38012.fb2 El ?ltimo verano - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Un vaso de quina con hielo

Santa Lucía, mengua la noche y crece el día.

Ojalá. Si la astronomía popular, forzada por la rima, coincidiese mágicamente con el auténtico solsticio de invierno, mañana mismo tendría un minuto menos que seguir en el reloj luminoso, un minuto menos de tortura. Ya es algo si tienes la certeza de que estas pequeñas sustracciones a la oscuridad irán aumentando.

La Inquisición, que se las sabía todas, condenaba a tantos glorias, avemarías o padrenuestros en función de las culpas que quería hacer confesar: no eran oraciones sino latigazos que duraban lo que se tardaba en declarar las culpas. He hecho un cálculo aproximado: en un minuto pueden rezarse convenientemente dos avemarías. No está mal.

Santa buena que llevabas regalos a los niños todavía crédulos, santa buena con una escudilla sobre la que están como huevos al plato los ojos que te arrancaron los paganos malos, sé benigna conmigo y ahórrame la visita de Insomnio con sus dos hijos, los crueles gemelos Calambre y Espasmo.

Los conozco bien: llegan después de las tres, una vez que han ajustado cuentas fácilmente con los novatos, los advenedizos de estas luchas. Como todos los sádicos, prefieren a los expertos, a la aristocracia de los insomnes que los están aguardando, como si los desafiaran aun a sabiendas de que pierden siempre. Para los principiantes puede bastarse Acidosis, la hermana solterona y fea, que los hará retorcerse en la cama con el estómago en llamas.

En la espera, no queda sino torturarse solos.

* * *

No había invocaciones a la santa con los ojos en el plato, aquel año: entonces dormía bien. Sin embargo, sí que había motivos para estar despierto.

Abril de 1978, en plena ebullición del caso Moro: noticias, desmentidos, alarmas, pesquisas a cargo de los carabineros y pesquisas a cargo del péndulo, magos a los que se les hacía más caso que a los políticos, un cielo perennemente gris indigno de Roma pero muy a tono con la escenografía del drama que estaba teniendo lugar, una atmósfera de espera, antes del temporal.

Lo que nos incumbe directamente hace que desdeñemos hasta los hechos públicos más importantes, que los releguemos a un segundo plano.

Recibía frecuentes llamadas telefónicas de mi madre: estaba asustada, mi padre se encontraba muy mal y lo habían llevado al hospital, ella ya no podía más, me pedía que fuera a echarle una mano. Se materializaba, en una palabra, lo que todos los hijos temen y ninguno se atreve a decir: la probable muerte de un padre en el preciso instante en que se te presenta un trabajo, un compromiso, un viaje. Descubres entonces que tu corazón está partido en muchos trozos o, mejor dicho, que está distraído, que es incapaz de aferrarse a un solo sentimiento sin vacilaciones: eso solamente pasa en el amour fou, pero por algo lo llaman amour fou, loco.

Mi pequeña y yo nos estábamos preparando para ir a recoger al marido y padre, en Suecia desde hacía tiempo por trabajo. ¿Debía renunciar a todo? ¿A una novedad, a un viaje que me apetecía mucho hacer? Comencé a contarme las típicas mentiras: sin duda mi madre estaba exagerando, papá se había encontrado así otras veces; además, amable como era, iba a esperarme.

Me marché. Sin embargo, quería a mi padre, quizá más que a nadie en el mundo. Mi amor incluía esa manera supersticiosa e infantil con la que, en un semáforo en verde, nos decimos: «Si llego antes de que se ponga en rojo, mi padre no morirá».

Y corría, corría desaforadamente, y siempre ganaba. Fui injustamente afortunado: ese viaje resultó ser otro semáforo verde. El último.

Encontré a papá inerte en una camilla de hospital, a su lado la fiel tríada que no lo abandonaría hasta el final: oxígeno, gotero, catéter. Aunque no podía hablar no cabe duda de que en ciertos momentos me reconocía. Era yo quien no reconocía en aquella figura enflaquecida y rendida al hombre brillante, ocurrente y culto al que todos apreciaban y muchos querían.

Mi madre y yo nos repartimos el cuidado: ella de día, yo de noche, que muchas veces se prolongaba durante varias horas de la mañana. En cualquier caso, de noche había muy poco que hacer: a las nueve pasaba una enfermera que nos regalaba a todos, enfermos y acompañantes, una benéfica pastilla que nos hacía dormir hasta la mañana, cuando la despiadada regla de los turnos daba prioridad al lavado de los suelos sobre cualquier alivio de los pacientes, sobre cualquier atención de los médicos, sobre cualquier orden de los jefes de servicio.

Pasé en el hospital una temporada bastante larga, casi serena. La certidumbre del final liberador atenuaba la ansiedad, estar allí de forma prácticamente ininterrumpida diluía el sentimiento de culpa hasta dosis homeopáticas, inocuas.

El hospital de Venecia es precioso para los amantes del arte, algo menos para los enfermos indigentes.

Las salas oscuras, de bóvedas altísimas, tan sugerentes, no son ideales para quien no tiene más remedio que estar tumbado en medio de una abigarrada y acerba promiscuidad. La cortina que tapa una cama no basta para contener el miedo que desde ese misterioso parapeto se propaga por las crujías. Resulta incluso preferible ver al día siguiente el colchón enrollado en el que se ha extinguido una vida, ya listo, una vez mullido, para recibir otra, distinta pero muy semejante.

A mi padre al menos se le ahorraron estas humillaciones: aunque puede que tampoco hubiera reparado en ellas.

Estaba en una unidad nueva, en la parte de atrás, donde podíamos tener una habitación sólo para nosotras dos. Las ventanas daban a la laguna, justo enfrente del cementerio. Había supersticiosos a los que no gustaba aquella vista: estaban confundidos, pues aquella isla, exclusivamente de los muertos, dedicada a san Miguel, única en todo el mundo, prometía una paz elitista.

Al llegar cruzaba la parte antigua, donde los cofrades de la rica Escuela Grande de San Marcos tenían abundantes mármoles, inscripciones, pórticos, brocales, y luego hacía una corta parada en el jardín donde charlaba con los gatos, hermosos ejemplares de hospital a los que les daban las sobras de la cocina. Aquellos breves diálogos me apaciguaban, me permitían pasar más tranquilamente a la otra cara de la luna, me preparaban para los otros diálogos, igualmente mudos, que iba a sostener con mi padre.

Si llegaba a la hora de la comida me invitaban, y yo, que no contaba con otras alternativas que la cocina monocorde de mamá y la modesta preparada con mis manos, aceptaba encantada. Fue allí donde probé por primera vez la quina, servida en un vaso lleno de hielo triturado: deliciosa.

Mi madre me había contado que papá, con la poca fuerza que le quedaba, había hecho el gesto de sujetar un revólver en la mano y de apuntárselo a la sien: la melancolía y la conciencia de su deterioro había conducido a aquel hombre tan pacífico, y tan inimaginable con un arma no tan fácil de empuñar, a ese estallido violento.

Brotaban de mi memoria profunda sus impulsos de bondad y de cortesía.

Entre los recién nacidos en brazos de sus madres él elegía, para hacerles carantoñas, a los más feúchos, los que eran bizcos o tenían la carita devorada por los mosquitos.

En primero de primaria, una de esas enfermedades infantiles no graves pero que tardan en dejarte me creó problemas con el latín a mi vuelta al colegio. Y él venía cada mañana a despertarme, con mis braguitas infantiles en la cabeza a guisa de gorra frigia, una imaginaria flauta de pastorcillo pegada a los labios, entonando (¿quién hubiera podido no reír y no aprender la cantilena?): «Hic, haec, hoc, huius, huius, huius, huic, huic, huic…».

Era pedagógico sin aburrir, pero su método espontáneo tenía necesariamente que ser eficaz a la vista de que supo regalarme la única riqueza de la que disfruto aún hoy: la curiosidad, el amor por los poetas, los narradores, la belleza.

Cuando yo ya estaba lejos, recortaba de los periódicos los artículos que me podían interesar y por la noche iba a depositar en la estación de tren unos sobres gruesos, sintiéndome así, desde allí, más próxima. Tal vez sólo ahora, cuando ya es inútil, comprendo cuánto sufría por mi lejanía, y cada vez que evoco aquellos grandes sobres amarillos en los que guardaba no sólo papel impreso sino además toda su delicada ternura, sobres que yo muchas veces ni abría, siento una punzada en el corazón, muy profunda.

Era justo.

Era tolerante.

Era socialista por inclinación natural, lo que no le impedía repetir para sí mismo y por él mismo las palabras del principote de Salina: «Mientras hay muerte, hay esperanza».

Era agnóstico, de madre muy religiosa: los muchos libros sobre la fe y las fes que tenía en su biblioteca bien podían ser una prueba y una justificación de por qué había elegido las crudas luces de la razón en vez de la oscura seguridad materna.

Muchas veces me dijo: «Si yo muero antes, como sería lógico por los años que le saco, entiérrame como quiere tu madre, dale ese gusto; pero si por casualidad muero después, mi deseo es un funeral laico, no lo olvides».

Creía que había que preocuparse por los hombres, antes que por Dios.

Cuando llegó el momento cumplí sus deseos, si bien añadí un toque personal. El oficio se celebró en San Giovanni y Pao-lo, el arca de las glorias venecianas, pero previamente fui a hablar con el sacerdote. Le expliqué lealmente las ideas de mi padre y le pedí que no lo llamara «buen cristiano», para no asociarlo a una comunidad de la que no se sentía parte.

Sea como fuere, la iglesia estaba a rebosar, señal de que podemos ser hermanos aunque no lo seamos en Cristo.

Poco antes, cuando llegó el sobrio féretro, sin ornamentos, que había elegido el día anterior, reparé en que le habían puesto algo: una cruz dorada. Le rogué al jefe de los sepultureros que la quitara y él, con un pequeño destornillador que llevaba siempre en el bolsillo, lo hizo prontamente.

Mi madre, que lo había visto, no dijo nada e introdujo en el bolsillo de papá un conejito de peluche, símbolo más modesto pero más sentimental.

Acompañamos a mi padre a la isla de los muertos; su tumba estaba rodeada, por no decir cercada -seguramente de forma casual, lo que no era óbice para que a nosotras nos pareciera un homenaje a su tímida galantería-, sólo de damas difuntas.

Advertí que mi madre había hecho añadir al nombre y apellido el título de abogado. Me pareció poco elegante, pero mi padre, con toda su punzante ironía, si hubiese estado allí habría sonreído indulgente ante aquella pequeña, ingenua vanidad.

Sit tibi terra levis