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Cuerpo a cuerpo

Paso mucho tiempo en la cama para mitigar así el frío que siento siempre, pese a que la casa está bien caldeada. Y también porque siempre estoy muy cansada. Miro por la ventana el trocito de mundo que me toca y, a pesar de todo, lo encuentro hermoso. En cambio, el boletín de guerra llega del cuerpo, cuyo lenguaje finalmente comprendo. Las últimas defensas están cayendo, los bastiones se desmoronan, los centinelas han huido, con el aceite hirviendo estamos en las últimas. Es una rebelión de todos los órganos, también de los buenos, los que nunca me han dolido: los oídos, la garganta, el intestino.

Quien tiene un viejo en casa, máxime si está enfermo (y, recordémoslo en todo momento, la vejez es en sí misma una enfermedad), sabe que su sitio preferido es el cuarto de baño. Irritante preferencia que saca de quicio «a los que tienen que ir a trabajar», y a los que siempre corresponde, en nombre de un principio económico, la precedencia sobre todo y todos. Sigue el turno de las mozas en plena flor de la edad, que nunca se cansan de arreglarse el pelo, sacarle brillo a los labios o limarse una uña; los mozos tienen asimismo exigencias semejantes, se buscan el último punto negro para arrancárselo, se rocían gel sobre la cabellera, se pasan desodorante por las axilas mal lavadas.

Sin embargo, la auténtica lucha es con los niños, a los que les encanta permanecer ratos igualmente largos en el mismo sitio. Si éstos cuentan a su favor con la velocidad para ganar la puerta, a cambio los viejos cuentan con la experiencia y saben esperar que el grito de un mayor reclame al impúber amador (todos se imaginan qué está haciendo encerrado allí dentro) para otras necesidades más desagradables, como la escuela, los deberes, la hora de irse a dormir.

Luego, de noche, cuando todas las personas activas tendrían ya que estar durmiendo, los viejos, exponiéndose a una atroz caída a cada paso alumbrado por la trémula luz de una linterna, finalmente pueden instalarse en su reino: a los más afortunados se les concede aún la posesión de la llave.

¿Por qué gusta tanto quedarse largo rato en el baño a dos tribus tan distanciadas en el tiempo?

En primer lugar, la sensación de libertad que brinda un lugar donde se tiene derecho a estar solo; en segundo lugar, la exploración del propio cuerpo y de sus potencialidades más o menos expresables.

También hay chicos que van allí con una pila de libros, sin saber cuál elegir; e incluso hay viejos estudiosos que tienen una biblioteca incrustada entre los baldosines u otros simplemente curiosos que guardan allí todos los fascículos del «Gran crucigrama» para curarse, más que del estreñimiento, de la pérdida de memoria.

Sea como fuere, los viejos, que disponen de toda la noche (no podrían dormir, de todas formas), la pasan sentados en la taza del retrete. Muchos esperan el «beneficio», como lo llamaba, con una expresión ya caída en desuso, nuestro decimonónico médico de cabecera, que, con su perilla, chaleco y gafitas parecía el doble de Pirandello.

El «beneficio», esto es, la liberación del intestino, constituye su constante preocupación, dejando de lado los casos, más raros, en los que ese repugnante órgano tiene por el contrario que ser atado, estrangulado.

¿Qué puede hacerse en la taza de un retrete durante horas y horas?

Mil cosas. Cortarse las uñas (las de los pies constituyen un verdadero problema que exigiría soltura y agilidad); constatar los daños sufridos, de tanto deshincharse gracias a los diuréticos, por las manos, que ahora se asemejan, en su guante de piel sequísima y frágil, a extremidades de momia egipcia; cepillarse el pelo eliminando la mayor cantidad de caspa posible; extraer con delicadeza (harían falta las tijeritas que se usan para los caracoles) las costritas sanguinolentas que se forman en las ventanillas de la nariz; rascarse el fondo de la oreja, maniobra que requiere aún mayor delicadeza pues mezcla un placer de naturaleza sensual con el gusto por una aventura que comporta el riesgo, siempre posible, de romperse el tímpano. Y luego, calvario y gozo, con caricias cada vez más profundas, despertar aquel deseo incesante, insoportable en todo el cuerpo, acto que puede compararse con la rabiosa alegría del pirómano que disfruta viendo elevarse y avanzar el incendio que él mismo ha desatado.

¿No basta? Tratad vosotros de encontrar algo mejor.

Los viejos miran atentamente la televisión y, además de entretenerse, siempre encuentran algo útil. Por ejemplo, con el incomprensible triunfo de los coroneles meteorológicos, [31] saben una cantidad increíble de cosas inútiles sobre la densidad de la nieve, los vientos favorables para salir en barca o el estado de las carreteras heladas («lleven cadenas»). Pero también saben a qué hora se pone y sobre todo sale el sol en su ciudad: así, con prudente antelación, salen del cuarto de baño antes de que la casa se despierte y descubra sus transgresiones; llegan a la cama, donde intentarán dormir las tres o cuatro horas realmente necesarias; a veces se tropiezan con los gatos domésticos, especialistas en sortear su paso tambaleante, que ahora, teniendo por naturaleza el mismo ritmo que el sueño, se van a dormir, con la seguridad de que podrán disfrutar de sus veinte horas indispensables.

El cuerpo no envejece todo a la vez; está hecho de trozos y de cuando en cuando nos jugamos uno. Igual que en la canción de Giorgio Gaber: «Pierdo los trozos pero no es por mi culpa…».

En el umbral de los cincuenta años, pongamos por caso, estaba maravillosamente entera. Ninguna operación, abundante pelo, ciclo menstrual puntual; los consejos de los dentistas, proclives a eliminar una muela del juicio muy molesta, los rechazaba como una brutalidad antinatural, pese a que aquel invierno la muela maléfica me hacía sentir todo su poder maligno. La desafié, yendo a París en Navidad. Cenitas a la luz de velas, ostras, visitas a palacios, museos, cementerios: nada, me seguía doliendo de una forma atroz. Huéspeda en la casa de unos amigos, estaba forzada a disimular, a hablar, a reír apretando a los compañeros sanos de la maldita. La noche de la antevíspera, la peor de mi vida, la pasé despierta, tendida sobre el suelo del baño de servicio, rodeada por los cuatro gatos de la casa atónitos, asombrados de que un humano aullase de manera tan lastimera. Mis anfitriones me encontraron por la mañana y me mandaron, con mi marido, al ambulatorio «Dentaire». El dentista que estaba de guardia me preguntó, como si fuese la cosa más normal del mundo, si quería librarme de mi enemiga. Me negué con toda la energía que me quedaba: no quería que aquel trozo de mi cuerpo, el primero que iba a dejarme, se quedara en tierra extranjera.

Una vez en Roma hube de ceder, no sin esperar estoicamente a cumplir cincuenta años. Fue una escena de broche final de película cómica. Yo lloraba sentada en la que me parecía una silla eléctrica; el dentista, que conocía mi drama, reía como un loco. En cinco minutos se había terminado todo pero yo seguía llorando: no por el dolor, que ya no sentía, sino por la pérdida, el luto, la plenitud de mi cuerpo violada, la primera señal de fragilidad, de muerte.

El dentista, que se pasaba el día arrancando muelas, me preguntó con socarronería: «¿Quiere que se la vuelva a poner?». Sin embargo, como era un hombre inteligente, vi que en un rincón estaba lavando bien a mi perseguidora: me la entregó en la salida, perfectamente limpia, un amuleto.

¿Un método para medir el tiempo que pasa por nosotros, rodillo compresor que nos deja aplastados pero todavía vivos entre las vistosas grietas del asfalto, como les ocurre a los personajes de los cómics, peligrosamente inmortales?

A mí, pero cada cual tiene el suyo, me funciona la simple relación con los cinco sentidos. Cinco por decirlo así, puesto que realmente son muchos más, como nos sucede cuando encontramos una calle en una ciudad que no conocemos, cuando sabemos decir con exactitud qué hora es sin necesidad de reloj o cuando somos incapaces de ubicar un lugar o una plaza, que, aunque podríamos describir en cada uno de sus rincones, parece existir únicamente en sueños o en el sueño de un sueño o en el sueño del sueño de un sueño…

Hoy predominan la vista y el oído, dotados de cierta nobleza en el reino de los sentidos quizá porque por medio de ellos se vuelcan en nuestra vida cotidiana las tan amadas novedades tecnológicas.

En efecto, ¿qué sería para muchos el día sin esas horas delante de una pantalla de televisor tragando papillas insulsas o engañosas acerca de esos acontecimientos francamente esenciales para sus vidas, alimentos tan poco nutritivos que no tienen más remedio que zamparse enseguida un buen plato picante de asuntos ajenos, imaginarios o imaginados, pero que causan un disfrute mucho mayor?

¿Y la pantalla del ordenador, la red que nos hace sentir en comunicación con el mundo, a ser posible con juegos merced a los cuales todos se sienten creativos, aunque se trate de una creatividad de saldo?

Así las cosas, yo no lamento las dioptrías que he perdido.

Al parecer, los sordos creen que pertenecen a una casta, a un grupo privilegiado: tal vez porque no oyen los comentarios que se hacen a sus espaldas, tal vez porque se comunican solamente entre ellos. De esa manera excluyen, no son excluidos.

Sin embargo, yo he vivido de cerca la tragedia de mi padre, que está a punto de repetirse conmigo. De duro de oído a sordo, poco a poco descartado de sus muchas actividades laborales, culturales, sociales. No más teatro, música, palabras; no más política, conversaciones, trabajo. A menudo se preguntaba: «¿Por qué el ciego da pena y el sordo da risa?».

Ya, ¿por qué?

* * *

Los otros tres sentidos del orden tradicional (gusto, tacto, olfato) son considerados vulgares, más animales que humanos, pero precisamente por el hecho de que están más arraigados en nuestros orígenes comunes los considero más importantes. Me alegra haberlos conservado intactos.

Tratad de imaginar una vida sin el gusto, como ocurre después de ciertos accidentes. Las horas de las comidas convertidas en pesadas obligaciones en vez de en alegres pausas, cada bocado deglutido a la fuerza, semejante a una bola de papel mojado que sólo deja la molestia de la digestión.

Si únicamente fuese una cuestión de garganta, de placer, podría aceptarse. Por hambre se come cualquier cosa, media humanidad está ahí para demostrarlo y hay santos que, por mortificarse, han comido las cosas más repelentes. Pero la falta de gusto genera paulatinamente inedia e indiferencia por la comida y, por consiguiente, si ya no te parece necesario conseguirla, defenderla, perderás lo que mantiene unidas tus moléculas, el instinto mismo de supervivencia.

Lamentablemente, eso también le ocurre a quien comería encantado (sobre todo dulces, porque la senilidad se asemeja a la infancia), pero le cuesta tanto tragar que corre el riesgo de ahogarse. Es el suplicio de Tántalo en versión esclerosis y yo ya estoy en un buen punto: también me atraganto con la hermana agua.

Más impalpable, pese a que se trata de algo muy material, es el concepto mismo de tacto. Concierne al tocar o al ser tocado. Por lo que se refiere al segundo aspecto, pasada cierta edad se es más golpeado, empujado o hurgado; en cambio, por lo que se refiere al primero, qué delicia sigue siendo poder acariciar a un gato negro (no sé bien por qué, pero ha de ser negro) con su pelaje sacado de un corte de seda, los guantes largos a lo Gilda, el rabo liso como una culebra inofensiva, los bigotes suaves que se retuercen de placer cada vez que le pasas la mano.

Así pues, alabado sea el tacto.

En el olfato soy una especialista. He notado con estupor que mis olores naturales han cambiado: desaparecido el del sudor, que en las personas morenas recuerda, atenuándola, la primitiva negritud, mientras que sorprendentemente huelo más a mujer; las otras secreciones están demasiado alteradas por los medicamentos para tenerlas en cuenta.

El sentido más antiguo, que durante largo tiempo fue necesario para propagar la vida, despertando los humores del sexo, es al tiempo el que más rápido se somete a las necesidades y a las modas.

Las ciudades, que a principios del siglo XIX apestaban por los gratuitos «beneficios» de los caballos, hoy huelen a cara gasolina quemada. Baudelaire olía sensualmente la cabellera de su amante mestiza, que le hacía soñar con viajes exóticos en barcos repletos de especias; hoy mucha gente se lava la cabeza todos los días, perdiendo, además del pelo, todo aroma natural.

Un autor muy guasón, el olvidado Marcello Marchesi, nos ha dejado el epitafio más hermoso del olfato:

Y todos bien lavados,

acabaremos mordidos

por nuestros perros.

A propósito. El sentido que ahora me resulta más útil, o mejor dicho necesario, escapa a la clásica clasificación. Es una suerte que lo tenga, completo y quizás un poco cáustico.

Me refiero al sentido del humor.


  1. <a l:href="#_ftnref31">[31]</a> En la televisión pública italiana los partes meteorológicos son presentados por militares de esta graduación. (N. del T.)