38012.fb2 El ?ltimo verano - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Aquí se fabrican ángeles

No hubo nacimiento ni, aún menos, candor.

Fui, sola, a un médico: me confirmó la hipótesis que había lanzado en broma, tomaba sal de frutas contra los mareos, decidida a negar y a renegar, como hacen las niñas ante todo trance que consideran, con sinceridad, insoluble.

Aguanté lo que pude, hasta que, enfrentada a la Santa Inquisición de mi madre, me rendí y me entregué totalmente.

Don Juan fue expulsado de casa, yo me encerré; él nos seguía rondando, yo temía incluso asomarme a las ventanas.

Mientras tanto la gente, que se había perdido un episodio, daba los buenos consejos que tendría que haber dado antes: que me mantuviera alejada de aquel hombre, era un pequeño timador y un gran depravado, quería casarse conmigo por puro interés, nos había contado un montón de mentiras, etc., etc.

Hasta las monjas, abandonadas hacía tiempo por la escuela pública, lo conocían. Años atrás iba a buscar a la salida, acompañado por un enorme perro escenográfico, a una jovencísima alumna que era su amante, hija de una dama de la que a su vez había sido amante: el colmo para aquellas virginales muchachas viejas que en todo perro grande y escenográfico ya veían siempre el de Mefistófeles. Una de ellas se encontró en una ocasión con mi madre y, ruborizándose, se atrevió a decirle: «Hágale saber a la Pucci que todas las monjas de N. rezan por ella».

Mamá volvió a casa enfurecida: veía esfumarse el desquite de una vida cada vez más humillada. A la hija vestida de blanco dirigiéndose, en góndola, a la iglesia para la boda.

Sin embargo, me tenía el suficiente cariño para empeñarse en impedir que me arruinase la vida, que a esa edad me «ahorcase» con un hijo y un marido sinvergüenza.

Yo pensaba de otra manera: incluso compré una bolsa de agua caliente en forma de oso y la escondí; ella la encontró y la tiró a la basura.

Mi padre vacilaba. Recuerdo con bochorno retrospectivo una escena demasiado patética. Papá, destruido, en el sillón; yo sobre sus rodillas, la cabeza sobre su pecho, sollozando; y él cede, como si estuviera tratando de un juguete deseado y rechazado, y dice con la voz empañada, que después odiaré toda mi vida: «Sí, niñas mías, trabajaré, trabajaré para todos».

Pero mi madre, mi tigresa, fue inflexible: habló largo y tendido, como si estuviera en un tribunal, nos explicó por qué estábamos equivocados con varios ejemplos; en resumen, si no nos convenció, se impuso.

Ganada la causa, recurrió a las artes médicas que había aprendido en el pueblo: curiosamente, la sangre ya no la impresionaba (lo que me demostró que su desmayo cuando vio mis vegetaciones sobre el platito no fue sino una escenificación, aunque involuntaria), no la impresionaban las heridas, es más, se había convertido en el ambulatorio de la calle. «Llevémoslo a la casa de la Abogada», decían las madres cuando los chiquillos se lastimaban: la vi curar a un niño (chillaba como un cerdito) que se había derramado brea hirviendo sobre una rodilla, completamente negra.

En cambio, no sabía nada de los males de las mujeres; había oído hablar únicamente de un remedio, al que me sometió, el baño de pies en agua muy caliente con mostaza, mientras refunfuñaba: «Me siento una vieja alcahueta».

No os lo aconsejo, no haréis más que achicharraros los pies. Hay que ser Scarlett O'Hara para tener un aborto tras caerse por unas escaleras; miles de mujeres más, masacradas a golpes diariamente por sus maridos, dan infelizmente a luz.

A la vista del fracaso, con suma precaución acudimos al mundo exterior. Empezaron así a desfilar por casa personajes un tanto siniestros, casi todos médicos expulsados de su correspondiente colegio, con buenos modales, con malos pensamientos. Uno llegó a proponerme una pequeña operación «para dejarme como antes». Me revolvió el estómago y lo eché.

Mis padres pusieron la mirada más lejos.

Todas las ciudades pequeñas tienen su doble: más pequeño, con menos peso y, lo que es más importante (como en el caso de Padua para Venecia), a unos treinta kilómetros, el gemelo malo al que se va a comprar cosas prohibidas y a hacer negocios un poco sucios, a tener amores clandestinos. Se regresa a casa el mismo día, más ligeros, normales, siendo los de siempre, porque lo que nadie sabe es como si no existiera.

Mi padre se acordó de que en ese satélite borroso vivía un amigo de la infancia, que se encontraba en una situación familiar parecida a la suya. Muy avergonzado, acudió a él, y encontró ayuda.

En aquellos años cincuenta (espantosos, y no Happy Days), el inglés aún no se había convertido en el esperanto universal, puede que trabucado pero de todas formas avasallador: se seguían empleando expresiones francesas como savoir-faire, bon vivant, tombeur de femmes, una cadena centelleante de erres arrastradas que podía concluir en un bon mariage o, en los casos desafortunados, en una visita a las faiseuses d'anges.

Bonita expresión, que hace pensar en pequeños talleres que huelen bien y en los que diestras tejedoras esculpen, sacan brillo y pintan ángeles medianos, pequeños y diminutos. Nunca grandes, nunca de más de tres meses, pues la condena es mayor.

El pequeño taller al que fui no olía bien, a menos que se considere buen olor el de las judías que se cuecen cuando no se tiene hambre. Tampoco era un antro con un catre para descuartizar a la gente: era una cocina, sencillamente. Nos esperaban; mi padre, al entrar, tal vez para adaptarse al ambiente o para fingir desenvoltura, dijo la única frase en dialecto que le he oído pronunciar jamás: «La ghe xé casca». <strong>[17]</strong>

La dueña de casa, acompañada por una chica muda, presunta sobrina, que ejercía de ayudante, enseguida me invitó a pasar a la habitación y a tumbarme sobre el catre, sobre el que había una toalla. No me pareció un trabajo difícil el faiseuse d'anges ni tampoco peligroso: ya habían inventado las pajitas de plástico, sustitutas modernas de las antiguas agujas de hacer punto. Por otra parte, apenas pude ver cómo manipulaban dentro de mi cuerpo: incómoda, recorría la vista por el espejo, por la reproducción de la Virgen de Loreto, por la colcha de seda que habían quitado de la cama y colocado cuidadosamente doblada sobre el sillón, juntó con la indefectible muñeca.

No era un trabajo difícil porque el resto tenía que hacerlo yo; buscarme un médico en una clínica permisiva, como las llaman, para la limpieza final. Me advirtió lealmente que durante la noche sufriría mucho («como en un parto») y me aconsejó que anduviera pero sin perder la pajita. En un momento dado, saldría todo.

Mi padre pagó, dio las gracias y nos fuimos directamente a la casa de su amigo de la infancia, que nos hospedaba. Si en total había pasado un cuarto de hora, ya es mucho.

Empezó la noche de los dolores. Recorría el pasillo de un lado a otro, de un lado a otro hasta el cuarto de baño: pasillo, cuarto de baño, cuarto de baño, pasillo. Nada.

Horas así, ya con dolor en el vientre, mucho dolor, un dolor tremendo. Ante el temor de echarlo «todo» por la casa, fijé mi residencia en el cuarto de baño.

Como decía Charlot, la vida vista en primer plano es una tragedia, en un plano general, una comedia. Pálida, sentada ignominiosamente en el bidé, indudablemente no parecía una reina, pero cuando, de repente, brotó de mi cuerpo una especie de muñeco diminuto, negrusco, embadurnado de sangre, sentí por primera vez la solemnidad de la muerte.

Por la noche, mi padre salió a tirar mi muñeco al canal. La única mala acción de su vida.

Ya basta. No recuerdo nada más, no quiero decir nada más, tampoco he soñado jamás con estas cosas ni sé por qué las cuento. He regresado mil veces a nuestro satélite, donde he cursado mis estudios, y nunca he buscado esas casas.

La sonrisa altiva de Gattamelata, mano de hierro en guante de terciopelo, maestro de la doblez, se ha soldado firmemente con los nervio» por el examen escrito de latín, aún en vigor en la universidad de una ciudad pecadora pero conservadora.

El estudio me apasionaba, el teatro, que creía que iba a ser mi vida, cada vez menos. Le guardaba, de una manera misteriosa, rencor. Es raro cómo cambia uno de pasiones. Durante años seguí yendo al teatro, como espectadora, pero más por deber que por placer, por no perderme las funciones importantes que había que ver. Al final sólo me daban sueño, un sueño enfermo que una vez estuvo a punto de hacerme caer de mi asiento en la sala de butacas. Me desperté inmediatamente y el ridículo de la situación me turbó. Sin hacerme muchas preguntas, dejé de ir.

No quería ver gente, sobre todo a la que había conocido «antes». Me abrí un poco en la universidad, donde todos eran nuevos, pero cuando regresaba a casa me encerraba en mí misma.

Don Juan, en vez de quedarse en el infierno para seguir su cena eterna y sus pendencias con el Comendador, tuvo una ocurrencia digna de él. Fue a ver al fiscal de la República para acusar a mi padre de haberle sustraído «la mujer y el hijo». El magistrado, que conocía a los dos, supo cómo comportarse.

Son terribles los mentirosos de buena fe, y peligrosos, convencidos como se sienten de que todos sus castillos en el aire están realmente hechos de muros sólidos, con magníficas almenas, torreones, terraplenes, que pueden aislar a voluntad gracias a su puente levadizo. Nosotros, sin fantasías de ese tipo, nos quedamos atónitos preguntándonos si acaso no cometíamos un error impugnando el recurso de apelación de un pobre diablo que seguía proclamando a gritos su inocencia, tergiversando las circunstancias, insinuando una pequeña duda al jurado, esa pequeña «duda razonable» suficiente para que lo absolvieran.

* * *

No podía quedarme en mi ciudad, me habían quemado la tierra bajo los pies, quitado los amigos que ya no quería ver, con los que ya no me entendía.

Mi natural inclinación a la melancolía se acentuaba; una melancolía ambiental, la llamaría, que ya no soportaba la romántica niebla, el chapoteo del agua en los canales, el sonido apagado de las campanas, sobre todo cuando llamaban a Vísperas, por la tarde, con la ciudad ya a oscuras.

En casa todos estaban en ascuas, así que, cuando dije que me quería ir a Roma siguiendo los pasos de un famoso profesor con el que estaba preparando la tesis, y al que habían contratado en aquella ciudad para concluir su carrera, no topé con objeciones inobjetables.

Me encontraron alojamiento en la casa de una especie de tía y partí hacia una vida nueva, si no con la bendición, por lo menos con el forzado permiso de mi padre y mi madre.


  1. <a l:href="#_ftnref17">[17]</a> «Ella es la que ha caído», en veneciano. (N. del T.)