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Enemistades

Al hacernos mayores, luego viejos y peor si se padece alguna enfermedad, lo usual es confundir hechos y anécdotas de la infancia y la adolescencia, que se ven desde lejos aureolados por una luz dorada, envueltos como caramelos de colores.

Yo no. Sé que ésa es la edad más cruel, cuando los arañazos se graban como heridas porque la piel, blanda y suave, es más sensible. Además, ciertas personas viven aquellos triviales enfrentamientos, aquellas antipatías automáticas como ofensas imperdonables. Eso fue lo que me pasó a mí.

Es fácil recordar con dulzura a un hombre tierno, cariñoso, justo con los que defienden la justicia, más aún si posee el halo del perseguido político que, precisamente ahora que me había acostumbrado a esperarlo detrás de la puerta para echarme en sus brazos cuando llegaba, tiene que estar mucho tiempo lejos de casa.

Quien está siempre conmigo es mi madre, a menudo tumbada en la cama, paño mojado sobre la frente, contraventanas entornadas, en silencio, por la diaria, épica jaqueca. Nadie viene a vernos, ni un mayor con el cual hablar ni un pequeño con el cual jugar. La única transgresión, estar sentada en el suelo, pero sobre una manta, por los microbios.

Mi madre, como otras mil, está obsesionada con la limpieza. Es de las que chillan «Caca, caca» cada vez que el niño coge algo interesante del suelo y hacen como si le pegaran en la mano que aquél le tendía confiado para contemplar juntos el nuevo tesoro. Así es como los hijos aprenden que el mundo está hecho de mierda mucho antes de que tengan la prueba indudable.

Es una enemistad muy común la que se da entre madre e hija, y recíproca, hecha de admiración, de antipatía, de envidia, de confianza, de recelo: por un vínculo demasiado estrecho, como un cordón umbilical que puede llegar a asfixiarte.

Ciertas imágenes se te quedan impresas, de forma muy viva.

Tengo vegetaciones, que me obligan a estar con la boca abierta, dándome aire de tonta. He aceptado ir al médico y experimento una mezcla de miedo y de orgullo ante la idea de someterme a una operación en toda regla. Idea que rápidamente se convierte en realidad. Tengo cinco años y un abriguito gris con lunares rojos, recortado de un abrigo de mi madre en boga en los años de la guerra. Me lo quitan y me suben a un extraño sillón giratorio; miro por la ventana el Gran Canal que hoy está azul y oigo tintinear las tenazas cerca de mí, y de sopetón me tapan la boca y la nariz con la mascarilla de éter. Me despierto dos minutos después y las vegetaciones ya no son mías, están en un platito de metal, a la vista: ¿se las darán a los gatos? «¡Sopla, sopla fuerte!», me ordena el médico al tiempo que me da un pañuelo blanco, enorme. Mucha sangre, que va disminuyendo poco a poco, casi hasta desaparecer. Me ponen el abriguito y me dirijo, con mis piernas, hacia la puerta. Estoy ensoberbecida por haber afrontado y superado aquella prueba sin quejarme, sin llorar, y espero un comentario de admiración, un cumplido. Pero resulta que mi madre, actriz que vive su papel, elige precisamente ese momento de gloria que me corresponde para desmayarse. Todos la rodean para levantarla, para tenderla sobre una camilla, para darle sopapitos que parecen caricias, para ponerle perfumes que apestan. Por un día en que me tocaba ser protagonista, me ha robado el papel. Ya nadie se ocupa de mí, me han olvidado en la puerta, desde donde miro aquella estúpida escena que no olvidaré en toda mi vida.

Otro recuerdo.

He de decir que hasta después de los veinte años, cuando me marché de casa, mi madre intervino siempre autoritariamente en la elección de mi ropa, bolsos, zapatos: que quería acompañarme para elegirlos ella. Que, además de incapacitarme durante largo tiempo para tomar decisiones, me humillaba hasta el punto de que, una vez sentada en la banqueta de la vergüenza, rompía a llorar ante la embarazada consternación de los dependientes, que no sabían cómo comportarse con aquella rara señorita.

En la vieja tienda de confianza que verá las avergonzadas lágrimas adultas, una mañana llegamos muy alegres: yo tendría cuatro o cinco años. En el escaparate había visto algo maravilloso, unos zapatos blancos y verdes que mamá había prometido comprarme en lugar de las sandalias con agujeros de siempre. No era un simple capricho: aquéllos eran los zapatos de la felicidad, útiles no, sino necesarios. Veo a mi madre poner cara de espanto, pero oigo que dice: «Lo prometido es deuda». Va a pagar, le dice algo al dependiente y salimos. Yo llevo la caja con devoción, como una reliquia, como el Santísimo, y de vez en cuando beso la mano finalmente maternal. En casa, en la cama, con trepidante excitación, muy despacio, desenvuelvo el papel de seda y descubro, de golpe, qué es la traición: el Santísimo no es más que un vulgar par de sandalias, blancas, con ojos. No pregunto nada y ella no dice nada: he entendido la mueca de desagrado, el cuchicheo con el dependiente. Me voy a mi cuartito y lloro, silenciosamente.

También así crece la enemistad en el corazón de los niños, que es pequeño y aún no puede albergar tanta, y debe guardarse un poco para los demás.

Para los de su edad, por ejemplo.

Cuando los mayores tratan de llevarte a una casa, a una fiesta que no te interesa, y creen que pueden tentarte diciendo «Anda, te divertirás, hay más niños», no saben cuánto se equivocan. ¿Es que somos perros o monos a los que nos encanta encontrarnos entre animales semejantes, para despiojarnos, mordernos las orejas, olfatearnos el trasero?

No somos animales semejantes sino personillas, todas diferentes. Lo que soy yo, además, detesto a los de mi edad: a los varones por lo bulliciosos que son, con esa manía de correr con los brazos abiertos haciendo de avión o, despatarrados en el suelo, compitiendo con cochecitos, imitando con la boca el estrépito del motor; y las mujeres son aún peores, ensartando absurdas cuentas o haciendo, con la boquita ladeada, «de señoras» que hablan de ropa y de maridos, entrenándose, sin saberlo, para las conversaciones que tendrán en el futuro, durante toda su vida.

Esa antipatía, la que me inspiraban las chicas, la arrastraría durante años. Cuando veía a mis amigas pararse y mirar los escaparates, seguía andando; cuando reían con fuerza en la calle, en grupo, convencidas de atraer la admirada atención de los hombres, me avergonzaba y me apartaba de ellas.

Debía de ser una detestable y detestada chiquilla, siempre sumergida en los libros, pedante, que miraba por encima del hombro: sólo la timidez, y la cobardía, ocultaban parcialmente estas características.

Pero ¿yo qué era? ¿Una hembra, una mujer, una niña? Tenía las ideas confusas. Mi madre (sí, siempre ella) nunca me permitió tener el pelo largo, imponiéndome el bárbaro y cruel rito de cortármelo desde que nací, cuando me llevó a un barbero para que me rapara, tanto es así que había gente que se sorprendía de ver «un toso coi recini» [14]. Tenía que conformarme con hacer ondear la cabeza delante del espejo, imaginándome que tenía la melena de Melisenda.

¿Qué decir de los calcetines, que yo seguía usando cuando ya todas mis compañeras usaban medias, mucho más elegantes, y también cuando empezaron a ponerse las de seda? También fui la última en dejar la falda con tirantes. A mis protestas, ella, sin el menor miramiento, decía: «¡ Pero si no tienes caderas!». ¿Y qué pasaba por eso? ¿Es que acaso no existían el elástico, los cinturones, los botones?

Por supuesto, todo lo empeoraba aquella maldita escuela de monjas donde convivían, en la misma aula, borricas de buena familia, plurirrepetidoras pero pechugonas, con novio, y ratitas flacas, pobres de solemnidad pero en regla con el orden de los estudios. Y justo con la más guapa, envidiada y odiada por esas indolentes borricas, tuve que cruzarme el día, terrible, en que mi madre me obligó a ponerme un sombrero de paja de Florencia, lleno de flores y cintas, que llamaban «pastorcilla», y, así ataviada, a cruzar la ciudad, a coger el vaporetto grande e ir al Lido, para visitar a mi madrina. En los callejones por los que se colaba el viento, la engorrosa pastorcilla florentina se me salía del cuello rígido y los transeúntes hacían afables comentarios que yo tomaba por insultos malignos; me sentí a salvo cuando salí al sol, a una calle que daba a un canal, pero en eso vi aparecer, muy bronceada, a la guapa rubia que, llamándome por mi apellido como se estila en la escuela, se limitó a alabar mi elegancia. A lo mejor hablaba con sinceridad, pero yo lo interpreté como una burla. Con el corazón atravesado, me arranqué el odioso objeto de la cabeza y lo doblé en cuatro, en ocho, en dieciséis, en treinta y dos, para destrozarlo, matarlo, hacerlo desaparecer de la faz de la tierra.

A propósito de corazones atravesados.

Aquel Jesús, con barba rubia curiosamente partida, con ojos azules de nórdico, llevaba uno en su mano desnuda, sin siquiera una venda, un guante, un trozo de papel, y vaya si sangraba aquel corazón, un poco repelente, casi palpitante. Las monjas ponían un Jesús de ésos por todas partes: había uno que incluso movía los ojos y te seguía hasta la puerta con aire de leve reproche, pero daba igual porque ninguna se asustaba.

Un poco de miedo, en cambio, nos daba la meditación del Viernes Santo que todos los años cerraba los llamados ejercicios espirituales, consistentes en saltarnos las clases, en fingir que leíamos textos edificantes, en rezar o cantar todas juntas pensando cada cual en sus cosas. La atención se despertaba de golpe cuando llegaba «él», el cura encargado de formar nuestras tiernecillas almas con los ejercicios prescritos, precisamente, por la gimnasia espiritual. Alto, aspecto de galán tenebroso, el padre Saverio, que no tardaría en convertirse en monseñor Saverio, lo que en realidad conseguía era hacer latir más velozmente el corazón de todas, monjas y niñas, sembrándonos la atracción por el pecado, de manera deliciosa.

Su caballo de batalla era, precisamente, la meditación del Viernes Santo. Cuando llegábamos a la iglesia ya lo encontrábamos en su sitio, la cabeza entre las manos, absorto en pensamientos tan profundos que no oía ni el frufrú de nuestros delantales, el repiqueteo de nuestros pasos, el chirrido de los bancos. Cuando salía de su ensimismamiento, como si ascendiese de una inmersión submarina, comenzaba en voz muy baja el relato de la Pasión de Cristo: la condena, los escupitajos, los latigazos. Luego, en voz cada vez más baja pero también más vibrante, pasaba al infame suplicio: la pesadísima cruz, la subida al monte Calvario, las caídas. La crucifixión con su añadido de clavos, la incomodísima postura encogida y la lanza que le clavaron en un costado exigían un tono más alto, para estallar al final en el grito desgarrado y desgarrador: «¡Señor, señor, por qué me has abandonado!». Silencio. Largo. Pausa artística con la cabeza de nuevo entre las manos. Al volver a levantarla, empezaba el examen: mirándonos de una en una, buscaba claramente entre nosotras a la culpable de tamaño tormento. Como no la encontraba, concluía que todas éramos culpables y, tras describirnos con todo detalle las penas del infierno, nos amenazaba con ellas a menos que… A menos que con el alma realmente arrepentida y afligida nos purgásemos del pecado amparándonos en la confesión, primer paso vacilante hacia la redención.

Yo, que ya amaba el teatro pero ingenuamente ignoraba la realidad profesional, pedí confesarme con el padre Saverio, sin saber que a los primeros actores no les gusta rodearse de las jóvenes promesas sino de las viejas ineptas.

Hurgué en mi conciencia en busca de los deseos más turbios, de los pensamientos más blasfemos. En parte gracias a la meditación previa, en parte (lo digo sin modestia) gracias a mi talento innato, me vi haciendo el papel de María Magdalena. ¡Ay, qué bien me habría venido en ese momento el pelo largo!

Sin embargo, él detuvo con una mano las lágrimas que ya había conseguido derramar y con voz ahora nada vibrante ni seductora, me dijo: «Todo lo que cuentas son simples tonterías. Tres padrenuestros, tres avemarías y tres glorias».

De lo más ofendida, me levanté y me fui, sin acto de contrición.

Así, el pastor perdió su centésimo cordero: no lo buscó ni volvió a encontrarlo.


  1. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> «Un chico con pendientes», en dialecto veneciano. (N. del T.)