38011.fb2 El ?ltimo tren a Zurich - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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V

La mirada de Eric recorrió todo lo deprisa que pudo la cascada de papeles prendidos en el cartel de anuncios. Intentaba localizar su nombre, pero entre el reducido tamaño de la letra en que estaban escritos los listados y los continuos empujones que recibía de otros estudiantes, la tarea se le estaba revelando punto menos que imposible.

La verdad es que si pensaba en cómo había transcurrido su primer día en Viena estaba obligado a reconocer que no había resultado halagüeño. Primero, le había tocado vivir el lamentable espectáculo de los camisas pardas irrumpiendo en el café. Luego había venido la agotadora persecución de Lebendig, la extenuante subida hasta su desordenado piso, la extraña conversación que habían mantenido -no estaba nada seguro de haberle entendido- y luego la búsqueda de la pensión. Gracias a Dios, el escritor le había ayudado en el último empeño, aunque no podía decir que hubiera descansado. Se encontraba ciertamente exhausto, pero el ruido que venía de la calle le impidió pegar ojo durante la mayor parte de la noche. Acostumbrado a vivir en una población tranquila, donde todavía era normal escuchar el ronco canto del gallo por la mañana y el de los grillos por la noche, Eric no dejó de oír el paso de los carruajes, las pisadas de los peatones e incluso un lejano estruendo que -pensó- correspondía a alguna obra. Desde luego, si eso era Viena, corría el riesgo de morir por falta de sueño.

Cuando, finalmente, sonó al otro lado de su puerta la voz de la patrona avisándole de que debía levantarse, el estudiante se removió en el lecho bajo la sensación de que le habían propinado una paliza que había tenido como resultado el descoyuntamiento de todos sus huesos.

Se levantó de la cama y acercó el rostro a un espejito colgado de la pared. Sin poderlo evitar, sus ojeras le trajeron a la mente un grabado que había visto tiempo atrás y en el que estaba representado un oso panda. ¡Dios bendito, si le hubiera visto tía Gretel!

Cuando cogió la jarra de metal que se encontraba en el suelo para echar un poco de agua en la palangana, el estudiante tuvo la sensación de que pesaba un quintal. De hecho, por primera vez en su vida, lavarse las manos y la cara le exigió llevar a cabo un enorme esfuerzo físico. Acabada aquella sencilla pero ardua tarea, se peinó ante el espejo y procedió a vestirse. Su aspecto era casi bueno cuando abandonó el cuarto en dirección al comedor.

Había tres mesitas cuadradas en la habitación, pero sólo una de ellas estaba ocupada. El comensal era un sujeto orondo, de cabellos rubios que habían comenzado a clarear mucho tiempo atrás. Tenía las manos ocupadas con los cubiertos y devoraba con excelente apetito una salchicha de notables dimensiones.

– Ése será su sitio, Herr Rominger -sonó detrás de él la voz de la patrona.

Eric se volvió y pudo ver que la mujer le señalaba una de las mesitas.

– Muchas gracias, Frau Schneider -dijo el muchacho, mientras se dirigía al lugar que le habían indicado.

Aunque la mesa era pequeña -realmente costaba trabajo creer que en ella pudieran comer a la vez cuatro personas-, había que reconocer que su preparación era excelente. Los panecillos en una cesta de mimbre, la mantequilla, la mermelada de dos clases, la jarrita de la leche, el azúcar, los cubiertos… sí, todo estaba colocado de una manera que hubiera merecido la aprobación de la tía Gretel.

– Las salchichas y los huevos están en el aparador, Herr Rominger -dijo Frau Schneider con una sonrisa.

– Gracias, gracias -musitó Eric, mientras se dejaba caer en la silla.

En vez de desayunar, el joven hubiera apoyado con gusto la cabeza en la mesa, abandonándose al sueño que le había estado huyendo durante toda la noche. Eso era lo que deseaba en realidad, aunque no podía permitírselo. Era su primer día de clase y no tenía la menor intención de llegar tarde. Si alguien hubiera preguntado a Eric, cuando abandonó la pensión seguido por las sonrisas amables de Frau Schneider, lo que había desayunado, el agotado estudiante no habría podido responder. Se había limitado a comer distraído mientras intentaba mantener abiertos los ojos.

Durante los siguientes minutos, Eric intentó orientarse en medio de una ciudad enorme que desconocía casi por completo. Ciertamente, Frau Schneider le había dado meticulosas instrucciones acerca de cómo orientarse por el Ring, la gigantesca avenida que rodeaba el centro de la ciudad, pero por tres veces se perdió y por tres veces se sintió confuso al escuchar las indicaciones de los transeúntes a los que preguntó por el camino hacia la Academia de Bellas artes y que, amablemente, le respondieron.

Cuando llegó ante el edificio clásico donde tenía su sede lo que consideraba un templo del saber y de la belleza, el estudiante se sentía como si acabara de concluir una extenuante marcha a campo través. Pensó, sin embargo, que ya había llevado a cabo lo más difícil y que sólo le restaba localizarse en los listados de alumnos y dirigirse al aula. Ahora se percataba de que esa parte de su tarea resultaba más difícil de lo que había pensado.

Necesitó no menos de diez minutos para encontrar su nombre en medio de aquella vorágine de papeles, manos y cabezas, y luego otros cinco para seguir las instrucciones que le proporcionó un bedel y poder llegar al aula. No resultó, pues, extraño que con semejante demora la puerta estuviera cerrada cuando Eric apareció ante ella. Se trataba de una circunstancia tan inesperada para el estudiante que por un momento no supo cómo reaccionar. Se quedó mudo y con los pies clavados en el suelo, diciéndose que aquello no podía estarle sucediendo justo en su primer día de clase. ¡Menudo inicio del curso! ¿Y ahora qué iba a hacer?

Formularse aquella pregunta y abalanzarse sobre la puerta fue todo uno. Con gesto inusitadamente resuelto, echó mano del picaporte y lo hizo girar. Apenas acababa de ejecutar el sencillo movimiento cuando llegó hasta sus oídos el sonido de una voz madura pero llena de vigor.

– Meine Herren, ustedes han llegado hasta aquí para trabajar y no para perder el tiempo.

Eric recorrió el aula con la mirada en busca de un lugar donde sentarse. Apenas tardó un instante en localizarlo y, lo más silenciosamente que pudo, con los ojos clavados en el suelo, se encaminó hacia él. Hubiera jurado que se movía con el sigilo de un felino cuando aquella voz interrumpió la frase que estaba pronunciando y exclamó con ironía:

– Vaya, aquí tenemos a un alumno que seguramente llegará al día del Juicio Final durante las horas de la tarde…

Las burlonas palabras del profesor provocaron un aluvión de carcajadas y Eric no pudo evitar levantar la vista de las baldosas. Entonces descubrió horrorizado que buena parte de los presentes había clavado en él los ojos, se partía de risa e incluso le prodigaba algunas muecas rebosantes de mofa. Sí, él era el alumno al que se había referido el docente. Abrumado, enrojeció hasta la raíz del cabello mientras deseaba que la tierra se lo tragara.

– Acérquese, acérquese, jovencito -dijo el profesor, mientras hacía una seña a Eric-. Ocupe ese lugar y explíquenos el porqué de su tardanza.

Con las piernas temblando, el muchacho comenzó a bajar las escaleras que conducían a la primera fila del aula. Si no tropezó, si pudo evitar el caer todo lo largo que era por aquellos peldaños, se debió sólo a que su descenso fue realizado con una lentitud exasperante.

El profesor no realizó el menor comentario mientras Eric concluía su trabajoso itinerario hasta la primera fila. Por el contrario, cruzó los brazos y frunció los labios como si aquella escena le resultara muy divertida. Esperó tranquilamente a que su retrasado alumno tomara asiento y entonces, sólo entonces, le dijo:

– ¿Acaso tendría la bondad de indicarnos el motivo de su inexcusable tardanza, Herr…?

– Ro… Rominger… -respondió Eric, mientras se volvía a poner de pie aún más azorado.

– Bien, Herr Rominger -dijo el profesor-. ¿A qué debemos este retraso?

– No… no conozco Viena… -balbuceó Eric-. Es que no soy de aquí y… y llegué ayer…

– ¿No es usted vienes, Herr Rominger? -aparentó sorpresa el docente-. Nunca lo hubiéramos sospechado…

La última frase fue acogida por un coro de divertidas carcajadas, que prácticamente sofocó la respuesta de Eric.

– No… no lo soy.

– Bien, Herr Rominger -continuó el profesor-. ¿Debo entender que el cartapacio que lleva consigo contiene algún dibujo propio?

Eric asintió tímidamente con la cabeza mientras decía:

– Sí…

– Espléndido -exclamó el profesor, mientras descendía del estrado y se acercaba al lugar donde temblaba el estudiante-. Vamos a echar un vistazo a lo que trae ahí.

Por nada del mundo habría deseado Eric pasar por aquella prueba, pero no tenía ni fuerza ni valor para oponer resistencia. El profesor desató los nudos que sujetaban el cartapacio mientras esgrimía una sonrisa burlona. Luego, con gesto displicente, pasó las dos primeras láminas. Había esperado, desde luego, encontrarse con los trabajos inmaduros de un pueblerino, pero lo que apareció ante sus ojos fue algo muy diferente. Mientras su entrecejo se fruncía en un gesto de mal reprimida sorpresa, ante sus ojos fueron apareciendo acuarelas, dibujos a plumilla, carboncillos… No eran perfectos, desde luego, pero en todos ellos vibraba una nota de originalidad que resultaba muy poco común encontrar entre aquellas cuatro paredes. Un boceto de un árbol, seguramente un apunte del natural, mostraba una visión audaz de la perspectiva. Un retrato de una campesina parecía ser, en realidad, un rostro aprisionado en el papel, donde casi se diría que seguía respirando. Un dibujo a plumilla de una iglesia rural daba la impresión de ser una fotografía repasada con tinta negra. De repente se detuvo ante una imagen del edificio de la Sezession. Por lo que acababa de confesar, este paleto acababa de llegar a Viena, pero lo que tenía ante sus ojos parecía tomado directamente del modelo. Las rectas paredes blancas, las oquedades calculadas en los muros y, de manera muy especial, la cúpula dorada en forma de hojas, habían quedado atrapadas en el papel con una precisión impresionante, casi podría decirse mágica. Lo más posible es que hubiera recurrido a una fotografía para captar todos aquellos detalles, pero lo que tenía ante la vista era mucho más que una reproducción. Se trataba más bien de una realidad insuflada en aquella superficie otrora blanca del cuaderno.

El profesor examinó algo menos de la tercera parte del material de Eric y luego cerró el cartapacio. Para entonces las sonrisas burlonas habían desaparecido de todos los rostros y en el aula reinaba un silencio expectante.

– Le queda mucho por aprender, Herr Rominger -dijo intentando aparentar frialdad, a la vez que se daba la vuelta y regresaba al estrado-. Procure en el futuro no hacernos perder tanto tiempo.

Eric abrió la boca para asegurar que así sería, pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, el profesor había reanudado la lección como si nada hubiera pasado.

A ciencia cierta, el estudiante no habría podido explicar lo sucedido, pero al menos se sentía contento porque no le habían castigado, no le habían puesto una nota mala ni tampoco le habían expulsado del aula. Decidió, por tanto, aplicarse el tiempo restante como si así pudiera agradecer lo bien parado que había salido del incidente. Transcurrió así media hora en la que tomó apuntes de las explicaciones del profesor con un especial interés y diligencia. Entonces, cuando la clase estaba a punto de concluir, sus ojos se fijaron de manera totalmente casual en una muchacha que estaba sentada al extremo de su mismo banco.

Un observador imparcial habría atribuido la atención de Eric a los cabellos castaños y ondulados de la muchacha, a su hoyo suave en el mentón o a sus ojos grandes y dulces. Sin embargo, nada de aquello había atraído al estudiante de manera especial. Se sentía seducido más bien por lo que hubiera denominado el aura que rodeaba a su compañera de curso, un aura invisible pero real, que ya desde ese mismo instante se apoderó de todo su interés.