38012.fb2
He conocido a siete neurólogos. De uno en uno, por supuesto, no todos a la vez, como se le presentaron los enanitos a Blancanieves. Pero, en cualquier caso, han sido siete en total.
Apenas noté que se me trababa un poco la lengua, hecho reforzado por dos o tres caídas de bruces sobre el asfalto de la calle sin motivo aparente que me ahorrase las carcajadas ajenas, enseguida me dije: «Aquí se precisa un neurólogo». Sin embargo, no sabía nada de especialistas y confiaba aún menos en ellos: mi ideal era un veterinario, que, sin malgastar palabras, sabe o no sabe, pero al que fui, inteligente, no me quiso entre sus pacientes.
Empecé por el grado cero, a saber, la sanidad pública.
El día de la cita debía de ser especial, tanta ruidosa alegría se desparramaba desde los despachos, llegaba a las escaleras, entraba en los laboratorios de análisis y en las consultas de los médicos, contagiaba incluso a los doloridos y ceñudos pacientes.
Supe, mucho tiempo después, que se celebraba el cumpleaños de un odiado jefe, forzado, desde aquella fecha, a regresar a su casa para torturar de por vida ya solamente a su mujer.
Aún más tarde vine a saber que los funcionarios, quizás excitados por las naranjadas y los bocadillos resecos a los que muy a su pesar les había invitado el nuevo jubilado, y sin duda arrebatados por un júbilo dionisiaco, habían orquestado una broma de escolares, cambiando las placas de las puertas de los médicos, de manera que mi neurólogo podía ser perfectamente un urólogo, un andrólogo o, por qué no, incluso un podólogo, duda esta última que no disipé hasta que, tras hacer el juego de seguir con la mirada su índice, dar pasos con los ojos cerrados, comprobar mis reflejos dando toques a las plantas de mis pies, pude reconocerle el título que le correspondía. Me liquidó con un calmante suave, tachándome en su fuero interno como la típica hipocondríaca que se aprovecha del sistema sanitario nacional.
Mientras tanto, me seguía cayendo: en casa y fuera; con tacones altos y con tacones bajos; con botas y con bailarinas; con sandalias y con zapatillas. Demasiado para seguir con el calmante suave. Finalmente se decidió a pedirme un TAC y resonancias magnéticas, confiando astutamente en la lentitud de los trámites, que me mantendrían lejos al menos durante seis meses.
Indómita, recurrí a un olvidado medio pariente amable que se ocupaba precisamente de esas técnicas de estudio y en media jornada lo hice todo. Al murmurar mi medio pariente «hay algo» experimenté, absurdamente, casi satisfacción.
Me enviaron a la unidad equivocada, donde hice sudar tinta a los médicos y médicas que, como no entendían nada, me agujerearon sin parar, dando principio a esa larga serie de análisis que al cabo el enfermo rechaza con toda la fuerza que le queda tras aquel continuo drenaje de sangre.
Al final me dieron el alta, no sin hacerme pasar por el cedazo, de mallas muy anchas, de su neuróloga de confianza (¡y van dos!), que al menos, además del clásico juego de seguir con la mirada el índice, mostró un poco de femenina simpatía.
Me dieron el alta, pero eran demasiado concienzudos para no rellenar antes páginas y páginas perplejas y para no mandarme a un médico amigo (¡y van tres!) cuya fama oscilaba entra la de mago y la de investigador.
El antro del mago no era nada halagüeño. Se componía de tres cuartitos misérrimos y mugrientos reservados a las enfermedades infecciosas: enseguida hacían pensar que, con cualquier enfermedad que se entrase, como mínimo se salía con sida. El mago era guapo, con ojos azules magnéticos, pero dejó de embrujarme cuando me dijo que tomase durante más de un mes cortisona antes de volver a su consulta, así por las buenas, sin explicarme para qué cuernos servía: entonces me di cuenta de que en su consulta había un fuerte olor a azufre.
Finalmente decidí gastar algo de dinero acudiendo a un médico privado (esto es, a un médico de la sanidad pública elegantemente disfrazado).
Me recibió una persona excelente (¡y van cuatro!) que se asustó más que yo, protegida con la coraza de la ignorancia, y dio otro paso conminándome a que me hiciera el análisis de la ELA.
Dejé pacientemente que me pincharan y hasta que me pasaran un poco de corriente eléctrica sin saber qué quería decir ELA, pues nunca había participado en las rifas televisas que durante un día conmueven el corazón de los espectadores cuya aportación acaba para siempre en las carteras de los organizadores.
Sea como fuere, por la alegría sincera que manifestó la excelente persona comprendí que me había librado de una condena inmediata que se intercambiaba, pero esto lo sé ahora, por una estancia más larga en el incomodísimo brazo de la muerte.
Entre tanto, un amigo médico me consigue una cita con una auténtica lumbrera del pasado próximo (¡y van cinco!). Acudo y encuentro a una persona que me gusta: cabellos y bigotillos canosos, trato sereno y amable, familia de latinistas, todo un caballero. Entablamos conversación, de paso me pone al día acerca de la existencia de enfermedades, raras pero no tanto, degenerativas (o sea, siempre empeoran) y crónicas (o sea, nunca se curan), que son lentas, lentísimas, casi cachazudas. Por último me pide cortésmente que haga nuevos Tics y Tacs en su hospital, del que se fía mucho.
Al despedirme, me sugiere que no tenga prisa, que empiece a hacerme las pruebas con calma dentro de unos meses: me estrecha la mano como un viejo amigo, añadiendo un tranquilizador: «¡Yo la apoyaré en todo!».
En lugar de tranquilizarme, me transmite una ligera aprensión y, yendo sin demora a su estimadísimo hospital para que me hagan las pruebas, regreso a verlo pasados pocos días.
Segundo acto. En vez del individuo elegante, encuentro a un vejete que disimula mal su irritación al verme aparecer por allí para molestar a su espíritu libre de engorrosas cargas. Examina las placas (cuyo contenido evidentemente ya conoce), farfulla una veloz alusión a las enfermedades que había mencionado tan vagamente en la ocasión anterior y me liquida con una de esas frases que se pronuncian en el cementerio cuando no se sabe qué decir a la viuda en lágrimas: «Señora, cada uno tiene sus propias desgracias».
Un latinista cínico.
Más tarde sabré (cuántas cosas aprendidas en estos cuatro años) que se trataba del comportamiento típico de los neurólogos del Medievo, a medio camino entre el triunfalismo del paleolítico, orgulloso de su eficaz ojo clínico en relación con los meandros del cerebro, y la frustración del neolítico, a los que los progresos tecnológicos en las exploraciones de aquéllos han revelado la presencia de nuevos misterios pero no les han brindado la clave mágica para curarlos.
A estas alturas quiero, quisiera, desearía la verdad.
Otra lumbrera, pues, (¡ y van seis!), un poco más j oven pero también cargado de laureles académicos. Por suerte, tiene un carácter un poco más alegre que el otro y le divierte hacer preguntitas a quemarropa (premeditadas, huelga decir), para poner a prueba el ánimo del paciente. «¿Le tiene miedo al cáncer?», te pregunta risueño doblándote una pierna. «No», respondo en el acto. «¿Le tiene miedo al alzhéimer?», todavía más contento doblándote la otra. «Sí», y me deshago en lágrimas. Pillada. Una intelectual que lamenta haber desaprovechado el tiempo.
Me palpa un poco más el cuerpo (él al menos no se avergüenza de reconocer como se hacía antaño, de tocar la carne, la piel ajena), luego la iluminación.
Como el jugador que en una sala llena de ojos envidiosos y de oídos incrédulos, incrédulo él mismo, grita «¡Bingo!» con voz quebrada, así el médico ilustrísimo lanza las palabras mágicas: «Esclerosis lateral primaria». Que sería una de esas enfermedades que te hacen las veces de elixir de una vida larga y atormentadísima. Ese «primaria», además, no me lo ha sabido explicar bien nadie; indiferentes a los matices del idioma, los médicos se desentienden de informarte si el adjetivo se usa aquí en el sentido de «inicial» o en el de «superior». Dejemos de lado las finuras.
La lumbrera repasa a continuación los papeles y cuando descubre el resultado negativo de la ELA, al médico que me ha atendido antes (que ha sido su alumno: aquí se conocen todos) lo califica con un sonoro «asno» y me mira sacudiendo la cabeza como si me hubiese querido inscribir en el concurso de Miss Italia. Comienzo a entender que la dichosa ELA, que reúne a los más infelices de todos, viene a ser una especie de élite conforme a la óptica inversa de una jerarquía de las desgracias.
Más o menos como el Círculo de la Caza respecto al Círculo del Ajedrez.
Con la audacia de los ofendidos, trato de averiguar las razones de mi estado. Él abre los brazos y, tranquilizándose, responde: «Debe usted enviar una carta certificada con acuse de recibo al padre eterno y hacerle en ella esa pregunta, pues es el único que puede responderle».
Con la humildad de los vencidos, pregunto entonces qué debo hacer. Obsequiándome una amplia sonrisa alentadora, el médico se pone manos a la obra y con frenéticas llamadas de teléfono me concierta enseguida una cita con su mejor alumno, también profesor y a su vez director de un hospital público, en cuyas manos me deja (¡y ya son finalmente siete!).
Este médico, joven pero ya medio calvo, altísimo y con una cabeza ensartada en la sumidad del cuello como a la punta de la pica de un sans-culotte, es muy amable y prolijo en aclaraciones. Se entiende al vuelo que esta relación maestro alumno, aunque alimentada de una hosca afectuosidad semejante a la que hay entre un padre y un hijo que se quieren, es la de dos hombres muy diferentes. Extrovertido y seguro de su propio olfato aquél, meticuloso y precavido éste; rico de experiencias aquél, entregado a los estudios éste; el maestro garabatea dos palabras sobre el revés de un sobre, el discípulo llena hojas y más hojas con una letra minuciosa. Importante observación fisiognómica: el mayor se parece a un caballo, el más joven es un cruce entre un ratón y un conejo.
En cualquier caso, ambos son barones, en la realidad o in péctore. A mí me toca el baroncito y procuraré que me caiga bien; lo que ocurre muy pronto cuando, firmando un e-mail, añade: «Con amistad no sólo médica».
Pero ¿dónde aprenden estas tretas, en cursos especiales? ¿Dónde aprenden, mientras te repiten que estás en tu perfecto derecho de elegir, a convencerte de que te pongas en sus manos con la más plena confianza, hasta el extremo de que apoyas voluntariamente la cabeza sobre lo que ya no te parece un garrote sino una cómoda almohada?
Todos los enfermos se vuelven niños. Así, a través de un aprendizaje de sensatez y de sometimiento a los tratamientos se preparan a ese tiempo ya cercano en el que unas manos extrañas (ojalá que por lo menos respetuosas) los alimentarán, asearán y vestirán, convirtiendo a sus cuerpos en los objetos indefensos que han sido siempre.
A los niños no se les pide opinión ni intuición sobre lo que ha causado todo aquel desbarajuste. Yo sólo recuerdo la profunda aflicción en que me sumió la idea de tener que dejar pronto el trabajo y con él mi función, mi manera de ser útil, agradable, ocurrente. La ley me concedía permanecer aún dos años, que pedí, obtuve, quemé deprisa. El último día, el de mi cumpleaños, caía en sábado: poco personal, pocos lectores. Esperé a que se fueran todos, bajé la suntuosa escalinata siempre sucia y resbaladiza, pero rebosante de bajorrelieves y estatuas; me senté en el escalón de los mendigos y lloré.
Tengo para mí que fue entonces cuando la primera neurona se secó como una rama por una repentina helada de primavera.
No volví más a aquel lugar, que había sido mi palacio encantado.
En amor, o todo o nada.