38012.fb2
«¡Déjalo, he hecho piragüismo!» Yo, que estaba haciendo equilibrios entre los pupitres en busca de mi preciado lapicero con goma de borrar, me volví a mirar de quién procedía aquella voz, cálida y rotunda por el acento romano.
Era una chica en la que otros habrían notado sus muchos kilos de más, su desaliño, sus modales chulescos, pero en la que yo vi el pelo enredado por el viento de ir en moto, los ojos verdes un poco inquietos, las facciones finas anuladas por ese cuerpo pesado que no se merecía. Ya había movido el pupitre y encontrado mi lapicero.
Se llamaba María Antonietta, nombre bastante vulgar pero que ella llevaba como una reina a la que jamás de los jamases podrían cortar la cabeza.
Efectivamente tenía moto, posiblemente sólo una Lambretta, y se ofreció a llevarme en ella a casa.
Desde aquel día nos hicimos inseparables. Nos ocupábamos más o menos de los mismos temas, así que el pretexto era estudiar juntas, aunque en realidad, como hacen todos los enamorados, que por tal motivo nunca se aburren juntos, nos contábamos nuestras vidas mutuamente, alternándonos el turno. Y, entre tanto, sus ojos realmente verdes se volvían cada día menos inquietos, más dulces, a veces implorantes. Ella también había tenido una iniciación dolorosa y, mientras yo había perdido una criatura, ella había perdido la belleza.
En el fondo, pensábamos las dos sin decírnoslo, el Azar o el Padre Eterno, que evidentemente no sabe de ciertas cosas, se habían equivocado al crear al hombre y la mujer tan dependientes entres sí y a la vez tan irremediablemente diferentes. De ahí que, no sin razón, en los manuales americanos de auto-ayuda que se venden en las estaciones indaguen por qué los hombres nunca quieren preguntar dónde queda una calle y las mujeres no saben leer un mapa. Siempre habrá así un perdedor, uno que agacha la cabeza primero. Y también por qué dos naturalezas tan dispares, una simple, en relieve, que se muestra con el mayor descaro, la otra secreta, oscura, la parte cóncava de un vaciado, se buscan a ciegas para darse placer, complementándose en la oposición.
Un día nos intercambiamos estos pensamientos, y ella, sin responderme, me rozó los labios muy despacio, con una dulzura que jamás había experimentado.
Así, sin necesidad de caballeros ni reinas, nuestra celestina fue un lapicero con goma de borrar.
Hay personas que son el mentís viviente tanto de la teoría de los caracteres heredables como de la que postula la influencia del entorno. Maria Antonietta era una de esas personas.
Dos hermanos comunes y corrientes; la madre, la mejor, una romana de familia de rancio abolengo venida a menos, pero en quien todo lingüista y dialectólogo habría hallado un tesoro inagotable porque de su boca brotaban de forma espontánea términos y expresiones que en los diccionarios figuraban siempre con la anotación «caído en desuso»; el padre, el peor, chupatintas ministerial, servil y maligno, fascista no sé si por nostalgia o frustración, en quien era fácil adivinar la violencia reprimida que únicamente podía desahogar en casa.
En esa familia había nacido y se había criado ella, una de las personas más inteligentes y singulares que he conocido. Puede que la enfermedad que había hinchado las líneas originales de su cuerpo fuese el precio pagado en la carne para conservar intacto su espíritu libre.
Había llegado el invierno, visitaba con creciente frecuencia mi cuarto, pero los chorros de la Fontana de Trevi, pese al calor nuevo de nuestra relación, más que alegrarnos el oído musical los sentíamos, helados, en la espalda, mientras el tío octogenario, pacífico Buda, pegado, o mejor dicho soldado a la estufa de loza, dejaba pasar el tiempo que le quedaba.
Empezamos a mirar el periódico, entonces repleto de anuncios de cuartos, cuartitos, cuartotes. Hurra, había uno en pleno centro, en la Via Frattina, y con la espléndida novedad de tener calefacción, con radiadores y todo: sin embargo, ni media palabra sobre los tabiques de mazapán.
Negociamos por teléfono: pensión completa para mí, una cama supletoria para ella: en resumen, casi una casa para ambas.
Nos presentamos de noche, a una hora más que decente, pero la matrona opulenta que nos abrió, la patrona, afirmó que la habíamos asustado tanto que al levantarse deprisa se le había caído el termómetro que le iba a poner a la madre y se le había roto. Nosotras, como auténticas damas, en cuanto nos entregó las llaves bajamos y, en la farmacia nocturna Garimei, ubicada en la plaza San Silvestro, entonces punto de reunión de los comediantes y noctámbulos de Roma, compramos uno nuevo.
Con aquel gesto cortés, nos entregamos a ella para siempre.
Enseguida comprendió qué clase de personas éramos y que le diríamos que sí a todo. Por otra parte, doña Giorgiana era en verdad una mujer fuera de lo común. A primera vista parecía una especie de cruce entre Madama Pace [21] y la bruja del cuento, sin embargo, apenas abría la boca (y la abría a menudo para hablar o reír) te dabas cuenta de que «era» una bruja. Tenía un solo diente, largo, que se erguía recto en el maxilar inferior, amenazador, faliforme. Más tarde, cuando nos hicimos casi amigas, nos contó que había vivido con su marido largo tiempo en Egipto: tenían una casa en Heliópolis, en la linde del desierto, y debido a las constantes subidas y bajadas de la temperatura, del calor sofocante del día al viento frío de la noche, había perdido todos los dientes. Sus relatos eran así, ambientados sobre fondos exóticos y turbios pero no por ello menos creíbles, puesto que además los adornaba con su precioso acento toscano, muy poco alterado por el leve silbido del falo. Era alta, imponente, el pelo cano recogido en un altivo moño: casi normal en invierno, en verano iba por casa regiamente envuelta en una toalla que le hacía las veces de pareo.
Vivía con su madre, ya muy anciana y también enferma. Decía: «Me oirán hablar de todo el mundo salvo de las dos únicas personas que he querido de verdad, mi madre y mi marido». Pocos días después, la madre tuvo que ser trasladada al hospital, donde no tardó en morir. Nuestra patrona llamó por teléfono y nos pidió a nosotras que fuéramos; entre todos los huéspedes, nos eligió por una confianza instintiva o porque teníamos una Lambretta (la segunda hipótesis es más probable): teníamos que llevarle ropa para el cadáver. Lo hicimos.
Vi entonces por primera vez, y con espanto, el cuerpo desnudo de una mujer vieja: las arrugas, los pezones convertidos en dos bolsitas semivacías, el pubis pelado.
Cuando María Antonietta y yo creíamos que ya habíamos hecho nuestra obra de misericordia, nos dimos cuenta de que el llamamiento incluía el velatorio nocturno.
Doña Giorgiana nos dio tebeos para pasar el tiempo; ella ya estaba embarcada en la resolución de las palabras cruzadas del «Gran crucigrama». Yo no sabía que se hiciera compañía a los cadáveres así, no sabía que toda una noche sobre una silla de metal fuera tan extenuante. De vez en cuando íbamos a los lavabos y mi amiga me subía sobre su espalda para relajarme las vértebras comprimidas, yo en cambio no lo hacía con ella porque pesaba demasiado. Debíamos aguantar y aguantamos.
Por una vez los atroces horarios de los hospitales vinieron en nuestra ayuda: aún no amanecía cuando entraron en acción los limpiadores-arrasalotodo con sus cubos, sus escobas, sus charlas irrespetuosas. A los primeros toques de las indefectibles campanas, pudimos marcharnos con dignidad.
He de decir que doña Giorgiana nos guardó cierta gratitud y nos recompensó a su manera. Desde luego, no cerrando un ojo sobre nuestros hábitos privados (ese ojo ya había visto de todo), sino gratificándonos con sus mejores relatos. Mi preferido era el del motín de Ezio Barbieri, un bandido del estilo de Vallanzasca [22] que daba vueltas por el pobre Milán de la posguerra en un fantástico Aprilia negro y entraba en los locales nocturnos con una ametralladora bajo el brazo. Dotado de un gran carisma y con una confusa ideología, consiguió amotinar a todo el penal de San Vittore, entonces atestado de los canallas más variopintos: fascistas feroces, repubblichini torturadores, partisanos manchados con delitos comunes. Era la Semana Santa de 1946 y durante cuatro días los presos hicieron frente a carabineros, policía y ejército, muy desorganizados y escasos de medios en aquel turbulento año, pero que, en contrapartida, creían muy poco en los derechos del ciudadano: al final los presos se rindieron por hambre, como en todos los asedios que se precien.
Pues bien, parece que el cabecilla, en un momento de relajación, eligió la estancia más grande y, sentado cual si fuera un trono en el sillón del director, hizo poner en fila a todas las mujeres, a las que luego obsequiaba con una palmada en el culo cuando pasaban delante de él. Al llegar su turno, nuestra amiga se escabulló y no se dejó tocar, proclamando orgullosamente: «¡A mí no, que soy política!».
Mucho tiempo después, otra huéspeda de la pensión me contó que Giorgiana había estado efectivamente presa, pero por trata de blancas; yo, sin embargo, habría velado a otro muerto por escuchar historias así.
Bien pensado, el segundo delito era sin duda más probable, pero el arte narrativo no precisa verosimilitud.
Bien es verdad que en la casa había un discreto ir y venir de mujeres, especialmente después de cierta hora: amigas, decía ella.
Una noche nos despertó un alboroto inusitado: una de las amigas era levantada en brazos, la obligaban a ir de arriba abajo por el largo pasillo y a beber muchos cafés. Al parecer había tratado de envenenarse porque el viejo joyero que la mantenía, caprichoso, había cambiado de chica. Pero no hubo siquiera necesidad del lavado gástrico y volvimos a la cama.
El tenso clima de aquel lugar nos contagió también a nosotras. Los pequeños celos, las pequeñas desavenencias que, aún invisibles, empezaban a surgir en aquella relación perfecta se plasmaban en estallidos de ira, huidas, gestos teatrales. La más teatral, la más melodramática era yo, elegida como ama, señora, gurú desde el principio: ella era mi esclava, mi sirvienta, mi discípula. Una noche la eché de casa y tiré sus cosas a la calle, desde el cuarto piso, mientras la gente que estaba sentada en la cafetería de abajo miraba boquiabierta.
Éramos tan inteligentes y tan estúpidas que no comprendimos que, al margen de la intimidad más dulce, en esas relaciones se reproducen también los mecanismos hombre y mujer, vencedor y vencido, sin igualdad, sin siquiera presentar armas al rendido.
En cualquier caso, en aquella casa aprendí también un montón de cosas prácticas: por ejemplo, a soltar los fáciles nudos con que sellan los contadores del gas y de la luz. La patrona me decía con persuasiva sencillez: «Usted, señorita Amelia, con esas manitas lo hace mejor». Y era verdad.
Luego, algo importantísimo, aprendí a comer. Había sido una niña escrupulosa con la comida, una adolescente neurótica, una adulta patológicamente insegura en la elección de platos, hasta optar por el ayuno. La dieta de la patrona me curó. No cabía discusión: primero, segundo y fruta. Sólo que el primero consistía en cuatro hilos de pasta, el segundo, en dos hojas de lechuga con una lámina de carne a cuyo través se podría haber visto a Cristo crucificado, la fruta, en una inexorable manzana. Puedes no tocar nada pero tampoco hay alternativas. Hasta que con el paso de los meses, de los años (sí, me quedé en esa pensión varios años), desarrollas un hambre crónico, continuo, que se parece mucho al de los indios o al de los birmanos, al de todos los menesterosos de la tierra.
Lo de doña Giorgiana no era mala voluntad o tacañería. Aunque todos pagábamos regularmente la mensualidad, ella estaba siempre en otro mar: ¿deudas acumuladas?, ¿usureros?
Nos enseñó que nunca hay que coger el recibo que un cobrador te tiende, que nunca hay que abrirle la puerta pues no puede meter nada por debajo de ésta, tiene la obligación de hacer la entrega en mano, a la persona que sea, pero en mano.
A doña Giorgiana, cuando se encontraba realmente mal, le quedaba todavía una vía de escape: hacer que la ingresaran, no sé mediante qué subterfugios, en una clínica conocida sobre todo por estar especializada en enfermedades mentales, donde tengo para mí que, a cambio de la hospitalización hecha de tapadillo, experimentaban con ella los efectos de nuevos fármacos. ¡Y vaya efectos! Regresaba a casa, tras amainar la tormenta, trastornada: no deprimida sino con una alegría rayana en la locura. Una vez, en ese estado, intentó emborrachar al canario, pobre animalito.
Durante sus hospitalizaciones se ocupaba de nosotras una criatura maravillosa, la vieja Maria, una servante au grande coeur de las que pensaba que existían sólo en la literatura. No comía por darnos la poca comida que había, me cuidó cuando estuve enferma con la ternura que creo sólo tiene una abuela, llamándome con un mote cariñoso que me encantaba y que no he vuelto a oír: «Chincheta, Chincheta».
Tenía un amante: un obrero de su edad, casado, con el cual, después de ser descubiertos por la mujer, únicamente podía verse a primera hora de la mañana en un bar para tomar café. Y hasta que pude pasar por la Via di Monterone, frente a aquel bar, siempre pensé que el suyo era el auténtico amor.
El barco casero se hundía y los huéspedes, de uno en uno, lo abandonaban. Yo también, rata miedosa, estaba tentada de hacerlo y, tras la imprevista propuesta de la inquilina del pequeño ático de irme a vivir con ella a un auténtico piso compartiendo los gastos, cedí.
Antes de que el gallo cantase, ya me había mudado.
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> Personaje de la comedia de Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor. Modista de altos vuelos que aparentemente prestaba sus servicios a damas elegantes, pero en realidad eran estas las que prestaban sus servicios en una casa de citas. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Renato Vallanzasca (Milán, 1950), protagonista de varios motines carcelarios e intentos de fuga, está actualmente condenado a cuatro cadenas perpetuas y a 260 años de reclusión por el conjunto de sus delitos. (N. del T.)