38012.fb2 El ?ltimo verano - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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«Vuelve, mi pequeña, vuelve con tu papá» [4]

Mi madre, sin saber siquiera quién era Balzac, tuvo una infancia balzaquiana.

La suya, la que fue su madre, murió, por supuesto, al darla a luz. ¿De qué? De tuberculosis, por supuesto.

Tras pasar un breve tiempo con un ama de cría, fue confiada a unas tías que tenían en Milán una sastrería militar. La querían, pero como había guerra, la Gran Guerra, por su bien la mandaron con unas monjas. Mamá, para mi gran estupor, recordaba aquellos años como si hubiera estado en el mismísimo Paraíso: las monjas cariñosas, el chocolate de las tías el domingo, la limpieza de los pasillos, la blandura de las camas, el aroma de los lirios en la capilla.

Cuando terminó segundo de primaria (sus estudios se estancaron definitivamente allí), la guerra había finalizado y su padre, aspecto de león y corazón de conejo, tras permanecer oculto durante tres años, fue a buscarla, no por afecto, sino como algo que le pertenecía y que nadie podía quitarle. De nada valieron sus llantos, los de las tías, los de las monjas-madres frustradas: se la llevó como un hatillo, sin olvidarse de sus bonitos trajecitos y de sus regalitos, que siempre podían resultar útiles.

Porque en casa, por supuesto, había una madrastra, ya embarazada, y una niña de siete años (la edad del uso de razón, según el catecismo) podía echar una mano. La mano la echó, vaya que si lo hizo, tratando de volcar la polenta del puchero: la piel se le peló como un guante. Ya le crecerá, dijeron en familia.

La madrastra no era mala como en los cuentos, sólo más tonta e ignorante que la niña: analfabeta, todavía a edad avanzada «firmaba» las postales que mandaba a sus hijos con su nombre y apellido, mejor dicho, con su apellido y su nombre.

Ay, el nombre. Mi madre tenía uno bonito, Nives. Pero la privaron de él y le pusieron inflexiblemente otro, Giuseppina, Pina, que, amén de parecerle detestable, le creó no pocos problemas en el padrón cuando entró en el mundo de los vivos. Pues mundo de los vivos no podía llamarse aquella choza en la que sin embargo copulaban, se reproducían, había gritos, palizas.

Creo que la choza era la antigua casa del guardián, contigua a la finca que perteneciera a la familia paterna, antaño devorada por las deudas, la desidia, el abandono.

Hablaban de un abuelo, sólo visto en retrato, el pelo largo y blanco, las uñas redondeadas de quien no ha trabajado jamás en su vida; quedaba la abuela, la única pariente por la que sentía apego Nives, con su educación y sus pendientes, que era todo cuanto había quedado del naufragio. En el pueblo, la gente mayor decía que había nacido condesa (¿por qué será que en estos relatos un poco fantasiosos siempre se habla de condesas, nunca de baronesas o marquesas?). Consta que la dama nunca bajaba a tomar su achicoria matinal sin empolvarse y que, para su funeral, el alcalde mandó a la banda y cuatro caballos negros. Y de lo que hay una constancia más explícita es de la desesperación de mi madre, que, sesenta años después, al contar este episodio a su propia nieta, aún lloraba y hacía llorar a ésta hasta que, tras esbozar una sonrisa, ambas rompían a reír por la absurdidad de la situación.

Ya he dicho que esto es una novela por entregas, ¿no?

El padre de mi madre, Giovanni (me repugna un poco llamarlo abuelo, pero qué le voy a hacer), era un hombre francamente malo, hecho en el fondo bastante raro, que se volvió aún peor por la ruina familiar que arrastraba.

No se conformaba con beber en los días festivos hasta que tenían que llevarlo a casa en el carro, no se conformaba con pisotear a aquella esmirriada friulana que había quitado, ignoro cómo, a un novio rico, apropiándose, claro está, del collar y el anillo que aquel iluso ya le había regalado para la boda. Un Saturno por instinto devorando a sus hijos, no hacía más que ensañarse con ellos.

A pesar de las advertencias de los carabineros (los tengo delante de los ojos, son los de Pinocho, todos con tricornio y mostacho), no los mandaba a la escuela.

Mi madre, con su segundo de primaria, hasta los dieciocho años había leído solamente Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno <strong>[5]</strong>: eso sí, tantas veces que llegó a aprendérselo de memoria y a hacer suya la intensa carga de sentido común que más tarde la rescataría, empezando desde tan abajo. De la otra lectura que se le permitió, Las máximas eternas de Filotea, <strong>[6]</strong> apenas extrajo unas cuantas supersticiones, que, en caso de necesidad, y si no son excesivas, nunca hacen daño.

El mayor de los varones tenía un talento natural para la talla de madera, manos habilidosas, cabeza creativa. Se había hecho un pequeño violín con el que tocaba como podía, como sabía. Saturno se lo destrozó: no quería que abandonara su taller, pues Saturno era, cuando no bebía, un diestro zapatero.

Un día de fiesta lo encontró en la plaza charlando con unos amigos: lo agarró por el lóbulo de la oreja delante de todos y, sin soltarlo, lo obligó a volver a casa. Sólo que el padre iba en bicicleta y el hijo a pie: y volvió a casa, pero con el lóbulo partido.

No era solamente brutal, mi «abuelo», también era refinado en sus pequeñas torturas. Si no podía conciliar el sueño, despertaba a la esmirriada friulana de la cama en la que dormía extenuada y la mandaba a la cocina a prepararle un café.

Cuando la hija empezó a tener formas de mujer (mi madre era guapa: morena, pálida, cintura estrecha, pecho bien marcado), le hizo rehacer toda la ropa de manera que no le resaltara nada y, así embutida, con un abrigo negro dos palmos más largo que la falda, la mandaba a misa. Los chicos, y aún más las chicas canallas, se mofaban de ella, llamándola «la vieja». Mi madre hacía de tripas corazón y, orgullosamente, aguantaba hasta casa para romper a llorar.

Aun así, alguien se atrevió a dar un paso en aquel presidio. Un patoso hijo de campesino, que le mandó un mensaje casi amoroso escrito en un papel para envolver mantequilla, mensaje obviamente interceptado no obstante el ingenuo ardid. Mi abuelo (un Otelo) entró hecho una furia en la habitación de Pina, cerró dando un portazo tremebundo, encontró a su hija rezando (cual Desdémona) las tradicionales oraciones antes de acostarse, agitó delante de su nariz y sus ojos ayunos la mantecosa nota, gritando desaforadamente: «¡De nada vale que reces, porque nunca te casarás con él!».

Si hubiese sabido cuáles eran las fantasías de la muchacha, no se habría preocupado. Ella aspiraba, por este orden, a un ingeniero, un médico o, al menos, un abogado. De pequeña también había abrigado la esperanza de que un gitano se la llevara, lejos: hábil como era haciendo piruetas y con la rueda, creía que podía triunfar en un circo. Con el fin de que la raptaran, pasaba entonces mucho tiempo cerca de la verja, para poder huir más rápido.

A los quince años, mi madre (parece increíble, pero juro que es verdad), a pesar de que ya tenía más de un hermanastro, creía que los niños los traía la comadrona del pueblo en su especial, curiosa maletita, con la que siempre llegaba deprisa y corriendo. Cuando un jovenzuelo zumbón le reveló por qué agujero entraban y salían los niños, vomitó.

La comadrona se compadeció de ella y desde aquel día se preocupó de despabilarla un poco. Le explicó para qué servían aquellos trapitos misteriosos que la madrastra escondía, como un gato las heces, en el fondo de un cajón, debajo de las bragas y los pañuelos. Pina se preparó también para convertirse en mujer, esperando la señal de sangre. Pero pasaban los meses, incluso los años, y no ocurría nada.

Sin embargo, su aspecto era de adulta, bien formada, atractiva.

Reparó en ella un caballero del lugar, con campos, una casa grande y hermanas instruidas. No era médico, ingeniero ni abogado. Tampoco gitano. Tenía unos veinticinco años más que ella pero era extranjero, terrateniente, y para los extranjeros terratenientes los años no tienen importancia como para nosotros, menos a los ojos de un padre avariento.

El extranjero ponía como condición que la muchacha fuese un tiempo al colegio, corriendo él con los gastos, para aprender buenos modales, ortografía, alguna palabra en francés. El aspirante a suegro pedía un fuerte depósito en metálico para dejarla libre.

Todo pasaba por la cabeza de la Pina (por fin empleamos el artículo delante del nombre, estamos en el profundo norte), que no podía meter baza, y aunque hubiese podido hacerlo estaba demasiado ofuscada para decir nada; así, cuando el extranjero, nauseado de la avidez del hombre y horrorizado por la idea de tenerlo como suegro, dijo que no estaban tratando de la compra de una vaca, ella se sintió aliviada y autorizada a aspirar de nuevo a un ingeniero, un médico o, al menos, un abogado.

Ahora bien, seguía estando aquel secreto, aquella señal de sangre que no aparecía y sin la cual, pues ya lo sabía, no se es una auténtica mujer. Tenía dieciocho años y si llegaban a descubrirlo sus amigas, que en realidad amigas no eran, se habrían reído de ella una vez más. Retraída, se armó con la audacia de los tímidos, y fue a ver al médico, que no podía ir contando por ahí quién había tenido paperas y quién no, quién padecía de hemorroides, de escrófula o de impúdicos picores en aquella parte cuyo nombre ella ni siquiera conocía.

Tal era la idea que tenía del cuerpo mi madre: un misterio de tripas retorcidas, de asaduras rojizas, de cieno maloliente.

El médico estuvo a la altura: no se rio, no se burló de ella, sólo le preguntó por qué no había ido antes, por qué no había dicho nada en casa. Tras la respuesta de ella, se limitó a mascullar entre dientes un «¡Ah!, Giovanni».

Todo se arregló con dos inyecciones, pero causándole dolor y fiebre alta, tan alta que en casa todo el mundo comprendió.

Cuando se repuso un poco, el padre llamó a la Pina a su habitación. Lo encontró más enfurecido que nunca: con la cara roja, iba de un lado a otro dando puntapiés a las patas de la cama, a las mesillas de noche, a los escabeles, haciendo temblar de miedo a la Virgen que había en una hornacina de cristal y a las lámparas. Aunque inocente, la muchacha instintivamente se protegió el rostro.

Y él le gritó, casi le eructó a la cara: «¡Ahora que te pones trapos, no te irás a creer que mandas, puta! ¡Y lárgate!».

Y, en efecto, mi madre se largó, poco después, y también todos los hijos, en busca de infortunio, lejos de allí.

Mi «abuelo», de jovenzuelo, cuando aquella ciudad era aún maestra en todo para las provincias vénetas, había aprendido en Viena el arte del cortador de pieles, en el que se hizo ducho. Quién sabe si alguna vez llegó a hacer un par de sus famosas botas a un profesor extravagante, con barbita y gafitas, que vivía cerca de él: en la calle Bergase, número 19


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Padre, hijo y nieto, respectivamente, son aldeanos que ponen en entredicho el dominio de los poderosos a la vez que exaltan la sabiduría popular sosteniendo con aquellos diálogos que constituyen un auténtico derroche de picardía, humor, sagacidad y lenguaje chispeante y equívoco. Los dos primeros dan título a sendas libros de G. C. Croce (1550-1609); Cacaseno («Cacasenno» en el original) es del abate A. Banchieri (1568-1634). Con posterioridad se editaron como obra conjunta. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref5">[6]</a> O Introducción a ¡a vida devota, también llamado Filotea, de san Francisco de Sales (1567-1622). (N. del T.)