vez en muchos días. Buscaba una funeraria y se las arregló para que dieran sepultura a Tanya. Naturalmente, ahora ya sabían dónde podían encontrarle y le detuvieron dos días después. Apenas tardaron unas horas en enviarlo a Mauthausen. Habían quemado sus libros en hogueras públicas pero, al parecer, abrigaban la esperanza de ganarlo para su causa.

– ¿Lo consiguieron? -interrogó el muchacho.

– No pudieron quebrantarle, Eric, no pudieron… -dijo Ludwig-. Y la verdad es que lo intentaron todo.

Al escuchar aquellas palabras, el estudiante habría deseado que ahí se detuviera el relato del amigo de Lebendig, pero no supo o no pudo hacerlo.

– Un día -continuó Ludwig- uno de los oficiales de las SS tuvo una idea. No sé… no sé cómo se le pasó por la cabeza, pero decidió que en la sesión de interrogatorio estuviera presente un mono.

– ¿Un mono? -preguntó Eric con un hilo de voz.

– Lo habían golpeado mucho -dijo Ludwig sin responder a la pregunta-. Yo entré para llevar unas bebidas a los SS y estuve a punto de que se me cayera la bandeja al verlo. No se trataba sólo de que tuviera la cara hinchada y el pecho cubierto de sangre. Además tenía las manos moradas y sangrando. Quizá… quizá le habían roto los dedos para evitar que pudiera seguir escribiendo… A ciencia cierta, no lo sé.

Eric sintió que se le formaba un nudo en la garganta, pero se propuso aguantar hasta el final del relato.

– Entonces el oficial de las SS que sujetaba al mono con una correa dijo: «¡Vamos, Pipino! ¡Acaba con él!»

– ¡Dios santo! -musitó Eric.

– Los monos son animales fácilmente excitables. Si se ponen nerviosos o si se sienten presionados, reaccionan de manera violenta. Muerden, arañan, golpean… se convierten en verdaderos monstruos, en fieras enloquecidas…

Ludwig interrumpió el relato y se llevó la mano a la boca, como si deseara limpiarse los labios.

– El oficial de las SS volvió a azuzar al mono y, a continuación, descargó su fusta cerca del lugar donde estaba. No sé… no sé qué clase de adiestramiento tenía aquel simio, pero entendió a la perfección lo que le ordenaban. Saltó al suelo y, corriendo sobre sus cuatro manos, se acercó hasta donde estaba Karl.

Eric guardó silencio, a la vez que los ojos se le humedecían y el nudo que tenía en la garganta se le hacía insoportable.

– Aparté la vista, porque estaba convencido de que el animal saltaría sobre Karl y comenzaría a morderlo y golpearlo, hasta destrozarle la cara y el cuerpo, sin que él pudiera defenderse. Sin embargo, pasaron los segundos y no escuché el menor ruido. Fue como si el mundo hubiera quedado paralizado. Estaba tan extrañado de aquel silencio que acabé por mirar a Karl y entonces… entonces…

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Eric, a punto de romper a llorar.

– El mono se había detenido a unos pasos de Karl y lo miraba… lo miraba de una manera que no me pareció feroz, que… que incluso me hizo pensar que sentía compasión por él. Luego, lentamente, muy lentamente, llegó hasta Karl, apoyó las manos en sus rodillas y se izó hasta sentarse en su regazo.

Ludwig volvió a secarse la boca de manera casi compulsiva.

– Lo que sucedió entonces, Eric, no lo hubiéramos esperado ninguno de los que estábamos allí. Ni Karl, ni yo, ni, por supuesto, los SS -dijo con voz temblorosa el amigo de Lebendig-. El mono tendió ambas manos hacia Karl y le retiró el pelo de la cara como si fuera a peinarlo. Luego comenzó a besarle dulcemente y a acariciarle el rostro y la cabeza.

Ludwig interrumpió su relato mientras unos gruesos lagrimones comenzaban a deslizarse por sus mejillas chupadas. Procurando mantener un control sobre sus emociones, lo que cada vez se le hacía más difícil, se pasó el dorso de la mano por los ojos para secárselos.

– Eric… -prosiguió-. Era… era como si, al ver tanto dolor injusto, aquel animal se sintiera más cerca del pobre Karl que de sus amos, como si algo en su interior le impulsara a comportarse con independencia de su amaestramiento… Cuando Karl se percató de lo que hacía el mono, levantó las manos… Dios santo, Eric, las tenía deshechas, llenas de moratones… y… y abrazó también al animal.

– ¿Qué hicieron los SS? -preguntó el muchacho con un hilo de voz.

– Por unos instantes no supieron qué hacer -respondió Ludwig-. Creo que les pasaba como a mí. Estaban tan sorprendidos por lo que veían que no reaccionaban. Les duró poco. De repente, el oficial comenzó a golpear con la fusta en la mesa y a gritar: «Pipino, ataca, Pipino, ataca», pero Pipino no estaba dispuesto a obedecerle. Seguía abrazado a Karl como… como si fueran dos viejos amigos.

– Dios santo… -musitó Eric.

– Entonces -continuó Ludwig- el oficial se acercó dando zancadas hasta el mono y le descargó un fustazo en la espalda. Lo normal, seguramente, habría sido que el animal se apartara pero, en lugar de hacerlo, se abrazó más a Karl, como… como si deseara cubrirlo con su cuerpo. Luego… luego todo fue tan rápido que… que casi no pude observarlo con claridad. El oficial de las SS desabrochó la cartuchera que llevaba al cinto, sacó la pistola, apoyó el cañón en la cabeza del mono y apretó el gatillo. Se oyó un ruido sordo, como el de una botella de champán al destaparse, y el animal cayó al suelo como si fuera un muñeco roto.

– ¿Y qué hizo Karl?

– Creo que al principio no se percató de lo que acababa de suceder, pero cuando sintió que el mono caía al suelo y vio que se quedaba tendido e inmóvil, con aquella mirada perdida y la boca entreabierta, los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces apretó la mandíbula, sonrió… sí, Eric, créeme, sonrió, y le dijo al oficial: «Herr Hoffmann, ¿acaso le resulta imposible tolerar que los monos sean más humanos que los nacional-socialistas?».

– ¿Eso le dijo? -preguntó sorprendido Eric.

– Sí -respondió Ludwig-, y a continuación añadió: «Afortunadamente para usted, no creo en las teorías de Darwin. De lo contrario, me resultaría imposible no inventarme algún chiste sobre su Führer».

– ¿Y qué le hicieron?

– En aquel momento, temí que el oficial lo matara de la misma manera que había hecho con el mono. Estaba convencido de que le pegaría un tiro o de que comenzaría a golpearlo hasta romperle la fusta en el cuerpo, pero no lo hizo. Se limitó a ordenar que se lo llevaran a su barracón.

– ¿No le pegó? -preguntó sorprendido Eric-. ¿Ni siquiera le insultó?

– Ni una cosa ni otra -respondió Ludwig-. Sólo dijo que se lo llevaran.

– ¿Y qué pasó luego?

– No sabría explicarte cómo sucedió pero, aunque yo no conté nada a nadie, al cabo de una hora casi todo el campo sabía lo que había pasado con Karl y con el mono. Algunos lloraban como niños al escucharlo, otros apretaban los labios con orgullo, como si ellos fueran los que habían comparado a los nazis con el animal, y no faltaban los que mencionaban que Karl se había portado como un loco pronunciando aquellas palabras. Cuando llamaron para recoger la sopa de la noche, procuré colocarme al lado de Karl. Charlamos apenas unos minutos y no pude dejar de decirle lo preocupado que me sentía por él. «Nunca debiste decirle al SS esas palabras», le comenté. «Nunca te lo perdonará».

– ¿Y qué dijo Karl?

– Sonrió con esa sonrisa tan particular que tenía y me contestó: «Siempre he sabido que nunca viviré un día más, pero tampoco un día menos, de los que Dios haya dispuesto en su voluntad. Cuando tenga que morirme, será porque Él ha decidido llevarme a su lado y no porque le apetezca a un hombre». Le insistí entonces en que fuera prudente, en que no se dejara vencer por el desánimo, en que le quedaban muchos libros que escribir, pero me cortó con un gesto y me dijo: «La mujer que más he amado en este mundo lo abandonó hace tiempo, el joven más prometedor que he conocido en los últimos tiempos se encuentra a salvo en Suiza y tú… tú vas a salir de aquí dentro de poco. Creo que todo lo que tenía que hacer está cumplido».

– ¿Fue la última vez que hablaste con él?

– Sí. Tras el recuento entramos en el barracón, pero él se dirigió directamente a su catre, sin cruzar palabra con nadie. Me pareció que rezaba después de leer en un Nuevo Testamento que siempre llevaba consigo… Estábamos exhaustos y no tardamos en dormimos, pero, ya entrada la noche, escuché unas pisadas que me sacaron del sueño. Procurando que no me vieran, intenté enterarme de quién se trataba. Eran dos SS que llegaron hasta el lecho de Karl y lo despertaron. Estaba muy oscuro, pero no me pareció que les presentara resistencia. Todo lo contrario. Se levantó y salió flanqueado por ellos del barracón. A la mañana siguiente… a la mañana siguiente…

La voz de Ludwig se quebró. Sin embargo, una vez más volvió a limpiarse los labios y continuó el relato.

– Heinrich, un viejo socialista de pelo blanco, lo encontró en las letrinas. Colgaba de una soga y su cadáver ya estaba frío.

– ¿Crees que se suicidó?

– Creo que lo asesinaron y que fingieron que había sido un suicidio. De esa manera, al evitar una ejecución pública, no lo convertían en un mártir. Además, podían ir diciendo que había sido incapaz de resistir el campo y que se había quitado la vida por cobardía. Pero yo sé que lo asesinaron los SS. También creo que él sabía que lo iban a matar y que, sin embargo, estaba totalmente tranquilo, porque había llegado a la conclusión de que todo lo que tenía que hacer en esta vida estaba hecho y había llegado el momento de partir hacia la otra.

Eric guardó silencio mientras Ludwig se acercaba el vaso a los labios y bebía otro sorbo de agua.

– A mí me pusieron en libertad al día siguiente, pero advirtiéndome de que, si no quería problemas, lo mejor que podía hacer era marcharme de Austria y no volver.

– Tuviste mucha suerte -dijo Eric.

– Sé que su muerte es muy triste… -comenzó a decir el periodista.

– Sobre todo, injusta -le interrumpió Eric.

– Sí, también injusta -reconoció-, pero creo que Karl no desearía verte apenado. Siempre quiso mucho a Tanya, pero cuando ella decidió marcharse no la abrumó con preguntas ni con reproches, y cuando regresó prefirió continuar a su lado, aunque eso supusiera arriesgar la vida. A ti te quería como si hubieras sido un hijo suyo. Hablaba continuamente de ti, se refería a las esperanzas que podía tener Austria de contar con un gran pintor nacional gracias a ti, enseñaba con orgullo los bocetos que le habías obsequiado… Cuando tuvo que pensar en alguien a quien salvar de aquella cárcel que es ahora Austria, pensó en Rose y en ti. Por eso… por eso, Eric, la mejor manera de recordarle es que no te apenes más por él y, a la vez, te esfuerces por llegar a ser aquello para lo que tienes talento.

– Ahora tengo que hacer -dijo Eric tras mirar el reloj de bolsillo que le había regalado Karl Lebendig.

– Sí, sí, lo comprendo -comentó Ludwig poniéndose rápidamente en pie.

– No quiero que me interpretes mal -repuso enseguida el muchacho-. Te agradezco mucho que hayas venido a verme, pero debo atender a algunas personas.

– Claro, claro… -insistió el periodista, mientras hacía un gesto de tranquilidad con las manos.

– Tenemos que volver a vemos, Ludwig.

– Seguro, seguro que sí. Aún me quedaré en Zurich algunos días. Bueno, no te entretengo más.

No se dijeron «ha sido un placer» ni «qué alegría verte», porque a ambos les habría parecido una cortesía sin sentido, después de hablar de la muerte del mejor amigo que habían tenido. Se estrecharon la mano y después, como movidos por un resorte, se dieron un abrazo.

Eric cerró la puerta detrás de Ludwig y luego se sentó. Entonces apoyó los codos en la mesa, hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar.