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Si los psicoanalistas se despsicoanalizaran

Arriba, en el atiquito (llamémoslo así), no se estaba tan mal.

Mi coinquilina tenía maneras bruscas y hablaba muy poco conmigo.

Tal vez a causa de la nobleza: marquesita económicamente venida a menos, se levantaba temprano todas las mañanas y se marchaba volando al trabajo sin asearse, pero todas las noches, tras despojarse del habitus <strong>[23]</strong> y del aspecto de empleadita, recorría con los amigos de su círculo natural los locales de la ciudad, donde se quedaba hasta las tantas.

Ella ocupaba una habitación enorme con acceso directo a la terraza y, lo que es más importante, al baño-retrete que se había construido, como en muchas casas del centro antiguo, en la antigua caseta antaño destinada a esas necesidades.

Yo, en cambio, ocupaba un cuartito diminuto con un ventanuco altísimo que daba a los tejados: quedaba muy bohemio pero tenía la desventaja y el inconveniente de obligarme a cruzar su zona cada vez que necesitaba utilizar la ex caseta.

Había además un perro grande, de lo más cariñoso, que dormía sobre un verdadero colchón a su medida, al que pronto se sumó un gato llevado por mí: se hicieron tan amigos que descansaban juntos tiernamente entrelazados, sobre el insólito jergón, un pequeño espectáculo cotidiano.

Las visitas de Maria Antonietta continuaban: la marquesita era también una mujer de mundo. Seguían los viajes, maravillosos, en Lambretta, pincelados por mis chiflados caprichos. Recuerdo el que hicimos al monte Amiata, con parada en Grosseto a las dos de la madrugada porque no me apetecía partir con el sol, tras las huellas del visionario carretero Davide Lazzaretti [24].

Después, para compensar, fuimos a Nomadelfia [25], donde viven las madres más heroicas, que, una vez que crían hijos ajenos y los dejan seguir su camino, se disponen a acoger a otros.

Maravillosa Toscana, tierra de blasfemos y de santos, de anárquicos y de locos.

He hecho mención de estos viajes, que ahora se organizan a lo sumo para ancianas jubiladas con el fin de encasquetarles cacerolas, no sólo por añoranza, sentimiento que sin duda comparto con dichas ancianas jubiladas, sino por la asfixiante sensación de que hoy el mundo se está estrechando, viajes incluidos, hasta acogotarte. No, no es la queja de quien encuentra hermoso cuanto tiene que ver con su juventud, una edad que causa mucho sufrimiento, sino que se trata de un hecho real, que puede constatar cualquiera que reflexione un poco sobre él: de los diez mil nombres que se usaban hace unos cuarenta años se ha pasado a tres mil, de la infinita variedad de manzanas apenas se salvan las reineta, las golden y pocas más. ¿Y dónde se encuentra un corte de tela o un botón encarnadino, pavón, turquesa, zafirino, verdeceledón? ¿Quién conserva aún delante de los ojos de la mente, con claridad, esos frágiles matices?

SOS: ¡Salvad nuestras almas!

Maria Antonietta era una adorable compañera en esas correrías: curiosa, atenta, participativa. De vuelta en casa, volvían los problemas. No terminábamos lo poco que nos quedaba de carrera bien porque dedicábamos los días y las noches a devanarnos los sesos tratando de los temas más complejos, bien porque un miedo neurótico nos impedía hacer frente a las cosas prácticas.

Ay, ay, sin querer me ha salido la palabra «neurótico». Hizo falta, pues, la ayuda de un profesional para que nos centráramos un poco. Ante la desesperación, María Antonietta, creo que por motivos económicos, acudió a una psicóloga, terapeuta muy apreciada en su círculo, muy severa, muy católica, traje de chaqueta oscuro y moño como en las películas. Parece que el cometido de este colectivo consiste en hablar, dar consejos, enderezar, intervenir profundamente en la vida ajena, por el bien de los demás, claro está. O al menos por lo que ellos juzgan que es el bien. Enseguida le aconsejó que se pusiera carmín y pendientes, y que se peinara de una forma más apropiada y femenina.

Después le exigió que no me viera más, nunca más.

Amiga mía dulce y furiosa, seguidora devota de un falso gurú, sólo ahora entiendo por qué jamás he soñado contigo. La estricta prohibición, acatada por ti con obediencia instantánea, ciega y absoluta (como habría dicho tu mussoliniano padre), se extiende hasta mis sueños, en los que veo una casa que podría haber sido la nuestra. Es pequeñísima, como en la que se encuentra entrampada Alicia en aquel País de las Maravillas que no son nada maravillosas, con un ventanuco irregular en los tejados, igual al de mi habitación. A veces consigo entrar, otras no.

Pero tú nunca estás.

Ahora me tocaba a mí, que, como pertenecía a otro medio y tenía algo de dinero gracias a mi cada vez más perplejo padre, iba a ir a un psicoanalista. Entonces era casi una moda y sólo me quedaba elegir entre un junghiano y un freudiano. Aunque lo haya comprendido tarde, y dada mi poca inclinación a escarbar en lo profundo, habría sido preferible que pescara en el primer grupo: se habla, se desempolvan o descubren mitos, leyendas, símbolos; en resumen, se pasa el tiempo de una forma agradable. En cambio, elegí un freudiano, por mor de ortodoxia.

* * *

El profesor M. tenía realmente le physique du role y por ello me gustó mucho. Bastante joven pero calvo, gafitas doradas, bajito como un elfo, un duende, una criatura mágica del bosque. Gabinete en una penumbra agradable, sobrio, con el diván reglamentario. Único detalle llamativo, para mí, no para él, un reloj de mesa girado hacia su lado al que de vez en cuando echaba una ojeada que pretendía ser indiferente, como hacen los taxistas con el taxímetro.

La primera sesión fue pasable: una especie de réplica de la confesión a María Magdalena pero con un resultado mejor del que me había llevado, en la época de las monjas, a abandonar toda fe religiosa. Resultado mejor, lo descubrí pronto, solamente porque el psicoanalista freudiano no habla nunca, no te manifiesta su parecer, no hace comentarios ni da consejos, no sugiere durante la terapia ni, mucho menos, impone cambios de estado y de amores (deje a ése, quédese con aquél). Si pese a todo insistes, empieza un educado partido de tenis, en el que te devuelve veloz la pelota (¿usted qué piensa?, ¿cómo lo interpreta?), y tú te quedas ahí, incapaz de devolvérsela a tu vez con tu inútil raqueta desenvainada.

Los dolores comenzaron enseguida, en la segunda sesión.

¿Qué le cuento a éste, que sea adecuado a la circunstancia? Una vez más me salvaron las películas: con los sueños, naturalmente. Tenía un bonito cuaderno de tapas de flores, con una tierna imagen de santa Úrsula de Carpaccio pegada en la primera página: ella duerme como una niña, su pequeña mano en la mejilla, aún no sabe que dentro de poco un ángel se deslizará en su sueño. Hacía años había empezado a anotar mis sueños: los releí, eran viejos pero no habían perdido significado y, durante algunas sesiones, los aproveché.

Hasta que se hizo el milagro: para ello me valí de la hoja y la pluma que tenía listas sobre la mesilla de noche, como hacían los antiguos romanos cuando pedían los números que iban a salir en la Lotería de San Pascual y los transcribían a toda prisa en cuanto se despertaban.

Comencé a soñar como es debido, con símbolos de este porte. Mi madre en voluptuosa guepiére negra era la auténtica feminidad que se me había negado (pobre mujer, y pensar que detestaba y desaconsejaba la ropa interior negra, pues la consideraba muy poco higiénica); las excavaciones arqueológicas de toda la ciudad representaban los procedimientos del análisis; el edificio de la Rinascente (ojo al nombre), que en su interior ocultaba un lazareto, contenía todas las miserias que el temido inconsciente podía sacar a la luz. Sin embargo, el mejor sueño, que no entendí enseguida, fue el de las nueces: había comido muchas y las vomité en el acto, con sus pulpas casi intactas. El profesor M., que entre tanto se había vuelto un poco más locuaz, me preguntó a qué se parecía el interior de esos frutos secos. Al cerebro, por supuesto, cuya parte enferma eliminaba en nuestros encuentros.

Tuve asimismo un genuino transferí con los correspondientes celos infantiles por las otras niñas, que trató «mi» doctor. A una incluso la perseguí, persecución de la que regresé desconsolada: era guapa, elegante, llevaba una pulsera de monedas tintineantes.

No es que me pasara todo el santo día a la bartola, al revés, nunca he trabajado tanto, en el antiguo sentido de «bregado», en toda mi vida.

Por la mañana me desplazaba hasta una pequeña ciudad costera donde hacía una suplencia: suponía levantarse a una hora indigna, ir corriendo con el primer tranvía a una estación de cercanías, lanzarme al tren que se disponía a partir. O bien: levantarme siempre a una hora indigna, etc., perder el tren, ir a toda prisa a la carretera, apostarme allí, descartar a todos los coches que no alcanzaran cierta cilindrada, parar a los más potentes, dar pena al conductor, llegar triunfalmente al colegio llevada por un acompañante siempre nuevo antes de que sonara la campana. Me volví exigente y empecé a elegir sólo coches extranjeros: mi espiral llegó a un Porsche plateado cuyo dueño, después de correr como un condenado, me aconsejó paternalmente que me esforzara para coger el tren.

No era suficiente. Para la tarde había encontrado un trabajo extravagante: escribir vidas de santos para una enciclopedia religiosa. La extravagancia residía principalmente en lo siguiente: como todas éramos mujeres (somos más baratas) y la pequeña redacción estaba ubicada en un instituto universitario católico, teníamos que entrar en el jardín por una pequeña puerta secreta, cuidándonos de que no nos vieran los novicios talibanes, no fueran a turbarse demasiado por nuestra presencia, pobres almas castas en cuerpos endemoniados.

Los domingos, como debe ser, hacía alguna breve excursión por los alrededores. Precisamente durante una de ellas me formé una idea más exacta del psicoanálisis y de sus sacerdotes.

En un concurrido mercadillo de pueblo, entre mil personas posibles, ¿a quién me encuentro? Al profesor M. en persona, si en persona puede ser un hombrecillo ridículo, con sus gafitas doradas pero descamisado, la nariz quemada por el sol, muy diferente a un elfo. De todos modos, aun a sabiendas de que estos encuentros extra moenia estaban desaconsejados, me pareció de buena educación acercarme y saludarlo. Se puso rojo como un tomate, calva incluida, me plantó en la mano una bolsita de avellanas que acababa de comprar y, con un «Buenos días, señorita» de lo más violento, desapareció.

Cuando volví a la sombra fresca de su gabinete se fue por las ramas. Que lo que habíamos hecho era un preanálisis, que tenía demasiados pacientes para poder seguirlos bien, que un excelente colega suyo ya me estaba esperando.

En resumen, me abandonó. O mejor dicho, me descargó.

El profesor N., al que fui confiada, no me gustó nada. No sólo porque se trataba de una segunda elección, sino por razones objetivas: se había casado con la hija de su maestro, se había hecho célebre por el invento de una máquina de tortura para locos, lo que a mis ojos lo convertía en un perchero de sombreros, pero, por encima de todo, era apuesto.

Cuando vino a abrirme la puerta, pequeño ardid que emplea esa clase de médicos a fin de que te sientas a gusto, esperada, creí que me había equivocado de rellano y que había ido a parar a la clínica dental de al lado. Alto, rubio, sonrisa tranquilizadora, era la perfecta imagen publicitaria de un dentista. ¿Y a un dentista, con todo el respeto por estos inevitables trabajadores, tenía que contarle mis cuitas?

Era sembrar en arena: transferí negativo.

Tuvimos muchas, demasiadas sesiones, tratando de llegar a algo. Pero no tenía sueños y recurría a todas las estrategias masoquistas que ellos llaman «resistencias»: llegaba tarde, una vez con un retraso de hasta tres cuartos de hora, cuando la sesión termina inflexiblemente a los cincuenta minutos; en alguna ocasión incluso me dormí sobre el diván…

Al final, él también comprendió; entonces me dijo lo único provechoso que salió de sus labios: «Si deja el análisis, tenga en cuenta que no estará en el punto de partida, sino un escalón más arriba».

Un día me sentí mal estando allí: temblaba de fiebre, un dolor agudísimo en la espalda, en el costado izquierdo. El profesor N. me acompañó, muy humanamente, a casa, pero no pudo contenerse de decir la frase que a mis ojos lo defenestró: «¿Ha observado dónde le duele? Muy cerca del corazón, el punto de los afectos».

Fue así como lo abandoné. O mejor dicho, lo descargué, dejando además una pequeña deuda pendiente.

Tanto en esto como en aquello, era la primera vez.


  1. <a l:href="#_ftnref23">[23]</a> Concepto de la teoría de Pierre Bourdieu para definir el conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. (N. de la E.)

  2. <a l:href="#_ftnref24">[24]</a> Davide Lazzaretti (1834-1878), predicador místico y fundador de un movimiento socialista religioso. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Pueblo de voluntarios católicos, en la provincia de Grosseto, fundado por Zeno Salitini (1900-1981). Los grupos familiares acogen a niños huérfanos en adopción. (N. del T.)