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Cuando contaba ocho días, la niña más amada del mundo fue inscrita sin su conocimiento en el registro de los cristianos y, de nuevo sin su conocimiento, tuvo su primera desilusión, que le hizo sufrir nada menos que su dulce padre.
El bautizo era el domingo, día aciago para los amantes clandestinos, máxime si están sometidos a vigilancia especial.
Tribunal cerrado, clientes tranquilos, despacho desierto, kiosco de periódicos bajo casa: ninguna excusa para salir, a menos que quisiera provocar un violento interrogatorio, que habría concluido en un terremoto. El Abogado no se sintió con fuerzas y no se movió.
Así, cuando llegó a la iglesia, vestida como una infanta de España (su madre se había deslomado toda la noche para dar los últimos retoques al traje), en brazos de la vecina que ya conocemos y que era su madrina, la niña no encontró sino a las tres amigas que solían ir a la casa sin hombres: una bordadora, una peluquera, una chica de la pastelería. No era un gran séquito para una princesa.
Su madre, tras llorar largo tiempo, se deshizo rabiosa de aquel trajecito inútilmente suntuoso; su padre también se avergonzó largo tiempo de aquella traición, por demás vana pues los rumores se difundieron de todos modos y los terremotos domésticos se volvieron cotidianos.
Puede que ambos lamentaran la faena de ponerle a la niña el nombre de la abuela mojigata, Amelia, que no se conmovió ni pizca; es más, cuando la niña estuvo algo más crecidita y su padre empezó a llevarla de visita a la casa de aquella homónima viejecita austera vestido sempiternamente de negro, ésta sentenciaba: «Esa niña es muy vanidosa», únicamente porque la nieta, aburrida e intimidada, permanecía una hora sentada sin hablar en un sillón cito colocado frente a un espejo en el que no tenía más remedio que mirarse todo el rato.
Pero, como se decía en las novelas antaño respetables, demos un paso atrás.
Para calmar un poco las aguas, pensaron en alejar a las dos intrusas, a la seductora y a la pequeña bastarda.
Padua era entonces (¿lo sigue siendo?) la ciudad del pecado para los venecianos. En el trasiego de los universitarios llegados de fuera las caras nuevas no asombraban.
Nunca se sabrá con qué criterios y por quién fue elegida la pensión a la que fueron a vivir la madre y la hija. La elección, eso sí, fue extraña.
A medias taller de costura, a medias Maison Tellier, [9] a la casa le sobraban habitaciones. La patrona, doña Rita, era una costurera excelente cuyo tempestuoso pasado, y quizá equívoco, hacía volar la imaginación de las damas más elegantes y finas de la buena sociedad, que probablemente deploraban en ocasiones carecer de uno tan peligroso sobre el que hablar o, al menos, que deplorar.
El compañero o, por emplear un término más apolítico, el mantenido de Rita, era un hombretón pelirrojo, fornido, cuyos tupidos bigotes le daban aspecto de amo, si bien todo el mundo sabía que no pintaba nada.
Las obreras, en cambio, eran buenas chicas de campo que aprendían corte y confección, así como la teoría del erotismo, no así su práctica. Hasta el extremo de que una de ellas, hermosa y morena hija de María que, muchos años después, se casó con un pariente lejano de las dos refugiadas venecianas, se hizo famosa en las sagas familiares por regresar del viaje de bodas, que tuvo lugar tras diez años de noviazgo «blanco», todavía virgen. Misterios de la religiosidad o de la fisiología, todo indica que aún era virgen cuando el médico, un arcángel Gabriel con gafas doradas, le anunció que esperaba un hijo, y el marido, involuntariamente apresurado en el acto sexual y un poco confundido en la materia, tronó con absoluta buena fe: «Como esté embarazada, ¡me volveré tan celoso como Otelo!».
Sólo una de las chicas, la preferida de la pequeña Amelia (bien pronto laicamente rebautizada Pucci), apuntaba maneras para seguir los pasos de la patrona: morena, alta, boca retocada con carmín en forma de arco de Cupido, vistoso peinado sacado de las películas de moda, a la manera de una ola altísima que rompía sobre la frente.
Pero el verdadero amor de Pucci, a la sazón convertida en la niña de todos, era una vieja criada feísima que ocultaba bajo sus hirsutos bigotes, un atractivo añadido para la pequeña, el instinto materno.
Juntas llevaban el café a los huéspedes, juntas iban a hacer la compra, juntas cocinaban, en el sentido de que una preparaba la comida y la otra se lo pasaba en grande ensuciándose las manitas con harina, huevo, salsa.
Este vínculo tan íntimo, tan afectuoso, enternecía un poco a los demás pero los divertía enormemente, pues Pucci, que es nombre de perrito, a su vez había puesto a su vieja amiga, y con absoluta inocencia, el nombre de Cocca, que, mientras en su mente de niña quería decir «querida», «predilecta», en bocas vénetas y maliciosas, quitándole una «c» designa al órgano sexual femenino.
La madre, que desde los doce años hasta los ochenta y seis padeció de jaquecas espantosas, las dejaba tranquilas. No obstante sus descripciones pintorescas («Una cuchara me perfora la nuca», «Tengo una corona de espinas», «Siento que una aguja de tejer me atraviesa de una sien a otra»), ningún médico dio jamás con la causa de esos dolores tan constantes y aún menos consiguió tratarlos. Al final lo que quería era dejar su cabeza en herencia a algún instituto de investigación, cuando todos creían que había ingerido una sobredosis de elixir de longevidad.
Aquella casa era un descubrimiento continuo: el jardincillo donde podía caer rodando por la hierba y mirar los insectos de cerca, la escalera de madera crujiente por la que subía y bajaba sin parar con la inagotable felicidad de los perros, el estanque con peces rojos de un amable estudiante que lo dejó a su cargo para que le cambiara el agua, labor complicada que la pequeña ejecutaba con un ingenioso mete y saca de vasos sucios y limpios.
Ahora bien, la atracción de las atracciones, la maravilla de las maravillas, era algo que ignoro si aún existe o si ha desaparecido como el limpiaplumas, el espejo en las ventanas, los timbres con tirador, la cadena de la cisterna. En las viviendas situadas en la planta baja, detrás de los antiguos soportales, en el cuartito que daba a la salida, había una baldosa que ocultaba un secreto que todo el mundo conocía. Cuando tocaban el timbre, bastaba levantar con un dedo un aro bien disimulado y mirar hacia abajo con cautela: si la visita era bienvenida, se le hacía pasar; si era inoportuna, se hacía oídos sordos. Pucci, sentada en su sillita de mimbre, esperaba durante toda la tarde que llamaran para ir antes que nadie al cuarto secreto y levantar la mágica baldosa.
Al menos una vez a la semana iba a buscarlas el padre, que sacaba a sus guapas mujercitas a tomar pastas al Café Pedrocchi, «la cafetería sin puertas» (realmente no las tenía, no las necesitaba porque permanecía abierta todo el día y toda la noche), a pasear por una rara plaza-laguito rodeada de estatuas, el Prado del Valle («el prado sin hierba»), a mirar con deslumbrado espanto la lengua milagrosa metida en una urna de cristal en la basílica del Santo («el santo sin nombre», tercera parte de la adivinanza que se resuelve con el nombre de la ciudad).
Curiosamente, lo que más impresionaba a la niña era la estatua ecuestre del capitán de ventura llamado Gattamelata. Pues sí, era de Donatello pero no se podía jugar con él porque era un monumento muy importante y, en cualquier caso, no hubiera podido montarse a la grupa del caballo porque estaba demasiado alto. Sin embargo, desde que aprendió a hablar, aunque aún no sabía pronunciar la «1», reclamaba a su Gattamelata, pedía que la llevaran a verlo, como si fuera su imperioso novio.
Todo residía en el cautivador poder de aquella palabra, en aquel nombre que le habían puesto, pero ella no podía saber eso, con el fin de enaltecer precisamente sus virtudes diplomáticas, las felinas sutilezas que prometía y no mantenía.
¿Un presagio? ¿Un «imprinting» de pato de Lorenz? Sea como fuere, aquella niño sintió durante toda su vida debilidad por los gatos, la miel y los capitanes de (des)ventura.
Como cosa excepcional, los padres desaparecieron unos días porque querían hacer una escapadita importante: un viaje (de trabajo, claro) a Roma. Tras mil dudas, preocupada pero feliz, la madre accedió a dejar a su hija en aquellas manos que sabía más expertas en hombres, o en aguja e hilo, que en niños, pero cuyo amor por Pucci les enseñaría qué hacer, cómo y cuándo.
Las improvisadas amas de cría secas se pusieron manos a la obra con celo, y la vieja Cocca/«coca», probable ex guardiana de casa de citas, fue por una vez la maestra. Sin el gato, los ratones bailaron alegremente: la niña, la directora, la patrona y hasta el hombre-zángano que le calentaba la cama. Seguramente las hijas de María disfrutaron más que nadie con aquella muñeca que sabía hablar, que nunca lloraba y a la que muy pronto habían enseñado a cuidar de su aseo personal. Quisieron entonces que la niña pasara al menos un día y una noche fuera de allí, en casa de una de ellas, y le suplicaron que no lo contara jamás.
Qué maravilla. Pucci supo qué era el campo, aquel campo que los venecianos sólo conocen en forma de geranios en las macetas que hay en las bonitas ventanas, dado que los «campos» [10] son sus plazas. Y nada de papillas sino alubias, fruta fresca sin lavar pero frotada rápidamente sobre el delantal, lo suficiente para no tragarse un gusano o una araña, un agujero en el suelo dentro de una casetilla llena de rendijas que hace las veces de baño, pocas advertencias pesadas y reiteradas, poquísimas prohibiciones: en resumidas cuentas, la libertad.
A su vuelta, los padres, como hacen todos los mayores cuando se han olvidado cómo eran de pequeños, la abrumaron a preguntas sin contar nada de lo que habían hecho ellos. Se resistió, se resistió y se resistió hasta que una noche, tantas ganas tenía de hablar y tan orgullosa estaba de haber vivido tamañas aventuras, estalló: «¡He dormido sobre hojas!». Hasta tal punto la había impresionado el costal crujiente que le habían dado como cama.
Fue perdonada, y también las aprendices. Aprietos mucho más complejos se avecinaban. Italia se disponía a entrar en guerra y su padre decidió que ya era hora de que los tres vivieran juntos, en Venecia, donde la gente ahora tenía cosas más serias en que fijarse, que deducir, que comentar, que cotillear.
Pucci, seria, antes de marcharse, sólo pidió permiso para ir a despedirse de Gattamelata. Le pareció que tenía el ceño menos fruncido y que casi le estaba sonriendo.
La guerra gusta a los capitanes de (des)ventura.
<a l:href="#_ftnref9"> </a>Título de una novela corta de Guy de Maupassant, publicada en 1881. (N. del T.)[9]
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> «Campo», en veneciano, significa «plaza». (N. del T.)