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Las palabras de Sepp provocaron en el pecho de Eric una sensación insoportable de peso. ¿A qué obedecía aquella pregunta? ¿Qué era lo que pretendía el amigo de Rose? Seguro que no se trataba de nada bueno…
Lebendig, por el contrario, no pareció alterado en lo más mínimo. En realidad, su rostro habría presentado el mismo aspecto si le hubieran preguntado la hora o el tiempo que hacía en la calle.
– Sí -respondió Lebendig-. He estado en Francia varias veces, y no, no soy judío. Bueno, ¿tomamos un té? Al que no le guste puedo ofrecerle café.
Rose se sentó en el sofá sin soltar el libro de Rilke y lo hizo, sin darse cuenta, al lado de Eric. Sepp torció el gesto e, incómodo, se buscó un sitio. Durante unos instantes, mientras Karl vertía el té en las tazas, reinó un silencio absoluto.
– Ha viajado mucho, Rose -dijo finalmente Eric, forzando una sonrisa-. No puedes hacerte idea de los lugares que conoce. Ha estado en Oriente, en Rusia, en América… bueno, ni te lo puedes imaginar.
– ¿Es así, Herr Lebendig? -preguntó la muchacha con una sonrisa.
El escritor la contempló un instante antes de responder. Sí, era más que comprensible que Eric se hubiera enamorado de ella. Se trataba de una joven delicada, agradable, con un rostro hermoso y, sobre todo, se encontraba dotada de una simpatía armónica, que parecía desprenderse de cada uno de sus movimientos.
– Eric es muy generoso, Rose -respondió Lebendig-, pero sí, he viajado un poco por ahí…
– Yo también he viajado por ahí -le interrumpió Sepp.
Rose dirigió una mirada de tajante desaprobación a su acompañante, mientras los ojos de Eric se abrían como platos. Lebendig, sin embargo, no pareció incomodarse por aquella impertinencia. Por el contrario, sonrió y dijo:
– Eso es fantástico, Sepp. ¿Dónde has estado?
– En Alemania -respondió Sepp con una sonrisa triunfal-. Todo lo que sucede allí desde hace años es extraordinario.
– Sin duda -concedió Lebendig, frunciendo ligeramente el entrecejo-. ¿Fuiste con tus padres?
– No, por supuesto que no -contestó el muchacho con un claro tinte de orgullo en la voz-. Viajé con unos camaradas. Estuve en Berlín, claro, y en Aquisgrán.
– Aquisgrán, sí, claro -musitó el escritor, como si encontrara una especial coherencia en aquella información.
– No deseo ser descortés, Herr Lebendig -continuó Sepp-. Además, debo disculparme por haberle preguntado…
– … si soy judío -concluyó la frase Lebendig.
– Sí, exactamente. Le ruego que me perdone. Nunca debió pasárseme una cosa así por la cabeza. Usted… usted es una persona educada, culta…
– … y por eso es muy difícil que pueda ser judío -volvió a completar la frase Lebendig-. Bien, ¿y qué fue lo que te gustó del III Reich?
El rostro de Sepp se vio iluminado por una amplia sonrisa al escuchar la manera en que el escritor se había referido a Alemania.
– Herr Lebendig -respondió Sepp-. En Alemania comprendí que Austria no es sino un trozo de la patria alemana. No se trata sólo de que hablemos la misma lengua. No, es mucho más. Tenemos un pasado común y, sobre todo, una sangre común, la sangre aria. En los últimos cinco años Alemania ha recuperado su alma, Herr Lebendig. Nuestro Führer ha empezado una revolución que es, a la vez, socialista y nacional.
– Entiendo -dijo secamente el escritor.
– No existen diferencias de clases en Alemania -prosiguió Sepp-. Todos son hermanos y trabajan en su puesto para devolver a su nación la grandeza que merece por justicia. Tendría usted que ver las calles, las plazas, los cafés… ¡Ah, Herr Lebendig, todo es orden, limpieza, igualdad, fraternidad! Ésos son los resultados de acabar con la morralla, con la chusma.
– Y con los judíos -añadió Lebendig.
– Se les ha puesto simplemente en el lugar que les correspondía -respondió Sepp, asintiendo con la cabeza-. Nadie les ha hecho daño, pero se ha puesto fin a la explotación a que sometían a la nación alemana. Para ellos se acabó el explotar a las pobres gentes. Alemania debe ser para los alemanes.
– Por lo que veo eres un nacional-socialista convencido -dijo Lebendig, mientras sus labios formaban una extraña sonrisa.
– Sí, lo soy, vaya si lo soy -respondió el muchacho-. Alemania por fin está despertando.
– Desde luego hay que reconocer que aprendiste mucho en Aquisgrán -comentó el escritor-. ¿Os apetecería escuchar algo de música?
Rose y Eric dieron un respingo al escuchar la pregunta de Lebendig. Habían asistido en silencio a la conversación que había mantenido con Sepp y no sabían a ciencia cierta qué opinar. Ambos amaban el arte y la belleza, pero no se habían sentido jamás atraídos por la política y todo lo que acababan de escuchar les parecía lejano e incluso incomprensible. El ofrecimiento del escritor les trajo de vuelta a su mundo y ambos respondieron afirmativamente.
– Excelente -dijo Lebendig, mientras se ponía en pie-. De todas formas, podemos seguir charlando mientras oímos algo.
Dio unos pasos hasta un extremo de la habitación y destapó un gramófono en el que Eric no había reparado con anterioridad. Luego se dirigió hacia un espacio situado entre dos de las estanterías del saloncito y comenzó a rebuscar.
– Sí -dijo al cabo de unos instantes el escritor-. Creo que esto servirá.
Luego colocó el disco sobre el plato del gramófono y lo accionó. La música que comenzó a brotar del microsurco negro superaba lo que podía ser descrito con palabras. No era tan vigorosa como la de Beethoven ni tan conmovedora como la de Bach pero resultaba extraordinariamente hermosa. Eric no fue capaz de identificarla, pero tuvo la sensación de que no le resultaba del todo desconocida. Buscó entonces con la mirada a Rose y descubrió que, en su rostro, a un gesto de sorpresa inicial le seguía una sonrisa y que, finalmente, la muchacha se llevaba la diestra a la boca para ahogar una risita. El estudiante se preguntó qué era lo que escapaba a su comprensión. Desde luego, aquella música podía inspirar muchas cosas pero risa…
Llevaban en silencio unos minutos cuando Lebendig volvió a tomar la palabra.
– ¿Te gusta, Sepp? -preguntó con una sonrisa amable.
– Oh, sí, Herr Lebendig -respondió el muchacho con un movimiento de mentón-. Es un magnífico ejemplo de la capacidad creativa del pueblo alemán.
– Como si hubiera pasado toda su vida en Aquisgrán -dijo Lebendig con una sonrisa.
– Sí -dijo Sepp entusiasmado-. ¿Era de Aquisgrán?
Rose ahogó a duras penas una risita que llamó la atención de Eric pero en la que Sepp no reparó.
– No -respondió Lebendig-. Nació en Austria.
– ¿Lo ve, Herr Lebendig? -exclamó entusiasmado Sepp-. Austria es una parte de la patria alemana.
– No creo que tu Führer se hubiera entusiasmado con él -dijo el escritor-. Se llamaba Gustav Mahler y era judío.
La sonrisa de entusiasmo de Sepp quedó congelada. Por un instante, pareció cómo si toda la sangre se le hubiera retirado del rostro y luego volviera tiñéndole de rojo hasta la raíz de los cabellos. Intentó entonces decir algo, pero lo único que consiguió fue que la boca se le abriera un par de veces sin que saliera un solo sonido.
– Fue director de orquesta en Viena -continuó diciendo Lebendig-. Algunos dicen que es el mejor que hemos tenido en esta ciudad pero, personalmente, de eso ya no estoy tan seguro.
– Lo… lo que ha hecho usted no está bien -balbució Sepp-. No… no tiene usted derecho a burlarse así de mí…
Eric echó un vistazo a Rose. Había fruncido el ceño y resultaba evidente que no le gustaba lo que veía.
– No es por mí -continuó Sepp con un tono en el que se mezclaba el pesar con una cólera contenida a duras penas-. Se burla usted de nuestra patria, de nuestra sangre…
– Una patria en la que no hay lugar para ningún judío y tampoco para muchos que no lo son -dijo Lebendig.
– No, no lo hay -exclamó Sepp-, porque no existe sitio para los explotadores del pueblo.
– Debo entender que los nacional-socialistas también vais a expulsar a Cristo y a sus doce apóstoles de Alemania -dijo Lebendig-. A fin de cuentas, todos ellos eran judíos de pura cepa…
Sepp dio un respingo al escuchar la referencia que el escritor acababa de hacer a Jesús y sus discípulos. Como impulsado por un resorte, se puso en pie y comenzó a caminar hacia la puerta.
– Te acompaño a la salida -dijo Lebendig comenzando a incorporarse del sofá.
– ¡No! ¡No! -exclamó Sepp, a la vez que extendía las manos como si pretendiera evitar que el escritor llegara siquiera a rozarle-. Ya la encontraré.
Karl permaneció sentado mientras el muchacho llegaba hasta el umbral del saloncito. En ese momento se volvió y mirando de hito en hito al escritor dijo:
– No olvidaré nunca esta tarde, Herr Lebendig.
Eric hizo ademán de levantarse, pero el escritor dibujó un gesto con la mano para que permaneciera sentado.
– Sepp -dijo serenamente-, no tengo ninguna duda de ello.
Rose, Eric y Karl Lebendig se mantuvieron en silencio mientras el alto muchacho rubio cruzaba el pasillo. Cuando por fin se cerró la puerta, los tres resoplaron a la vez.
– No puedo entender lo que ha pasado -dijo Rose-. Sepp siempre me ha parecido un muchacho muy correcto… La verdad es que siempre se comportó como un chico estupendo.
Eric se sintió dolido al escuchar aquel comentario. Hubiera deseado que Rose se deshiciera en insultos dirigidos contra Sepp. A decir verdad, pocas cosas le habrían hecho más feliz en aquellos momentos y, sin embargo, todo lo que se le ocurría decir era que aquel sujeto era muy correcto y estupendo. ¡Estupendo! ¡Por Dios! Si se había portado como un cerdo maleducado… A punto estaba de gritar todo aquello cuando Lebendig se dirigió a Rose.
– La vida nos da sorpresas a veces y las personas no siempre se comportan como hemos pensado. Pese a todo, no hay que apenarse por ello. Lo que deberíamos hacer es conservar los recuerdos hermosos y, por supuesto, disfrutar el presente.
Lo último que Eric deseaba en esos momentos era que Rose guardara un buen recuerdo de Sepp. Olvidarlo. Eso es lo que tenía que hacer. ¡Olvidarlo! ¡Totalmente!
– Sí, creo que tiene usted razón, Herr Lebendig -dijo Rose-. Yo también pienso lo mismo.
– Bueno, eso es porque eres una chica inteligente -dijo el escritor, mientras se llevaba la taza a los labios.
– No -respondió Rose-. Lo aprendí en sus libros.
Lebendig estuvo a punto de ahogarse con el té al escuchar las palabras de la muchacha. No había esperado un comentario así y necesitó que Eric le golpeara la espalda para recuperar el resuello.
– Eres muy gentil, hija -consiguió decir en medio de toses.
– No -respondió Rose-. Tan sólo una gran admiradora suya.
– Gracias, gracias -dijo Lebendig, a la vez que comenzaba a respirar con normalidad-. Desde luego, eres muy generosa.
– Y usted muy modesto -comentó la muchacha-. A propósito, ¿me permite que le haga una pregunta?
El escritor hizo un gesto invitando a Rose a hablar. -Es un poco indiscreto, lo sé -comenzó a decir la muchacha-, pero… bueno, ¿qué fue de Tanya?