38012.fb2 El ?ltimo verano - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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«Quiero darte una muñeca roja» [7]

El Abogadito, que se había casado con la profesora más lista y fea de la escuela, hacía tiempo que albergaba una aversión completamente física por las mujeres intelectuales.

Al llegar de la provincia, hijo de pequeños burgueses para quienes el decoro era el valor más preciado y no hacerse notar una virtud, las mujeres le gustaron; le gustaron porque eran justo lo contrario: descaradas, esnobs; modernas, en suma.

Su esposa, por ejemplo. La conoció en una escuela de baile a la que había ido para desprenderse de un poco de timidez; ella, por su parte, para aprender los pasos de moda. Al menos eso fue lo que le hizo creer, y él, ingenuo, se lo creyó, pero ahora sabía que había ido allí para pescar un marido, igual que todas las bobaliconas a las que ella decía despreciar tanto.

Casi enseguida se casaron, como si se tratara de un juego, de una broma que había que gastar a aquella familia mojigata de la que ella no quería formar parte. La broma la gastaron en serio, presentándose casados cuando llegaron los parientes, que, reconociendo a la instigadora, la excluyeron para siempre de su círculo, para gran satisfacción de ella, dicho sea de paso.

Apasionada del bridge, hábil jugadora, formaba, como es lógico, pareja con su marido, que, más inteligente que ella aunque, como suele ocurrir, un negado en la mesa verde, le estropeaba la partida. Toda la ciudad, importante y preciosa pero de dimensiones reducidas, podía presenciar entonces su regreso a casa, con berrinches de la mujer y el correspondiente empleo del bastón de caña (el «palasán»), accesorio de moda en los años treinta, contra la cabeza del incauto compañero, recompensado con un «¡burro, burro!», que resonaba por calles y plazoletas.

Ella, como mujer moderna, no quería hijos, pero su método para no tenerlos era más arcaico e inseguro que el «salto atrás» empleado por las campesinas: tanto si lo decía en broma como si realmente se lo creía, lo cierto es que dormía con unas llaves bajo la almohada, para tocar hierro, decía.

En resumen, extravagante y tal vez agradable como amiga a la que puede verse de vez en cuando y contarse chismes atroces, insoportable como esposa.

De tanto oírse llamar «burro», de arañarse con las llaves en la cama, de encontrarse para cenar un trozo de queso, el Abogadito, aunque paciente y dulce, se hartó.

Empezó a mirar alrededor y vio que había un montón de muchachas, todas más guapas que su mujer y, si bien tontitas y sin la menor idea de griego ni de bridge, todas con un mejor carácter que aquélla.

Educado por una madre muy religiosa, había rechazado los dogmas y las prácticas, pero conservaba la moral: la traición, aunque fuera a una arpía, no dejaba de ser una traición. La traición del corazón se justifica porque, como todo hombre de su generación, del más chusco al más sensible, se había iniciado sexualmente en un lupanar.

Entre las piernas de rápidas profesionales con taxímetro, aprendió a distinguir a las mujeres en dos categorías, las A y las B, ámbito en el cual no tenían la menor cabida los famosos principios morales.

En lo tocante al amor, no sabía nada y los maestros de escepticismo con los que en esta materia había labrado su adolescencia no le servían de ayuda, si acaso al revés.

Con todo, pronto descubrió que había otra categoría, la C: costureras, ayudantes de oficina, dependientas, hijas de artesanos o tipógrafos, que trabajaban para salir de apuros, con un orgullo y una frescura que no podían recompensarse con dinero sino con regalitos, buenas palabras y, sobre todo, atenciones.

Escuchar sus vidas, sus historias, todas repetidas y todas diferentes, constituyó su educación sentimental y, por sentido de justicia, las colocó entonces en la categoría B, desplazando a las prostitutas a la serie C.

Bien es verdad que debería haber caído antes, pues era socialista: de su pequeña ciudad había tenido que irse precisamente porque se la tenían jurada los fascistas, que no le habían partido la cabeza sólo gracias al sombrero de paja que llevaba puesto aquel día, y que le hicieron trizas en vez del cráneo.

Antes de que lo purgasen con aceite de ricino, el director de la escuela donde trabajaba mientras terminaba la universidad le tendió un puente de plata, y fraguó su destino, recomendándolo calurosamente, para quitárselo de encima, a amigos importantes de la ciudad importante. No es menos cierto que dichos amigos, al verlo delante, alfeñique con gafas y tan joven, sintieron que el alma se les caía a los pies, mas él, con un rápido «Félix culpa!», invirtió la situación y conquistó su aprecio. Tan importante era entonces saber latín.

En una palabra, socialista pero ingenuo, confundió a la aparentemente emancipada mujer con una de las «pelicortas hermanas», las pascolianas revolucionarias rusas.

Entre tanto, la Pina (pero ya es hora de que le devolvamos su bonito nombre, Nives) había ido a parar a la misma ciudad. Sabía hacer de todo o, lo que es lo mismo, nada, y, por consiguiente, no le quedó más remedio que ponerse a servir, si bien, ya mayor, aprendió a ennoblecer aquel trabajo y cuando hablaba de él lo denominaba «baby sitter». Aunque tampoco mentía: en la casa había un montón de niños, pero no la asustaban porque se había acostumbrado con sus hermanos. Lo que le molestaba, lo que le daba casi asco, era el amo, quien, cuando por casualidad se quedaban solos, sabía encontrar los términos más vulgares para demostrarle su aprecio. Una noche que se le cayó un pañuelo del bolsillo del delantal, hizo una alusión desagradable a aquel trozo inocente de tela que no tenía nada de menstrual. Nives se ofendió e inmediatamente lio los bártulos.

Buscaba un padre pero no de esa clase: uno mayor que ella, dulce, cariñoso, que le enseñase algo.

Milagrosamente, lo encontró. Visto desde fuera, el encuentro no fue muy romántico: el lugar no era una plazoleta bajo la luna, un puente sobre un río, una barca en la laguna, sino una zapatería. El Abogadito terminó primero la compra y el dependiente, que lo conocía, le ofreció, ceremonioso, un calzador de cuerno. A Nives, que había comprado un par de sandalias de menor precio, no le tocó nada y protestó. El Abogadito, galante (a esas alturas ya había aprendido a distinguir a las chicas guapas), le regaló su adminículo (destinado a convertirse en una reliquia debidamente engastada en plata).

Los dos salieron juntos y comenzó una historia de amor que habría de durar más de cuarenta años, atravesando fascismo, guerra, Resistencia, posguerra, ilusiones, desilusiones: un compendio de la historia de Italia.

A decir verdad, a ella no le importaba mucho el compendio.

Lo que la hacía sufrir (y seguía siendo historia de Italia, aunque no lo sabía) era el proceder de este país, la hipocresía que no le permitía ser quien era, una «mujer honesta», en resumidas cuentas, la imposibilidad del divorcio.

Por tal causa, o además por tal causa, luchó largo tiempo consigo misma antes de «ceder», como se decía en las novelas de Liala. [8]

El Abogadito, por su parte, aunque no aguantaba más, no tenía solamente el problema de enfrentarse a su «domina»: además del trabajo (en el que tenían suma importancia los «sagrados principios»), en su familia ya había habido un escándalo erótico-sentimental. Su hermana más guapa, pelo negrísimo con reflejos azules, la que lo hacía llorar de pequeño leyéndole las lápidas de Pinocho («Aquí yace el hada del pelo turquesa, muerta de dolor porque la abandonó su hermanito»), se había fugado de casa para acabar en Sudamérica con un profesor ya casado.

Era antes de la Gran Guerra y el honor de la familia quedó por los suelos y quien más sufrió, por su fanática religiosidad, fue la madre. Hasta el punto de que, cuando años después la hija pródiga, ya esposa y madre, volvió de visita (el hermano, que fue a buscarla al puerto de Génova, recordaba su bochorno al verla tan maquillada); justamente la madre, antes de dejarla entrar en casa, se quitó un zapato y le dio con el tacón en la cabeza.

Pues bien, ¿acaso él, que era un buenazo y no habría sido capaz de hacer sufrir a nadie, podía montar semejante escenario de ópera?

Pero por fin llegó el día en que Nives «cedió» y fue dulce, increíblemente dulce. Una excursión a Trieste, el día siete, habitación siete (¿magia?), vuelta por el paseo marítimo, café austrohúngaro, delicadeza de él, a quien no le avergonzó llorar al revelarle que era virgen.

Al regreso, estaban realmente unidos: ella finalmente había encontrado un padre; él, una mujer de sencilla inteligencia (con los años él llegó a atender incluso sus prudentes consejos jurídicos), guapa y que además sabía cocinar. Muy a menudo le preparaba una tarterita para la noche con el fin de que cenara algo rico, y la mujer, que había comprendido perfectamente de dónde procedían los manjares, se comía la mitad.

Al mismo tiempo la consorte emancipada, la marimandona con «palasán», la mente de las bromas pesadas ya estaba preparando la peor de todas: su transformación de despreciadora de los vínculos tradicionales en protectora del carácter sagrado del matrimonio.

Las Noches Buenas con la vecina del piso de abajo, las Noches Viejas solitarias y que no merecen ser recordadas, aún menos contadas: son historias comunes a todos estos amores. La pareja ex moderna, sin embargo, tenía otro hábito, no extendido a todas las capas sociales como ahora: los cruceros durante los cuales era dificilísimo ponerse en contacto, los viajes largos, demasiado largos para una muchacha que se quedaba esperando sola.

El más largo fue aquel en que nunca tuvo noticias y una noche, mientras escuchaba una y otra vez el Bolero de Ravel, sensual evocador y notorio cenizo, pensó que el Abogadito había muerto. No estaba muerto, por una vez el agorero Bolero había fallado.

Antes de la partida, el 31 de agosto, se habían amado tanto que no podía acabar tan teatralmente mal.

En efecto, el 31 de mayo del año siguiente, puntualísima por una vez, nací yo, la niña más amada del mundo.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Seudónimo de Amalia Liana Cambiasi Negretti Odescalchi (1897-1995), famosa autora de folletones. (N. del T.)