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Eric llegó jadeando hasta el tercer descansillo. Había realizado aquel camino varias veces pero, con todo, no conseguía acostumbrarse a aquellos peldaños inacabables que conducían hasta el piso de Karl Lebendig. De la manera más disimulada que pudo echó un vistazo a sus dos acompañantes. La muchacha que se encontraba a unos pasos de él se estaba quedando sin aliento, pero el orgullo le impedía reconocerlo y procuraba mantener erguida la espalda. Por otro lado, el esfuerzo había infundido en sus mejillas un tinte rojizo que la hacía parecer todavía más hermosa a los ojos del estudiante. Cerrando la comitiva, figuraba un muchacho rubio y alto, de casi un metro ochenta de estatura, precisamente el que había causado la práctica totalidad de las pesadillas de Eric durante las últimas semanas.
Si ahora los tres subían con dificultad la escalera de Lebendig se debía al deseo del estudiante de librarse de que aquella situación que tantos tormentos le había ocasionado. Al ver el volumen de poesía sujeto por la muchacha de sus sueños, se había creído objeto de una privilegiada revelación. Si le atraían las obras de Lebendig, si tan sólo le gustaban la mitad que a él, contaba con un camino especial a través del cual intentar llegar hasta su corazón.
Sin embargo, como tantos planes surgidos a impulso de los sentimientos en la mente de un adolescente, el de Eric presentaba no pocas dificultades. La principal, sin duda, era lograr la aquiescencia de Lebendig. De hecho, si el escritor aceptaba aparecer como su amigo, Eric estaba convencido de que la hermosa muchacha de los cabellos castaños acabaría aceptando su amor y, sobre todo, marcando distancias con aquel pelmazo que mariposeaba a su alrededor. Sin embargo, examinado el asunto de manera fría y objetiva, el razonamiento del estudiante resultaba claramente endeble. A fin de cuentas, aunque estuviera muy bien relacionado con el escritor, ¿por qué razón iba a cambiar esa circunstancia la forma en que lo contemplaría la muchacha?
A pesar de todo, nunca lo hubiera visto así Eric y, por eso, aquel mismo día se había dirigido apresuradamente hacia el hogar de Lebendig. A medida que se había acercado a la casa, la excitación había ido creciendo, a la vez que repetía una y otra vez las palabras que pensaba dirigir al poeta. Primero, le saludaría de la manera más amable, luego le pediría disculpas por irrumpir en su existencia y, a continuación, le expondría sucinta y exactamente el motivo de la visita. En su recorrido por las calles, Eric había visto en su cabeza los gestos que haría el poeta y se había dicho una y otra vez que alguien que podía escribir aquellos versos tenía que entenderle enseguida.
Estaba tan convencido de ello que corría más que andaba cuando penetró en el portal de la casa de Lebendig. Con paso contenido, había llegado hasta la garita del portero, le había saludado con una leve inclinación de cabeza sumada a un Grüss Gott, y había comenzado a subir los peldaños. Al principio, el ascenso había sido lento y comedido, pero apenas el estudiante imaginó que no podía alcanzarlo la vista del empleado, había comenzado a correr como si lo impulsara -y ciertamente así era- una fuerza superior, que no habría podido ser medida ni calculada de acuerdo a las leyes de la física o de las matemáticas.
Había llegado al último descansillo jadeando y con un dolor agudo en las pantorrillas. Luego, a la vez que realizaba una pausa, había respirado hondo y salvado la distancia que le separaba de la puerta de Lebendig. Allí se había detenido y reparado en que se encontraba bañado en sudor. Se dijo entonces, verdaderamente espantado, que no era aquella la mejor manera de presentarse ante una persona mayor a la que, por añadidura, pretendía pedir un favor. Con las manos temblándole por el nerviosismo, había echado la diestra al bolsillo y, tras sacar un pañuelo, se había enjugado la frente con un movimiento rápido. Sin embargo, su organismo no estaba dispuesto a ayudarle. Mientras los pinchazos que sufría en las piernas se hacían más intensos, las gotas que le perlaban la frente y el resto del cuerpo habían continuado manando como si procedieran de un grifo imposible de cerrar.
La constancia de que el sudor no dejaba de empaparle había provocado un mayor nerviosismo en el estudiante, que se había afanado con redoblado empeño en su inútil tarea. Justo en esos precisos instantes la puerta del piso de Lebendig se había abierto.
Al descubrir a Eric en el umbral, las cejas del escritor se habían alzado por encima de sus lentes en un mudo signo de interrogación. Tenía el propósito de bajar a la calle a comprar algo de queso y fruta y, muy poco acostumbrado a recibir visitas, se había sentido sorprendido al contemplar al azorado muchacho.
– Buenos días -había dicho Eric con un hilo de voz-. Venía… venía a visitarle…
Al escucharle, Lebendig había dado un par de pasos hacia atrás dejando despejada la puerta para que pudiera pasar su joven amigo.
– Entra -había dicho, mientras en los labios se le dibujaba aquella sonrisa suya tan peculiar.
Mientras Eric se había dirigido hacia el salón abarrotado de libros, Karl se había encaminado a la cocina para preparar un té. No había tardado apenas en reunirse con el estudiante y preguntarle el motivo de su visita. A pesar de que estaba poseído por un insoportable nerviosismo que le entorpecía la lengua, Eric apenas había necesitado diez minutos para relatar las cuitas que lo venían aquejando desde hacía varios días.
– ¿De modo que te has enamorado? -había preguntado Lebendig, tras apartar de sus labios una taza de té dotada de una forma extraña.
Eric había asentido con la cabeza con un gesto similar al del reo que admite, resignado, que es culpable de los cargos que se le imputan.
– ¿Y pretendes que yo te ayude a… conquistarla? -había indagado el escritor.
El muchacho había repetido el movimiento afirmativo teñido ahora de una tímida zozobra. Lebendig había sonreído entonces para, a continuación, lanzar una carcajada, y otra, y otra, hasta que todo su cuerpo se convulsionó a causa de la risa. Sin embargo, en él no se había dado cita ni un átomo de burla. Tan sólo se había sentido rejuvenecido al ver que todavía existía gente dispuesta a recurrir al ingenio para asegurarse el amor que se había apoderado de su corazón. Había sido esa razón la que le había impulsado a mirar a Eric y a decirle: «Os espero a ti y a tu amiga el viernes por la tarde», para sentir una felicidad fresca y chispeante nada más hacerlo.
Si algún policía se hubiera tropezado con el estudiante en el camino de regreso a la pensión, con toda seguridad lo habría detenido para averiguar su identidad. Hubiera necesitado Eric volar para que su espíritu expresara cabalmente el gozo que le embargaba. Al no poder hacerlo, se había entregado a una sucesión de carreras, cabriolas y piruetas, que a punto estuvo en un par de ocasiones de costarle la luxación de un tobillo. No sucedió así porque el cuerpo del estudiante era joven y flexible y, sobre todo, porque existe un Ser que mira con especial complacencia a los enamorados.
Sucedió también un hecho, aparentemente sin importancia, que extinguió su despreocupado andar. Apenas acababa de doblar una esquina, cuando ante él se extendió una fila de personas que en su mente rememoró la imagen de una gigantesca oruga gris. Detuvo su marcha para no chocar con ellos y comenzó a subir la calle flanqueándolos. No había deseado Eric mirarlos de frente pero, aun así, le bastó observarlos con el rabillo del ojo para darse cuenta de que sus barbas de varios días, sus vestimentas arrugadas y sucias e, incluso, su olor a cansancio y derrota les señalaban como una parte del ejército de parados que aumentaba, día a día, en Austria. Había alzado entonces la mirada al frente para descubrir lo que estaban esperando y, para sorpresa suya, no había visto la entrada de una fábrica o un comercio, sino tres columnas de un humillo blanquecino y de escasa altura. Aquella extraña circunstancia llevó a apretar el paso para descubrir lo que había provocado la concentración de aquella cohorte de desdichados.
Había tardado un rato en llegar, lo que, entre otras cosas, le había permitido darse cuenta de que eran varios centenares los que esperaban. Finalmente, ante sus ojos habían aparecido unas mesas alargadas y bastas, sobre las que reposaban cestas llenas de pan y unas ollas inmensas. Una docena de jóvenes poco mayores que él tendían a los indigentes un plato de sopa humeante y una rebanada y, justo cuando el parado recogía la comida, pronunciaban con una sonrisa unas palabras.
No había podido entender Eric lo que decían y precisamente por ello le había picado la curiosidad. De buena gana se hubiera incorporado a la fila, no para que le dieran de aquella sopa, sino sólo por escuchar la fórmula que la acompañaba. Sin embargo, no se le había escapado que un paso semejante habría podido provocar la cólera de los parados hasta el punto de depararle sus insultos e incluso algún bofetón.
Se le había ocurrido entonces que podía acercarse a un par de jóvenes que parecían desempeñar funciones de orden y que se hallaban departiendo amigablemente a un extremo de la mesa. A esa distancia, había pensado, podría escuchar lo que decían a los hambrientos.
Había llegado hasta ellos con la excusa perfecta -la de preguntar por una calle- y apenas se había situado a su altura, el corazón comenzó a latirle a una extraordinaria velocidad. Aquellos rostros le habían resultado conocidos. ¡Oh, vaya si le eran familiares! ¡Pertenecían a dos de los camisas pardas que habían irrumpido en el café el mismo día que había llegado a Viena! Apenas se había percatado de ello, a su izquierda sonó una frase clara e impregnada en una nota de optimismo:
– El Führer pronto estará entre nosotros.
Sin poderlo evitar, se había vuelto Eric hacia el lugar de donde procedía la voz y a tiempo había estado de ver cómo el parado había levantado levemente la mano con la que sujetaba el pan a la vez que decía:
– Heil Hitler.
– ¿Qué quieres, camarada? -había escuchado entonces Eric y, al mover la cara, había descubierto frente a él al camisa parda que había amenazado a Karl con una porra.
Era cierto que no llevaba uniforme y que, vestido de civil, hubiera podido pasar por un dependiente endomingado o un estudiante, pero no le había cabido ninguna duda de que se trataba del mismo personaje.
– Busco la calle…
No terminó la frase porque hasta sus oídos había llegado de nuevo el sonido ritual de «el Führer pronto estará entre nosotros», respondido por el no menos litúrgico «Heil Hitler».
– ¿Qué calle, camarada?
Había dicho una Eric y luego había fingido escuchar las instrucciones que le daba el camisa parda. Al final, tras tartamudear un gracias, se había alejado todo lo rápidamente que había podido de aquel lugar.
Mientras se alejaba y sentía que los ojos de los camisas pardas se le clavaban en la nuca, Eric reflexionó acerca de la especial astucia de los nacionalsocialistas. A diferencia de lo que había sucedido en Alemania antes de su llegada al poder, en Austria eran ilegales y sólo de tarde en tarde se les podía ver uniformados y asaltando algún lugar. Sin embargo, eso no significaba que estuvieran inactivos. De momento, resultaba obvio que estaban aprovechando el hambre de millares de personas para anunciarles la buena nueva de que Hitler pronto llegaría al país para redimirlos de sus males.
Si Eric hubiera sido un muchacho interesado por la política, aquel episodio no sólo habría acabado con sus cabriolas sino que le habría llevado a pensar más a fondo sobre lo contemplado, pero al estudiante la política le resultaba indiferente y si aquella noche le había costado dormirse, no se había debido a los seguidores de Hitler, sino a su adorada compañera de curso. A causa de la emoción nacida de las recientes expectativas, Eric había padecido serias dificultades para conciliar el sueño y antes de que fuera la hora de levantarse había saltado de la cama, como si así pudiera adelantar el momento de encontrarse con su amada. Se había lavado, vestido y desayunado más deprisa que nunca y, presa de una euforia incontenible, se había encaminado hacia la Academia de Bellas Artes.
Hasta entonces, su comportamiento en el interior de aquel edificio siempre había resultado prudente y comedido, pero aquel día entró corriendo y corriendo cubrió el camino que llevaba al aula. Se encontraba cerrada y, mientras esperaba a que la abriera un bedel, estuvo recorriendo el pasillo una y otra vez. Se había sorprendido el conserje al ver a aquel alumno tan madrugador y por un instante incluso había pensado en someter a un riguroso examen la bolsa de libros y el cartapacio del estudiante. Si al final no lo había hecho, se había debido a que el aspecto de Eric era lo más alejado al que hubiera podido presentar un delincuente.
Había esperado un buen rato a que llegara otro alumno a la clase y después otro y otro más. Cuando finalmente la muchacha de los cabellos castaños había hecho acto de presencia en el aula, la impaciencia de Eric se había transformado en una aceleración desbocada del corazón. Había aguardado a que llegara a su sitio habitual y entonces se había levantado de su asiento para acercarse hasta ella.
– Buenos días -había dicho, mientras sentía que seguramente hasta en la calle debían de estar oyendo los latidos de su corazón-. Tengo una sorpresa para ti.
La muchacha no había parecido entusiasmada por aquellas palabras pero, aun así, le dirigió una mirada atenta.
– Estuve ayer viendo a mi amigo, el escritor Karl Lebendig -había dicho, recalcando la palabra «amigo»-. Nos ha invitado a visitar su casa el viernes y…
– ¿Qué está diciendo éste, Rose? -había intervenido entonces una voz poco amigable.
Eric había dirigido la mirada hacia el lugar del que procedía la pregunta y sus ojos habían chocado con los del inaguantable muchacho rubio. En otras circunstancias, aquel individuo, que casi le sacaba veinte centímetros de estatura y que le contemplaba con mirada de pocos amigos, le habría intimidado, pero en esos momentos Eric se sentía especialmente fuerte. Incluso temerario.
– ¿Te interesa la literatura? -había dicho con un no poco habitual dominio de la situación-. Lo digo porque podrías acompañarnos a ver a un escritor realmente importante.
El recién llegado había sentido una poderosa tentación de propinar un empujón al estudiante que lo enviara al otro extremo del aula. ¿Quién se había creído que era aquel pequeñajo para decirle que «podía» acompañarles? Aún estaba pensando donde asestarle el golpe, cuando la muchacha había dicho:
– Sí, Sepp. Es una buena idea. Vente con nosotros.
Aquel «vente con nosotros» había molestado aún más al tal Sepp, que no veía razón alguna para permitir que semejante renacuajo se interpusiera en su relación con la muchacha. Le hubiera encantado decirle que no tenía la menor intención de ir a ninguna parte con ese idiota canijo y que, además, ella tampoco lo iba a hacer. Sin embargo, ya tenía la suficiente experiencia con chicas como para saber que actuar de esa manera seguramente sólo hubiera servido para colocarle en mala posición. Y así fue como los tres habían llegado aquella tarde de viernes ante la puerta del piso de Karl Lebendig.
Eric llamó al timbre con una apariencia de seguridad similar a la que tiene el que entra en su propia casa. Sin embargo, mientras lo hacía, por su mente revoloteaban como dardos de pesimismo algunas desagradables posibilidades. ¿Y si a Lebendig se le había olvidado la invitación y no se encontraba en casa? ¿Y si su desordenadísimo habitáculo causaba en la muchacha una reacción negativa? ¿Y si al final Sepp aprovechaba aquella ocasión para burlarse de él y asegurarse para siempre, siempre, siempre, a la muchacha? Todo aquello y mucho más le cruzó la cabeza y, por primera vez, dudó de la sensatez de sus maniobras.
– ¡Ah, ya estáis aquí -dijo Lebendig al abrir la puerta, y el sonido amable de su voz trajo a Eric de regreso del universo de las inquietudes-. Pasad, pasad, os estaba esperando.
– Tú debes de ser Rose -dijo, mientras ayudaba a la muchacha a quitarse el abrigo y lo colgaba en el perchero de la entrada-. Eric me ha hablado mucho de ti y veo que no le faltan motivos.
La muchacha agradeció el cumplido con una sonrisa pero el rostro de Sepp presentaba un aspecto totalmente avinagrado cuando el escritor le tendió la mano.
– Tendréis que perdonarme por el desorden de la casa -dijo en tono de disculpa Lebendig, mientras abría el camino a lo largo del pasillo-. Vivo solo y, aunque viene una asistenta de vez en cuando, mantener una casa en orden con más de siete mil libros no es nada fácil…
La mención del número de volúmenes que poseía provocó en Rose una emoción que se vio rápidamente aumentada cuando entró en el saloncito. Eric captó que el gran sofá en forma de L estaba despejado por completo y que sobre la mesita descansaba un servicio de té de una delicada belleza. Persistían algunos montones de libros en el suelo pero, en general, podía decirse que la habitación estaba bastante más limpia que de costumbre e, incluso, casi ordenada.
– Sentaos, sentaos -dijo Lebendig, mientras señalaba el sofá con gesto amable-. No suelo recibir visitas y así está todo.
Eric ocupó enseguida un lugar, pero Rose se aproximó a una de las estanterías y paseó la mirada sobre los apretados volúmenes. En apenas unos instantes comprobó que aquellas masas de libros reunían algunos de los nombres que, desde hacía tiempo, ocupaban sus horas de lecturas más placenteras. Rilke, Hofmannstahl, Zweig, Roth… todos estaban allí.
– Puedes ojearlos si quieres -dijo Lebendig cordialmente.
– ¡Oh, gracias! -respondió la muchacha, mientras alargaba el brazo para sacar un libro de la estantería.
– ¡Pero si está dedicado por Rilke! -exclamó Rose emocionada al pasar la primera página-. «A mi buen amigo, el maestro en poesía Karl Lebendig…». Caramba, ¿de verdad es usted amigo de Rilke?
– Hubo una época en que nos veíamos bastante -dijo con modestia Lebendig-. A los dos nos gustaba mucho Rodin. En realidad, nos conocimos en su casa.
– ¿Ha estado usted en Francia? -preguntó Rose totalmente entusiasmada.
El escritor estaba a punto de responder, cuando sonó bronca la voz de Sepp.
– ¿Es usted judío?