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Ya es pleno otoño.
La lluvia cae en agujas muy finas, demostrando una vez más cuán más elegante es la plata que el oro.
Goethe escribe que quien no sabe asombrarse del cambio de las estaciones es un hombre acabado.
Por fin estamos en el corazón del otoño, de poesía para libro de primaria: lluvia, últimas hojas secas que a saber por qué siguen unidas a su árbol, niños que ahora se levantan mohínos porque se les ha pasado el entusiasmo por las carpetas y los libros nuevos. Adiós al esplendor dorado del principio, a la uva multicolor, a los últimos higos, a las primeras castañas. ¡Señora mía, ya no hay medias estaciones!
En el fondo, sin embargo, únicamente yo puedo disfrutar de la lluvia, desde detrás de un cristal, sin la preocupación de estropearme los zapatos, el pelo, los días.
He escrito, he vomitado unas cuantas nueces, y esta actividad liberadora me ha extenuado pero a la vez me ha evitado mirarme al espejo del hoy. No habría visto nada bonito: el pelo creciendo blanco y salvaje y sobre todo una boca un poco torcida (vosotros, por favor, mis parientes, no lo sigáis negando), que se empeña con insistencia en emitir sonidos inteligibles, como nos parece que hacen los peces desde el interior de un frasco de cristal.
Con todo, justo en esta estación, de niebla y de humedad envolventes, hace muchos años regresé a Venecia para curarme la pulmonía que tan pintorescamente me había diagnosticado el segundo y definitivo psicoanalista.
Milagros del aire natal: respirando aquellas minúsculas partículas me curé del todo y muy rápido. Me enamoré nuevamente de mi infiel ciudad y empecé a hacer planes.
¿Por qué no recomenzar desde allí sin tener que huir más? ¿Por qué no se puede ser libre, amigos, sin necesidad de marcharse?
Una antigua compañera de colegio dejaba su pequeño y bonito piso: estaba justo debajo del campanario y daba al huerto de una iglesia, lo que es muy raro en una ciudad así, donde se ven muy pocos huertos.
Lo conté con prudente entusiasmo en casa: mi padre, cuya primera máxima era la duda, se quedó perplejo. Mi madre se encargó de arrojarme a la cara el habitual jarro de agua helada: «Prefiero que estés a seiscientos kilómetros de distancia antes que aquí cerca y menos en nuestra casa», me espetó. El respeto humano por «el qué dirán» había ganado, pero ella me había perdido a mí. La herida que aún podía ser medicada ya era incurable. Me fui pocos días después, esta vez para volver solamente en breves visitas, como un pariente lejano.
En el ojo del huracán, como a estas alturas sabe todo el mundo menos los periodistas, es el lugar más tranquilo que existe, el sitio en el que hay que refugiarse en el caso de catástrofe natural o metafórica. Pues bien, casi todo el mundo pasó, agazapado en aquel bendito ojo, los terribles años de plomo, esperando que terminaran y casi acostumbrándose a los disparos, a los atentados, a la sangre cotidiana. Es más, para algunos fueron los años de más calma, los más serenos y normales. La generación, a la que yo también pertenecía, que conoció la guerra siendo niña y que ya había acabado el colegio cuando se hallaba en plena efervescencia la revuelta juvenil, realmente no vivió aquellos años. Nosotros juzgábamos que habíamos hecho nuestra revuelta privadamente, en solitario, y todavía teníamos cardenales, más perdurables que una paliza.
Desde luego, yo también quise estar metida en el 68, para conquistar una pertenencia, sentirme acompañada; recibí mis alegres porrazos, participando en manifestaciones con mi inexcusable falda hasta las rodillas, mis pendientes discretos pero de oro de ley, mi carmín.
Había algo, sin embargo, que me atraía sobremanera porque consideraba que había llegado la hora de desarrollar el germen que había anidado siempre en mí: el feminismo.
Comencé por lo más fácil: un curso de dramaturgia para y por mujeres. Tuve un pequeño éxito escribiendo un acto único que se representó. Pero me daba perfecta cuenta de que no caía bien, que las otras no me aceptaban: ¿por qué? Repasé cuanto había hecho y dicho u omitido y callado. En todo momento había sido amable, buscando en sus obras aquella palabra diferente, aquel chispazo nuevo aceptable, haciendo caso omiso de las pifias que los asfixiaba. Me sellaba los labios para no señalar los errores en que incurría en nombres, tiempos y lugares nuestra propia profesora, a la que rodeaba una temerosa veneración debida además a sus célebres amores.
Al final creí que había encontrado el agujero negro: mi modo de vestir, falda hasta la rodilla, pendientes discretos pero de oro de ley, carmín.
En aquellos años, mucho más que ahora, así era como se juzgaba a la gente, por la forma de vestir y de arreglarse (no esperéis que escriba mise, palabra perfecta pero ya anticuada para mí, ni aún menos el horrible look, que hoy arrasa). El fascista prefería el negro y se rasaba estrictamente a lo nazi, el rojo no necesitaba siquiera ponerse kefia, bastaba una trenca y, cuando pegaba el sol, cierto tipo de camiseta. Para las jóvenes, eran de rigor los zuecos, la falda floreada y los aretes larguísimos (y falsos). Había, en resumidas cuentas, muchas tribus, no fáciles de distinguir para el profano, pero que contaban con sus expertos y exégetas.
Decidí sacrificar mi biodiversidad y me adentré en las callejas donde vendían esas cosas. Por suerte, la dependienta a la que confesé mi problema fue comprensiva y me disfrazó rápidamente. La falda floreada me gustaba pero los zuecos hacían un daño espantoso; cuando llegué al cambio de joyas, casi lloraba: jamás en toda mi vida me había puesto nada de bisutería, ni una perla falsa, y mis preciosas joyas antiguas reposaban en una caja que abría de vez en cuando, contemplándolas con avergonzada fruición.
Eso fue lo que me decidió. Junté las cosas que ya había elegido, las puse sobre el mostrador, mascullé algo y me marché volando.
¿Por qué tenía que renunciar a mi identidad? ¿Por agradar a aquellas tontitas que consideraba menos auténticas que yo?
Segundo intento. Una noche me di ánimos y fui a la guarida más temida, el famoso colectivo de la Via Pompeo Magno. Ya en el mismo portal se oía bulla, pero no de conversaciones, ni de risas ni de debates. Según subía las escaleras, fui dándome cuenta de que aquello era una gresca o, mejor dicho, un juicio enconado. En efecto, se trataba de un juicio de lesa majestad.
Los hechos eran los siguientes. El día anterior, 8 de marzo, durante una tumultuosa celebración del Día de la Mujer, una militante lenguaraz se había reído de las disposiciones de la líder sublime, elegante e intelectual que las deslumbraba y dominaba a todas. En fin, resulta que la maleducada había gritado «¡La reina está desnuda!», y luego, poseída por sus personales furores, se había atrevido a tocar el cuerpo santo asestándole una bofetada. Escándalo, castigo, condena.
¡Y yo que había ido buscando la fraternidad o, cuando menos, la igualdad! No me quedaba sino la libertad: la libertad de girar sobre mis habituales tacones y lanzarme a la calle. Allí, en la sombra, los caballos de la carreta para la guillotina ya coceaban impacientes.
Tercer y último intento. Leo que hay una convocatoria lúdica en una barcaza sobre el Tíber que puede brindar la pobre ilusión de estar en la playa a quien no le guste bañarse.
Adivino cierto fervor desde los pretiles del río atestados de varones patrioteros. ¿Convertidos? No. ¿Arrepentidos? Mucho menos. Divertidos, más bien, y excitados por el espectáculo, del todo nuevo.
Un mar, mejor dicho un río de tetas al aire para la ocasión y que hacían como si tomaran el sol. Tetas como ciruelas recién brotadas, tetas como manzanas verdes, tetas como peras maduras, tetas como plátanos pochos. El catálogo completo de un sector hortofrutícola del mercado central se encontraba allí, exhibiéndose ante aquellos ojos ansiosos, a modo de desafío.
Yo, que hacía poco me había liberado de la obligación de la maternal camiseta interior de abrigo, giré sobre mis sandalias y me marché volando.
Dicen que se nace incendiario y se muere bombero. A mí me ha pasado lo contrario: lo quemaría todo, ahora.
A cubierto, en el ojo del huracán, pasaron los años de plomo. Me casé, tuve una hija, repartí octavillas a favor del aborto. Con esto creía que había pagado, que había reparado mis errores. En realidad, he sido una esposa mediocre, de carne fría, y sobre todo una madre deficiente. Las malas hijas se convierten en malas madres porque quieren dar lo contrario de cuanto han recibido y por tanto fallan dos veces. Mandé a mi niña a un colegio de lo más exclusivo que ponía en práctica el esnobismo al revés: sito en un páramo desolador, al lado de una fábrica que producía veneno para ratas, todo su sesentayochismo consistía en oponerse firmemente a la tabla de multiplicar. Nunca le hablé de Dios ni de religión: resultado, confundía -y aún confunde- a Moisés con Noé. La dejé crecer, en definitiva, como un caballito salvaje, convencida de que la naturaleza le enseñaría el camino, pero aquélla, maligna y madrastra como es, no ha cesado de cambiarle de sitio las señales de tráfico, confundiéndola y asustándola.
No quiero, sin embargo, hablar de mi familia. Está viva, está sana, se las arreglará. Mis fantasmas, en cambio, para los que represento la única posibilidad de renacer durante un instante, me esperan y exigen un pequeño auto de fe.
Sólo un poco de paciencia, una breve pausa: mientras tanto, tomaos un recreo.
Puede asombrar, en estos recuerdos, que un periodo tan ajetreado y trágico, quince años largos, fuera vivido por una persona como yo, no exclusivamente interesada en su propio ombligo, como una sonámbula.
Quiero recordar que en el Madrid asediado la gente iba al cine y que, cuando la tensión es excesiva, se desarrolla en nosotros una especie de calmante natural de manera uniforme.
Entonces, además, la división en tribus se hallaba muy marcada: estaban los jóvenes y los menos jóvenes, los rojos y los fachas. Tribus endogámicas, cerradas, a cuyas puertas era inútil llamar si no eras como ellos. Para los jóvenes no era bastante iracunda, para los adultos, muy poco burguesa; para los rojos era demasiado crítica, mientras que los fachas eran los que me vetaban a mí; para los soñadores de poesía no había lugar en ninguna parte.
También a mi nueva familia la liquidé demasiado pronto.
Cada matrimonio es un misterio, dichoso o doloroso (nunca glorioso), sólo conocido por los dos cónyuges: misterios que nosotros, en cambio, seguimos desconociendo.
Lo teníamos todo en contra. Siempre atraída, a causa de mi Edipo, por hombres maduros y a veces más que maduros, convencida de que tenían mucho que enseñarme, me casé con un muchacho siete años menor que yo, de una familia sencilla y con ningún deseo de conocer mi mundo y aún menos de entrar en él. Aquella familia sencilla me detestaba como si fuese una vieja vampiresa que se llevaba a su mejor hijo para usarlo y luego tirarlo. Todos nos daban como mucho uno o dos años para el divorcio. Sin embargo, seguimos aquí, juntos, después de cuarenta años. ¿Milagro? No creo en los milagros. Más bien, más allá del aprecio, el afecto, el amor, muchas veces se crea un lazo inextricable, una simbiosis, entre oscuras necesidades que buscan, y a menudo encuentran, un consuelo, una compensación en las del otro. Ahora sé qué buscaba yo. Una coartada. Una coartada que justificara mi escaso éxito, mi negarme a la creatividad, a las buenas relaciones, a las amistades, a las novedades. La encontré fácilmente en sus celos: unos celos sombríos, morbosos, de siciliano, que me ataban de pies y manos y que yo aceptaba porque me liberaban de la obligación de reconocer en el miedo a no tener éxito, a ser juzgada, la raíz del jaque mate que me atribuía incluso antes de comenzar la partida.
Pese a todo, aquí coturnos: yo muy enferma, él, el ángel irascible, solícito como una madre que adivina los deseos de su niño incluso antes de que éste los manifieste. Aquí estamos después de años de sosiego que podrían llamarse años de felicidad si sólo supiéramos, mientras la vivimos, que la felicidad es eso.
Desde hace unos días, desde hace unas noches, me quedo fácilmente sin respiración, tengo la sensación de asfixiarme, me imagino lo que debe de ser ahogarse.
Mi doctísimo médico (o mejor dicho profesor con años de estudio, publicaciones en revistas internacionales, congresos importantes) me ha dicho muy serio: «Pruebe a poner una almohada más en la cama».