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SEGUNDA PARTE

14

Vi un lugar amplio, iluminado por el sol y a poca distancia una carpa pequeña, color verde oscuro. Luego advertí dos hombres, de pie al lado de un limonero que crecía junto a un largo paredón, cerca de una fuente blanca. Uno de ellos, el más alto y robusto, le dijo al otro en voz exageradamente audible:

– La carpa nos está resultando chica.

Estas palabras, las primeras que oía en mucho tiempo, y en un idioma familiar, hicieron que aflojara el sentido de responsabilidad acerca de mi propia persona. Me desmayé.

Según ellos, el hombre alto había alcanzado a sujetarme por debajo de los brazos y evitó que me lastimara al caer; y fueron tres días enteros los que pasé sin conocimiento, en medio de su temor de que no volviera a recobrarlo nunca y de la preocupación por las escasas atenciones que podían prodigarme.

Sin embargo, esta pérdida de conocimiento no fue constante ni absoluta, y en mi memoria se presentan mezcladas una serie de imágenes, algunas que siento como verdaderas, otras claramente soñadas; y también siento esos tres días como un período mucho más largo, que tal vez podría abarcar varias semanas.

Mis recuerdos, soñados o no, incluyen pasajes. por nuevos pasillos, un rostro de mujer muy próximo al mío, que me sonreía; varias figuras en movimiento a mi alrededor, como ejecutando pasos de danza; una visita a un lugar alto y circular, como la torre de un castillo, que tenía en medio del piso una argolla de hierro, muy gruesa y pesada, y en las paredes ventanitas altas y con barrotes; una puerta que daba al vacío, y allá abajo, lejano, el ruido del mar (estaba oscuro, y yo había estado a punto de caer al vacío); un galpón enorme, también visto desde una gran altura, con figuras aparentemente humanas, que se movían, allá abajo, alrededor de una hoguera; una conversación muy extensa con Ana, quien a ratos se transformaba en Mabel, y, finalmente, el hombre alto, de bigotes, o el otro, que era más bajo y rubio, siempre con lentes oscuros, quienes se alternaban en una guardia permanente junto a mi lecho. De vez en cuando se me acercaban con un vaso de agua. Y en una ocasión recuerdo haberlos visto a los dos juntos, de pie, conversando en voz baja.

Al cuarto día, entonces, debió de ser cuando logré mi primera vigilia real más o menos extensa; abrí los ojos, y después de un largo rato de adaptación pude hacerme una composición de lugar: estaba dentro de la carpa, enfundado en una bolsa de dormir; a pocos pasos, sentado en el suelo, se hallaba el hombre rubio; me miraba sonriente pero se mantenía en silencio.

Enseguida volví a cerrar los ojos y caí en una inconsciencia más liviana, tal vez un sueño natural, profundo. De este sueño salí varias veces, y cada vez que recaía en él lo iba sintiendo menos profundo y, por último, aún dormido apreciaba el paso del tiempo de una manera habitual.

Cuando logré permanecer con los ojos abiertos intenté hablar, pero tenía grandes dificultades. Quería explicaciones; como borracho, con la lengua torpe y la boca pastosa, le preguntaba al hombre rubio qué había sucedido, qué estábamos haciendo allí. No sé si me entendió.

– No hable por ahora -dijo, y sus palabras me llegaron con nitidez-. Ya tendremos oportunidad de charlar largamente. -Se aproximó y me acercó un vaso con agua, del que tomé algunos sorbos-. Todo anda bien -agregó-. No se preocupe.

Me dejé estar, entonces, confiado, unas horas más. Cuando desperté volví a sentirme lúcido y muy fuerte, y aproveché que esta vez no había nadie a la vista para maniobrar con el cierre metálico de la bolsa hasta conseguir salir de ella e incorporarme. De inmediato me sentí mareado y débil; tuve que contener mis movimientos, porque sentía que cualquiera de ellos, un poco demasiado brusco, podría haberme hecho desmayar de nuevo. Mis ropas estaban apiladas sobre una sillita de lona, cerca de la bolsa de dormir, y me las fui poniendo lentamente. Como aun así sentía frío, me eché por encima una manta que tomé de otro de los lechos tendidos en la carpa.

Salí, y en aquella especie de patio encontré a los dos hombres. El sol estaba próximo a ocultarse.

Se sorprendieron al verme aparecer y sonrieron.

– De modo que no hay velorio -dijo el alto, tendiéndome la mano. Tenía una camisa gruesa, a cuadros rojos y verdes, y parecía un hombre sencillo y bonachón-. Me llamo Bermúdez. Y éste -agregó señalando al rubio- es el Alemán.

Estreché la mano de ambos y les agradecí esa constante atención que había logrado observar, mal que bien, en estos días. Bermúdez se encogió de hombros.

– No se podía hacer mucho, desgraciadamente -dijo. De inmediato, a riesgo de parecer descortés, di por agotado el tema y me lancé a hacerles las preguntas: dónde estábamos, qué hacíamos allí, por qué, etcétera. Pronto se desvaneció la esperanza que había nacido al verlos: estaban tan desconcertados y perdidos como yo. Toldas las respuestas que obtuve fueron negativas. En principio se miraron, dubitativos; sin duda se preguntaban si yo estaría en condiciones de recibir semejante desengaño. Luego, lentamente, entre uno y otro, con un tono que trataba de ser filosófico o indiferente, con mucha paciencia, me fueron informando mediante rodeos de que realmente no tenían ninguna información para darme.

El sol proyectaba aún la sombra alargada de las rejas puntiagudas de la verja. El rubio se alejó unos pasos, con los hombros un tanto alzados, y comenzó a seleccionar unas ramas y leñitas para hacer fuego. Yo desvié los ojos a los de Bermúdez, quien me observaba en actitud expectante, y dejé caer la cabeza sobre el pecho y me encerré en un silencio absoluto, mientras trataba de contener un torrente de pensamientos oscuros que, otra vez, comenzaban a invadirme y atormentarme. Me mordí los labios.

– Creo que voy a volver un rato a la bolsa de dormir -dije, por fin, y Bermúdez meneó la cabeza afirmativa, gravemente.

15

Entre mis apuntes figura un dibujo, el plano del patio. Tomando como punto de referencia la desembocadura del pasillo que me había llevado hasta allí, ubicada en una pared alta, de unos seis o siete metros de largo, si yo me paraba junto a esa puerta, como volviendo a salir al patio desde el pasillo, tenía a mi izquierda el enorme paredón principal, y a mi derecha el murito que sostenía la verja. Esta pared formaba un ángulo ligeramente obtuso con el paredón y uno ligeramente agudo con la verja. Enfrente, otra pared similar a ésta. El patio tenía una forma casi rectangular, en realidad un trapecio. El largo del paredón sería de unos doce metros, tal vez un poco más. Todo el patio estaba bordeado interiormente por un cantero de tierra, limitado por un cordón de ladrillos, y se veían algunas plantas; justamente en el rincón formado por el muro de la verja y la pared norte había unos matorrales que servían de biombo para el excusado -un agujero en la tierra del cantero.

Las tres paredes altas presentaban distintas aberturas, con o sin puertas, a distintos niveles del suelo. Junto al paredón, y aproximadamente en su mitad, crecía un limonero y, un poco más allá, adosada a la pared, había una blanca fuente de mármol, con una canilla, y el relieve de la cabeza de un león marmóreo que echaba un débil chorro de agua por la boca.

Sobre el suelo de tierra, con algunos trozos aislados cubiertos por baldosas similares a las de las veredas de calle, crecían también otros arbustos. El murito de la derecha se interrumpía para dejar paso a un portón, formado por las mismas barras verticales de la verja, pero que llegaban hasta el suelo; el portón constaba de dos hojas y no presentaba inconvenientes para ser abierto o cerrado. Del otro lado de la verja había una zona descampada, y en el portón se iniciaba un antiguo y gastado caminito de pedregullo; más allá del descampado, a no más de doscientos metros de la verja, se veía una selva compacta, en la cual se perdía el caminito. La carpa estaba situada en un punto próximo al centro del patio, más cerca de la verja que del paredón.

Éste fue el lugar de mi convalecencia, la que me pareció muy larga; las fuerzas volvían a mí con lentitud, y era muy escaso el tiempo de vigilia y de actividad que iba ganando día a día; pero no hubo recaídas, y la mejoría era evidente. Después, sacando cuentas, llegué a la conclusión de que no fue una convalecencia de más de ocho o nueve días; aunque, en ese lugar, el tiempo solía hacer algunas jugarretas.

Fuimos intercambiando nuestras historias de forma desordenada. Las suyas eran tan difíciles de creer como la mía. Bermúdez, por ejemplo, tenía una idea exclusivamente selvática y campestre del lugar. Todo había comenzado, según sus palabras, con la compra de la carpa y la intención de hacer turismo para tratar de olvidar por unos días sus problemas familiares y cotidianos.

Había ido a acampar a un lugar habitual y amable, un parque en las proximidades de un arroyito. Un día se alejó demasiado, en tren de caza, y se encontró de pronto en una selva húmeda, con árboles altos y lianas, obscura y densa. Lo sorprendió luego encontrarse con una puerta y notar además, a los lejos, por detrás de los árboles, unas paredes increíblemente altas, grises. Se sintió atrapado, entrampado. Por fin se decidió a abrir la puerta, que estaba sobre una pared larga y cubierta de enredaderas, protegida y disimulada por árboles y plantas, y entró en una pieza que tenía forma de rombo. Estaba casi vacía, y en un rincón, ovillado y asemejándose a un tapado de piel abandonado, había un gorila. Cuando el mono comenzó a incorporarse, como despertando lentamente de un sueño, Bermúdez no pudo volver a abrir la puerta, que se había cerrado, y apenas tuvo tiempo de dar muerte al gorila con el fusil. Pensó que, sin querer, había entrado en un zoológico, y se sintió culpable.

– Vi otra puerta -contaba- y no tuve más remedio que salir por allí; pero la puerta daba a una escalera, que llevaba a una especie de altillo, y la única salida del altillo era un balcón, que daba a un patio, y tuve que descolgarme por el balcón, agarrado a una cañería, y del patio salí a un campo.

La historia se hacía interminable. Había accedido a otros lugares selváticos o bosques, e incluía anécdotas de lucha con animales salvajes. Encontró finalmente su carpa, en un lugar totalmente distinto al que creía haberla dejado, y pudo rescatarla junto con el resto de su equipo a riesgo de ser devorado por caimanes. Por momentos la historia se volvía ridícula, en labios de un adulto, y se me hacía difícil contener la sonrisa; pero Bermúdez estaba muy serio y, en realidad, yo no tenía motivos para dudar de ninguno de los detalles. Al narrar mi propia historia notaba, de tanto en tanto, la misma sombra de incredulidad en los rostros de mis interlocutores; e incluso debí omitir algunos detalles, como por ejemplo la aventura con Mabel, para hacerla un tanto más creíble.

El Alemán, por su parte, no se quedaba atrás. De acuerdo con su historia, deshilvanada y dicha en voz baja, un poco entre dientes, y que debí reconstruir, y aun cubrir ciertos pasajes con detalles extraídos de mi imaginación, había dedicado los últimos años de su vida a lamentarse de que su mujer lo hubiese abandonado, llevándose con ella a sus dos hijos (el Alemán, a todo esto, era en realidad hijo de paraguayos con lejana ascendencia germánica).

Hacía unos días se había embarcado para probar fortuna en Buenos Aires. Se durmió en la travesía nocturna, y al despertar comprobó que el barco estaba vacío, anclado en un puerto desconocido y desierto.

Ambuló por este puerto y por un pueblito también deshabitado, hasta encontrar un hotel: en la puerta había dos mujeres, y lo llamaron. Una vez adentro pasó varios días con las mujeres (y aquí el Alemán adquiere una mayor fluidez en el lenguaje y exhibe una especie de catálogo informativo de las infinitas fórmulas del erotismo) hasta que un día descubrió que la puerta por la que había entrado no podía abrirse, y que no había otras puertas al exterior. Por otra parte, las mujeres hablaban un idioma muy extraño, y a veces parecían burlarse de él. Intentó, al principio, desechar la preocupación: disponía de todas las habitaciones de un hotel, grande y lujoso, para que las dos mujeres le hicieran olvidar la tristeza por la esposa y los hijos perdidos; pero en cierto momento no pudo resistir más allí dentro (y se sentía un poco avergonzado al narrarlo, como si yo no pudiera entender la claustrofobia y, más aún, ese sentimiento de ajenidad e incomunicación con las mujeres burlonas). Huyó por la azotea.

Durante un tiempo estuvo acompañado sólo por unos gatos; desde ese lugar parecía como que el pueblo entero estuviese formado únicamente por azoteas, sin calles ni plazas, ni el menor espacio libre entre un edificio y otro. Cuando decidió deslizarse al interior de una casa, se dio cuenta de que no había otra forma de salir, aparte de la puerta de la azotea por la que había entrado, que unos pasillos y túneles, por los que finalmente optó luego de muchas dudas y temores. Estos túneles lo llevaron, luego de varias idas y vueltas, a otros lugares cerrados y desiertos.

Cuando ya había comenzado nuevamente su vida de lamentaciones, esta vez por haber abandonado el hotel y las dos mujeres, logró acceder al patio, Pero previamente había tenido un par de aventuras que, según dijo, casi lograron desequilibrarlo.

En uno de los pasillos había sido perseguido tenazmente por un hombre alto de sobretodo raído, quien trataba de convencerlo en un idioma extranjero ayudándose con señas, de que le comprara unos billetes de lotería que llevaba colgando en una tira, en la mano derecha, y de quien le costó más de una jornada desprenderse.

Y en otro de los lugares, sumergida en una enorme pecera incrustada en la pared, había visto ahogarse a una muchacha, desnuda en un agua verde, sin poder hacer nada por evitarlo; el vidrio había resistido todos sus embates, y sólo consiguió sacarse un hombro, que aún le dolía con tiempo húmedo.

16

Me enteré de que había otras personas ligadas a este patio. Por los agujeros, con o sin puertas, dulas paredes (que Bermúdez recomendaba no descuidar jamás, aunque hasta el momento no habían traído nada peligroso) habíamos aparecido, en este orden, Bermúdez, el Alemán, alguien a quien llamaban (nunca supe el motivo) «el Farmacéutico», el Francés, un alemán auténtico y yo. El Francés era realmente un francés, que a duras penas lograba entenderse con ellos. El Farmacéutico, según Bermúdez, estaba loco porque siempre contaba una historia distinta de su llegada a ese lugar, y parecía ser en realidad un maquinista de ferrocarril. El «alemán auténtico», con quien el rubio apenas podía cambiar algunas palabras, permaneció hosco, en un silencio expectante y agresivo, durante algunos días; después desapareció, sin que nadie viera por dónde ni cómo, ni supiera por qué.

El Francés y el Farmacéutico habían salido, poco antes de mi aparición, en un intento de explorar los alrededores, es decir, la selva. Su ausencia prolongada preocupaba bastante a Bermúdez.

Él y el Alemán se turnaban en los quehaceres, más complejos de lo que yo sospechaba al principio. Luego yo también me incorporé a las tareas, pero, mientras tanto, pasaba la mayor parte del tiempo arrebujado en la frazada, sentado en el suelo cerca del fuego, del que se ocupaba pacientemente el Alemán, manteniéndolo con gran ahorro de leña o avivándolo llegado el momento; y yo meditaba todo lo que mi estado me lo permitía, y luego fui retomando mi costumbre de hacer anotaciones.

Estábamos bastante bien equipados: Bermúdez se había aprovisionado exageradamente para sus vacaciones turísticas, y consumíamos de forma moderada su café instantáneo y la leche en polvo, latas de conserva y cosas por el estilo; y todavía había algunos restos aprovechables de carne fresca de venado, fruto de una cacería de días anteriores. Esta carne la salaban y luego la asaban para mantenerla, pero ya comenzaba a oler mal y se hablaba de una nueva cacería. Sin embargo, había que esperar un poco más: al Francés y al Farmacéutico, o a que yo me repusiera del todo. Se trataba de dispersar lo menos posible a la gente.

Bermúdez y el Alemán acostumbraban afeitarse, e incluso ya se habían cortado el pelo mutuamente en una oportunidad. Bermúdez me ofreció sus implementos. De ellos me interesaba solamente el espejo. De antemano rechazaba la idea de afeitarme; me parecía que el aspecto adquirido, cualquiera que fuese, tendría su razón de ser, era como una muestra viva, un diario de viaje de las cosas sufridas. Pero me interesaba mirarme al espejo; en todo ese tiempo allí no había encontrado ninguno, y me producía una sensación extraña no tener esa referencia de mi aspecto. No era, exactamente, como si me hubiese olvidado de mis rasgos; pero necesitaba alguna confirmación. También sabía que al mirarme perdería algo importante, justamente esa sensación que no puedo explicar.

Era un espejo pequeño, con el azogue saltado en varios lugares, pero no distorsionaba la imagen. Es posible que exagere mi descripción, pero al mirarme sentí que era exactamente así: la imagen de un ser sumamente delgado, con una terrible masa de pelo hirsuto y desparejo, y ojos de loco; la barba me había crecido a un grado tal que parecía que la llevaba desde hacía años. Recordé que en una oportunidad había estado un año sin afeitarme, y no había conseguido una barba de dimensiones parecidas.

El pelo se extendía en todas las direcciones, un tanto erizado, e incluso me caía sobre la frente, dándome un aspecto de estupidez del cual apenas me salvaban los ojos, los que me parecieron de una agudeza que nunca antes habían mostrado, una inteligencia un tanto salvaje; eran más pequeños y alargados, astutos, y en las pupilas noté un brillo paranoico o febril.

De todos modos me mantuve en mi decisión de no afeitarme y rechacé un amable ofrecimiento del Alemán de cortarme el pelo; me limité a ordenármelo un poco con las manos, teniendo cuidado de echarlo hacia atrás, dejando al descubierto la frente para no parecer tan estúpido.

Anochecía, y Bermúdez me dijo:

– Usted es todavía un huésped de honor, pero lo noto bastante recuperado. Trate de descansar bien esta noche, porque desde mañana deberá comenzar a integrar la guardia.

Me explicó que, dados los riesgos desconocidos que se suponía podían acecharnos, había, de noche, una guardia permanente; en estos momentos sólo quedaban ellos dos, por lo que los turnos eran muy sacrificados. Yo protesté, asegurando sentirme bastante bien como para cumplir unas horas de guardia esa misma noche, pero Bermúdez insistió en esperar veinticuatro horas. También insistieron, ambos, para que continuara ocupando la bolsa, que era la forma más cómoda y abrigada de pasar la noche.

Luego Bermúdez se puso ropas muy gruesas y un sobretodo, y una gorra de cazador con aletas que le tapaban las orejas, y controló que el revólver que llevaba al cinto estuviera listo para ser usado. Tomó una linterna que había en una mochila, bajó la llama del farol de queroseno y la apagó de un soplido, y nos dio las buenas noches.

– Son las doce en punto -dijo, y me extrañó mucho saber la hora-. A las cuatro, el Alemán me releva; y a las ocho todo el mundo en pie.

17

– Las ocho -me despertó la voz del Alemán. No había logrado dormir bien. Apenas había puesto la, cabeza en la almohada, ya habían comenzado los ronquidos del Alemán; yo, a pesar de la comodidad de la bolsa, me revolví inquieto durante horas antes de conseguir dormirme. Este encuentro, cuyos alcances no había podido aún medir, ni imagina; me excitaba; de alguna forma me sentía contento, pero también había un dejo de aprehensión cuyo origen no podía localizar; quizá me había acostumbrado a la soledad, o quizá me molestaba que la compañía fuera la de esta gente extraordinaria desde muchos puntos de vista, pero con quienes no lograba un grado muy aceptable de comunicación.

Me pareció que recién conciliaba el sueño cuando me despertó un movimiento en la carpa; una vez hecha la composición de lugar, comprendí que era el cambio de guardia. Enseguida los ronquidos de Bermúdez sustituyeron a los del Alemán.

El desayuno consistió nuevamente en galleta y café instantáneo. La jornada fue poco interesante, aunque la tensión crecía por la falta de noticias de los exploradores. De ellos se habló, naturalmente, y así pude enterarme de parte de sus historias. Bermúdez insistió en que el Farmacéutico debía de estar loco.

– Una vez -dijo- me contó que había llegado a este lugar tragado por un remolino; dijo que había salido a pescar en un bote, y que de pronto un remolino lo absorbió. Pero a éste -y señaló al Alemán, quien asintió de antemano con pequeñas oscilaciones de la cabeza- le dijo que fue en el consultorio de un dentista, en el momento en que le sacában una muela; sintió que se la arrancaban de un tirón, y tenía los ojos cerrados, y como después no sintiera más nada los abrió, y encontró el consultorio vacío. Estuvo un rato escupiendo sangre, y después se aburrió y se fue del, consultorio, para encontrarse en un lugar completamente distinto.

El Alemán volvió a confirmar con la cabeza.

– Después -prosiguió Bermúdez- me volvió a contar una historia distinta: que manejaba una locomotora que arrastraba una serie de vagones, y se metió en un túnel habitual, y que al salir del túnel se encontró con que las vías terminaban, más allá, junto a unas luces coloradas, y que estaba en un lugar desconocido; después, al bajarse, se dio cuenta de que estaba solo con la locomotora: el resto del tren había desaparecido.

»Y no creo que sea un mentiroso. En general es un tipo muy correcto. Lo que pasa es que debe de estar loco.

Luego se habló del Francés. Bermúdez lo había encontrado leyendo un libro a la sombra de un árbol, junto a un arroyo, a punto de ser devorado por un león que se le había estado acercando sigilosamente. Bermúdez usó con precisión el fusil, y mató al león con una sola bala. Parece ser que el Francés es un hombre de sangre fría; agradeció amablemente a Bermúdez que le hubiera salvado la vida, pero, según Bermúdez, había un fondo de total indiferencia en él. Y sospechaba que sabía más español de lo que daba a entender, pero que prefería mantenerse aparte de las conversaciones, siempre con su aire de indiferencia, los hombros alzados, la espalda un tanto encorvada, leyendo o con las manos en los bolsillos, y la vista perdida en la selva o en algún punto imaginario. Después de lo del león se había apartado de Bermúdez hasta el reencuentro que se produjo cuando apareció por una de las puertas del paredón, sin dar mayores explicaciones, escudándose, siempre según Bermúdez, en su aparente ignorancia del idioma.

El Alemán tomó luego la palabra, con cierta timidez, para terminar impulsando la conversación hacia temas eróticos. Cuando se hicieron las doce, Bermúdez me entregó el reloj, la linterna y el revólver, y me repitió algunas recomendaciones.

– Sobre todo, no jodas con la linterna -me dijo, pasando a un tuteo que me cayó simpático-. Hay que cuidar las pilas.

Se metieron en la carpa y les di las buenas noches. Me ubiqué en un lugar próximo a la fuente, al que llegué a tientas porque no se veía nada, y entre nervioso por tener la responsabilidad nueva de esta misión, y disgustado porque me parecía una precaución inútil, comencé a cumplir mi primera guardia, en la que casi le ahorro al Francés el trabajo que se tomaría algunos días más tarde de volarse la cabeza de un tiro.

18

– Est-ce que tu es fou? C'est moi, merde! -gritó un vozarrón desesperado: yo estaba aburrido, golpeando los pies contra el suelo para calentarlos o dando pequeños paseos que siempre terminaban en la fuente de mármol, cuyo borde era demasiado frío para sentarse; habrían pasado un par de horas, es decir, la mitad de mi turno, cuando oí ruido de pasos.

– ¿Quién anda ahí? -me pareció gritar, pero luego se supo que mi voz había sonado demasiado débilmente. Al no obtener respuesta, guardé silencio y oí que el portón se abría, rechinando; entonces me asusté y esta vez sí, grité con toda la fuerza:

– ¡Alto, o disparo! -pero no di tiempo a que el Francés se identificara; mi dedo oprimió el gatillo y sonó un balazo que retumbó largamente; el Francés gritó. Los de la carpa se movilizaron, gritando también y tratando de encender el farol. Después Bermúdez me recriminó por no haber usado la linterna, pero en realidad había intentado hacerlo al escuchar los primeros ruidos; simplemente que, por no gastar las pilas, hacía tiempo que no la encendían y nadie había tenido la precaución de probarla. La linterna no andaba.

Rodeamos al Francés y comprobamos con alivio que estaba ileso. Había regresado solo, y en ese momento mostraba un aspecto de serenidad total. Bermúdez, una vez pasada la agitación, le preguntó ansiosamente qué les había sucedido.

– Nada -respondió el Francés con tranquilidad, y luego pasó a explicar trabajosamente, en una lengua que mezclaba el francés con el español y algunos vocablos desconocidos, que la aventura en la selva había sido muy pobre. Ni un animal, ni una persona, todo silencioso y desierto, anduvimos un día entero dando vueltas como tontos. La selva se vuelve complicada más allá, y es difícil avanzar sin machete. Mejor bulldozer. Pero creo que no vale la pena -terminó, encogiéndose de hombros. A la luz del farol se veía una cara hermosa, bordeada por largo pelo lacio y barba negruzca y larga, con reflejos rojizos. Tendría unos treinta años, quizá menos.

– ¿Y el Farmacéutico? -preguntó Bermúdez, visiblemente decepcionado. El Francés volvió a encogerse de hombros.

– Está loco. Empezó a ver una luz que se movía, y yo no veía nada. Me arrastró durante toda una noche, hasta el amanecer, detrás de la bendita luz: «¿Qué luz?», le preguntaba yo, y él se enojaba: «Esa luz, ¿no ves?, esa luz.» A la noche siguiente me aburrí de seguirlo y me quedé a dormir en un árbol. Después lo perdí.

Todos, y especialmente Bermúdez, estábamos asombrados por la fría tranquilidad del Francés, capaz de dormir en un árbol de la selva; y nos miramos en una especie de entendimiento desconfiado, por muchos motivos; entre ellos, que el Francés hubiese podido hallar en plena oscuridad el camino de vuelta al patio. Bermúdez se animó a preguntárselo directamente.

– Suerte -respondió el Francés, con un nuevo encogimiento de hombros. Luego agregó con aire ingenuo-: ¿Por qué no?

El Alemán preparó café instantáneo. Después de beberlo advertí que mi guardia había terminado, y le pasé el reloj y el resto de las cosas a Bermúdez.

La carpa había sido pensada para dos personas, y aunque todavía quedaba espacio, se volvía incómoda. Le pedí a Bermúdez que tratara de dejarme dormir más allá de las ocho; el frío y el nerviosismo me tenían mal, y temía una recaída. Él quedó sentado en la fuente, junto al farol, tratando de arreglar la linterna. Los demás nos metimos en la carpa.

Descubrí, antes de dormirme, por qué me sonaba especialmente falsa la historia del Francés: se trataba del tiempo. Él hablaba como si sólo hubiese estado fuera durante dos o tres días, y habían pasado, según mis cálculos, por lo menos diez o doce desde que junto al Farmacéutico habían salido en su exploración, antes de mi llegada al patio. En resumen, tardé mucho en dormirme y no dormí bien. Y a pesar de mi pedido a Bermúdez, fui despertado a las ocho como todo el mundo.

Pasé el día dormitando, tirado en el suelo, al sol, o refugiándome a veces en la carpa. También tuve oportunidad de charlar con el Francés. Su historia coincidía con lo que me había contado Bermúdez, incluyendo lo del león (aunque, desde luego, hasta después de la muerte del animal, el Francés siguió largo rato sin comprender que ya no estaba en su país, y no se explicaba cómo podía haber llegado un león cerca del Sena, en las afueras de París). Pero su relato era menos anecdótico que los otros; tenía más contenido de un tiempo interior, muy especial, y se demoraba en detalles que no eran aparentemente los más destacables. Me fui haciendo a la idea de que realmente ese hombre tenía un tiempo distinto, y me pareció que al fin había dado con alguien a quien se le podía inquirir seriamente sobre todo aquello. Sin embargo, obtuve un encogimiento de hombros y un largo silencio; después habló, en su mezcla de idiomas.

– No sé, no me sorprende demasiado. La bomba atómica, quién sabe. Fisuras en el espacio-tiempo, el láser, la relatividad -mezclaba todo con las manos, haciendo ademanes amplios y vagos como para dar coherencia al conjunto. Pero siguió hablando, y a pesar del desinterés que demostraba en general por las cosas se veía que había meditado largamente, al menos tanto como yo. Hablando del Farmacéutico, por ejemplo, manifestaba no encontrar que las tres versiones de su llegada aquí fueran realmente contradictorias.

– Quién puede saberlo -comentó-. Yo no creo demasiado en los hechos, ni que haya necesariamente una explicación para cada fenómeno.

Le hablé de mi teoría de un lugar circular, y él dijo que también se le había ocurrido.

– Pero no podemos tener ninguna certeza acerca de nada -agregó-. Yo tengo una teoría muy linda; muy coherente en sí misma, acerca de este lugar, pero no podría demostrarla. Imagino que podría tratarse de un trozo, como una nube, o algo así, de una materia especial, de otro tipo, no sé, que de alguna manera nos hubiera tocado una a nosotros o nos hubiera envuelto, y está materia daría forma a nuestros deseos o temores inconscientes. Me llama la atención la diversidad de formas de llegar aquí, y que esas formas parecieran corresponder a la personalidad de cada uno, n'est-ce pas? -Este «n'est-ce pas?» lo repetía a cada momento, y es lo que de él mejor me quedó grabado en la memoria-. Escuchando cada narración, uno pensaría en lugares totalmente distintos, desconectados entre sí, que nada tuvieran que ver; y sin embargo, incluso geográficamente, todos hemos estado muy cerca unos de otros en este tiempo -desde luego, todo esto dicho con mucha calma y con muchos silencios en medio.

Luego le pregunté si él creía posible salir de allí.

Repitió su tic con los hombros.

– ¿Para qué? -preguntó a su vez.

Era una pregunta que yo ya había comenzado a formularme, y cuya respuesta trataba de evadir, desplazándola, o respondiéndola fácilmente con alguna imagen. Pero ante un interlocutor de carne y hueso la respuesta se hacía más endeble.

– Bueno… -comencé a decir, vacilando-. Por ejemplo, yo conozco a una muchacha… Se llama Ana…

Pero ya no era cierto. Ana se había diluido definitivamente. Traté de recomponer otra vez su rostro: un ojo, otro ojo; los labios; pero no pude. El Francés observaba en silencio mi esfuerzo un tanto desconcertado, fumando su pipa sin ansiedad.

Hacía ya unos cuantos días que la angustia trazaba en mí nuevos dibujos, con la imprecisión característica de los comienzos. Pero si su avance era lento y más lenta aún mi conciencia de ella, lo cierto es que avanzaba. A las experiencias vividas se sumaron los relatos escuchados, ampliándoselas dimensiones de este lugar a límites increíbles, que empezaba a sospechar infinitos; al mismo tiempo, lo que yo llamaba mi vida cotidiana, es decir todo aquel pasado que finalizaba en aquella pared gris de la esquina frente al kiosco, se había disuelto junto con la imagen de Ana, formaba un mundo pequeño y lejano y ahora, comprobé con asombro, mi vida cotidiana era ésta, en un lugar desconocido, rodeado de extraños.

Fui dejando escapar algunas de estas cosas, como hablando en voz alta conmigo mismo. El Francés sonrió.

– Por supuesto -dijo, y me llegó el aroma del tabaco que fumaba, recordándome que desde mi enfermedad no había vuelto a fumar-. ¿Pero en qué mides lo desconocido de este lugar, en relación al que dejaste? ¿Cuánto más extraños somos para ti los que ahora te rodeamos, que aquellos que te rodeaban en tu ciudad?

Me pareció que tenía razón, pero algo hacía que me aferrara a la nostalgia; hablé del peligro que había allí, cosa que divirtió al Francés, y me recordó los accidentes automovilísticos, y citó de memoria algunas cifras estadísticas acerca de muertes violentas; nunca supe si las había inventado en el momento o no, aunque este detalle no tenía importancia. Luego se perdió en una suma un tanto empalagosamente morbosa: peligro atómico, explosión demográfica, envenenamiento de la atmósfera, etcétera.

Me deprimí, desde luego. Para protegerme me escudé en la certeza de que había algo que el Francés ignoraba, o que no podía sentir, y que yo no podía explicar. Pero me quedé pensando, y anduve incómodo y esquivando a la gente. Especialmente me quedó grabado ese «¿para qué?». Era muy fuerte.

Durante este día empezaron los primeros ataques de los demás para integrarme a las tareas; y al día siguiente arreciaron. Realmente comenzaban a molestarme. Cuando me volvió a tocar el turno en la guardia, lo acepté mecánicamente, sin protestar. La cabeza me seguía trabajando todo el tiempo, y me provocaba un estado de adormecimiento en el que las ideas no tomaban una forma muy precisa.

Hacia el amanecer, cuando la guardia tocaba a su fin, me asaltó un pensamiento que hasta ese instante no había logrado capturar para su formulación en palabras.

– Es preciso salir de aquí -me dije en voz baja, con asombro de mi propio descubrimiento-, aunque no necesariamente para volver allá.

Por lo menos, y me pareció evidente, había que salir de ese patio. No sabía lo que pensaba el resto del grupo, pero yo sí estaba seguro de no querer permanecer allí toda la vida. Era muy claro que había que salir, sin preguntarse para qué; el para qué, pensé, quizá habría de saberse luego, o quizá nunca, o quizá no había ningún «para qué»; pero había que salir, sencillamente porque no había ningún motivo para quedarse. Recordé, sin embargo, otra frase del Francés que me había dejado pensando.

– La mayoría de las desgracias que sufren los seres humanos -y aclaró que citaba a Pascal- se deben a que uno no sabe estarse encerrado en su cuarto. Pero no te preocupes -agregó, con una sonrisa tierna-; yo tampoco podría hacerlo.

19

Al día siguiente se produjeron novedades de importancia. Fue después del almuerzo, mientras yo tomaba sol perezosamente junto a la verja, y hacía algunas anotaciones de vez en cuando al recordar algún detalle, y un poco por novelería, para usar un bolígrafo nuevo que me había regalado el Francés.

En primer lugar apareció una muchacha, en ropas veraniegas, temblando de frío y muy asustada. De inmediato se le suministró una frazada, y todas las atenciones solícitas del caso, tratando de tranquilizarla; no despegó los labios y sollozaba en forma entrecortada; a veces interrumpía un poco los sollozos y nos miraba con desconfianza. Pocos minutos después, por el mismo sitio -una de las aberturas con puerta sobre el paredón frente a la verja-, apareció un hombre pequeño y fornido, de espesos bigotes y calvicie pronunciada, de aspecto totalmente inofensivo y quien, sin embargo, produjo una nueva crisis nerviosa en la muchacha, que incluía gritos histéricos y un intento de fuga, aunque no supo bien hacia dónde: este hombre fue reconocido por los demás como el Farmacéutico.

– ¡Por favor! -exclamó, agarrándose la cabeza con desesperación-. ¡Explíquenle a esta mujer que no tengo intención de hacerle daño!

Ella había optado por escudarse detrás del Francés y de mí, tal vez porque éramos individuos de edad parecida a la suya o porque por algún motivo le inspirábamos menos desconfianza. Volvimos a ocuparnos de tranquilizarla, y en cierta medida lo conseguimos; pero fue imposible hacerle hablar y menos aún que tolerara la presencia del Farmacéutico en un radio menor de tres metros de su persona.

Casi de inmediato, y por un agujero distinto, situado en el mismo paredón, pero más alejado y a mayor altura que la puerta que habían usado para entrar allí, apareció la cabeza de un niño pequeño, quien miró a todos sin curiosidad y se descolgó hacia el suelo, corriendo enseguida a los brazos de la muchacha. Ella lo aceptó con una sonrisa, y todo pareció normalizarse a partir de ese momento, aunque me era imposible entender nada de lo que estaba sucediendo.

El Farmacéutico fue el primero en aclarar algunas cosas, pero su historia dejaba completamente a oscuras el problema de la muchacha y el del niño.

Hubo una discusión entre él y el Francés acerca de la existencia real de aquella misteriosa lucecita; finalmente, el Farmacéutico tomó la palabra decidido a contar su relato sin interferencias.

– Empecé a caminar, siguiendo la lucecita. Era blanca, con matices azulados, y se prendía y apagaba irregularmente, y cambiaba de ubicación -noté un cierto acento italiano, y una forma de hablar que lo identificaba sin lugar a dudas como bonaerense-. Cuando creía estar a punto de alcanzarla, volvía a encenderse un poco más lejos. Como cuando pibe trataba de cazar bichos de luz. Después, se hizo de día, y la lucecita dejó de verse. Noté que la selva se iba desdibujando, los árboles se espaciaban, y pronto llegué a un claro, o más bien un descampado; sólo se veía una enorme distancia vacía, de tierra pelada, con un poco de pasto amarillento aquí y allá.

El Francés había advertido que la muchacha seguía temblando ligeramente bajo la manta, y se dedicó a avivar un poco el fuego. Intentó, llevándola a un aparte, iniciar el diálogo; pero creí advertir que la muchacha seguía sin despegar los labios, aunque se veía más protegida con la presencia del niño. También vi que el Francés le daba algo para beber, de un frasco misterioso, y presumí que tendría escondida alguna bebida alcohólica; pero no presté demasiada atención a estas cosas, escuchando más bien el relato del Farmacéutico.

– Anduve un rato largo sin encontrar nada, ni siquiera un árbol, hasta que al fin apareció una especie de montículo, con algo que, al acercarme, vi que era como la entrada de una mina. Me metí por allí y seguí andando; cuando ya no llegaba la luz exterior, me llamó la atención ver que de trecho en trecho había picos de gas encendidos. Daban una luz bastante buena.

»Así, hasta llegar a una puerta, sobre una de las paredes del túnel de la mina. Era desconcertante, porque la puerta era linda, quiero decir que era nueva, bien pintada, con un pomo de bronce reluciente. La abrí, y del otro lado había un espacio muy amplio, como un teatro; incluso había una serie de butacas, dispuestas en semicírculo; y hacia el centro del semicírculo, una especie de tarima. El lugar estaba desierto; entré y miré por todos los rincones; sólo hallé una puertita, disimulada por un telón negro que había al fondo, detrás de la tarima, frente a las butacas. Esta puertita daba a un pasillo corto que llevaba a algo así como un depósito donde se amontonaban botellas vacías y envases de todo tipo; y tenía una ventanita con barrotes de hierro, y mirando por la ventanita alcancé a ver el gallinero más grande que había visto en mi vida; había cientos, miles de gallinas, en un espacio enorme rodeado por un tejido de alambre.

»El depósito tenía otra puerta, y salí de allí y empecé a dar vueltas hasta perder la cuenta de pasillos y lugares recorridos. Al fin encontré otra puerta como aquélla, nueva y pintada, que daba a una pieza muy lujosa; y en esta pieza estaba esa joven aquí presente, quien apenas me vio empezó a chillar y salió disparada a través de otra puerta; yo la seguí, porque entre otras cosas había gritado «¡asesino!» en español, y quería hablar con ella; pero ella seguía corriendo, aunque yo le gritaba que no le quería hacer daño, y atravesábamos cantidad de piezas raras, incluso con alguna gente que nos miraba pasar, con miedo, y ella seguía chillando, y al final se largó a través de un túnel. Así fue como llegamos aquí.

Hubo un largo silencio. Ya comenzaba a caer el sol, y casi sin querer nos fuimos arrimando a la fogata. Advertí que el Francés había hecho progresos: ya jugaba con el niño rubio, y la muchacha se mostraba mejor dispuesta. Se me ocurrió una idea.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que salieron de este patio, usted y el Francés, hasta este momento? -le pregunté al Farmacéutico. Él se mostró sorprendido por la pregunta.

– ¿Cómo? -dijo. Luego meditó unos instantes, frunciendo el ceño, y respondió-: Bueno, unos tres días, creo.

Todos nos miramos con preocupación. Bermúdez hizo un gesto como para comenzar a hablar, como para discutirle; pero se contuvo. Supongo que debió de admitir que las distorsiones que se daban en el espacio también alcanzaban al tiempo.

Luego la conversación fue tomando un giro más bien burocrático, y yo me aparté de ellos y me acerqué al Francés y a la muchacha, un poco más apartados, ahora, de la fogata.

– Se llama Alicia -informó el Francés, con una sonrisa. Tenía al niño sentado en las rodillas-. Y el niño no tiene nada que ver con ella; pertenece a una familia de este lugar, habla un idioma desconocido.

Miré al niño atentamente y no observé ninguna de las características -obesidad, falta de elegancia, etcétera- que correspondían a aquellas gentes que había encontrado en mi recorrida inicial; pero tal vez el niño, pensé, todavía era pequeño -tendría siete años, como máximo- y podría ser que no hubiese desarrollado aún esas características. Luego, por fragmentos que componían la historia de Alicia, supe que provenía de otra zona, habitada por gentes distintas a las que yo conocía.

El problema más urgente que se le presentaba a nuestro grupo era la forma de dormir. Para quienes se habían reunido alrededor de la fogata era realmente un problema muy serio. La presencia de una mujer los ponía incómodos y puntillosos. A mí, por el contrario, me resultaba muy agradable; oír una voz de mujer, e incluso sentir o saber de su presencia, me regulaba automáticamente no sé qué mecanismos psíquicos. o físicos; lo cierto es que esa presencia me hacía sentir más afirmado en mi recuperación y más seguro de mí mismo. Y supongo que al Francés le sucedería lo mismo.

Los de la fogata debatían sobre la forma de combinar el sueño de cinco personas, y la guardia de cinco de ellas, teniendo en cuenta que en la carpa cabían hasta tres con cierta comodidad y que durante el sueño de la muchacha no quedaba bien que alguien más durmiera allí. No pude menos que soltar una carcajada. Dije:

– Alicia tiene sueño. Por favor, pónganse de acuerdo en los turnos, a ver si le corresponde dormir algún día de esta semana.

Con esto desorganicé la reunión. Bermúdez y el Alemán se atropellaron para ir a la carpa y acomodar las cosas; sacaron los implementos de la guardia y las frazadas sobrantes, y le dijeron a Alicia que la bolsa de dormir estaba a su disposición. Ella se despidió con una sonrisa cansada, y se metió en la carpa llevando consigo al niño.

– Hay un problema menos -dije-. No son siete personas para distribuir, sino seis, ya que Alicia y el niño ocupan un solo lugar. Además, no veo ningún inconveniente para que alguien más duerma en la carpa.

Precisamente yo, muy cansado por la guardia de la noche anterior, iba a proponerme para ocupar ese lugar. No tenía ninguna intención erótica con respecto a la muchacha, quien realmente no me resultaba muy atractiva; simplemente quería dormir cómodo y por otra parte romper la rigidez pudorosa del grupo.

Pero el Francés se me adelantó; explicó que le tocaba guardia esa noche y que tenía necesidad de descansar; que mientras ellos se ponían de acuerdo en la organización de los turnos, él iría a acostarse; y que si su presencia molestaba a la chica sería ella, y no los demás, la encargada de hacerlo saber. Dicho lo cual tomó una manta y se metió en la carpa; al parecer, Alicia no puso inconvenientes.

En el grupo reinaba un silencio resentido; yo también lo estaba en cierta medida, pero me gustó la actitud del Francés. Tomé una manta y me acosté, envuelto en ella, sobre la tierra, cerca de la fogata. Bermúdez estaba pálido de cólera. Tiró al fuego el lápiz y el papel y dijo que así no se podía seguir. El Alemán y el Farmacéutico asintieron gravemente.

– No se lo tomen a la tremenda -dije, sin asomo de ironía, tratando de que mi acento fuese cálido; pero ellos siguieron rezongando; y aún los oía entre sueños; sentí que decían algo sobre la disciplina indispensable, y me dormí profundamente.

20

Lo que pude saber de la historia de Alicia reproducía en buena medida mis propias aventuras iniciales en ese lugar; también había recorrido piezas con puertas que sólo le permitían un sentido determinado; pero más que piezas eran verdaderos apartamentos; y cuando alguno estaba habitado, los seres, generalmente una familia, eran de otra clase que los que yo conocía. Más parecidos, tal vez, a nosotros; pero su lenguaje era también incomprensible. El trato también era distinto; había cierta amabilidad, y se lograba cierto entendimiento a pesar de las insuperables dificultades con el idioma. De una de estas familias había salido el niño rubio que ahora estaba con nosotros; un niño extraño, que había mostrado de inmediato un gran apego por Alicia, y que desconcertaba a sus padres con sus misteriosas desapariciones. Después que Alicia se despidió de esa familia y continuó su recorrido, en más de una oportunidad apareció el niño junto a ella, llegando por conductos que Alicia no logró conocer. Muchas veces lo había enviado de vuelta a su hogar, y otras tantas, tarde o temprano, el niño había regresado. Ahora no mostraba ningún interés por irse de este patio.

Entre las variantes fundamentales del lugar de Alicia con respecto al mío, figuraban dos que es necesario destacar: una, que la gente que habitaba los apartamentos realizaba trabajos. Los hombres disponían de unos aparatos, incomprensibles para Alicia, que manejaban durante algunas horas en cada jornada; las mujeres se ocupaban de tareas de cocina y limpieza. La otra, era la presencia de algunos implementos de espionaje: pequeños lentes y micrófonos adosados a las paredes, cuya finalidad debía ser probablemente desconocida para los habitantes del apartamento; y más aún, parecían tenerles un respeto de orden religioso, tal vez porque sus partes metálicas daban fuertes choques eléctricos a quien los tocara.

No explicó, por ahora, cómo había llegado allí; y todos estos datos los fuimos juntando con dificultad, ya que la muchacha se mostraba propensa a sufrir un nuevo ataque de nervios al recordar ciertas cosas. Por lo demás, lentamente se fue integrando a nuestro grupo y ya la proximidad del Farmacéutico le era más tolerable.

Durante esa jornada prosiguieron las discusiones acerca de problemas organizativos, y comenzó a planificarse una especie de excursión con fines de aprovisionamiento. Yo me mantuve al margen de las tediosas discusiones y en principio mostré de antemano mi conformidad con las resoluciones que se tomaran, aunque no estaba muy seguro de que en realidad fuera a aceptarlas.

Esa madrugada me despertaron a las cuatro, cuando el cambio de guardia. También habían despertado al Francés, que tenía los ojos hinchados y la voz más enronquecida, y decía merde mientras se lavaba la cara en la fuente. El Alemán y el Farmacéutico dormían bajo una misma manta, fuera de la carpa; Bermúdez, que se había mantenido despierto, fue a ocupar mi lugar, fiel al principio de no dormir bajo la misma carpa ocupada por una dama.

Yo vacilé un rato y al fin decidí acompañar al Francés en la guardia, para no crear mayores incomodidades con el asunto de la carpa; pensé que después debería resignarme a discutir con los otros.

Estuvimos conversando en voz baja y el tiempo de la guardia pareció transcurrir mucho más rápidamente. Yo volví al tema de las teorías acerca del lugar, y de cómo habíamos llegado a él; charlando, logramos una especie de catálogo fantástico de posibilidades, cada una de las cuales parecía contradecir a las demás, y al mismo tiempo, cualquiera de ellas sonaba muy lógica y convincente, por lo menos a esa hora de la madrugada.

A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar. El Francés tendía a negarlos, y encontraba siempre alguna explicación que sustituía perfectamente esa presencia directriz. Ninguno de los dos podía, de todos modos, aportar ninguna prueba.

– ¿Cómo explicas, entonces -le pregunté, en un momento de la discusión- la existencia de los aparatos de espionaje?

– Sencillamente -respondió con calma-; son la expresión de las tendencias paranoides de Alicia. Ella misma ha creado esos aparatos, les ha dado realidad tangible modelando la materia por medio de su temor a ser espiada.

Me mostré escéptico. Objeté que, entonces, de acuerdo con esta fórmula, el Francés mismo podía ser también creación mía, de mi íntimo deseo de tener alguien con quien conversar.

– Es cierto -admitió, con una sonrisa-; pero no necesariamente. Este lugar, que tú llamas patio, bien puede ser creación colectiva; bien podría haber nacido de nuestra necesidad de reunimos.

Me comentó también que Bermúdez tenía una teoría, aunque el hecho de pensar lo avergonzaba y trataba, curiosamente, de ocultarlo. Pero una noche le había dicho que él creía que había habido una guerra mundial, y que las explosiones atómicas habían modificado todo, nos habían «entreverado», personas y lugares, como un rompecabezas mal armado en el que, sin embargo, las piezas encajan unas con otras, aunque no las figuras.

Estuvimos un rato en silencio. Luego se me ocurrió preguntar:

– ¿Y tú crees realmente en tu teoría?

Volvió a sonreír, un poco angelicalmente.

– No -dijo-. No creo en nada.

Salía el sol. El Francés, contraviniendo las disposiciones- al respecto, hizo una nueva hoguera, mucho más espectacular de lo necesario, para calentar café. A las ocho, despertó a todo el mundo, a excepción de Alicia y el niño, quienes, a pesar del ruido que se hizo luego, siguieron durmiendo hasta el mediodía.

Me instalé, un poco apartado, cerca de la fuente; a continuar mis apuntes. Escribir a mano 'me da mucho trabajo; el avance es lento. Y tenía muchas novedades para consignar y muchas teorías para desarrollar. Bermúdez, el Farmacéutico y el Alemán se afeitaron, por turno, mientras el Francés ocupaba un lugar entre las mantas y dormía, fuera de la carpa.

Hacia el mediodía, cuando ya tenía la mano y el brazo varias veces acalambrados, dejé de escribir y me acerqué a la rueda que se había formado en torno al fuego; hablaban de comer todo el asado al mediodía, porque la carne se estaba echando a perder definitivamente; y de la escasez general de provisiones y de la necesidad de salir de caza.

La conversación no me gustaba; no es que se dijera abiertamente, pero yo sospechaba en ellos la idea de que me estaba alimentando a sus costillas, sin hacer ningún esfuerzo (lo cual era rigurosamente cierto); y tampoco me sentía dispuesto a salir de cacería; y me molestaba especialmente por esa idea que parecía estar metida muy hondo en todos ellos de permanecer indefinidamente en ese patio. Intenté un comentario, tratando de no resultar agresivo, pero no me prestaron atención. Sentí que me descartaban como persona útil, y mi resentimiento culpable se agravaba.

Alicia y el niño se unieron al grupo; la muchacha estaba de buen humor, parecía más comunicativa. El niño fue a despertar al Francés, quien lo recibió con sorprendido agrado.

En el transcurso del almuerzo, durante el cual se prolongó la discusión de la mañana, noté algunas cosas; lo más evidente era que se había abierto una brecha entre el Alemán, el Farmacéutico y Bermúdez por un lado, y principalmente yo por el otro; el Francés estaba indudablemente de mi lado, pero su actitud era indiferente, poco interesada; en realidad no le preocupaba nada de lo que se discutía, y se veía claramente su intención de actuar en definitiva como mejor le pareciera; si optó al fin por integrarse a la cacería fue realmente por su voluntad, sin que pesara en absoluto la presión de los demás. Alicia se mostraba inclinada de nuestro lado, pero comencé a sospechar, con algún fundamento, que era más por simpatía hacia mi persona que por otros motivos; al entrever que pudiera surgir alguna relación afectiva entre nosotros me sentí alarmado, y traté de canalizar sus simpatías hacia el Francés, quien parecía sentirse atraído por ella; aunque ella parecía ignorarlo. Y, finalmente, el niño era un mediador inconsciente entre Bermúdez y yo; Bermúdez, a pesar de ser el cabecilla del grupo conservador, no era fanático como los otros, me seguía aceptando y podíamos tener conversaciones amistosas. El Farmacéutico, en cambio, no intentaba el menor diálogo conmigo, y el Alemán se iba distanciado cada vez más.

Hacia el atardecer se me plantearon con fuerza li los cargos de conciencia; por un instante se me ocurrió ponerme en el lugar de ellos, y me di cuenta de que no estaban del todo faltos de razón; me dije que mi actitud era egoísta, y traté de imaginar alguna forma de cooperación; pero todas me parecían trabajosas y vanas. Sin poder explicarlo hasta más tarde, sentía, honestamente, que cualquier forma de colaboración con ellos se transformaba automáticamente en una íntima traición a mí mismo.

Más tarde descubrí la clave de mis problemas. Estaba metido en una trampa muy compleja. Era cierto que yo estaba aprovechando, a partir de mi enfermedad y necesidad de atención de los primeros días, un mecanismo creado por ellos. Era cierto que podía dormir tranquilo mientras alguien estaba de guardia, y que podía comer un alimento que habían conseguido ellos; pero, y ahí estaba la trampa, hasta ese momento no había tenido necesidad de que nadie protegiese mi sueño, ni que me dieran de comer.

Si ahora se planteaba la necesidad, era precisamente por haber resuelto quedarme con ellos. Me pregunté por qué y cuándo lo había hecho, y descubrí que fue más bien un dejarme estar: había caído en la trampa de la comodidad. La misma trampa de las habitaciones de mi recorrido inicial, preparadas como para mí. En este caso había, además, una especie de intercambio: ellos me daban comodidad, a cambio de mi presencia. Sospeché que apenas anunciara mi decisión de partir, lloverían nuevamente críticas sobre mi actitud pero al mismo tiempo se ablandarían en sus posiciones y terminarían por dejarme en paz, sin exigirme nada.

Ellos me necesitaban, por la antigua idea de que la unión hace la fuerza. Mal que bien, por lo menos yo hacía número. Pero yo me sentía cada día más debilitado. Había ganado en seguridad y comodidad, pero estaba perdiendo el tiempo. Y también, descubrí, me necesitaban por otro motivo más oscuro: me necesitaban como cómplice de esa actitud cobarde -en definitiva, más cobarde que la mía- de quedarse en el patio. ¿Qué esperaban, allí?

Me fui deprimiendo cada vez más, pensando en la medida verdadera en que había estado perdiendo el tiempo; no sólo desde que encontré al grupo, íio sólo desde que había aparecido misteriosamente en ese lugar; toda mi vida se volvió en ese instante vacía y sin sentido; apenas pequeños brillos, muy aislados entre sí, que no lograban rescatar todo un pasado lamentable. Y con respecto a esta última etapa, a esta parte de mi vida que comenzaba en aquella pieza oscura, ya que había decidido salir de allí, ya que había resuelto desde un primer instante que ese lugar me resultaba ajeno, que no era el mío, no entendía los motivos que me habían llevado a permanecer tanto tiempo.

Es cierto que no había encontrado una salida, y que tampoco parecía fácil encontrarla; pero ¿la había buscado verdaderamente con la urgencia de los primeros días? El lugar me había ablandado, y me sentía cada vez más blando a medida que comprobaba su inmensidad. La salida parecía cada vez más remota, y ya dudaba de que existiera. Pero razoné que ése tampoco era un motivo para quedarse.

O bien, que resolviera quedarme, de una vez por todas, quitarme de la mente la idea de una hipotética salida, idea que me hacía sentir incómodo en todo momento, en todas partes; entonces sí, podría organizarme, solo o en el grupo, y buscar la manera de pasarlo lo mejor posible.

Pero la idea de quedarme me seguía pareciendo tan extraña que, al repensarla, me hizo reír en voz alta. Recordé mis pensamientos de días anteriores, y los sentí muy verdaderos: no se trataba de regresar a ninguna parte, sino de salir de allí: a menos, pensé ahora, que allí encontrara algo que me decidiera a quedarme. Pero hasta el momento, salvo, quizá, Mabel, no había hallado nada parecido, y no tenía por qué suponer que lo hallaría.

Y Mabel misma no era una razón; era más bien una ilusión. Del mismo modo que, ahora, veía una ilusión en la imagen de Ana, cuando se me presentaba en los primeros tiempos para darme fuerzas en la búsqueda de una salida hacia mi vida cotidiana.

Estos pensamientos me fueron llevando a una larga serie de meditaciones; me encontré, de pronto, divagando, construyendo estructuras abstractas, con el pensamiento nuevamente en cero.

De todos modos me había liberado de la culpa inicial con respecto al grupo; me liberó de ellos la decisión de partir. No saldría de inmediato, pero la decisión estaba tomada; incluso, me pareció que ya había sido tomada un tiempo atrás, y que ahora lo que hacía era reconocerla y aceptarla. Pero esto significaba emprender una acción, y siempre me ha costado decidirme a actuar.

A la mañana siguiente se suicidó el Francés. Un poco antes de las ocho se había puesto en pie, apartando las mantas que lo cubrían, fuera de la carpa, y le pidió prestado el revólver al Alemán, que estaba de guardia. Éste se lo alcanzó, sin llegar a extrañarse por el pedido.

El Francés, revólver en mano, fue hasta el portón, lo abrió, lo dejó abierto, caminó una veintena de pasos, en dirección a la selva, pero fuera del caminito de pedregullo, y allí se voló resueltamente la cabeza.

21

Las dos jornadas siguientes me resultaron particularmente ingratas. No colaboré en el trabajo para abrir la fosa, a pocos metros del cadáver del Francés, ni participé en la ceremonia del entierro; ni siquiera en la mañana del suicidio había traspuesto las rejas para mirar el cadáver.

Luego tuve que soportar los comentarios, enfermantes; nadie se explicaba la actitud del Francés, y por lo tanto llegaron a la conclusión de que había sufrido un ataque de locura.

Abrí la boca muchas veces, pero la volví a cerrar sin decir nada. ¿Cómo explicarles lo que significaba el Francés? Lo había visto más de una vez inclinado durante largo rato sobre un camino de hormigas, que los demás pisaban sin notar. Lo había visto a menudo mirando detenidamente las estrellas. ¿Cómo explicar que no necesitaba más motivos que una noche de insomnio y de lucidez para quitarse la vida? Para quien está realmente vivo, la vida se vuelve a veces muy difícil, puede llegar a ser intolerable, sin necesidad de motivaciones especiales.

Alicia lloró a moco tendido, y se me prendió del brazo y apoyaba la cabeza en mi hombro para llorar. Los demás, y a pesar de la unción de la ceremonia que realizaron, en pocas horas ya estaban hablando del muerto con cierto desprecio, o al menos indiferencia.

Los acontecimientos se precipitaron a la tarde siguiente.

Por un orificio sin puerta del paredón salió una mujer; me pareció que su aspecto cubría todas las exigencias de una perfecta prostituta. Tendría unos cuarenta años, el pelo largo y lacio, teñido hacía tiempo de rubio -y en la base se notaba el castaño original-, los labios pintados con exageración, lo mismo que los ojos y el resto de la cara; y la ropa era una mezcla agresiva de rojo y verde chillones. Calzaba taco alto, y para colmo revoleaba una cartera que llevaba colgando de la muñeca derecha. Venía hecha una furia.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó en tono agudo y ofensivo. Nos quedamos mudos ante la insólita pregunta; luego nos exigió que la sacáramos de allí. Bermúdez se adelantó a parlamentar, y le costó grandes esfuerzos conseguir que lo escuchara. Su alocución, con todo, resultó poco clara para la mujer, quien siguió insistiendo en que la sacáramos de allí.

– Yo entro en el baño del café -explicó- para arreglarme el maquillaje, y cuando salgo el café no está más, en su lugar hay una especie de templo, inmenso, con grandes columnas, vacío. Caminé y caminé sin ver a nadie, ni nada, y después encontré una puertita que daba a un pasillo y ahora los encuentro a ustedes.

Hablaba vertiginosamente, y repetía muchas veces las mismas cosas, mirándonos de forma insolente, culpándonos de su situación. Se adelantó el Alemán, y trató de explicarle que a todos nos habían pasado cosas similares. Luego le alcanzaron un mate; lo rechazó con repugnancia y encendió un cigarrillo rubio que extrajo de un paquete que llevaba en la cartera.

Luego pareció, si no serenarse, al menos desviar un poco de nosotros sus iras.

– Nunca me había pasado nada parecido -dijo, y todos estuvimos de acuerdo.

Alicia seguía pegada a mí. Esa noche se negó a dormir en la carpa junto a la mujer, que había dicho llamarse Silvia; con el niño de por medio se acostó a mi lado, fuera de la carpa, bajo las mismas mantas, ante el asombro de todos.

Al día siguiente las tensiones alcanzaron el punto máximo; yo me había negado a la guardia cuando el Farmacéutico me despertó a las cuatro, porque realmente no había podido dormir y me sentía agotado y con una confusión mental muy grande. Sentía, además, que Alicia me estaba creando un nuevo problema.

Luego, se hizo manifiesta la rivalidad entre Alicia y Silvia y, finalmente, el Farmacéutico y el Alemán propusieron que se me sancionara, aunque sin especificar de qué manera, por mi negativa a hacer la guardia, y quisieron además incluirme por fuerza en la cacería.

Bermúdez, visiblemente interesado en la recién llegada, prestaba una atención más débil a los problemas y adquirió una cierta agresividad hacia el

Alemán y el Farmacéutico. Como resultado final, ese día no se salió de cacería, y se agotaban definitivamente las provisiones. El almuerzo consistió en mate amargo seguido de arroz.

Alicia se decidió por fin a narrarme su historia; y luego me propuso que nos fuéramos de allí. «Nos» la incluía a ella, al niño y a mí. Le expliqué que yo ya había decidido partid pero que no había pensado en ellos; en principio me negué a llevar al niño, y acepté acompañarla al menos un trecho, hasta que algo nos animara a separarnos. Luego admití que podíamos partir los tres, sin que ello significara, de ninguna manera, que yo aceptara la menor responsabilidad.

Ella argumentó que no necesitaba en absoluto que yo me hiciera responsable de nada; que sabría arreglarse por su cuenta, incluso con el niño a su cargo. Finalmente acordamos partir los tres, no sin que antes yo insistiera en mi absoluta independencia.

Esa noche, alrededor del fuego y de los últimos granos de arroz, expliqué al grupo nuestra decisión. El Farmacéutico y el Alemán protestaron de inmediato. Bermúdez, ablandado por la muerte del Francés y por la presencia de Silvia, se mostró menos mortificado de lo previsto ante el derrumbe de su imperio. Me pareció que en las últimas horas había aprendido algunas cosas.

La prostituta no dejaba de alborotar, sin sentirse en absoluto interesada por lo que sucedía alrededor suyo, y reclamaba mil atenciones que Bermúdez se afanaba por dispensarle. A pesar de todo, de la reunión surgió un nuevo plan: a la mañana siguiente partiríamos Alicia, el niño y yo («Después de todo-murmuro el Farmacéutico- éstos nunca sirvieron para nada»); Bermúdez y el Alemán saldrían de cacería, y el Farmacéutico, acompañado por Silvia, intentaría rehacer el camino hacia el gallinero que decía haber visto. Silvia insistió en quedarse en el campamento, pero no se animaba a quedarse sola; Bermúdez manifestó no poder acompañarla, ya que era el más indicado para la cacería. Silvia decidió entonces acompañar a Bermúdez, aunque éste se negaba por considerarlo riesgoso.

Yo me sentí, a pesar de todo, obligado a alertar al Farmacéutico sobre los peligros de buscar el gallinero; manifesté que la cacería me parecía un riesgo menor, y que no valía la pena meterse en un lugar de salida difícil, laberíntico, por unas gallinas. A pesar de ciertas experiencias vividas también por ellos en el interior de la construcción, no eran, con todo, capaces de sensibilidad ante lo que consideraban peligros menores; para ellos no había riesgo mayor que los gorilas y los elefantes; pensé que tal vez tenían razón.

Les costó mucho ponerse de acuerdo: finalmente convinieron en posponer la búsqueda del gallinero y salir de cacería Bermúdez, Silvia, y el Alemán: el Farmacéutico se quedaría en el campamento, con el revólver. Afortunadamente no se les ocurrió interferir en nuestros planes de partida.

Volvimos a dormir los tres bajo una misma manta. Me costó mucho, nuevamente, conciliar el sueño; en mi cabeza daba vueltas sin cesar la historia contada por Alicia, casi susurrada, cuando ya estábamos bajo la manta y el niño dormía profundamente.

En su propia casa -contó- al entrar a su dormitorio, notó que ya no era la misma habitación de todos los días, sino una mucho más amplia y vacía, con sólo una gruesa alfombra sobre el piso. Aterrada, descubrió que en un rincón había un hombre: estaba completamente desnudo y avanzaba hacia ella, con una mirada como de borracho o enfermo, los brazos colgando flojamente. Intentó abrir la puerta por la que había entrado, pero no lo consiguió; entonces corrió hasta otra puerta, que veía justo enfrente de ésta; pero el hombre la atrapó antes de que lograra alcanzarla, y la arrojó brutalmente al suelo.

De inmediato, insensible a sus gritos y a los golpes que intentaba o que realmente conseguía darle, le arrancó las ropas con furia e intentó violarla; ella resistió con tenacidad, pero el hombre comenzó a castigarla sistemáticamente, cubriéndole de golpes de puño la cara y el cuerpo; ella se espantó al sentir que los labios le sangraban y que apenas podía abrir los ojos, y el dolor se volvía insoportable, le parecía que tenía las costillas rotas, y al fin se entregó.

En un estado de semiinconsciencia fue poseída varias veces, hasta que el hombre, cansado, se echó a dormir. Quiso matarlo, pero no tenía con qué, ni fuerzas. Arrastrándose, logró alcanzar la puerta, y se encontró en otra habitación, desconocida, con muebles; colocó una silla bajo el pestillo y se tendió en la cama.

Durmió durante largo tiempo, y creía haber notado una presencia que velaba, a veces, junto a ella, y al despertar encontró alimentos y ropa a su alcance.

Después había vagado por aquella serie de apartamentos, y se había instalado en uno de ellos, cansada de vagar, y aprovechando que estaba vacío y le resultaba cómodo. Hacía poco que estaba allí cuando apareció el Farmacéutico; creyó que intentarían violarla nuevamente y, presa del pánico, huyó.

Yo me dormí cuando estaba por amanecer, y el cielo mostraba ya una claridad gris.

A las ocho vimos partir el grupo de la cacería: nosotros permanecimos hasta cerca del mediodía, porque yo no lograba despertarme del todo. Cuando al fin estuvimos dispuestos, el Farmacéutico pareció olvidar rencores, y nos estrechó ceremoniosamente la mano y nos deseamos mutuamente buena suerte: éramos sinceros.

La despedida del resto del grupo había sido menos emotiva; ellos estaban nerviosos y yo con mucho sueño. Con todo, el apretón de manos de Bermúdez había sido fuerte y prolongado. Y se mostró emocionado al besar al niño.

– Espero que volvamos a encontrarnos -había dicho Bermúdez, en el momento de partir, y ahora yo repetía esta frase para el Farmacéutico.

Elegimos un pasillo que tenía puerta, sin inconvenientes para ser abierta, y que aún no había sido transitado por ninguno de nosotros. Coloqué una gran piedra junto a la puerta abierta, para evitar que se cerrara, pensando que quizá nos viésemos obligados a regresar.

El niño estaba contento ante la perspectiva de una nueva aventura, y había espacio suficiente en el pasillo para que fuera tomado de la mano de ambos.

22

Fue, aproximadamente, un día y una noche el tiempo que nos llevó recorrer la larga serie de pasillos que se bifurcaban sin ofrecer otra posibilidad que las bifurcaciones; yo dejaba la elección librada al gusto de Alicia, o a veces del niño. Dormimos muy mal, y muy poco.

La nerviosidad que me había entrado al internarnos en el corredor había variado de tono; al principio se trataba de emprender una aventura, largar, se nuevamente hacia lo desconocido, dejando atrás lo que había sido un refugio bastante seguro y la compañía de otros seres humanos: y aunque la decisión de partir había sido bien meditada, no podía evitar la angustia, después de tantos días de pasividad.

Había otra sensación desagradable: por más que hubiese aclarado perfectamente los términos de mi alianza con Alicia, no dejaba de sentirme con el peso de la responsabilidad, por ella y por el niño. Me hubiese sentido más tranquilo de encontrarme solo; al menos mi angustia tendría un matiz distinto, menos opresivo.

Luego me fue invadiendo el cansancio de andar, y nuevamente la claustrofobia; era el pasillo más largo que había recorrido, parecía no terminar nunca; ni siquiera presentaba orificios ni, a pesar de que en realidad se podía respirar bien, eran visibles otros sistemas de ventilación.

Cuando llegamos al final nos encontramos, con alegría, en el aire libre; y mi alegría fue acompañada de algo nuevo, una nueva confianza, una especie de seguridad. Ello se debía sin duda a lo familiar del paisaje: era campo, extenso, sin murallas visibles, y había detalles que, si bien no los noté enseguida, inconscientemente los recogí y en ellos se afianzó mi nuevo estado de ánimo: un caminito, algunos árboles -eucaliptus- y más allá un alambrado y más lejos aún, apenas visible, una vaca. El pasto era muy verde y el aire tenía el aroma de la tierra.

El pasillo había desembocado en una escalerita que llevaba a un agujero rectangular en la tierra; por allí emergimos y empezamos a caminar, luego de haber echado un amplio vistazo en derredor, sobre la calma del paisaje.

El caminito, apenas una huella de hombres y animales, pronto nos llevó cerca de un lugar poblado; algunos ranchos y casitas dispersos en un área grande; luego, a la distancia, parecía que las construcciones se hacían más nutridas y más próximas entre sí.

Recorrimos algunos ranchos; tres de ellos estaban desocupados, dando idea de abandono; el cuarto también lo estaba, pero había señales de haber sido habitado recientemente.

Seguimos andando, y al fin decidimos detenernos en una casita próxima. No había nadie, pero se notaba claramente que alguien vivía allí, pues había alimentos frescos.

Comimos, y tomamos leche, y nos sentamos a esperar que llegaran los dueños de casa.

Al caer la noche, no habían aparecido.

Me sentí alarmado. Hasta ese momento, el cansancio y la angustia pasada no me habían permitido hacerme una composición de lugar; pero cuando encendí el farol y contemplé cómo Alicia acostaba al niño en una cama pequeña, y vi más allá una cama de matrimonio, empecé a sacar conclusiones; si bien yo estaba aún a la expectativa y no me había hecho demasiadas ilusiones concretas, había creído, tal vez por tratarse de un lugar tan abierto, que estábamos en algo distinto; ahora veía que el sistema empezaba a repetirse. La casa parecía estar esperándonos. Los elementos estaban dispuestos para que nos fuera cómoda; había, además, un escritorio, con una máquina de escribir y abundante papel.

Salí afuera y contemplé la noche estrellada, serena. No había en ella nada de particular, nada distinto a tantas otras noches vividas en el campo. El canto de los grillos, el silencio dominando todos los pequeños ruidos; el ladrido de un perro a la distancia, contestado por otro más lejano; el aire limpio, la calma. Una noche como para sentirme bien; no me faltaba nada. Ni siquiera una compañera. Todo estaba en orden.

Me sentí desolado. Volví a entrar y me dejé caer pesadamente en un sillón, apretándome las sienes con la mano derecha. Alicia se acercó, y se arrodilló en el suelo, junto al sillón, y apoyó su cabeza sobre mis piernas cruzadas.

Me preguntó qué me sucedía.

Entonces, lentamente, le narré mi historia. Eché la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo, y acariciaba los cabellos de la muchacha. Le expliqué cómo desde que había aparecido de forma inexplicable en aquella habitación oscura, las cosas se habían ido repitiendo según un mecanismo siempre igual, aunque variara de forma: esta casita en nada se diferenciaba, en esencia, de la primera pieza deshabitada que había hallado.

Le hablé de mi desesperación creciente, al ver que el lugar adonde habíamos ido a dar era inmenso, y de mi pesimismo de los últimos tiempos en lo que se refería a hallar una salida.

Sin saberlo, Alicia repitió la misma pregunta del Francés: para qué. No lo dijo así, pero dio a entender que la situación actual no le parecía tan mala. Ella tampoco había sido feliz en su vida cotidiana. Estudiaba una carrera que no le interesaba, un poco por complacer a sus padres, y su vida había sido monótona y pobre; aunque no se había visto obligada a trabajar, el dinero de los padres no le permitía hacer muchas cosas que deseaba, y se había conformado con lo elemental, las idas al cine, el noviazgo sin entusiasmo, la lectura de las novelas de moda.

Allí se sentía mejor, más cómoda, a pesar del horror vivido en los primeros momentos (yo pensé, un poco cínicamente, que nunca había estado tan viva como en el momento de la violación); y se hala encariñado con el niño, y conmigo.

Esto último me sonó falso. Pensé que buscaba en mí, más a un hombre que la protegiera o que la guiara en un mundo extraño, que un hombre a quien amar.

Comencé a explicarle, aunque cada vez era menos claro para mí mismo, la angustia que me producía estar allí; aunque todo se pareciera, en ese momento, a lo que alguna vez había deseado -una vida tranquila en el campo-, no podía tolerar la idea de haber sido llevado allí contra mi voluntad, de sentirme perdido, extraviado, cayendo constantemente en trampas que me retenían; no pensaba si estaba mejor o peor que antes; simplemente, no podía considerarlo como algo definitivo. Estaba en un lugar que no era el que me correspondía; y aunque en mi vida anterior más de una vez había sentido lo mismo, aquí se hacía más evidente y tangible. El cielo, le expliqué, podía ser el mismo cielo, con todas sus estrellas; pero yo no podía salir y mirar la noche sin sentirme estafado, como si estuviera mirando el telón pintado de un teatro.

Nos acostamos. Mi forma de hacer el amor fue más bien mecánica; me sentía anestesiado, desinteresado. Al amanecer, con los ojos abiertos y ardientes, oía el canto lejano de los gallos y sentía ese cuerpo que se abrazaba al mío, y me preguntaba incesantemente por qué me resultaba un cuerpo extraño, ajeno, y por qué el niño que dormía en el otro extremo de la habitación era tan inevitablemente extraño y ajeno, y por qué en ese lugar todo me resultaba indiferente o, peor aún, me rechazaba, me impulsaba a una insatisfacción constante, me sepultaba en la melancolía.

23

Intenté, honestamente, adaptarme al lugar y a las circunstancias. Alicia me había hecho comprender, en largas conversaciones, que mis peripecias iniciales me habían dañado el sistema nervioso; que no tenía sentido continuar esa búsqueda, seguir saltando de un sitio a otro sin aceptar ninguno; que debía controlar la ansiedad, tratar de ver con otros ojos lo que me rodeaba. En la casita, situada en un lugar apacible, podría recuperarme, tranquilizar mis nervios, buscar una solución verdadera.

Sentí que había mucho de cierto en todo eso, cada día me costaba más razonar con claridad, y pasaba largas horas de aparente meditación en las que en realidad tenía la mente en blanco, o trabajando por su cuenta ajena a mi conciencia, sin que yo participara mayormente.

Decidí que, por lo menos, necesitaba unas vacaciones. Me dediqué a una huerta que había en el fondo, y aunque no creo que mi trabajo haya sido muy útil, me sentí mejor durante un tiempo. También mi relación sexual con Alicia, sin alcanzar niveles excepcionales, me ayudaba a la pacificación interior.

De forma irregular hallábamos a veces paquetes con carne, o comida envasada; y una mañana aparecieron en la huerta dos gallinas atadas con un hilo a una estaca clavada en la tierra.

Algunas de las casitas y ranchos vecinos estaban habitados. No logramos, sin embargo, la menor comunicación con esas gentes. En su mayoría eran viejos campesinos que nos miraban con temor y cerraban las puertas a nuestro paso; si saludábamos a alguien con quien nos cruzáramos en el camino, respondía brevemente sin detenerse ni mostrar simpatía, o seguía de largo sin responder.

Un viejo de grandes bigotes y sombrero de alas pasó un día frente a nuestra puerta, llevando una azada al hombro, y pareció mostrar cierta curiosidad. Me acerqué a él e intenté el diálogo; a pesar de la buena voluntad por su parte, resultó también imposible. Hablaba el mismo idioma, o uno muy similar, que los habitantes de las piezas de mi recorrido. Se encogió de hombros y siguió su camino.

En dos o tres oportunidades di paseos largos, que me llevaron allá donde las casas se veían más concentradas. Quedaba bastante lejos, y a veces me daban ganas de seguir alejándome y ver qué aparecía más allá.

El poblado no tenía un mecanismo muy distinto al de la zona en que nos encontrábamos; no llegaba a ser un pueblo, no parecía haber organización ni mucha mayor conexión entre los habitantes. Tampoco vi comercios de ningún tipo.

Aunque me fue imposible comunicarme con ninguna persona, me enteré, sorprendido, de que allí el idioma variaba ligeramente, e intercalaban abundantes palabras de raíz latina, algunas españolas, con ciertas deformaciones. Esto me llevó a pensar que quizá si seguía en esa dirección, llegaría a encontrar un lugar donde pudiera entenderme con la gente.

Un día descubrí que Alicia intercambiaba algunas palabras con el niño, en el idioma extraño. Sin saber por qué me sentí atacado por un gran enojo repentino. Apreté los puños y la sangre me bullía. Pensé decir algo, pero me mordí los labios; no tenía, racionalmente, ningún motivo para enfurecerme.

El niño parecía feliz todo el tiempo. Su vitalidad era desbordante y allí tenía espacio de sobra para sus juegos. Cada vez se llevaba mejor con Alicia; más allá de las pocas palabras que podían intercambiar, se entendían a la perfección; pensé que mucho más que si él fuera su verdadero hijo.

Me entretuve mucho tiempo en mis apuntes: los copié a máquina, pues ya eran demasiado nutridos y abultaban mucho en mi saco, y a veces me resultaba difícil entender mi propia letra. Trataba de no separarme de ellos. Suprimí muchas partes, que ahora veía demasiado detalladas y sin importancia, tratando de conservar y mejorar la redacción de aquellas partes que ahora sentía como fundamentales. Así se fue estructurando este relato; no es un diario de viaje, no es una versión estricta y cronológica, sino apenas un registro de mis impresiones y razonamientos, una visión subjetiva de las cosas vividas, que tal vez difiriera enormemente de la versión de otra persona que hubiese vivido los mismos hechos. No sé, tampoco, por qué me tomaba ese trabajo; pero me gustaba, me hacía bien, más allá del cansancio físico, también saludable, que me producía.

Lentamente fui sufriendo un proceso, en el que noté la agudización de mis males. El remedio, que pareció funcionar bien durante los primeros tiempos, comenzó a parecerme una postergación y nada más.

La idea de irme, sin embargo, se había hecho borrosa. Estaba siempre presente, pero exclusivamente como imagen, como algo detenido, que no tenía fuerza para moverme a la acción. Me sentía cómodo y seguro; por momentos, al pasar por mi imaginación, la idea de partir, la encontraba ridícula. Sin embargo, la necesidad de hacerlo iba cobrando cuerpo, se iba apoderando de mi ser de tal manera que me fui transformando.

Noté que también Alicia se transformaba. Pero ella parecía no tener conflictos, en cierta forma se transformaba en una dirección opuesta a la mía. Una vez la vi, por un instante, exactamente igual a una de aquellas mujeres viejas de la primera etapa de mi recorrido. Quizá fuera una alucinación momentánea; pero en adelante no pude verla con los mismos ojos. La espiaba, y notaba siempre algún detalle, del rostro o del cuerpo, o algún gesto, algo que me, traía de forma inevitable aquella imagen fugaz.

En un principio mi propia transformación fue apenas la agudización de la indiferencia hacia Alicia y hacia todo lo que me rodeaba; procuraba esquivarla la mayor parte del tiempo, ocupado en mis apuntes o en largos paseos, o en la huerta.

Luego comencé a odiarla, y tuvimos discusiones, cada vez más fuertes; hacia el anochecer, en los últimos días, sentía que la angustia me alteraba también físicamente. La mandíbula se me apretaba, los hombros se encogían, el izquierdo más alzado que el derecho (y sólo me daba cuenta de ello cuando los músculos acalambrados me dolían), y luego sentía que se me hinchaban el cuello y la cara. De nuevo se me embotaba la mente, y más de una vez encontré alivio en el llanto.

Pero, en general, la tensión buscaba evadirse en las interminables discusiones con Alicia, acerca de cualquier cosa, que a veces se prolongaban hasta el amanecer.

Un día resolví irme. Fue la discusión más seria. Alicia lloraba y llegó a insultarme. Yo sentí ganas de estrangularla; pero de pronto me invadió una gran serenidad.

La resolución de irme. Esto era lo único que me había serenado, siempre. Y esta resolución había sido nuevamente tomada en lo profundo de mi ser, y supe que nada podría cambiarla; y esta confianza me devolvió, en el momento, a mí mismo. Dejé de discutir y adopté un tono más cariñoso.

Había vuelto a la indiferencia; ya no sentía odio, ni sentimientos de ninguna clase hacia esa mujer. Ella se confundió, y creyó ver en mí una vacilación; trató de ganarme.

Le expliqué una vez más que no había nada que hacer. Vino, entonces, el reproche lloroso de que yo no podía abandonarla así.

– No te abandono -respondí, con calma, y le acaricié una mejilla-. Sigo mi camino. Recuerda nuestro convenio, al salir de aquel patio. Nos acompañaríamos hasta llegar el momento de separarnos. Por otra parte, no te impido que vengas conmigo.

Los argumentos no la convencían, y, seguía llorando.

– ¿No comprendes que me estoy muriendo, aquí? -le dije, pero esto no le interesaba. Sólo pensaba en su propia situación. Entonces junté mis escasas pertenencias, cosas que me cabían en los bolsillos, besé al niño y también a Alicia, y eché a andar por el camino.

Atardecía.

Ella no se atrevió a seguirme. Me miraba desde la puerta, llorando siempre. A mí, el renovado miedo a la soledad y la incertidumbre me volvían a apretar el pecho y la garganta; pero mi corazón saltaba con felicidad nerviosa. El niño también me miraba desde la puerta, sin comprender. Por un instante, al darme vuelta y mirarlos por última vez, las piernas se me aflojaron, me cargué de culpa y de dolor, y mi voluntad flaqueó por última vez. «No se debe mirar hacia atrás», pensé, y seguí andando a paso marcial, tratando de no pensar.

Llegué al poblado y seguí de largo. Caminaba sin esforzarme ni detenerme, a buen paso pero sin apuro. Al caer la noche vi que, más allá, se encendía luz eléctrica en algunos lugares. Cuando me sentí cansado, entré en una casa y dormí.

A la mañana siguiente comí algo y seguí viaje, al mismo ritmo indiferente y mecánico; pasé por nuevos lugares poblados, cada vez más densos y amplios; pero recién a la noche, cuando el sol apenas se había puesto, llegué a la ciudad.