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Al principio mi enfermedad no me daba mucho miedo. Tal vez por el nombre, tan científico y aséptico que no despertaba simbolismos enraizados y que se resumía mal en una sigla fácil de memorizar, tal vez por esos dos adjetivos, «crónica e incurable», que se adaptaban a demasiadas condiciones: ¿la vejez, por ejemplo, no es también crónica e incurable?
Tendría que haber prestado más atención al término «degenerativa», sólo que pensando en los degenerados que se divierten haciendo que los fustiguen me entraba enseguida la risa. Además, el médico me había asegurado que conservaría mis facultades mentales intactas hasta el final: entonces la tomé por una promesa, pero ahora comprendo que se trataba de una amenaza.
Por darle más empaque, añadamos la pizca de absurda vanidad por sufrir una dolencia que aqueja a una persona de cada cincuenta mil (¡cincuenta mil: los habitantes de una pequeña ciudad!). Reíos, reíos si queréis pero yo conozco a una persona que afirma tener una enfermedad que comparten sólo treinta habitantes del planeta: a través de la red ha trabado trato con los otros veintinueve, una especie de casta, de estirpe predestinada a saber a qué, con la que se escribe on line, disfrutando muchísimo. Por otra parte, en esta primera fase, en la que todavía te mueves decentemente y hablas mal pero de modo comprensible, estás excitado y exaltado: es la fase triunfalista, en la que tienes la impresión de haber ganado al menos cuanto has perdido y de haber sido elegido para algo oscuro pero importante. La sensación, por norma justificada, de entender mejor a los demás, de penetrar casi en sus pensamientos, aunada a la seguridad de la plena posesión de tu cerebro, te hace sobrevalorar éste en detrimento de las más humildes expresiones corporales que al final se vengarán, destrozándote.
Así, cuando alguien soltó la palabreja «rehabilitación» y el doctor Cara-de-ratón se apresuró a atraparla y a agitármela delante de la cara como un pirulí de premio, también a mí me pareció estupenda y apropiada. En realidad, a los dos nos sirvió para ganar y perder tiempo.
El hospital al que me envió (para entendernos, aquel donde se cantaba karaoke en silla de ruedas) era muy bonito. Adyacente a un castillo medieval papal, estaba bordeado por impotentes murallones. Un gran jardín repleto de miles de pájaros avispados, seguros de que allí no entraría nadie con redes o fusiles. Todo el interior relucía por su limpieza: en el fondo era una lástima que sólo acogiese enfermos.
Allí aprendí a desenvolverme en aquel pequeño mundo, donde rigen otros usos, otros hábitos, otras leyes.
Empecé a observar los uniformes, a los que usualmente echamos una ojeada tan distraída que apenas recordamos si son batas o camisolas. Distinción que en realidad no es en absoluto baladí, toda vez que revela jerarquías y ascensos en el escalafón social: la bata blanca corresponde únicamente a los médicos y a todo aquel que tenga la categoría de jefe; el azul-verde y las camisolas son para los demás. Aunque todos los uniformes están cuidadosamente descritos y prescritos en los reglamentos (cuello en V, tres botones, bolsillos sobrepuestos, pantalones unisex), la vanidad, el individualismo y los muy frecuentes lavados antimanchas, que destiñen colores y ribetes, vuelven inútil el fin para el que han nacido, haciendo que muchas veces confundamos a un general con un cabo. Lo importante, en cualquier caso, es comprender dónde se halla el poder: en los camilleros y en las jefas de planta. Los primeros pueden bloquear el mecanismo que hace funcionar todo el hospital; las segundas, fiduciarias y portavoces de los médicos, pero al tiempo procedentes de la misma clase social de sus subordinados, conocen los humores y por tanto saben dosificar a la perfección el pan y el palo.
En cuanto a lo» terapeutas, pueden dividirse grosso modo en dos categorías: los simples y los compuestos. Los simples se preocupan por hacer bien su trabajo, tienen una adecuada relación con el dinero y su mayor aspiración consiste en conseguir la diplomatura universitaria, que, a su entender, prácticamente los equipara con los auténticos médicos.
Los compuestos son más inquietos, más espirituales, y suelen cumplir su tarea como una misión salvadora por los enfermos y por ellos mismos, lo que no siempre es necesariamente lo mejor. Mi logopeda era así: simpática, inteligente, amante de la poesía y del teatro. Naturalmente, pasábamos casi toda la hora que me correspondía de charleta, olvidándonos de los globos que había que inflar y de las pajitas que había que soplar. Salía de muchas experiencias dolorosas, entre ellas de un intento de suicidio.
¡Aspirantes a suicidas, atención! En esta fase inicial, triunfalista, todo aquel que no tenga rémoras religiosas bien puede estimar que ésta es la mejor solución, en tanto y en cuanto si él mismo se infiere el golpe evitará que otro (¿quién?) sea más rápido en inferírselo. Así, con un arrebato de dignidad de antiguo romano, podremos irnos libres, sin presenciar ni ofrecer espectáculos de excesiva degradación.
Cuando éramos muy jóvenes (y es lo único que nos excusa), mi marido y yo planeamos esta salida de seguridad, sobre el ejemplo de muchas parejas socialistas del siglo xix. No nos pusimos de acuerdo sólo porque, dada nuestra diferencia de años, no fuimos capaces de decidir a qué edad debíamos poner fin a nuestra vida. Brigitte Bardot, en la era de la carita enfurruñada y de la cola de caballo, dijo una bestialidad todavía mayor: que se suicidaría a los treinta años. Hoy es una mujer tan despeinada como yo que da de comer a los gatos.
Atentos, compañeros de desventura que sois ya los destinatarios de este pequeño vademécum que se va componiendo casi solo. El homo sapiens es el animal más adaptable que haya aparecido jamás, sin desaparecer, sobre la faz de la Tierra. Ya no hay dinosaurios, tampoco mamuts, pero el ser humano sigue aquí. Porque ha accedido, sin prejuicios pero no sin asco, a comer carne o hierba, según las carestías. Cuando creyó que era civilizado porque hablaba, caminaba erguido y se vestía, a lo mejor con una chaqueta a rayas con una estrella amarilla cosida encima, comió mondas de patatas, basura, cuero hervido. Otros, distintos, han traicionado, vendido a sus hijos, prostituido a sus hijas, para sobrevivir. Al final se acepta todo, creedme a mí que odio la fealdad, la suciedad, la dependencia de los demás, la enfermedad y, pues sí, también a los enfermos: el humillante instinto de supervivencia sale ganando.
Alto, atractivo sin conciencia de serlo, él también seducido por la idea de la autodestrucción en un momento penoso de su pasado, mi psicoterapeuta de elegantes botines (un regalo de su muy amada mujer) seguía afortunadamente vivo: pasamos juntos horas agradables discutiendo muy seriamente de lo divino y lo humano. Comencé a perderle aprecio cuando me devolvió un libro, a mi juicio estupendo, confesándome con candor que no lo había leído porque prefería los libros relacionados con su tema. Y se lo perdí definitivamente cuando me recomendó una película llena de buenas intenciones que se van al garete. Su ídolo era Nelson Mándela.
Dejé el hospital habiendo hecho muchas observaciones interesantes pero ninguna rehabilitación.
Desde entonces pasaron casi dos años, durante los cuales fui a ver con regularidad, cada trimestre, a Cara-de-ratón. Yo le llevaba guasones informes de los progresos de mi enfermedad, que había aprendido a andar en mi lugar; él escribía y escribía en grandes hojas que pasarían a engrosar, estaba segura, su personal Libro de los Muertos.
Un día, en plan un poco magnánimo, me hizo una propuesta: ¿no quería participar, digamos como «por libre», en una experimentación de la que estaba oficialmente excluida por cuanto me hallaba algo más avanzada que los otros en la parábola descendente? Por supuesto, tenía total libertad de aceptar o no, de dejarla cuando quisiera, etc., etc., etc.
Es inútil: estos médicos saben más que Lepe y así convencen a los condenados para que introduzcan la cabeza en la soga por su propia voluntad, contentos y también agradecidos. Acepté intrigada: en el fondo sólo se trataba de tomar pequeñas cantidades diarias de una sustancia que había tenido su cuarto de hora de fama ni difundirse el rumor de que valía para apaciguar los nervios de un político especialmente precipitado y la lengua demasiado desatada de un presidente emérito de la República.
Empecé con la mejor voluntad del mundo, aguantando los agujeros en brazos y manos que me dejaban las continuas extracciones de sangre que hacían para los controles (Cara-de-ratón era además meticuloso); sin embargo, cuando advertí que hacía pipí con mucha frecuencia y abundancia, me acometió ese terror de ensuciarme que es prerrogativa de las criaturas civilizadas. Y así una noche, corriendo, es un decir, hacia el cuarto de baño, me caí, y conmigo el carrito que había en el pasillo, añadiendo a mis trofeos de guerra (hematomas sin fin, dos costillas dañadas, tres vértebras rotas), la fractura del hueso sacro.
Era la primera víctima de la experimentación que ya había sacrificado a centenares de ratones, ellos sí realmente inocentes.
Cuando, dándome ánimos, informé al médico sobre la puntual confirmación de las nefastas secuelas que se recogían en el prospecto anexo al fármaco, él me respondió seráfico que, habiendo surgido la sustancia para tratar a los «locos», dichas advertencias estaban dirigidas a ellos, que por naturaleza tendían a tomar dosis dobles, triples, cuádruples.
Desde ese instante me persuadí de que las enfermedades raras constituyen el auténtico caldo de cultivo de las ilusiones. Pues que cuezan en ese caldo y que los médicos que no curan nos dejen en paz: maldita las ganas que tenemos de arrancar el velo de Maya o de ver la cara de Medusa con sus cabellos de serpiente moviéndose despacito. Entre otras cosas, después nos petrificaría.
He leído, asombrándome tontamente, que las personas tratadas de la forma que para nosotros es habitual (médicos, análisis, recetas, rayos, medicamentos) son una minoría sobre el planeta, toda ella concentrada en los países tecnológicamente civilizados. El resto de la humanidad se vale de los rezos, las hierbas, los magos, las plantas, las danzas, los conjuros. Entre esas páginas he encontrado el tratamiento que me gustaría: un chamán viene a tu tienda, mira tu cuerpo, durante mucho rato te sujeta una mano entre las suyas; luego te pone una caca de ciervo sobre la frente, prometiéndote que regresará al día siguiente. Y regresa.