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Eric se quedó momentáneamente sin poder articular palabra. Hasta ese momento, Lebendig se había comportado con una amabilidad notable, incluso excesiva, pero la sola mención de Tanya parecía haber operado en él una mutación inexplicable. Sus mandíbulas, de trazado suave, se habían endurecido y sus ojos habían adquirido un aspecto húmedo y pétreo. El muchacho deseó en ese momento no haber formulado aquella pregunta, no haber subido al piso, incluso no haber conocido al escritor. Abrió y cerró la boca como si intentara respirar mejor y entonces, sin pensarlo, dijo:
– ¿Por qué no tuvo usted miedo de aquel grupo de energúmenos?
Lebendig giró la cabeza hasta que su mirada se cruzó con la del muchacho. Instantáneamente, desapareció de su rostro el gesto de áspera dureza que lo había cubierto y en la comisura de los labios volvió a hacer acto de presencia aquel esbozo de sonrisa que ya había dirigido a Eric con anterioridad.
– Los nacional-socialistas son un hatajo de cobardes -dijo Lebendig-. ¡Oh, sí! Son muy valientes cuando acuden en masa a un café a atemorizar a ancianos, o cuando pegan a un judío en un callejón, pero cuando tienen que vérselas con un par de policías con redaños… echan a correr como conejos. No hay más que ver lo que sucedió esta mañana.
– Pero -objetó el muchacho-, en Alemania llegaron al poder hace cinco años…
– Sí, es cierto -reconoció Lebendig-, pero es que allí nadie se propuso pararles los pies. Se uniformaron y nadie hizo nada; constituyeron sus milicias y nadie hizo nada; quemaron papeleras y comercios y nadie hizo nada; amenazaron, golpearon y asesinaron a inocentes y nadie hizo nada… Por supuesto, había gente que protestaba y que los llamaba por su nombre, pero los jueces, los policías, los políticos…
– En Alemania no parece que les vaya tan mal… -pensó en voz alta Eric-. Además, los alemanes no son estúpidos…
– Eso es lo peor -resopló Lebendig-, que no son una nación de retrasados mentales. Quiero decir que si fueran caníbales o jamás hubieran escuchado el Evangelio o acabaran de descubrir la escritura… ¡No! ¡No! ¡Qué va! Hace siglos que Alemania derrama la luz de su saber y su arte sobre el orbe. Beethoven, Schiller, Bach, Goethe, Durero… todos ellos alemanes, ¡todos! ¡Y de repente deciden votar a ese austríaco majadero, que tuvo que marcharse de este país porque no había los suficientes locos ni canallas como para seguirlo y formar un partido!
Calló el escritor y Eric tuvo la sensación de que no había dejado de meter la pata desde que había entrado en aquella casa. Ya le había advertido su tía de que debía evitar el trato con desconocidos. Lo mejor sería levantarse ahora mismo y marcharse cuanto antes. Estaba a punto de hacerlo, cuando Lebendig volvió a hablar.
– ¿Sabes cuál es la base sobre la que los nacional-socialistas han levantado su imperio? ¿No? Pues yo te lo voy decir. El miedo. Sólo el miedo. Cuando la gente comenzó a aceptar que era mejor darles dinero, o contemplar con los brazos cruzados cómo pegaban a un infeliz, o huir ante ellos cuando quemaban tranvías o librerías, cuando empezaron a hacerlo, no los convirtieron en seres pacíficos ni en ciudadanos decentes. No, lo único que consiguieron fue abrir camino a ese Hitler. Si hubieran demostrado firmeza contra ellos, todo habría sucedido de otra manera. Ésa es una desgracia que no se ve alterada porque Beethoven fuera alemán y, desde luego, el día menos pensado puede suceder aquí lo mismo, si no nos damos cuenta de ello y hacemos algo por remediarlo.
– ¿Y si le hubieran roto la cabeza? -preguntó Eric-. Quiero decir que eran muchos. Usted no habría podido enfrentarse con ellos. Ni siquiera habría conseguido llegar hasta la puerta…
– Mira, Eric -respondió Lebendig-. La libertad no es gratis. Tiene un precio, que incluye la vigilancia y el valor para enfrentarse con aquellos que desean destruirla. Ése es un enfrentamiento en el que la gente honrada tiene que vencer, o Dios sabe lo que nos deparará el futuro.
– Pero los seguidores de Hitler… -dijo Eric con la voz empapada de escepticismo-. Hombre, en Austria no son tantos. Y además, nadie les hace caso…
Lebendig se llevó la mano a la barbilla mientras arrojaba sobre su invitado una mirada no exenta de ternura. Se mantuvo así unos instantes y, finalmente, dijo:
– Ni siquiera los austríacos, a pesar de que somos mucho más listos que los alemanes, como todo el mundo sabe, estamos libres de tener miedo.
No habría podido decir Eric si Lebendig estaba hablando en serio al señalar la superioridad intelectual de los austríacos sobre sus vecinos germánicos, pero de lo que no le cabía duda alguna era de que sí tenían miedo. En realidad, el que el escritor no hubiera manifestado ese temor era lo que le había impulsado a seguirle, hasta ir a parar a aquel piso atestado de libros y papeles.
– ¿Usted no lo tuvo? -preguntó.
– No se trata de tenerlo o no -respondió con calma Lebendig-. Se trata de no dejar que nos domine.
Eric no dijo nada. Posiblemente aquel hombre, el mismo que le había proporcionado tanto disfrute escribiendo los poemas dedicados a Tanya, tenía razón, pero, desde luego, si los camisas pardas volvían a cruzarse en su camino mientras tomaba café, no sería él quien no se escondiera debajo de una mesa.
– Bueno, basta de cháchara -dijo Lebendig interrumpiendo los pensamientos del muchacho-. ¿Te apetece comer algo?