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Lo más tonto que se puede decir a un enfermo es que se le ve muy bien, que lo suyo es pura obsesión, que todo el mundo está un poco pachucho, etcétera.
Pero lo más triste llega cuando ya no te dicen nada, mejor dicho, cuando ya no saben qué decir.
Solamente los médicos encuentran las palabras apropiadas, es lo que les enseñan en la universidad, y sales de su consulta aliviado, aunque en cuanto llegas al ascensor caes en la cuenta de que son embustes en concepto de emolumentos y pones la cara de Bob Hope cuando descubre un esqueleto en el armario: lo cierra enseguida como si no lo hubiera visto pero dos minutos después grita horrorizado.
Pues bien, Z. se encuentra en la segunda fase, la triste. Llora con frecuencia, para su gran vergüenza y para incomodidad de los presentes, sobre todo del ángel irascible que vive con ella.
¿Por qué me ha tocado esta humillación?
Siempre he estado bien y muy orgullosa de mi salud: desde hace décadas no tengo fiebre, tampoco gripe, llevo bien los años. Claro, los años. Aparentaba diez menos y la enfermedad me ha dado una docena más de los que me corresponden.
Tengo esa edad en que la publicidad se sigue dirigiendo a ti con el fin de ofrecerte cremas «para pieles maduras» antes de brindarte polvos para dentaduras y compresas invisibles. Todo sólo por continuar un juego que ya no te interesa con señores a los que los antioxidantes y las píldoras azules deberían otorgar la turgencia de un instante, más fugaz de lo habitual.
Y además hace calor, demasiado calor, y el Verano Romano está a punto de empezar con su estruendo nocturno, que tanto molesta a los neurasténicos y los envidiosos.
El quinto evangelio, la televisión, afirma que éste es el verano más caluroso de los últimos cincuenta, cien, ciento cincuenta años. Lo afirma con una ansiedad casi alegre, como si hubiese una competición entre las ciudades, y Roma, con sus treinta y ocho grados, que «se sienten» como cuarenta, se encontrase en buena posición para ganar el campeonato.
De todos modos, yo no salgo. Hemos intentado recorrer, en coche, los sitios que he pateado con placer durante años; pero al centro no se puede pasar, allí hay demasiados escalones, allá no se puede aparcar… ¡Al cuerno! Por suerte, conozco Roma como la palma de mi mano.
En cambio, no conozco nada los hospitales, todos tan blancos, inmensos, que se elevan cerca de la autovía de circunvalación, en medio de pequeños desiertos hechos abarcando más espacio del previsto, donde seguramente.tenía que haberse plantado un pequeño bosque, luego olvidado. Ciudadelas cuyo único salvoconducto es el dolor; el sol, curiosamente, siempre cae a plomo, y has de guarecerte a la fuerza en el interior, en los bares si están abiertos, en las salas donde personas con los ojos desorbitados, más por miedo a la sentencia que fascinadas por lo que ven en las pantallas televisivas diseminadas por todas partes, esperan. Y prefieren esperar mucho tiempo.
También hay sitios más acogedores a los que luego te mandan. Jardines con kioscos, árboles llenos de pájaros, prados con gatos rollizos. Y una estructura grande de plástico, donde todos cantan, en días establecidos, karaoke. En silla de ruedas.
Una vez que comprendes que la «rehabilitación» es una coartada para los familiares, un engaño para los pacientes, se rompe el hechizo. Desaparecido el jardín de Armida, ya sólo ves a unos viejos ávidos que se aferran insensatamente a la vida o a unos niños con ojos nublados que se preguntan si aquella vida, la suya, se ha parado de verdad.
Poseída por ese amor loco que solamente pueden sentir por esta ciudad los romanos de adopción, en especial los que son del sur del Po, Z. había vivido siempre más fuera que dentro. Regresar a casa siempre la había puesto un poco melancólica, como volver a un confinamiento. Ahora que ya no sale y que su horizonte se ha reducido enormemente, descubre que la casa, la suya, es muy bonita. Grandes habitaciones desordenadas, con libros, cachivaches, revistas viejas amontonadas por doquier, por cuya causa ha sufrido constantes reproches, pero también ventanas por las que entran los árboles del fanículo y un pequeño balcón desde el cual, con sólo asomarse, uno ve el frontón del Vittoriano. <strong>[1]</strong> Lo mejor, sin embargo, es el pasillo, largo, oscuro, típico de los años treinta, convertido en un fantástico gimnasio para pasear tambaleándose.
Piensa en aquel caballero que, tras hacer voto de ir a Jerusalén pero sin poder ausentarse durante tanto tiempo, cumplió el peregrinaje en su jardín cubriendo, paso a paso, acompañado por un escudero, la distancia que lo separaba de la santa meta.
Caminar erectos y hablar, dos facultades que han convertido al mono en hombre: yo estoy perdiendo las dos. Quedan el inútil pulgar giratorio y la insoportable conciencia de mí misma.
El quinto evangelio ha dicho que todavía va a hacer más calor. Para protegerse, repasa de una en una las «Noches bajo las estrellas», las delicias del Verano Romano. Z. se encoge de hombros: ya se ha hartado de aquellas delicias. Sólo hay algo que le da un breve escalofrío: los espectáculos, las fiestas, losnuevos itinerarios que definen como «imprescindibles», y eso que sabe que no es más que un adjetivo de moda. De mala gana, debe reconocer que por lo menos este año no se oye ningún ruido. ¿Se habrá vuelto sorda? ¿O han atendido por fin las protestas de los neurasténicos y los envidiosos?
Un recurso inesperado: la ventana de la cocina. Hasta ahora sólo me había servido para fumar ahí un cigarrillo esperando que cociera el agua de la pasta o para ver si había salido o vuelto algún miembro de la familia, al que saludaba con un simpático ademán militar.
Pues lloré (necesito poco para hacerlo) cuando llegaron, con gran retraso, los encargados de la poda. Decapitaron los hermosos plátanos: las ramas, que ya habían echado las primeras hojas, caían de golpe. Pensé que se quedarían así, desnudos, crudos y abochornados, sin sombra ni pájaros, hasta el próximo año.
El próximo año para ellos, naturalmente.
Sin embargo, lo han conseguido. En pocos días todos ya estaban cubiertos de yemas y prometían sombra y pájaros para este verano. Y lo que los árboles prometen, lo cumplen.
Z. ha descubierto, en el tronco más pegado a la ventana, una hendidura larga y estrecha. Viene a inspeccionarla un mirlo macho: negro lustroso, pico amarillo preceptivo, ojo de rubí engastado en un círculo de oro. Mira el interior durante breves instantes y se marcha. Ha visto y aprobado. Luego llega la hembra y comienza el verdadero trabajo.
Rara familia. El macho no ha vuelto a aparecer. A la hembra la ayuda otra hembra (¿la doncella?, ¿una pareja de hecho?), que se turna con la otra en breves pero frecuentes visitas al que indudablemente es un nido. A horas fijas se llaman y una u otra llega (seguramente son dos, aunque idénticas, porque a veces se cruzan en la estrecha entrada y tienen que cederse el paso).
Puede pasarse horas esperando la breve ceremonia. Y Z. lo hace, suspendiendo sus sombríos pensamientos, admirando los bailes de las monótonas criaturas, tal y como los viajeros contemplan atónitos los de las niñas bailarinas de Bali.
Lo confieso: ni siquiera cuando estaba embarazada esperé con tanta curiosidad un nacimiento. Debe de estar a punto de producirse, pues el rito de las dos madres tiene lugar con mucha frecuencia, frenético.
¿Cuántos serán? ¿Veré esos picos siempre abiertos sobre las gargantas rosadas, bocas hambrientas, embudos impacientes pero forzosamente pacientes, ya listos para devorar la comida que la madre llevará angustiada? ¿Y los primeros vuelos vacilantes y torpes, hacia su elemento, el aire, dejándonos a nosotros la tierra?
Nada que hacer. Sin lirismos, sin tantas historias, una mañana sale de la hendidura sólo una cría, grande y rechoncha, agita las alas y se marcha para siempre. También los animales han llegado al hijo único. Bien alimentado y desagradecido.
Z., humildemente, se ha conformado con las palomas. Estas, exceptuando a los turistas que van a Venecia, no caen bien a nadie. Comen, ensucian, arrullan. Los alcaldes las mandan atrapar con redes para deportarlas, la gente pone pinchos entre las contraventanas para que no puedan nidificar en los alféizares.
Z., en cambio, al anochecer prepara un cucurucho con cosas exquisitas: galletas saladas, cacahuetes, migas, pasas. Le gusta pensar que solamente una paloma, siempre la misma, acude a comérselo todo cada amanecer. Por tanto, no se conocen. Como Chaikovski y su benefactora. Ella enviaba dinero y él escribía música, con el trato de no verse nunca. Y nunca se vieron.
Todo el mundo está esperando la Noche Blanca. La noche de los muertos vivientes, diría yo. Los zombis, que no van a un museo ni pagados, que no leen un libro desde la primaria, a los que no sacas de casa de noche porque prefieren dormirse delante de la tele, de repente, como respondiendo a una señal misteriosa, salen en masa a las calles, hacen colas larguísimas para ver los incomprensibles dibujos de la futura restauración de un mosaico, para asistir a una obra que lleva meses en cartelera, para escuchar cantos occitanos («Pero ¿dónde está Occitania? Uf, será uno de esos nuevos países de Rusia»).
Las mías sí que son auténticas noches en blanco: me duermo a las cinco, a las seis, incluso a las siete. Cuando apago el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche se me enciende todo un teatro en los ojos cerrados: medias luces, palcos, araña de cristal, foso, acomodadores, reflectores.
La cabeza me bulle como si estuviera llena de gusanos. Que confundo con ideas.
Hija de un amable agnóstico que aseguraba carecer del órgano productor de la fe, mujer de un ateo rabioso al que le gustaría vérselas con Dios para darle una paliza, Z. se parece más a su padre. Lo cual puede hacerle a veces las cosas más fáciles, siempre más melancólicas.
He leído algo curioso. Matteo Ricci, el jesuita que quiso evangelizar China, al ponerse a reescribir el catecismo para los esperados nuevos fieles, topó enseguida con una dificultad: cómo designar a Dios. Ni el confucionismo ni el budismo ni el taoísmo tenían nada parecido. Al cabo, salió del apuro con un modesto «Tian zhu» («Señor del cielo»). Personalmente, yo habría renunciado: en el fondo, aquélla era la civilización más antigua del mundo y había vivido perfectamente durante muchos siglos encontrando lo divino en el todo y en la nada.
A los meteorólogos, que prácticamente han desaparecido de las pantallas de televisión porque se han hartado de no acertar nunca, ya nadie les hace caso. Miramos el cielo, como los apestados manzonianos, [2] con la esperanza de que lluevan cubos, toneles, cisternas. Menos, naturalmente, en la Noche Blanca.
Mi gran amiga, mi única amiga es La Cata: rechoncha, tímida tigresa parlante, me quiere más desde que estoy enferma. Pero, a diferencia de los humanos, no «a pesar» de que esté enferma, sino porque estoy enferma y paso mucho tiempo en casa y en cama. Cuando dormimos, ya no sé si su pata está sobre mi mano o mi mano sobre su pata. Cuando tiene algo que hacer, se marcha deprisa, no sin antes volver la cabeza un instante para despedirse y tranquilizarme: «Regreso enseguida».
También Stendhal, entre los extravagantes e infantiles «privilegios» que reclamaba para sí mismo, incluía en el artículo 7: «Milagro. Cuatro veces al año podrá transformarse en el animal que quiera, y luego convertirse de nuevo en hombre».
Sí. La naturaleza es realmente un templo, etc., etc., aunque sus columnas puedan ser las patas de un gato e incluso, milagro, las finísimas de una araña.
Qué suerte, qué milagro (ya es el tercero en una sola página). No lloverá sobre la Noche Blanca.
Están a salvo los zombis, los eventos, las luces, los instrumentos, los actores, los coristas, los saltimbanquis, los comerciantes, los ingresos extra de los conductores de autobús, los salchicheros y los bares; y hasta los chamanes, quienes seguramente han conseguido ahuyentar la lluvia en un verano que no ha visto ni gota de agua ni un solo día.
Y por fin hemos llegado. Después de darle tantas vueltas, esta mañana, al ver que el sol resplandecía como siempre, he decidido qué debo hacer. Basta de esnobismos, sólo pequeñas, necesarias excentricidades. Yo también tendré mi Noche Blanca, con estos andares seré la reina de los zombis, me merezco de sobra la corona, mi corona de espinas.
Sólo que la mía ha de ser la Jornada Blanca. Quiero ver bien y quiero que los demás me vean. Los demás, que me dan tanto miedo. Los demás, aquellos a los que he rehuido durante meses, encerrándome en casa, aquellos que te miran pensando en cómo eras, en cómo estás ahora, un rayo de lo más fugaz de compasión, una plegaria a su Dios para que les evite este final. Los vecinos.
Saldré. Me ayudará mi ángel irascible (por fin he comprendido que no hay solamente ángeles afables, locuaces); me sujetará del brazo y confiemos en no caer enseguida, el paseo ha de ser triunfal.
Allí están los vecinos. Lo sé todo acerca de ellos: lo que no he visto desde la ventana me lo han contado los árboles, el polvo, las sombras.
Está el octogenario que «aún conduce», a la espera de morir como un joven estrellándose en la primera curva; está la ex guapa que vive con el espejismo de que para ella no ha pasado el tiempo; está el general que nunca ha visto una gota de sangre verdadera en un campo de batalla real; está la pareja que cree tener el copyright del amor; está el chiquillo obeso al que saca a pasear su perro; están los niños a través de cuyos ojos demasiado limpios pasas como un fantasma por un cristal; está la cojita que siempre mira hacia otro lado porque ya nadie se molesta en mirarla; está la cuidadora que en vez de cuidar derrama su nostalgia sobre el móvil que lleva plantado en una oreja; está la mujer que da de comer a los gatos y que a las dos de la madrugada tiene una cita fija con sus protegidos; está su marido que la sigue angustiado escondiéndose en los portales para que ella no lo vea. Todos culpables, todos inocentes y, pues sí, todos hermanos: ¿cómo se les puede tener miedo? Saludo, sonrío, doy la vuelta al edificio con gran esfuerzo, me recojo.
Me encuentro mejor: apenas algún pensamiento molesto, algún gusano en el hervidero del cerebro.
¿Cuánto recuerda una paloma? ¿Cuánto se entristece una gata? ¿Cuántos pasos hay que dar para llegar a Jerusalén?
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Monumento a Víctor Manuel II y tumba del soldado desconocido. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Alusión a Los novios, de Alessandro Manzoni (1785-1873), en concreto a la parte final de la obra, donde la peste se erige en protagonista central. (N. del T.)