38014.fb2 El lugar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

El lugar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

PRIMERA PARTE

1

En la oscuridad total, mis ojos buscaron una referencia y se volvieron a cerrar, sin haber encontrado las rayas horizontales, paralelas, que habitualmente dibujaba la luz eléctrica de la calle, o el sol, al filtrarse por entre las tablillas de la persiana. No me podía despertar; y aunque no recuerdo ninguna imagen, ningún sueño, pienso en mí mismo, ahora, como en un ser que vagaba sin rumbo, con los brazos colgando flojos, sepultado en el fondo de una materia densa y oscura, sin ansiedad, sin identidad, sin pensamientos.

Mucho más tarde, la orden de despertar; y el ser comenzaba a moverse con un asomo de inquietud, como si buscara una salida que no conocía o que no recordaba.

La orden se hacía más apremiante, y con ella la comprensión de la necesidad imperiosa de salir; y hallaba el camino, hacia arriba, hacia una anhelada superficie. La materia tenía varias capas, que se hacían menos densas a medida que ascendía, y la velocidad de mi ascenso se aceleraba progresivamente. Me proyectaba en forma oblicua hacia la superficie; y, por fin, como un nadador que saca la cabeza fuera del agua y respira una ansiosa bocanada de aire, desperté con un profundo suspiro.

Fue entonces cuando mis ojos se abrieron y, desconcertados, volvieron a cerrarse. Mi sueño se hizo luego más liviano, hasta que volví a despertar, con una lucidez mayor.

Advertí varias cosas: que hacía frío, que ese lugar no era mi dormitorio, que estaba acostado sobre un piso de madera sin colchón ni cobijas, en una oscuridad total; y que tenía puesta la ropa de calle.

La lucha contra la pereza fue en esta ocasión necesariamente más breve que de costumbre; la incomodidad del piso desnudo no lo permitía. Me incorporé, gruñendo malhumorado, y mi queja fue acompañada por crujidos de las articulaciones. Me froté brazos y piernas y tosí; los bronquios silbaban al respirar el aire húmedo, y me dolía la garganta.

Mientras buscaba a tientas algún elemento conocido, se me plantearon las preguntas de rigor: dónde estaba, cómo había llegado allí. En realidad esta segunda pregunta tardó un poco más en formularse; aún no había aceptado el hecho de hallarme en un lugar no previsto, y forzaba la memoria, buscando entre las últimas imágenes de mi vigilia, con la certeza de que pronto todo habría de ajustarse con una explicación sencilla: la borrachera en una fiesta, la tormenta que me había sorprendido, en una casa ajena, la aventura inusual que me había llevado a dormir fuera de casa. Alguna vez, aunque no con frecuencia, me había sucedido despertar sin comprender dónde me hallaba; pero era suficiente reconocer la moldura del respaldo de la cama, o el color de una cortina, para hacerme enseguida una composición de lugar, para despertar súbitamente toda la memoria última. En este caso no había-ningún elemento desencadenante, y la misma carencia de elementos no tenía para mí ninguna significación.

Mi memoria se había detenido, empecinada, en un hecho trivial; y se negaba a ir más allá: una tarde soleada, otoñal, y yo que cruzaba la calle en dirección a una parada de ómnibus; había comprado cigarrillos en un kiosco, y daba algunas pitadas al último de un paquete que acababa de tirar a la calle hecho una bola; llegaba a la esquina y me recostaba contra una pared gris. Había otras personas, dos o tres, esperando también el ómnibus. Pensaba que esa noche Ana y yo iríamos al cine. En este punto se detenían los recuerdos.

Mis manos encontraron ahora una pared, y pegado a ella comencé a recorrer lentamente la habitación buscando una ventana o una llave de luz. Era una pared áspera, pintada quizá a la cal.

Llegué a un rincón sin haber hallado nada; seguí mi búsqueda a lo largo de la nueva pared, y luego de cierto trecho mis dedos reconocieron el marco de madera de una puerta, luego la puerta misma, y finalmente su picaporte.

No intenté abrir de inmediato; me tranquilizó saber que había una salida, pero se me creó la inquietud de no saber si era procedente que yo la utilizara; pensaba en gente durmiendo, o en alguna actividad que mi presencia pudiera molestar; o que, por algún motivo, no me conviniera ser visto allí: apelé de nuevo a la memoria, pero no obtuve el menor indicio de dónde estaba, ni de por qué estaba allí. Me sentí al borde de un ataque de nerviosa Traté de controlarme. Tal vez podría haber resistido un tiempo más, permitiéndome seguir rebuscando en la memoria; pero tenía necesidades físicas urgentes: hambre, frío, ganas de orinar, y mis huesos necesitaban reposar sobre algo blando. También tenía ganas de fumar, y el paquete, presumiblemente el mismo comprado en el kiosco, estaba intacto en el bolsillo del saco; lo abrí y saqué un cigarrillo que llevé a los labios, pero luego me fue imposible encontrar el encendedor. Bruscamente tomé el picaporte y lo hice girar; en primer término empujé la hoja de la puerta hacia afuera, luego tiré de ella hacia mí, pero en ninguno de los casos obtuve resultados.

Acerqué un ojo a la cerradura; no logré ver nada. Comencé a sentir un miedo muy intenso. Probé nuevamente el picaporte, sacudí la puerta. La golpeé con los puños y con los pies; no sucedió nada.

Escuché cómo, fuera de mi voluntad, un sonido quejoso escapaba de mi garganta. Con los puños y la mandíbula apretados, y un temblor que me recorría el cuerpo, proseguí entonces mi recorrido, adosado a la pared, arrastrando los pies, extendiendo los brazos.

Llegué a otro rincón y la nueva pared se presentó al tacto de mis dedos tan desnuda como el resto conocido de la pieza.

Mi memoria seguía trabajando por su cuenta; me presentó más detalles de su último registro; la cara del hombre del kiosco, sus bigotes caídos, su mirada azul aguachenta; un árbol próximo a la esquina, con brillos dorados en las hojas secas, y la hoja que caía, recién desprendida de la rama, mientras yo cruzaba la calle; el número exacto de, las personas que esperaban el ómnibus en la parada: eran tres, dos mujeres (una con tapado marrón, la otra con saco rojo, ambas de espaldas) y un hombre pequeño, recostado contra el árbol, un pie apoyado en el suelo y el otro en el árbol.

Llegué a un nuevo rincón de la pieza y muy cerca de él, al parecer enfrente de la otra, hallé una nueva puerta. Las manos me temblaban al hacer girar el pomo: empujé la hoja y esta vez sí, la puerta se abrió.

Me encontré ante una nueva oscuridad.

2

Luego, hasta donde me era dado conocerlo, comprobé que esa habitación repetía exactamente a la anterior. La misma oscuridad, el mismo frío, las mismas dimensiones; igual en su desnudez y mutismo.

Cuando hallé, justo enfrente a la puerta que había usado para entrar, una nueva puerta que abría a una tercera pieza obscura, el desconcierto y el miedo me dominaron ya sin ningún disimulo.

Estaba parado junto a la nueva puerta abierta, y me derrumbé. Me dejé caer al suelo y el torbellino mental se desató incontrolable. No puedo calcular cuánto tiempo estuve tirado allí, ovillado, sollozando, todo el cuerpo recorrido por un temblor constante.

No buscaba, ya, comprender ni recordar; sólo anhelaba un refugio, un lugar cómodo y abrigado donde permanecer, tapado con mantas, entregado al sueño o a la locura. Pero las condiciones eran realmente crueles, y como mi mente resistió hasta el final el largo estallido, el agotamiento nervioso se tradujo en tranquilidad, o más bien insensibilidad, y resolví seguir moviéndome. No tenía otra elección. De haberla tenido, habría optado por la otra, cualquiera que fuese. Pero así, presionado por las urgencias físicas, no pude hacer otra cosa que incorporarme, sacudirme el polvo de la ropa, y proponerme a mí mismo algunas palabras de consuelo y esperanza. Al mismo tiempo traté de contener las preguntas que seguían bullendo, diciéndome que ya encontraría, a su tiempo, una respuesta para todo.

Me dediqué a examinar la nueva pieza con el mismo cuidado que las anteriores. Hice un alto para:orinar contra la pared, en un rincón. El alivio de la necesidad, y por otro lado su formulación agresiva, hicieron que me sintiera mejor.

Había perdido, sin darme cuenta, el cigarrillo sin encender que llevaba en los labios; extraje otro y lo mantuve en un costado de la boca. Mecánicamente mi mano buscó otra vez el encendedor en los bolsillos, sin éxito, y al mismo tiempo noté que además me faltaba el reloj; pero en el bolsillo interior del saco estaba aún la billetera con los documentos y, aparentemente, todo mi dinero.

Ahora me movía con mayor facilidad, y pude calcular que la habitación era cuadrada, o casi cuadrada, y que tendría algo más de tres metros de lado. Allí tampoco hallé ventanas, ni llaves de luz, ni muebles; sólo la puerta por la que había entrado y otra, enfrente, por la que debería salir.

Pasé, entonces, a una cuarta pieza, y a una quinta, y a una sexta,,y así hasta perder la cuenta. Afortunadamente conservaba esa calma insensible conseguida después del estallido; continué actuando con método, como si se tratara de un trabajo de rutina que no tuviera nada que ver conmigo. Sentía desfilar distintas emociones, que examinaba y dejaba pasar sin que mi mente interviniera en mayor grado. Tuve un debilitamiento cuando apareció la imagen de Ana; allí se me hizo más difícil mantener el control; pero, de alguna manera, comprendí que estaba haciendo lo único posible y que cualquier debilidad podría llevarme, justamente, a perder a Ana en forma definitiva. Me las arreglé de manera que su imagen permaneciera presente pero sin cargarme de ansiedad. Pensaba que en cualquier momento podría romperse este equilibrio; ese lugar parecía extenderse sin fin, y el hambre y las ganas de fumar me seguían escarbando; también pensé que si encontraba una última puerta, cerrada, sería el fin de mi razón.

No tengo idea del número de piezas oscuras ni tampoco del tiempo que me llevó recorrerlas; tengo la impresión de que no fueron menos de diez, ni más de veinte, y que transcurrieron varias horas, por lo menos tres o cuatro; pero no puedo ser más preciso, y quizá esté muy lejos de lo cierto.

Me movía cada vez con mayor soltura, aunque sin perder el miedo a toparme con algo; esta combinación me hacía efectuar una nueva clase de movimientos, de elasticidad controlada, como los de un bailarín. Y la actividad física me hizo entrar en calor y pude así descartar uno de los inconvenientes del lugar. El cigarrillo se humedecía en mis labios y periódicamente debía tirarlo y sustituirlo por otro; era el hambre, que me llenaba la boca de saliva.

En una de las piezas hice un descubrimiento descorazonador. Al entrar, y por distracción o por un movimiento reflejo, cerré la puerta a mis espaldas. Tuve de inmediato el íntimo convencimiento de que había cometido un error, y traté de abrirla. Me fue imposible.

Cuando salí de esa pieza repetí la acción en forma consciente; tampoco pude, esta vez, volver a abrirla. Saqué la obvia conclusión de que había un mecanismo que permitía avanzar sólo en la dirección que yo llevaba; y aunque no tuviera el menor interés en retroceder, me aterró la idea de no poder hacerlo, llegado el caso. En adelante, tuve buen cuidado de no cerrar ninguna puerta; pero, de todos modos, estaban aquellas dos, que había cerrado, y sentí como si hubiese perdido algo valioso.

La insensibilidad dejó paso a algo distinto; mis movimientos exteriores quizá no hayan variado, pero fui invadido por un cansancio teñido de tristeza, o melancolía, y predominaba un adormecimiento, como si me hubiesen anestesiado. La insensibilidad anterior era más sana. No me gustó mi nuevo estado de ánimo, e imaginé que pronto habría de sentirme muy mal, y que modificaría mi conducta.

Por fortuna, se produjo una variante en la situación: al entrar en una pieza vi, de inmediato, que por debajo de la puerta de enfrente (las que ya había comenzado a llamar «de salida», cuando estaba dentro de la pieza, y «de entrada» apenas pasaba a la siguiente) se filtraba una delgada y débil raya de luz.

3

La timidez me volvió a frenar, y en lugar de precipitarme en la habitación golpeé la puerta con los nudillos. Del otro lado se hizo oír un ruido breve, como si alguien apartara una silla o se levantara de ella bruscamente. Aguardé unos instantes, y al no obtener respuesta repetí el llamado.

Ahora, unos pasos pesados y vacilantes se dirigieron hacia la puerta y allí se detuvieron; escuché una respiración un tanto asmática o nerviosa. Pasaron algunos minutos sin que el desconocido mostrara otra intención que la de permanecer allí respirando ruidosamente.

Consideré que mi cortesía había sido excesiva. Abrí la puerta unos centímetros y miré hacia el interior de la pieza. Una lamparita eléctrica, desnuda y de escaso poder, colgada de su cable desde el centro del techo, iluminaba un recinto que parecía tener las mismas dimensiones de las piezas oscuras; pero contaba con una serie de elementos; en el estrecho campo visual había una mesa pequeña, de cocina, con dos o tres platos y algunos utensilios, junto a la pared de enfrente; observé que en los platos había comida, y la boca se me llenó de saliva una vez más.

El ambiente era más cálido gracias a una estufa de queroseno, de formato antiguo, que vi luego próxima a una mecedora, en el centro de la habitación, debajo de la lamparita eléctrica. Por encima de la mesa, y contra la pared, había una estantería rectangular, con una cortina verdosa que impedía ver su contenido.

Empujé un poco más la hoja de la puerta; la persona que había estado parada allí todo el tiempo se vio obligada a retroceder un par de pasos al chocar levemente la hoja contra la punta de sus zapatos. Resultó ser un individuo extraño: era muy gordo, y de estatura apreciablemente inferior a la normal; usaba lentes redondos, grandes, y el detalle que más llamaba la atención era su ropa, de tamaño excesivo y desproporcionada al cuerpo, lo que le daba un aspecto payasesco. El ridículo se acentuaba por la actitud del hombrecillo, quien, evidentemente atemorizado y muy sorprendido por mi presencia, me miraba con fijeza y trataba de ser grave y digno.

Cuando di un paso adelante tuvo que esforzarse por no retroceder; se le contrajeron algunos músculos de la cara, así como los párpados, pero se mantuvo firme en su sitio. Sonreí, tratando de parecer simpático, y murmuré un saludo que no le hizo variar de actitud.

Me animé a dar otro paso y ya decididamente dentro de la pieza eché un vistazo alrededor; lo primero que vi fue a la presunta esposa del hombrecillo, una mujer que aparentaba su misma edad, que podría situar por los cincuenta años; tejía, sentada en una silla, a mi izquierda, próxima a un biombo que ocultaba el rincón formado por la pared izquierda y la puerta «de entrada».

La mujer estaba concentrada en su trabajo, con la vista baja, y no parecía prestar atención a-lo que sucedía; descubrí, sin embargo, que de vez en cuando levantaba la vista con disimulo para espiarme, y que también tenía miedo.

Detrás de la mujer, y contra esa pared izquierda, había una cama que no llegaba a ser matrimonial, aunque más grande que las de una plaza. Entre la cama y la mesa de cocina, sobre la pared correspondiente a la puerta «de salida», había una cocinilla. No recuerdo otros elementos del mobiliario, o decorativos. Mis ojos se posaron finalmente en los platos de comida. Había carpe, cortada en pequeños trozos, y pan y queso; también un par de manzanas no muy atractivas.

Comencé a hablar con fluidez, a explicar mi situación. Al cabo de unos instantes los músculos del hombrecillo parecieron relajarse un poco, y la mujer me miraba ahora sin disimulo. Continué hablando unos instantes, con cierto entusiasmo por el avance logrado, y finalicé con una exhortación a ser invitado a comer.

El hombre permaneció mudo un par de minutos, y al fin carraspeó y abrió la boca; luego la cerró. Volvió a carraspear, y por último dijo algo que no entendí.

Lo miré en forma interrogativa. El hombre repitió su frase y me di cuenta de que hablaba en un idioma que me era desconocido. Pregunté entonces si no habían entendido nada de mi discurso; respondió el hombre encogiéndose de hombros y mostrando las manos vacías.

A pesar del intento de diálogo, el miedo persistía en la pareja, revestido de ese aspecto de indiferencia o dignidad. Seguían a la expectativa y ninguno “se movía de su sitio. Se notaba claramente que todo lo que deseaban era que me fuera de allí lo más pronto posible. Me pareció estar en la situación de alguien que se pierde en un hotel y entra por error en una habitación ajena: correspondía sin duda pedir disculpas y alejarse, pero para mí las cosas no eran tan sencillas.

Me pregunté si aquello no sería realmente un hotel; ello explicaría muchas cosas; pero pensé que, desgraciadamente, no todas: cómo había llegado allí, por qué no se podía avanzar más que en una dirección, y atravesando forzosamente las habitaciones, en lugar de pasillos; pero el momento no era muy indicado para cavilaciones. Intenté, entonces, otros idiomas; tanto al inglés, como al francés, como a las tres palabras que sé de alemán y a las dos de ruso, el hombrecillo respondió con un movimiento negativo de cabeza. Después dijo una frase más larga que la anterior.

Con cautela, pues temía que el miedo pudiera inducirlos a una reacción violenta, me fui moviendo hacia la mesa. Cuando estuve al lado miré al hombrecillo y le señalé el plato de carne, y luego me señalé el estómago. Él se encogió de hombros. Miré la mujer, quien no hizo ningún gesto de oposición. Siempre la expectativa temerosa. Entonces tomé con la mano un trocito de esa carne cocida, y me lo llevé a la boca. Después otro, que acompañé con un pedazo de pan, y terminé por comer la mitad de la carne y buena parte del queso y del pan.

Después me encontré sin saber qué hacer. Tenía ganas de tirarme en la cama a descansar; pero la pareja seguía firme, cada uno en su sitio, sin mostrar signos de cortesía; incluso parecían malhumorados. Pensé que si desde un primer momento hubiese utilizado en mi provecho el miedo que les producía, habría podido conseguir alguna otra ventaja. Pero no lo había hecho, y ahora las fuerzas estaban parejas. No se animaban a echarme, pero ya era demasiado tarde para conseguir una invitación a permanecer.

Me llevó un instante resolver el problema de la puerta que debía usar; si salía por la que había entrado no hallaría nada que valiera la pena; era volver a la oscuridad y al frío; pero tenía una ventaja; la próxima vez que tuviese hambre podría regresar allí, cosa que me sería imposible si usaba la puerta «de salida» y el hombre decidía cerrarla. Pero enseguida concluí en que no tenía sentido volver a los mismos lugares; mi problema principal no era alimentarme, sino salir de ese lugar, donde ya había perdido demasiado tiempo.

Me acerqué a la puerta de salida y la abrí con precaución; del otro lado también había luz. Asomé la cabeza por la puerta entornada y miré al interior; no estaba vacía, sino que se repetían más o menos los mismos elementos que en ésta, pero sí deshabitada. También advertí platos de comida en la mesa.

Esto me alentó a dar unos pasos más en la habitación. A mis espaldas sonó de inmediato el estampido de la puerta cerrándose con fuerza. El hombrecillo había decidido actuar enérgicamente; ya me sería imposible volver atrás.

A pesar de todo probé el picaporte, y empujé y tiré; como esperaba, no conseguí nada. Golpeé la puerta con los puños y grité una serie de insultos contra el hombre de ropas ridículas y su mujer. No recibí ninguna respuesta.

Eché un vistazo desganado a la habitación. Me pareció que correspondería hacer una inspección a fondo, aprovechando la iluminación, pero me sentía sin fuerzas. Casi sin quererlo me encontré quitándome parte de la ropa y metiéndome en la cama que, como en la pieza anterior, estaba ubicada sobre la pared izquierda; durante breves instantes medité sobre si debía o no apagar la luz; no había visto ninguna llave, pero podía aflojar la lamparita; y también pensé en el peligro de dejar encendida la estufa de queroseno. Resolví estos problemas volviéndome hacia la pared y quedándome dormido casi de inmediato.

4

Al parecer, durante el sueño no había concebido mayores esperanzas de que aquello fuese una pesadilla; desperté con la idea más o menos clara de que’ estaba viviendo algo distinto. Eso no evitó mi malhumor ni la prolongación del desconcierto inicial. Por el contrario, ahora que tenía comodidad y estaba libre de algunas urgencias, podía desesperarme haciéndome preguntas y tratando inútilmente de responderlas. Eran varios los problemas planteados: qué me había sucedido mientras esperaba el ómnibus, quién me había llevado allí y por qué; qué era ese lugar y, fundamentalmente, cómo podría salir. Me revolví un buen rato en la cama y al fin me levanté, pensando que el juego intelectual no contestaría las preguntas ni resolvería por sí solo estos problemas.

Tal como sospechaba, detrás del biombo encontré una canilla, en el extremo de un caño que sobresalía pocos centímetros de la pared, y unos artefactos de latón a los que atribuí fines sanitarios. No había toalla y usé mi pañuelo para secarme las manos y la cara: tampoco había espejo.

Al pasarme las manos por la cara noté un poco de barba; supuse que no debía de hacer mucho tiempo que estaba en ese lugar, a lo sumo veinticuatro o treinta y seis horas: a menos que alguien se hubiera tomado el trabajo de afeitarme, para confundirme más.

Me vestí, y examiné brevemente la habitación. Repetía con bastante exactitud la de la pareja, con pequeñas diferencias. La cama era de una plaza; no había sillas, sólo una mecedora; la cantidad de comida era menor.

Encontré una caja de fósforos sobre la mesa, y comprobé que estaba llena. Encendí de inmediato un cigarrillo y me senté en la mecedora.

El biombo que ocultaba los artefactos sanitarios tenía una tela estampada, con el dibujo multiplicado de una flor en colores desteñidos. Mientras fumaba no dejé de observar este dibujo, que me despertaba alguna resonancia en la memoria. Pero no pude ubicar ningún recuerdo concreto.

Las paredes estaban pintadas a la cal, de color amarillo claro deprimente. Las dos puertas, en cambio, eran de un azul brillante que me resultaba pesado. Cerca del techo, no muy alto, había molduras en forma de flor, como recordaba haber visto en las casas antiguas; el detalle me chocó, porque había asociado siempre estas molduras con los techos muy altos; después pensé que estaba perdiendo el tiempo con estas observaciones.

Me levanté y abrí la puerta de salida, para mirar la pieza siguiente. Era similar a ésta y también estaba deshabitada. A primera vista noté alguna variante: había dos sillas y la cama era grande; también me pareció más recargada de objetos. Cerré la puerta y volví a mi mecedora con la idea, que ya se había insinuado en algún momento pero que ahora cobraba un cuerpo más definido, de que esta habitación me estaba destinada.

Al menos, estaba preparada para una persona sola. En la pieza siguiente había más cosas de las que yo necesitaba.

Esta idea me hizo sentir aún más incómodo.

Tiré al suelo la colilla y volví a levantarme. Observé todos y cada uno de los objetos y rincones de la pieza. Detrás de la cortinita de la repisa había cacharros con comida y algunas comidas envasadas. No descubrí nada de mayor interés. No llegué a ninguna conclusión, ni siquiera a un punto de partida.

Parecía que me daban la posibilidad, a veces tan ansiada, de casa y comida gratis. Sonreí. Sospechaba que de cualquier manera algún precio debería pagar por todo aquello si resolvía quedarme. Hacía ya tiempo que sabía que nada es gratuito. Volví a sonreír, ante mis propios pensamientos en torno a la posibilidad de quedarme allí. Me pregunté luego por qué me hacía gracia, y qué había de sustancialmente distinto en mi vida cotidiana para rechazar esa posibilidad tan de plano.

– Ana -me respondí en voz alta. Sustancialmente, Ana. Y luego los parques, y el mar, y los amigos, y quizá algunas otras cosas. Pero todo, en conjunto, no pesaba tanto como Ana. Aunque ella no fuera, también, más que una posibilidad.

Nuestras relaciones no estaban bien definidas. Recordé que la tarde anterior, o lo que parecía ser la tarde anterior, pensaba llevarla al cine. En principio ella había aceptado; después de algunas negativas anteriores, esta aceptación me había parecido un avance notable.

En cambio ahora me encontraba allí en esa pieza, que no tenía nada que ver con nada. Mis pensamientos comenzaron a deprimirme. Guardé de forma mecánica la caja de fósforos en el bolsillo y llevé los dedos al plato con carne fría; noté que tenía otra ven las mandíbulas apretadas y una rabia intensa. Me dispuse a salir.

De pronto, la luz guiñó.

Fue un guiño largo, como los que hacen que se detengan los relojes eléctricos. Me pareció un aviso. Pensé que la luz estaría por apagarse definitivamente.

Me llené la boca de comida, mastiqué y tragué. Encendí un nuevo cigarrillo. El apagón no se hizo esperar; pronto la habitación quedó en una oscuridad total.

Me dirigí a tientas hacia la puerta de salida, y la abrí; en la pieza siguiente tampoco había luz. Retrocedí, y sin recordar que no era posible, quise abrir la puerta de la pieza de la pareja: de todos modos, tampoco se filtraba luz por debajo.

Resolví entonces volver a acostarme. Eché una maldición en voz alta. Recién me había levantado, y cobrado el impulso necesario para seguir avanzando.

Esperé unos minutos, y al fin me acosté. Di unas últimas pitadas furiosas al cigarrillo y lo aplasté contra el piso. Rezongué un rato en voz alta, repasando todo mi repertorio de malas palabras, aunque no sabía contra quién dirigirlas. Y muy pronto, aunque hasta ese momento no había sentido ni pizca de sueño, volví a quedar dormido.

5

Tiempo después aprendí que estos apagones eran el equivalente de la puesta de sol; cuando desperté, la luz eléctrica estaba nuevamente encendida y comenzaba entonces mi segunda jornada en ese lugar.

Volví a lavarme la cara y las manos, a toser, escupir y orinar. Decidí dejarme el pelo sin peinar, y noté que otra vez tenía hambre. Me dirigí a la mesa y me sorprendió encontrar el plato lleno de carne. Y algo en que no había reparado: una cacerolita con café. Elegí el café, y puse la cacerolita sobre una de las hornallas de la cocina, que era de gas. Encendí con un fósforo.

Estuve meditando sobre la aparición de la comida; evidentemente, alguien había entrado al cuarto durante mi sueño. Pensé que sería interesante sorprender a esta persona; me prometí no volver a dormir hasta lograrlo. Si todo aquello que me estaba sucediendo tenía algún sentido, podría tal vez averiguarse por intermedio de ese ser, aunque, pensé, ya lo consideraba un enemigo.

Cuando el café estuvo pronto lo serví en una tacita, le agregué azúcar y lo bebí lentamente. Encendí un cigarrillo. Luego eché un vistazo general, más bien inútil, a la habitación, y pasé a la siguiente. Hice una inspección desganada. Sentía que algo en mí no funcionaba bien. Sin embargo, continué con mi tarea, sin ningún resultado y después pasé a otra habitación.

Estaba también desocupada, y los elementos ofrecían pequeñas variantes. Adecuada para una persona sola, se parecía más a la pieza en que había dormido que a la inmediata anterior.

Algo dentro de mí seguía enviando señales de angustia. Inspeccioné detrás del biombo, levanté la cortinita de la estantería, descubrí como novedad un cuadrito tonto colgado en la pared (el dibujo, o reproducción de una pintura, que quería representar una habitación parecida a éstas, en el estilo de las reproducciones de las revistas ordinarias).

La angustia desbordó de pronto. Me sentí oprimido, lleno de rabia y de impotencia. Recordé mi cita con Ana, y toda esta situación no prevista, no buscada, no explicada, se me presentó de golpe con efecto aniquilador.

Pensé que era estúpido hacer las cosas que estaba haciendo. Me precipité en la pieza siguiente, y luego en la otra, y así recorrí como un huracán una serie de piezas desocupadas, todas parecidas entre sí, hasta que me encontré otra vez con seres humanos.

Me quedé cortado. Había entrado como una tromba, y el hombre -tan gordo, tan pequeño, con ropas tan ridículas como el anterior, aunque no era el mismo- saltó de su asiento y quedó también cortado, frente a mí, a dos pasos. La mujer, que en el instante anterior debía de tener una expresión plácida, o tonta, sentada en su mecedora, dio un pequeño grito ahogado y se llevó la mano a la garganta. Tenía los ojos muy abiertos.

– Disculpen -dije, y se notaba en mi voz toda mi irritación-. No estoy aquí por mi gusto. Supongo que no entienden nada de lo que digo, ¿verdad?

Mi tono interrogativo recibió una sacudida negativa de cabeza por toda respuesta.

– Bueno, adiós -dije, y retomé mi ritmo de fuga. Salí por la puerta de salida y me encontré en otra pieza deshabitada; luego, otra pieza deshabitada. Ahora, el encuentro último me hacía pasar de una pieza a otra con mayor precaución, para no provocar situaciones violentas. Pero seguía bullendo de rabia, y de todas maneras mis movimientos eran bruscos.

En otra habitación había toda una familia; a la pareja se había sumado un par de muchachos jóvenes. Saludé a todos con una pequeña reverencia y seguí mi camino, dejando atrás expresiones de asombro.

Más piezas desocupadas, más familias de diversa composición; alguien, en una de ellas, me dirigió la palabra; algo que por supuesto no pude entender. Sin embargo me detuvo. Era un hombre que no se destacaba en absoluto de los que había visto allí hasta el momento; con todo, su expresión era un tanto más benigna, casi diría más inteligente. La mujer estaba ocupada en alguna tarea doméstica, manipulando los objetos de la mesa; apenas interrumpió su labor cuando aparecí.

El hombre volvió a hablarme y su tono era amable. Yo sonreí, y le hice entender que no comprendía.

Sacudió la cabeza varias veces, con pena, y cuando iba a continuar mi camino pareció querer detenerme con un gesto. Luego miró a su mujer con el rabo del ojo, como considerando un problema.

Me miró nuevamente. Supuse que estaría dudando entre escaparse conmigo o continuar allí. Me pareció que la posibilidad de un compañero de viaje de su condición no me significaba ninguna ventaja; por algún motivo había desarrollado desde el primer momento una especie de odio, o más bien desprecio, hacia toda esa gente de las piezas. No le concedí mucho tiempo para resolverse. Apenas murmuré una palabra de despedida y salí; esperé unos instantes en la pieza siguiente, que estaba deshabitada, pero el hombre no se animó a seguirme.

Mi velocidad fue reduciéndose en forma apreciable. No sólo estaba cansado físicamente; la angustia que me había proyectado con furia hacia adelante ya se había ido diluyendo con el ejercicio, los nuevos encuentros, y el fracaso de mi búsqueda de una salida; había dejado paso a otra clase de angustia, más resignada, y también la duda tendía a inmovilizarme. Había llegado el momento de replantear mis métodos; sospechaba que el anterior, la inspección minuciosa de cada pieza, era más correcto que la huida desenfrenada; pero tampoco tenía seguridad de que me sirviera de algo, y siempre quedaba la posibilidad de que en la pieza siguiente estuviera la ansiada salida al exterior.

Al mismo tiempo intuía que no iba a ser tan simple hallar una salida: que, independientemente de cómo había llegado a ese lugar, esta llegada no podía ser casual, y supuse que la salida tampoco habría de serlo. De todos modos no tenía ánimos para proseguir con la inspección metódica. Contemplé la posibilidad de instalarme en alguna de esas piezas desocupadas durante un tiempo, para descansar y dejar que se restablecieran un poco mis nervios. Pero sentí que la ansiedad no me permitiría descansar.

Mientras manejaba estos pensamientos seguía mi recorrido, a paso normal, y no prestaba más que escasa atención a lo que veía. Debí de atravesar una larga serie de piezas desocupadas antes de hallar una familia, y luego otra; y al continuar avanzando advertí que las piezas ocupadas comenzaban a darse con mayor frecuencia. En cada una de ellas se producía algún incidente menor; debí de concluir que no sólo no era habitual que alguien hiciera este recorrido, sino que debía de ser un fenómeno muy ‘, poco frecuente o tal vez no previsto. El denominador común era la sorpresa, a la que a menudo se agregaba el miedo.

Sólo puedo registrar un caso de total indiferencia: en una habitación que, al parecer en forma excepcional, ocupaba un hombre solo, éste, sentado en su mecedora leyendo un libro, apenas levantó la vista y volvió a su lectura aun antes de que yo abriera la puerta de salida. Esto me produjo una curiosa sensación de resentimiento.

Cuando la luz se apagó, después de la guiñada correspondiente, no pude menos que dormirme a pesar de mi promesa de mantenerme despierto para espiar a quienes traían la comida.

6

Tuve un sueño largo y complejo; desperté cansado y sin poder recordar ninguna imagen: apenas una idea de su estructura, un diálogo o discusión a tres o cuatro voces, en la que se avanzaba penosamente, con repeticiones que de continuo alguien se empeñaba en introducir; recordé también la sensación de que me iluminaban la cara con una linterna, pero no pude saber si era parte del sueño, o si había sucedido en los hechos; tal vez, a causa de mi preocupación por la persona que traía la comida, lo había inventado al tratar de revivir el sueño en el momento de despertar.

También me sentía malhumorado. Y no podía despejarme por completo. Quedé largo rato en la cama, hasta que la cama también me resultó incómoda. Me levanté y me vestí, para tenderme de nuevo y cerrar los ojos. No me volví a dormir, pero traté de que mi mente descansara un poco, rememorando escenas de mi vida cotidiana. Ana volvió a hacerse presente, pero tal vez de manera un poco forzada, como si yo me obligara a desplazar otras imágenes. La verdad es que mi preocupación por lo que me estaba sucediendo era tan grande que no podía evitar mortificarme constantemente con esas preguntas que no podía responder. Al mismo tiempo sentía necesidad de hacer algo concreto, sin poder definirlo; presentía que había allí más cosas para ver que las que yo veía, y más cosas para hacer de las que me parecían posibles. Había ocupado las dos jornadas precedentes en moverme a impulsos emocionales; pensé que había llegado el momento de proceder racionalmente.

Pero mi cerebro estaba dominado por la pereza, y se movía con lentitud. Además me faltaban puntos de referencia. Lo único que se me ocurría era la misma opción entre dos líneas a seguir: o bien la inspección metódica, o bien el avance veloz y ciego en la única dirección posible.

Me costó cierto esfuerzo imaginar una tercera línea: combinar las dos posibilidades, en un avance que incluyera una inspección rápida.

Luego pensé que debía trazar un plan y cumplirlo; hacer una lista de los elementos con que contaba, y apuntar hacia aquellos detalles que más evidentemente debía tener en cuenta; pero todo eso se me antojó de pronto demasiado trabajoso, y descubrí que en realidad no tenía ganas de actuar de forma racional. De inmediato me dije que nunca en mi vida lo había hecho; que siempre me había guiado más por las emociones que por la razón, y no veía ahora la forma de cambiar, ni sentía tampoco, en lo profundo, que ello me fuera imprescindible.

El resultado fue un malhumor creciente que pronto se transformó en depresión; me puse a examinar con severidad inusitada las aristas negativas que siempre había sospechado en mí, pero que nunca había llegado a ver de forma tan cruel; me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario.

Aquí, todo era mucho más claro, no había para elegir entre demasiadas cosas, y me veía a mí mismo con una desconsoladora carencia de recursos. Imaginaba a cualquier otra persona en mi situación, a cualquiera de mis amigos, y me los representaba actuando con eficacia y rapidez. Me di vuelta contra la pared y me tapé la cabeza con la almohada, pero no logré dormir ni acallar los pensamientos. Por fin me levanté, comí pan con queso y tomé del café de la cacerolita.

Mientras encendía el último cigarrillo del paquete mi vista cayó sobre unos libros que había, junto a otros objetos, sobre una repisa, por encima de la cama. Los otros objetos eran cacharros de adorno, ordinarios. Tomé los libros y me senté en la mecedora a examinarlos.

Las tapas eran grises y llevaban solamente el título, sin ninguna ilustración. El interior presentaba una masa compacta de letras con escasos espacios en blanco, y ninguna hoja en blanco al principio ni al final. Las letras eran en su mayoría iguales a las de nuestro alfabeto, pero había muchas, también, que jamás había visto. A menudo aparecía en una palabra una serie muy larga de nuestras consonantes, y no pude en definitiva hacerme una idea del tema que trataba el libro, ni reconocer una sola palabra. En este sentido, los cuatro libros del estante me resultaron idénticos.

El papel amarillento y la tipografía me indicaron que se trataba de libros antiguos, como los que sabía impresos alrededor del 900. Si bien creía no haberme ilusionado con los libros, los devolví al estante con un sentimiento de decepción.

Tiré la colilla al suelo y di un par de vueltas sin sentido por la pieza. Luego me registré los bolsillos, como para no dejar nada olvidado, y pasé a la pieza siguiente.

Mi recorrido fue lento e improductivo; la jornada finalizó sin pena ni gloria, luego de haber transitado unas cuantas piezas, ocupadas y desocupadas. Sólo me quedó la impresión de que las piezas desocupadas se hacían menos frecuentes, y las familias más numerosas.

En las jornadas que siguieron, durante las cuales se mantuvo mi estado depresivo, fui confirmando esa impresión; al mismo tiempo, noté que las habitaciones y las gentes, salvo excepciones, se iban empobreciendo. Las paredes tenían manchas de humedad y trozos de revoque desprendidos, las ropas de las gentes estaban más gastadas y, de forma paralela, aumentaba la agresividad de hombres y mujeres, en especial de los más jóvenes.

No puedo anotar ningún incidente violento, pero casi sin excepción se me miraba mal y, en muchos casos, el odio era evidente. En las personas mayores subsistía el miedo, aunque las familias numerosas se sentían defendidas por la agresividad de los hijos.

En este período llegué a obsesionarme por una única idea: quedarme una noche sin dormir para sorprender a la gente que traía la comida.

Pero, invariablemente, pasaban muy pocos minutos desde el momento en que se apagaba la luz-y apoyaba la cabeza en la almohada, hasta que me quedaba profundamente dormido. Saqué la conclusión de que por algún medio se me inducía al sueño. Planeé pasar un día sin probar bocado, pensando que podría haber una sustancia somnífera en la Í comida, pero no tuve voluntad para hacerlo.

En cambio, una vez decidí no acostarme en el momento en que se apagara la luz; comencé a caminar por la pieza, pero el sueño me fue dominando de todos modos y en tal grado que a la jornada siguiente desperté instalado en la mecedora.

Decidí que tenía que hacer el plan, y munirme de la fuerza de voluntad necesaria para llevarlo a cabo; pero las jornadas se sucedían insensiblemente, se me escapaban de las manos. En cambio pensaba todo el tiempo en las posibles respuestas a mis preguntas, y hacía trabajar la imaginación de un modo excesivo. Sólo conseguí ampliar el número de preguntas sin respuesta, y de este período datan mis primeras anotaciones breves.

Se me hizo evidente lo cierto de mi idea de que de alguna manera se me suministraba una droga. Tardaba mucho en despertarme y nunca lo conseguía del todo. Incluso a menudo tuve la impresión de que las luces se apagaban antes de lo previsto, y que las jornadas no eran regulares.

Me sentía preso en un sistema arbitrario y cada vez más limitativo. Mis sueños se volvieron más trabajosos. Recuerdo uno de ellos que me pareció repetirse muchas veces a lo largo de este período: se trataba de un juicio, en el que yo era el acusado. Al despertar no recordaba ninguna imagen precisa, pero creía recordar seres, de gran corpulencia, que debatían en forma exhaustiva en torno a «mi caso»; yo, el acusado, no era tenido en cuenta. Estaba presente pero no me hacían preguntas, ni se me señalaba, ni se me daba ninguna oportunidad de defensa; en realidad parecía no existir para ellos, más que como tema de discusión. Sin embargo alguien, aunque no recuerdo palabras, me defendía (sin entusiasmo, tratando de ser objetivo), y alguien (con la misma objetividad) me acusaba. Diría mejor que varios seres trataban, mediante la discusión, de ponerse de acuerdo sobre ese tema que era yo; nadie buscaba tener razón, sino que parecían buscar la verdad, y querer actuar con justicia.

Nada supe sobre el resultado de estos debates, ni que se tomará ninguna decisión; sólo sé que me despertaba más cansado que de costumbre, y con el sentimiento de haber participado en un hecho real.

Lamentaba que la memoria rescatada para la vigilia fuera tan escasa e imprecisa, y notaba cómo estos sueños ejercían una influencia perniciosa, paralizante, sobre mis acciones del día.

También se repitió muchas veces la impresión de haber sido enfocado por una luz, mientras dormía.

Todas estas cosas tendían a debilitarme cada vez más; -sentía la necesidad de hacer algo distinto, y aunque ya tenía varias direcciones hacia las cuales apuntar, no conseguía reunir las fuerzas necesarias.

Ocupaba el tiempo en transitar lentamente mi camino en su único sentido, y al advertir las variantes del escenario -el empobrecimiento, el número de habitantes- pensé que habría, en algún momento, alguna variante exterior que, presionando sobre mí, me obligara a actuar de otra manera.

No tardaron en suceder cosas distintas.

7

Había decidido tomarme vacaciones en una habitación. Quería preparar el espíritu para ese cambio en mi manera de actuar, y al mismo tiempo aprovechar la circunstancia de haber hallado una pieza desocupada y tranquila; ya las piezas desocupadas no abundaban, y muchas veces las encontraba más o menos saqueadas (presumiblemente por jóvenes que se atrevían a incursionar en piezas vecinas, y entonces faltaban elementos imprescindibles, como por ejemplo la estufa), o bien, y esto era muy frecuente, sucedía tener por vecinos a gente ruidosa.

Ya había vivido la experiencia de pasar allí una noche sin estufa respirando ese aire frío y húmedo, o de sentirme perturbado durante el día por el constante alboroto en las piezas de al lado, y se me había creado el temor de no hallar ninguna pieza aceptable durante una jornada entera, y tener que dormir junto a gente desagradable. Por estos motivos, una vez que hallé una pieza en bastante buenas condiciones, con su estufa y demás elementos intactos, entre dos deshabitadas y en silencio, decidí instalarme por un plazo más o menos prolongado.

Durante la primera jornada de quietud me sentí mucho mejor; aproveché lápices y papel que había requisado en habitaciones anteriores e hice nuevas anotaciones, muy extensas y detalladas, que más tarde me sirvieron como referencia para narrar esta historia con la mayor fidelidad posible; entre las anotaciones incluía algunas teorías, más o menos rebuscadas, sobre el cómo y el porqué de mi llegada allí, y también algunos dibujos sobre la forma -un tema que ya había empezado a preocuparme- que podía tener este lugar (si bien en apariencia era una larga hilera de habitaciones en línea recta, se me ocurrió que también podría adoptar la forma circular, o cualquier otra, ya que las pequeñas variaciones en la inclinación de las paredes pasarían totalmente inadvertidas a mis sentidos; comenzó a preocuparme, entonces, la idea de que en un momento determinado de mi avance podría encontrarme en aquella habitación inicial, vacía y oscura, que me había recibido).

Comí frugalmente, y ese día rechacé la carne, pensando que podía ser el vehículo más apropiado para la droga; me dediqué al queso, al pan y a la fruta. Durante la segunda jornada repetí más o menos la primera, ocupando más tiempo la cama, en lugar de la mecedora. Promediando la tercera jornada recibí la visita de Mabel.

La llamé Mabel porque fue la primera, y pienso que la última, palabra que le oí pronunciar; tal vez no haya sido exactamente esa la palabra, pero así la entendí y la adopté.

Yo estaba tirado en la cama, con los brazos detrás de la cabeza, mirando el techo. Había llegado a una deducción importante: en las habitaciones tenía que haber, por fuerza, un conducto de ventilación. A la vista no había ningún orificio; pensé, entonces, que las molduras de yeso próximas al techo, en forma de flor, debían de ser algo más que un simple adorno. Me dije que no estaría de más investigarlas, pero aún no sentía el entusiasmo necesario para moverme de la cama.

Se abrió bruscamente la puerta de entrada e hizo su aparición lo que en un primer momento creí un muchachito. Tenía pelo negro, corto, mal cortado, y llevaba pantalones azules, estrechos y desgastados, similares a los blue-jeans. Cerró la puerta también de forma violenta y se recostó contra ella, respirando fatigosamente, los ojos entrecerrados.

Se oyeron golpes, del otro lado, y alguien movía el picaporte. Me levanté de un salto, aparté al muchachito y coloqué una silla debajo del picaporte; era una acción que ya había previsto, y me había aliviado comprobar que el respaldo de la silla calzaba justo, como para trancar la puerta.

El muchachito abrió los ojos, grandes y de un castaño verdoso, me miró sin agradecimiento y se sentó en la silla. Eran ojos de mujer. En la mano traía un bulto, algo como una servilleta agarrada por las puntas vueltas hacia arriba.

Había cerrado los ojos otra vez y tenía la cabeza echada hacia atrás, tocando la puerta. Su respiración se normalizaba lentamente. Yo estaba de pie, mirándola con asombro y sin saber qué hacer.

Luego me cansé y volví a mi lugar en la cama, desde donde la espiaba continuamente. Estuvo mucho rato sin variar de posición ni de actitud.

Fue poco antes del guiño de la luz cuando se levantó del asiento con mucha tranquilidad y se acercó a la mesa; allí soltó las puntas de la servilleta y dejó caer sobre un plato cantidad de hermosas frutas. Tomó una manzana y con un cuchillo le quitó la cáscara; luego repitió la operación con otra, y me la alcanzó en silencio.

Se sentó en la mecedora, de espaldas a mí, a comer su manzana. Yo, perplejo, miré un rato la que me había dado y por fin resolví hacer lo mismo.

La luz guiñó; ella dejó despaciosamente la mecedora y se quitó el saco azul, marinero, y lo colgó en el respaldo. Debajo tenía una blusa blanca que destacaba unos pechos interesantes. Se aproximó a la cama, y ante mi asombro pasó por encima de mi cuerpo y se tendió a mi lado. Sin taparse, sin quitarse los zapatos, se volvió hacia la pared, y estoy seguro de que un instante después, al apagarse la luz, ya dormía.

En mi cabeza comenzaron a dar vueltas multitud de ideas, la mayoría eróticas. El problema sexual me venía preocupando, ya, hacía cierto tiempo. Pero pronto sentí que el sueño me dominaba, y apenas atiné a retirar una manta que estaba debajo de su cuerpo y a taparla con ella; era muy angosta y no alcanzó a cubrirme.

Antes de quedar dormido me invadió una alegría feroz; sentí que esa compañía femenina, a pesar de lo extraño de la situación, me hacía bien.

8

Al despertar, la luz eléctrica ya había sido encendida y no había nadie a mi lado. Busqué a la muchacha con los ojos pero ya no estaba en la pieza. Me levanté y vi que el resto de la fruta, así como la servilleta, seguían encima de la mesa. Esto me tranquilizó; la presencia de la muchacha había sido real, y no un delirio.

Me lavé y comí algunas frutas. Eran mucho más ricas que las que había comido antes allí, o así me parecieron. Después preparé café. Me encontraba con el ánimo mucho mejor dispuesto.

Ahora que se me habían terminado los cigarrillos me veía obligado a fumar en pipa; las pipas, y el tabaco, se encontraban con cierta frecuencia en las habitaciones. Había formado una pequeña colección de tres pipas, que usaba de forma alterna. Encendí una, y me senté en la mecedora a fumar y tomar café.

No quería esperar a la muchacha. Me parecía que lo mejor que podía hacer era actuar como si ella nunca hubiese existido. Pero a un nivel más profundo, me di cuenta de que la estaba esperando y que no podía evitarlo. Una vez terminado el café, resolví engañarme a mí mismo y ponerme a trabajar en mi última idea.

Corrí ligeramente la cama de su sitio y ubiqué la silla -que aún estaba junto a la puerta, trancando el picaporte- debajo de una moldura próxima al-techo, en el rincón formado por la pared izquierda y la pared de la puerta de salida. Con un cuchillo en la mano subí a la silla y me puse a escarbar en la moldura. Introduje el cuchillo entre el borde inferior y la pared, y di unos golpecitos e hice palanca.

No obtuve más resultado que el desprendimiento de un polvillo de yeso, o algún otro material quizá más duro. Luego cambié de sistema, y aplicaba alternativamente algunos golpes con el mango del cuchillo y otros con la punta, hasta que la moldura se quebró y cayeron grandes trozos. Antes de completar la obra con unos golpes bien acomodados, ya había visto el orificio y notaba el movimiento de las aspas de un extractor de aire.

Cuando el orificio quedó totalmente al descubierto, vi que tenía el tamaño aproximado de mi puño, y que era el extremo de un conducto. Las aspas del extractor giraban a una distancia de veinte o treinta centímetros. Me sentí satisfecho al comprobar que mi deducción había sido correcta, pero no lograba hacerme una idea de la utilidad de esa comprobación. Quedé un rato parado en la silla, mirando cómo giraban las aspas silenciosamente, y cuando oí que una puerta se abría y me volví y la vi a ella parada junto a la puerta de entrada me sentí muy tonto. Ella debió tener la misma sensación, porque me miró y soltó una carcajada feliz, sonora y tintineante.

Me bajé de la silla y dejé el cuchillo sobre la mesa; me acerqué a la muchacha, quien continuaba riendo, y me pareció que había adquirido una personalidad enteramente distinta a la del día anterior. Situé su edad alrededor de los veinte años, quizá uno menos. Al reír, los ojos le brillaban con una sana malignidad infantil.

Estiró un brazo y me alcanzó un frasquito chato que tenía en la mano. Lo destapé; olía a menta. Tomé un trago, y le devolví el frasco; ella bebió con placer, pero no quiso conservar el frasco que, evidentemente, era un regalo que me traía.

Recién entonces hice conciencia de que había aparecido por la puerta de entrada otra vez. Me quedé perplejo; había hecho una cosa que parecía imposible; por dondequiera que hubiese salido, había encontrado la manera de volver a entrar por esa puerta. Ahora estaba cerrada; me acerqué y moví el picaporte -a pesar de saber que había estado la silla debajo todo el tiempo- y no obtuve resultado. De todos modos, la solución debía de estar en otra parte, y no en la puerta. En ese momento comencé a pensar que tal vez la muchacha formara parte de los hipotéticos habitantes de alguna estructura paralela, tal vez los mismos que renovaban la provisión de alimentos.

La miré a los ojos y le hice preguntas. Cómo se llamaba, de dónde venía y, naturalmente, cómo había hecho para irse y volver a entrar por allí. Tuve la vaga sensación de que sí me entendía; pero no respondió, en ningún idioma. Volvió a reír, y no pude menos que acompañarla.

Luego, sin prestarme más atención, se dedicó a tareas culinarias. Puso a calentar agua en una ollita, y sacó de la estantería un paquete de arroz. Echó unos puñados dentro del agua, y luego se quedó junto a la cocina, revolviendo de vez en cuando con una cuchara.

Yo no sabía qué hacer. Me seguía sintiendo tonto, y tuve que reprimir las ganas de volver a trepar a la silla para mirar el extractor, y dejar de lado mi intención de romper las otras molduras de las restantes esquinas para ver si ocultaban algo distinto.

Entonces me acerqué a la muchacha y comencé a hablarle. Sonrió con cierta ternura. No podía saber sume entendía o no, pero seguí hablando. Le hablé de mí, y también de ella; elogié su belleza, agradecí los regalos que me había traído. Cuando el tema se agotó, comencé a recitar algunos poemas que recordaba -aunque hasta ese momento no sabía que realmente los recordaba. Con uno de ellos tuve un éxito inesperado: la muchacha dejó por un instante el arroz, y un poco sonrojada me dio un beso en la mejilla. Yo la tomé de la cintura y la besé en la boca; no encontré resistencia, pero tampoco noté que respondiera. Después me apartó suavemente y siguió con la comida. Me senté en la mecedora y encendí la pipa.

El almuerzo consistió exclusivamente en arroz y frutas. Ninguno de los dos -yo más que nada por respeto a su trabajo- tocó las tiras de carne fría, que también esa noche habían renovado.

Después ella ocupó la mecedora y yo me recosté en la cama.

Luego de un largo silencio le pregunté, suavemente y con naturalidad:

– ¿Cómo te llamas?

Fue entonces cuando ella dijo su única palabra, que yo adopté como «Mabel». No intenté hacer más preguntas, pues intuía que no habría de obtener respuesta.

Después de otro larguísimo silencio se levantó de la mecedora, se acercó a mí, me rozó la mejilla con dos dedos, y antes de que pudiera hacer algo por detenerla dio media vuelta y desapareció por la puerta de salida.

Salté de la cama y corrí hacia la pieza vecina; estaba vacía. No me animé a pasar de la puerta, porque tenía motivos para permanecer aún en la mía y, de todos modos, sabía que aunque lograra alcanzarla, no tenía sentido perseguirla. Ella parecía saber muy bien lo que hacía, y había nacido en mí un gran respeto por su persona y sus decisiones. Cerré la puerta de salida y volví a la cama, con una mezcla confusa de pensamientos y sentimientos.

Esa muchacha sabía muchas cosas. Poco a poco me fue entrando como una fiebre, un torbellino donde se mezclaban preguntas y respuestas, teorías, todo aquello que no sucedía mientras ella estaba presente; ahora, sentía que algo se me escapaba, que la comprensión de todas las cosas estaba muy cerca y alcanzaba a rozarla apenas, y luego desaparecía. Después, un poco más sereno, pensé que había hecho un entrevero de planos mentales, y que era la muchacha, y no la comprensión, lo que se me escapaba; que ella era algo que no podía poseer ni controlar, alguien que sabía muchas respuestas a mis preguntas y que, sin embargo, no habría de responder; alguien que, al menos, podría servirme de consuelo o de compañía, pero que también a esto habría de negarse. Nuevamente, sentí que la rabia me dominaba. La descargué contra las molduras restantes, pero no sentí interés por ver qué ocultaban. Volví a acostarme, tapándome la cabeza con la, almohada, y me dormí, presumo, antes de que se apagara la luz.

9

Y por primera vez desperté antes de que la luz se encendiera. Tenía la mente mucho más despejada que de costumbre, y me sentía más vitalizado. Esperé la luz con impaciencia, porque ahora tenía un deseo urgente de ver lo que había debajo de las molduras rotas.

Hubo un sonido leve; algo se movió en la habitación. Me preparé para actuar, pensando que por fin habría de capturar a quien traía la comida; pero el ser que había entrado ocupó la mecedora y empezó a hamacarse lentamente. Deduje que era Mabel, y la llamé en voz baja por este nombre.

La mecedora dejó de moverse, y oí que ella se levantaba y caminaba hacia mí. Era, efectivamente, Mabel. Se sentó en la cama y me acarició el pelo con su mano pequeña. Le tomé las manos y las besé. Luego quedamos así, con las manos tomadas, como novios un tanto estúpidos, hasta que la luz se encendió minutos más tarde. Ella sonreía.

Observó sin curiosidad ni vergüenza cómo me vestía, y esta vez fui yo quien la invitó con el desayuno. Preparé café y, como se trataba de una ocasión especial, tosté un poco de pan al fuego, pinchándolo en un tenedor.

Luego me tomó de la mano y mostró la intención de llevarme fuera de esa pieza. Le pedí que me esperara unos instantes, y haciéndola reír de nuevo me subí a una silla y miré en cada uno de los rincones próximos al techo. En todos había un agujero en el lugar tapado por las molduras; pero no pude apreciar más nada. No se veían aspas de extractores ni cosa alguna. Desilusionado, recogí mis cosas -las pipas, el lápiz, el papel, el saco- y me dejé conducir a la otra habitación.

De allí pasamos a otra sin detenernos, y así hicimos un recorrido más bien largo. No hallamos ninguna pieza ocupada, y cada una iba mostrando un avance bastante evidente en los deterioros. Así llegamos a una pieza que daba una idea muy deprimente de suciedad, abandono y desgaste.

Mabel, sin vacilar, se soltó de mi mano y se dirigió a la gran cama ubicada, como todas, contra la pared izquierda. Tiró de ella y consiguió moverla lo suficiente para dejar al descubierto un gran agujero que abarcaba parte de la pared y del piso.

Luego, con su particular manera de hacer las cosas, esperó. Esperó largamente, mirando la negra abertura como si de allí fuera a salir algo interesante. En realidad sabía que debíamos meternos por allí. La idea no me entusiasmó. Sentí miedo.

Seguimos un buen rato, siempre tomados de la mano, los dos mirando en la misma dirección. Pienso que de haber estado solo habría sentido una clase distinta de miedo; enfrentarme a lo desconocido, emprender una aventura distinta, no sé; y que, con miedo y todo, no habría vacilado en meterme por allí. Era, sin lugar a dudas, la posibilidad que había estado buscando durante jornadas interminables.

Pero ahora, aunque en ese momento no lo analizara, mi urgencia por encontrar una salida era mucho menor. Me sentía bien al lado de Mabel. Por otra parte, temía que ella no me siguiera, o que sucediera cualquier cosa que llevara a una separación.

Por fin, con elegantes movimientos felinos, se puso de rodillas, apoyó las manos en el suelo y comenzó a gatear, introduciéndose en el túnel; antes de que sus pies desaparecieran de la vista yo ya estaba siguiéndola.

Fue un recorrido largo, difícil. El túnel formaba una suave curva; al principio descendía lentamente, luego se hacía más o menos horizontal y por último ascendía, también con suavidad.

A pocos metros del agujero de la entrada nos envolvió la oscuridad total. El aire estaba enrarecido, y había zonas muy húmedas. El espacio en el cual uno podía moverse no era regular; a veces el túnel se hacía aún más estrecho, y me veía obligado a arrastrarme. En ocasiones ofrecía una mayor amplitud, pero no tanta como para incorporarme y caminar. La posición más cómoda que podía lograrse era la de cuatro patas.

No sé si el recorrido fue tan largo como me pareció; de no haber sentido el constante reptar de mi compañera delante de mí, habría caído en la desesperación. Mi ropa estaba sufriendo su desgaste final; la aspereza del suelo, probablemente cemento, me iba raspando los pantalones, sin remedio; y algo, probablemente tierra húmeda, se me iba pegando a las ropas.

La desembocadura se vio desde lejos, como un gran círculo luminoso contra el cual se recortó la silueta en movimiento de la muchacha. Mi corazón comenzó a golpear con fuerza, porque esa luz no podía provenir de ninguna otra fuente que el sol. Al mismo tiempo un aire nuevo, distinto del que había respirado en todo aquel lugar, y distinto, muy especialmente, del aire enrarecido del túnel, me llegó a los pulmones como un mensaje de libertad.

Tuve ganas de acelerar el avance, de precipitarme hacia la salida a toda velocidad; pero mi compañera mantenía incambiado el ritmo de su reptar. Por fin alcanzamos el tramo final y salimos al exterior.

La luz me cegó; pero a través de las lágrimas pude ver el mar, y la arena, y me invadió una alegría desbordante. Mi compañera se había incorporado y se sacudía la ropa con la mano, en inútil intento de limpieza. Yo también me incorporé, y la rodeé con los brazos, la tomé de la cintura y le hice dar vueltas; ella respondió con el tintineo de su risa. Las lágrimas me hacían arder los ojos y ya no podía abrirlos sin sentir un dolor intolerable; a tientas me acerqué al borde del agua, sin preocuparme de las olas que llegaban a mojarme los zapatos, me agaché y recogí agua con el hueco de las manos y me lavé los ojos y la cara; era agua salada, pero de todos modos me alivió.

Volví, con los ojos abiertos, junto a Mabel. Sufrí una decepción muy grande: por primera vez podía apreciar el lugar donde estábamos, y me di cuenta de que aquello no era la libertad.

Nos encontrábamos en lo que parecía ser la parte interior de -una represa. El agujero por el que habíamos salido, junto a otros similares, estaba situado en una enorme muralla de piedra y cemento, más alta que cualquier otra que hubiera visto antes. Adoptaba una forma semioval, y rodeaba la minúscula playita en la que nos hallábamos; sus extremos se metían mar adentro y se perdían de vista a lo lejos, bajo la superficie del agua.

No podía sospecharse qué había del otro lado de la muralla; descarté rápidamente la posibilidad de bordearla, nadando, para averiguar qué sucedía fuera de la concavidad, en primer lugar porque no sé nadar muy bien, y porque la parte visible llegaba muy lejos mar adentro y no podía saberse dónde terminaba; y por otra parte, a poca distancia ya el oleaje era impresionante.

Dejé momentáneamente de lado a Mabel y recorrí la playita con desesperación; había algunas rocas, pegadas a la muralla, y la arena era gruesa y no muy limpia. Había dos agujeros más, a los costados de aquél por el cual habíamos emergido; sin duda corresponderían a túneles similares. Me pregunté adónde conducirían.

Mabel se había parado en el borde del mar y miraba el horizonte, como esperando ver aparecer un barco; el sol aún estaba bastante alto, frente a nosotros, y calculé que faltarían cuatro o cinco horas para su puesta. Me di vuelta nuevamente y observé la muralla; concluí que era imposible de escalar. Estaba formada por enormes bloques de piedra, algunos grises, otros rojizos, unidos entre sí por cemento o algo similar. Aunque había pequeños salientes y huecos, ni el mejor alpinista se habría atrevido a ascender a tal altura; o quizá sí, pero yo no. Sin embargo, la comprobación de que seguía estando prisionero no me quitó finalmente la alegría: había conseguido sol, aire y mar, y después de aquel encierro casi era más de lo que podía pedir.

Cuando me volví otra vez hacia Mabel, vi que se estaba quitando la ropa. Había dejado los zapatos en la arena, cerca de la muralla, y se sacó la blusa. Tenía pechos grandes y firmes; apenas oscilaron con los movimientos que hizo para quitarse el pantalón. No usaba otra clase de prendas.

Su desnudez, que llevaba con tanta naturalidad como un vestido de todos los días, me dejó mudo, clavado en mi sitio. Sufrí una serie de reacciones, muy rápidas, que sólo tiempo después me ocupé en analizar al recordarla. Había una contradicción, ya en la muchacha, ya en mí mismo, que me provocaba las reacciones, distintas y aún antagónicas. El cuerpo era de una belleza sólida, de una lujuria excitante, y lo primero que sentí fue un deseo rabioso de poseerla. Una oleada de ansiedad sexual me recorría todo el cuerpo y finalmente me provocaba una erección total y perentoria. Pero Mabel era algo más que su cuerpo, y se presentaba ante mis ojos como la imagen misma de la inocencia. No había en su actitud ni el menor asomo de provocación. De inmediato, la oleada de mis deseos se veía enfrentada a esa actitud esencialmente asexuada de la muchacha, y la erección cedió en un instante y la corriente que me electrificaba el cuerpo pasó a transitar, supongo, por otras vías: me invadió un estado de dulzura y lucidez, y me sentí realmente un hombre, un ser humano, un ser que formaba parte de la Naturaleza, una partícula ínfima y sin embargo imprescindible del Universo.

Caminó hacia el agua, y en el momento en que sus pies eran lamidos por una ola, se dio vuelta para saludarme con una mano en alto y una sonrisa. Luego se introdujo en el mar.

El agua la fue cubriendo, y cuando le llegaba a la cintura se sumergió. Nadó un rato por debajo del agua y apareció un poco más lejos; luego siguió nadando.

Me tendí sobre una roca. El sol no era muy fuerte, y ese calor era exactamente lo que necesitaba. Resolví quitarme la ropa yo también, y volví a tenderme, ahora sobre la arena. Ya no había en mí pensamientos eróticos; después, conseguí alejar todo tipo de pensamientos.

No advertí que había regresado hasta que su carne blanca pasó delante de mis ojos; yo estaba echado de costado, la cabeza apoyada sobre mi brazo derecho extendido, y vi cómo se vestía sin preocuparse de que su cuerpo estuviera todavía mojado, ni de que yo la observara. Mostraba en la cara una felicidad intensa, casi mística.

Me puse mis ropas y fui a sentarme junto a ella. En el bolsillo conservaba el frasco que me había regalado; bebimos unos tragos del licor y ella tomó el frasco vacío y lo arrojó al agua. Flotó unos instantes y luego se hundió.

Nos observamos largamente. Me seguía desconcertando ese tiempo suyo: parecía no esperar nadé, como si se sintiera bien de continuo, sin la necesidad de hacer nada para evadir el minuto presente; no había conocido nunca a un ser tan lejos de la ansiedad o del miedo, una especie de animalito feliz. Me miraba sin ninguna expresión en particular; estaba seguro de ser para ella un objeto lindo, tan lindo como un trozo de la muralla o como el tapón del frasco que había quedado sobre la arena, o como todos y cada uno de los objetos que componían su mundo. Y esta idea no me hacía sentir rebajado a la condición de objeto; por el contrario, me sentía integrado a ese mundo tan especial, donde todo estaba vivo, donde las rocas y los tapones de los frascos adquirían, junto a ella, una dimensión distinta; me sentía orgulloso de formar parte de esa colección, aunque abarcara todos los objetos posibles, quizá porque tenía la certeza de que no debían de ser muchos los seres humanos con los que ella compartía su alegre soledad.

Me sentí humillado cuando necesité tomarle una mano entre las mías; lo sentí como un gesto vano de posesión, que me situaba muy lejos de lo que era ella. Pero ella no varió su actitud, y me siguió contemplando inexpresivamente, y supe que estaba viviendo todo al mismo tiempo, saboreando el aire y el sol y el ruido del mar y mi presencia.

La jornada concluyó esta vez con la puesta de sol, que se había ido hinchando y enrojeciendo sobre el horizonte. Aun antes de que fuera tragado por el mar, el aire se volvió frío, y noté que la muchacha, como yo, temblaba ligeramente. Di un último vistazo a la playa y, de común acuerdo, emprendimos el camino de regreso por donde habíamos venido.

Se me había ocurrido que los otros túneles merecían ser explorados; pero no quise arruinar la paz que había obtenido, ni crear la menor posibilidad de una separación de Mabel. La seguí por el túnel, en un recorrido que ahora me resultaba más fatigoso. Desembocamos en la pieza, que ya estaba a oscuras. Encendí un fósforo.

No había comida sobre la mesa, ni estufa de queroseno. Sin embargo no quise abandonar esta habitación que contaba con el precioso tesoro de la desembocadura del túnel. El fósforo me quemó los dedos; lo arrojé al suelo y encendí otro.

Esta vez Mabel se quitó los zapatos antes de acostarse.

El sueño me iba dominando. Yo tampoco me desvestí: solamente me quité los zapatos y el saco, después de haber arrojado el segundo fósforo, y por algún motivo no razonado, a tientas, empujé la cama contra la pared.

Luego me acosté y pasé el brazo derecho por debajo de la cintura de la muchacha, y me dormí de inmediato.

El despertar trajo consigo un nuevo período de desolación.

10

La luz estaba encendida, Mabel no estaba a mi lado, y mis bronquios se quejaban con intensidad. El frío y la humedad eran realmente crueles y de las paredes descascaradas parecía desprenderse continuamente un aire maligno, enfermante.

Me costó mucho resolverme a salir de la cama. Cuando lo hice, advertí que la pieza no había sido visitada por los seres anónimos; todo presentaba el mismo aspecto de lugar olvidado. Tampoco Mabel había dejado rastros. Allí no había nada que atestiguara su presencia. Sentí una punzada en el corazón ante el presentimiento, casi una certeza, de que había desaparecido de mi vida para siempre.

Retiré la cama y contemplé el boquete. Me pareció increíble que condujera a una linda playita. Volví a empujar la cama contra la pared, dudando de mis recuerdos del día anterior, y me acosté.

Al rato sentí hambre. Me levanté y busqué detrás de la cortina raída de la estantería; sólo había un paquete de arroz, y otro de fideos.

Fui hasta la puerta de salida y espié hacia la pieza vecina. Estaba tan vacía y presentaba un aspecto tan desolado como ésta. Sobre la mesa no había comida fresca. Tampoco había café.

Volví a la estantería y tomé el paquete de arroz. Sin mucho entusiasmo me puse a calentar agua, y herví unos puñados que más tarde comí con desgano. Luego volví a acostarme.

Así pasó esa jornada, y la siguiente, y la tercera. La única variante era que cada vez me sentía más enfermo. Tuve que abandonar la pipa, porque mis bronquios ya no la toleraban. A menudo tosía, con una tos seca que me hacía doler el pecho, y estornudaba. Por momentos me sentía afiebrado.

Pero el secreto de mi enfermedad no estaba tanto en el aire que respiraba como en la espera inútil del regreso de la muchacha.

También sabía que las condiciones se habían hecho más duras, y que cualquier resolución que tomara debería ser formulada dentro de un plazo fijo, muy breve; no podía seguir en esa pieza insalubre, y la comida -el arroz, los fideos- estaba tocando a su fin.

A la jornada siguiente debería resolver qué rumbo tomar: si continuar avanzando, o si retornar a la playa y explorar los nuevos túneles. También, y esta última posibilidad era más acorde con mi estado de ánimo, podría continuar allí, a esperar la muerte, dándome por vencido. Pero sabía que no habría de hacerlo aunque me lo propusiera. Siempre me resultó imposible elegir un callejón sin salida. Un poco por cobardía, otro poco por curiosidad, siempre había optado por seguir viviendo un rato más.

Al despertar en la cuarta jornada en esa habitación, ya había tomado, íntimamente, una resolución que me pareció atinada: volvería a utilizar el túnel para ir a la playa; era, aunque no contaba con ello, una esperanza de encontrar a Mabel. Una vez en la playa elegiría cualquiera de los otros dos túneles para una exploración cautelosa; en caso de fracasar, siempre tenía la posibilidad de volver a esta pieza, y de allí seguir avanzando en la línea anterior.

Por otra parte, la idea de seguir el avance de rutina también era atractiva. Me parecía evidente que muy pronto debería producirse algún cambio; el deterioro de las piezas no podía continuar de forma indefinida, y aquello tenía que desembocar en algo distinto o, de acuerdo con mi teoría de un lugar circular, encontrarme nuevamente en la primera de las piezas. La verdad es que la única diferencia entre aquella pieza y esta última era la iluminación y el escaso mobiliario.

Pero, de todos modos, elegí la playa. Envolví los últimos granos de arroz cocido en uno de mis papeles y puse el paquete en el bolsillo del saco. Eché un vistazo a mi alrededor y volví a retirar la cama y a dejar el agujero al descubierto. Dudé unos instantes, como buscando inspiración, y al fin me largué por allí.

En esta ocasión, quizá por estar transitando un lugar conocido, el recorrido no me pareció tan largo ni tan penoso, a pesar de mis condiciones físicas, del aire irrespirable y de una nueva sensación de claustrofobia, derivada de la falta de compañía, lo cierto es que llegué a la playita en lo que me pareció un plazo razonable.

Hay imágenes que permanecen en la memoria, que no deberían ser ensuciadas con nuevas versiones. La playita se había registrado en mi mente como un lugar paradisíaco. Con el correr de los días que había pasado en la pieza, esta memoria se había agigantado y ya la playa había pasado a ser un símbolo, no sé si del amor o de la libertad o de la felicidad. De alguna manera había logrado borrar todo el sufrimiento anterior, y sentía que, si alguna vez retornaba a mis lugares cotidianos y narraba a alguien esta historia, ella se habría reducido casi a la escena de la playa, y todos los demás detalles se habrían hecho triviales, como la narración de las vacaciones de un oficinista.

Ahora me enfrentaba a una playa pobre y triste. El sol era pálido, tapado por nubes grises, el mar me parecía sucio y monótono, y el aire me mortificaba en la misma medida que el de la pieza. Una gaviota pasó volando y me gritó algo antes de desaparecer por encima de la muralla, hacia lugares que yo no podía transitar.

Sufrí un acceso de tos. Me subí las solapas del saco y con las manos metidas en los bolsillos contemplé el mar, y el gris de la muralla que se metía en el mar, como el paisaje más triste que hubieran visto mis ojos. Volví a toser.

De pronto me sentí muy viejo y enfermo. Tuve conciencia de un conjunto de cosas que quizá haya ido advirtiendo poco a poco sin tenerlas en cuenta; conciencia de la barba despareja que poblaba mi rostro, del desgaste imposible de mis ropas, de todos los dolores que sentía en cuerpo y espíritu. Conciencia del dinero inútil que aún conservaba en la billetera, que no había podido evitar que me fuera sumiendo lenta e insensiblemente en una miseria que nunca había imaginado. Conciencia del peso de mis hombros, que me curvaban la espalda, y de mi miedo atroz a esta nueva soledad, que en realidad era la misma de siempre. Algunas situaciones insólitas, algunas mujeres, como últimamente Mabel, lograban a veces disimularla, hacer que me olvidara de ella. Pero ahora que estaba presente con toda su potencia, sentía que esa soledad era quizá la única cosa que poseía en este mundo, la compañera fiel que se me había destinado, a la que nunca podría abandonar.

Me dejé caer en la arena y estuve llorando hasta que el frío llegó a hacerse sentir como un dolor en los huesos. Me levanté, me soné la nariz con el pañuelo, y decidí continuar con mi plan de acción, a pesar de la mente y del cuerpo.

Pero me dio mucho trabajo recorrer los pocos pasos que me separaban de la boca del segundo túnel, y me apoyé contra ella en lo que parecía ser el límite de mis fuerzas. Me sentía muy afiebrado. El dolor se había localizado en un punto sobre el pulmón izquierdo, y se extendía levemente por toda la espalda y la cintura. Las piernas estaban flojas, y los ojos me ardían no sólo por las lágrimas.

Me di cuenta de que no podía intentar una aventura hacia lo desconocido. Utilicé todas mis escasas fuerzas para hacer el recorrido de regreso a la pieza.

Esta vez sí se hizo interminable; creo que incluso llegué a dormitar en algunos lugares del túnel, y no tengo idea del tiempo que demoré en llegar, arrastrándome, hasta la cama.

Allí me dejé caer, sin poder ni siquiera sacudir de mis ropas la tierra recogida en el camino.

11

De las jornadas siguientes conservo una débil memoria de la luz, que se encendió y apagó varias veces, no podría decir cuántas, y de mí mismo levantándome trabajosamente de la cama sólo para abrir la boca bajo la canilla, o utilizar los artefactos sanitarios. Recuerdo también haber hablado mucho, en voz alta, aunque no tengo idea de lo que pude haber dicho.

Cuando me bajó la fiebre y recuperé algo de la lucidez, me levanté para alejarme de allí lo antes posible. Todo mi cuerpo estaba insensibilizado, los movimientos eran mecánicos y apenas si podía pensar. Sé que descarté totalmente la idea de utilizar el túnel, aunque tuve la precaución de dejar abierta la puerta de salida, y poner una silla contra ella para evitar que se cerrara sola. Al meter la mano en el bolsillo del saco, cuando me lo puse, encontré el paquete de arroz que había preparado en días anteriores. Era toda una masa sólida de gusto rancio, pero lo comí con avidez.

Al recorrer las piezas siguientes, dejando siempre abiertas las puertas -aunque luego no cuidaba de poner una silla, un poco porque me sentía demasiado débil para hacer movimientos extra, y otro poco porque algo en mi interior me decía que no valía la pena-, noté que el deterioro del edificio se acentuaba en grados alarmantes; la suciedad se iba acumulando, e incluso en algunas piezas se hacía difícil transitar entre los escombros y las materias en descomposición que cubrían el piso.

En una de ellas me detuve ante un descubrimiento que, entonces, no pude analizar como lo hubiese hecho en algunas jornadas anteriores; me limité a conmoverme muy íntimamente y proseguí mi camino con la mente en blanco y sintiendo el corazón mucho más viejo y débil. Supe que alguien antes que yo había transitado por mi camino. Sobre una puerta, la de salida, alguien había escrito una frase en español; decía: «no hay salida. esto es el infierno.» Había sido grabada con un cuchillo, rayando la pintura y hendiendo un poco la madera; el cuchillo estaba clavado, con rabia, muy hundido en la puerta, debajo de la frase, como única firma.

Luego hallé una pieza con una pared semiderruida; sin embargo, por detrás de esa pared había otra, descascarada, con el ladrillo a la vista, pero entera, sólida. Me entró el terror de pensar que podría haber una cantidad infinita de paredes superpuestas, como las capas de una cebolla. En adelante los derrumbes se hacían muy frecuentes, y llegaban a faltar trozos enormes de paredes, e incluso del techo: pero el techo derrumbado no dejaba ver el cielo, sino otro techo, y detrás de una pared había siempre otra pared superpuesta.

Ahora, las canillas que funcionaban eran muy escasas, y a menudo debía recorrer grandes distancias antes de poder tomar agua. Mi sed era enorme, e incluso el gusto del agua había variado, se había hecho más salobre, o más bien metálico, y no encontraba manera de saciar mi sed.

Era inútil, también, buscar algo de comer. Sólo encontraba restos de muebles. Pero afortunadamente mi hambre podía esperar; la fiebre me la había quitado casi por completo. De todos modos, aquello se aproximaba a un final; presentí que no era un final agradable, y que muy probablemente se tratara del mío propio.

Ya era imposible regular las jornadas por la luz eléctrica; en muchas piezas las lamparitas estaban quemadas, o simplemente faltaban, y en las otras la luz se hacía cada vez más débil, como si la tensión fuera en constante caída, y al parecer nunca se apagaban; o, quizá, yo tenía muy alterado mi sentido del tiempo, o se encendían y se apagaban a un ritmo distinto.

Para dormir me arrojaba sobre el montón de escombros que me parecía menos incómodo, y no se me ocurría pensar que la luz fuera una molestia.

El paso siguiente, no sé si después de jornadas o de pocas horas, fue comprobar que de algunos caños rotos manaba agua, y que ésta inundaba el piso de algunas piezas. Se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era regresar por donde había venido, volver al túnel y a la playa y de allí explorar los otros túneles. Me reí; no podría haberlo hecho. Por otra parte me aferraba a mi teoría de que aquello tenía que terminarse, de alguna manera, pronto; al mismo tiempo sentía curiosidad por saber de mi predecesor, esperaba alguna otra de sus huellas.

Pensé que si resistía lo suficiente, en algún momento, después del peor grado de lo peor, las cosas tenían que mejorar; y de cualquier manera, ya sin voluntad ni fuerzas, me hubiese resultado muy difícil hacer algo distinto que avanzar, hacia donde pudiera.

A pesar de que mi cabeza trabajaba de continuo, siempre impulsada por la fiebre, muy pocos razonamientos llegaban a la superficie. Por lo general me movía de una manera insensible, mecánica, con un ruido en la mente como el de las olas del mar, y percibía confusamente una maraña de pensamientos entremezclados que pugnaban por hacerse oír, pero no tenía ganas de desenredarlos.

De vez en cuando volvía a mi memoria la imagen de Mabel; a veces se mezclaba con la de Ana, y notaba que ya las había agrupado a ambas en un distante pasado, un pasado que me resultaba ajeno, como una película vista, y ya no me dolía no estar cerca de ellas. Me sentía como habiendo dado los primeros pasos en la muerte; seguía vivo, pero muchas cosas habían muerto dentro de mí, y sentía que todo lo que quedaba de mí era ese cuerpo moviéndose insensiblemente, y una vaga memoria, y una mente que se destruía a gran velocidad.

Me acostumbré a hacer un poco de alpinismo sobre los escombros, sobre todo en aquellos lugares en que confluían los charcos de agua de distintos caños y la inundación alcanzaba un nivel molesto; aún no era un problema grave, y en la mayor parte del recorrido sólo alcanzaba a mojarme los zapatos.

Sobre uno de estos montones de escombros, al dar un rodeo en busca de un camino más seco, encontré a mi predecesor, agonizante.

12

Nunca había visto agonizar a un hombre. Tenía los ojos abiertos y dejaba escapar un ronquido casi constante. Su cabeza estaba próxima a la pared húmeda, por la que chorreaba un hilo de agua; supuse que hasta hacía muy poco tiempo le bastaba estirar un poco la cabeza para mojar los labios en esa agua, no muy limpia.

Ahora parecía impedido de todo movimiento; su cuerpo estaba contraído, un poco siguiendo la disposición de los escombros. Sus ropas estaban tan raídas que a primera vista parecían retazos de género que le hubieran tirado por encima de cualquier manera.

Aparentaba ser muy viejo; sin embargo, sus cabellos no eran blancos, sino que estaban sucios de tierra y revoque, lo mismo que la barba, larga y tupida; cerca de su cuerpo vi un par de lentes, rotos.

Sabía que no podía hacer nada por él, pero me resistía a irme. Lo único que se me ocurrió fue llenar de agua el hueco de mi mano y dejarla deslizar entre sus labios; pero no vi que hiciera ningún movimiento para tragar.

Me senté a contemplarlo, sobre un montículo de escombros. A todos los elementos deprimentes, más bien demoledores, que había ido coleccionando a lo largo de aquellos días, se sumaba ahora esta imagen que parecía un ejemplo de lo que habría de ser yo mismo en pocas horas.

De pronto dejó escapar un ronquido distinto y me pareció que en sus ojos había una variante, algo parecido a un brillo inteligente. En efecto: volvió con mucha lentitud sus ojos hacia mí, y sus labios se movieron apenas.

– … el infierno -dijo, y siguió murmurando cosas incomprensibles. Me acerqué todo lo que pude; nuestras cabezas llegaron a estar muy juntas.

– ¿Qué puedo hacer? -pregunté con desesperación, pensando en él más que en mí. Sabía que la pregunta era inútil. No me respondió. Volvió a hablar del infierno y empezó a mezclar palabras, muchas incomprensibles.

– … arañas, es el infierno, la noche, ahora… el túnel… violeta, la luz violeta, el infierno… el mar, el mar.

– ¿Estuviste en la playa? ¿Debo volver allá?

Me miró con horror. No sé si lograba verme.

– … la playa, las arañas…

Continuó así, un rato, hasta que sus ojos quedaron otra vez en punto muerto, y recuperó el ronquido monótono.

Me volví a sentir muy afiebrado y a punto de desmayarme. Le alcancé más agua y esta vez la escupió decididamente. Resolví abandonarlo. No podía más.

Pienso que no me gustaría, en una situación similar, que un ser humano hiciera lo mismo conmigo. Me sentí cobarde, impotente, y me fui cargando de culpa por anticipado; se veía claramente que nada podía hacer por él, ni siquiera sabía si podía hacer algo por mí mismo. Sin embargo había un sentimiento atávico, supersticioso, religioso o no 'sé qué diablos que me reprochaba la idea de abandonarlo; al mismo tiempo, quedarme significaba también la culpa de mi impotencia y del deseo -que ya sentía salir a flote- de que ese hombre muriera de una buena vez. Con horror, con pena, me di vuelta y continué mi camino sin mirar atrás, tratando de no pensar.

Al cabo de un trecho el agua que inundaba las piezas era ya la norma, algo habitual, y subía. Después, mucho más adelante, empezaron a aparecer los esqueletos humanos, y las ratas.

Al principio fue uno, colgado por el cuello, de una cuerda, o un cinturón, que pendía de una viga del techo descubierta por un derrumbe; luego se fueron haciendo más frecuentes, y algunos estaban aún vestidos con restos de ropas, y en una pieza había una familia entera de ellos, muy próximos uno del otro, como en una reunión final.

Debí dormir en lugares oscuros con la sospecha de la proximidad de algún esqueleto. Sólo dormía cuando no podía dar un paso más. Luego no me atrevía a dormir en ningún lado; al principio por la certeza de que había esqueletos por todas partes, y que sólo bastaría con remover un poco los escombros sobre los que me echaba, para encontrar alguno; luego por las ratas.

Debí armarme con la pata de una mesa rota, y llenarme los bolsillos de escombros de tamaño apropiado; las ratas iban en aumento y se volvían cada vez más atrevidas; incluso llegaron a acercarse nadando, en lugares muy inundados, para atacarme.

Ya no existían puertas, que parecían haber sido arrancadas de sus marcos, y cuando hallaba alguna era imposible moverla, por los escombros acumulados. Los derrumbes incluían ahora también trozos de la otra pared, la superpuesta, pero tampoco llegaba a verse qué había del otro lado: una tercera pared, sólida y entera, cubría las derrumbadas.

Milagrosamente crecía de tanto en tanto algún arbusto, en húmedos huecos en las paredes, y por todas partes había musgo y yuyos. En una pieza encontré, emergiendo de una rajadura muy profunda, una tímida flor amarilla.

13

Me había convertido en un ser fantasmal que avanzaba tambaleante; sin embargo, a pesar del hambre, el sueño, el dolor y los mil motivos de desesperación acumulados, había logrado liberarme de todo sentimiento, de toda sensibilidad, y me había aferrado a la única idea en la que creía firmemente: que sólo se trataba de un torneo de resistencia, entre ese lugar y yo. Una de las dos cosas habría de terminarse, por fuerza, muy pronto. Lo único que cabía era avanzar; detenerse era simplemente morir. Mientras tanto, la edificación se prolongaba, agregando deterioros hasta grados increíbles, pero seguía en pie, tan hermética como al principio.

Mi paso no sólo no se debilitaba, sino que mis piernas me llevaban, o al menos así lo creía yo, a mayor velocidad. El sueño me hacía confundir las cosas, y estaba ya acostumbrado a caerme a menudo, por pisar mal, o por ver un camino allí donde había escombros o agua.

Todo había adquirido un tinte tan pesadillesco -y mi vigilia era algo tan parecido al sueño- que, en medio de la fiebre, comencé a sentir cierta felicidad de estar viviendo esta experiencia insólita. Me alegraba, incluso, de estar despierto; me hubiese decepcionado despertar de una pesadilla.

Interiormente estaba convencido de mi derrota, y ya me daba por muerto, como a mi predecesor. Entonces a cada paso perdía un poco más el interés por mí mismo, y lo particular de todo lo que me rodeaba cobraba, por contraste, mayor interés. Me había casi despersonalizado, integrándome como un elemento más a aquella decoración, que llegaba a ser hermosa en toda su miseria; como un esqueleto más, una rata más, un pedazo de ladrillo.

Pero el recorrido entre las piezas llegó justo al límite de lo transitable; me vi obligado a apartar escombros para poder seguir avanzando. No pude serle fiel a mi teoría hasta el final.

Pienso, porque no quiero engañarme, que mi teoría era correcta, aunque no tengo modo de demostrarlo. Pienso que estaba muy próxima una solución favorable.

Pero la tentación de una tercera puerta, que inesperadamente se mostraba en la pared izquierda de una nueva pieza, una tercera puerta libre de escombros -mientras que la abertura de salida estaba casi totalmente tapada-, era insoslayable. No dudé un instante; ni siquiera tuve fuerzas, o la inteligencia de planteármelo, para quitar algunos escombros y, mirar, al menos, hacia la pieza siguiente. Abrí la tercera puerta y empecé a andar por un corredor, largo y mal iluminado, pero seco, que allí nacía.

El corredor no presentaba aberturas, al menos por mí perceptibles en estos momentos; en cambio, de vez en cuando se bifurcaba, y yo elegía al azar; me apoyaba con las manos en las paredes, a veces me detenía unos momentos, para luego continuar tambaleando, pegando con un hombro contra una pared, rebotando hacia la otra, dando, alguna vez, algún paso hacia atrás, fuera de mi voluntad, hasta que hallé, nuevamente, una puerta.

La abrí.