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TERCERA PARTE

24

El camino se transformó en una calle asfaltada y las casas se agruparon en manzanas rodeadas de veredas. La ciudad parecía desierta. La luz anaranjada de unos faroles daba a las cosas un color extraño, fantasmal. Las puertas y las ventanas estaban cerradas.

Después apareció alguna gente, que caminaba en la misma dirección que yo; primero en forma aislada, casi subrepticia, luego en pequeños grupos silenciosos. Mucho más tarde, a los lejos, escuché una música metálica. A medida que me acercaba al centro de la ciudad, los grupos de gente crecían, y se juntaban en una sola corriente; siempre en silencio y manteniendo un ritmo constante al andar.

En el centro, los edificios crecían y la iluminación se multiplicaba, pero no había luz blanca. Las veredas y las calles, por las cuales no circulaban vehículos, estaban repletas de gente que se movía, como insinuando apenas que bailaba, al son de la música metálica que transmitían unos parlantes, instalados en altas columnas, dos o tres por cuadra. Había confiterías y bares abiertos y cantidad de hoteles. La temperatura había aumentado, sin duda por algún sistema artificial de calefacción.

Se oía también un ruido confuso, que era tal vez la suma de sonidos de unas radios portátiles que, descubrí, la mayor parte de la gente llevaba colgando del hombro o del cuello. Casi no hablaban entre sí, parecían desfilar por la ciudad sin un fin determinado. Sorprendí, sin embargo, algunas frases; y noté que allí se hablaban varios idiomas. Francés, alemán, italiano, y otros desconocidos para mí.

Un hombre muy gordo dijo algo a la mujer que iba a su lado; en español. Lo detuve:

– ¿Qué ciudad es ésta? -le pregunté, y me miró con espanto o crueldad; se limitó a extender un dedo índice. Miré en esa dirección y vi una enorme cola, de varias hileras, de gente que esperaba su turno ante un mostrador.

Me acerqué todo lo posible, y estábamos en una especie de pequeña plaza, y vi que unas muchachas de uniforme atendían a las personas que llegaban al mostrador. Sin duda era la mejor manera de informarse, pero yo preferí seguir dando vueltas.

Vagaba mareado por la música, la gente y la luz de color. Me sentía mal. Pensé en entrar en un bar o una confitería, pero temí que mi dinero no sirviera allí, o, lo que era peor, que me delatara. Sin saber por qué, temía que descubrieran que yo no era de ese lugar.

Anduve mucho tiempo entre la gente. Vi de pronto que un hombre y una mujer eran violentamente conducidos por cuatro hombres armados y uniformados, que no se parecían a los policías habituales; usaban largas túnicas blancas, o que parecían blancas a esa luz incierta. La concentración humana se iba haciendo mayor a medida que avanzaba la noche.

Súbitamente, a mi derecha, vi a una mujer parada en la puerta de un hotel; a pesar de la iluminación y la distancia, tuve la certeza de que se trataba de Ana. Comencé a luchar por abrirme paso entre la masa compacta que desfilaba en una sola dirección; la masa me arrastraba y me empujaba, y Ana, o quien fuera, dio media vuelta y entró en el hotel. Yo grité.

Cuando logré abrirme paso, el hotel estaba desierto. Era moderno, lujoso. Toqué timbre con insistencia en el mostrador, pero no vino nadie. Comencé a subir una escalera. A medida que ascendía, la luz iba cambiando, se hacía más rojiza. Los pasillos del primer piso, que recorrí de punta a punta, estaban desiertos. Probé una puerta, y la encontré cerrada con llave. Luego las fui probando todas, también sin éxito.

Me pareció que, afuera, se escuchaban disparos aislados de armas de fuego. Logré entrar en una habitación del segundo piso. Estaba vacía. Me encerré en el baño y me di una ducha, que no me calmó el mareo ni la angustia. En el dormitorio había un enorme ventanal que no pude abrir. Sentía que me faltaba el aire; otra vez la claustrofobia, exagerada ahora por la intensa calefacción.

Cuando comenzaba a desvestirme para acostarme y dormir, se abrió la puerta y entró una mujer: era la misma que había visto en la puerta, parecida a Ana. Pero de cerca no se le parecía tanto y me resultaba más bien desagradable. Me dedicó una sonrisa y comenzó a desvestirse, como en un espectáculo de strip-tease.

Mi claustrofobia aumentaba, y sentía algo odioso en esa mujer; la sentí de pronto como una versión negativa de Ana. Su desnudez, lejos de excitarme, me parecía ofensiva y ridícula. El mareo y la falta de aire se hicieron intolerables. En un estallido de angustia y de cólera, tomé una silla y la arrojé contra el ventanal, que se hizo añicos, y me llegó la música confusa y el vaho caliente de la calle. Respiré hondo, sin sentirme por ello mejor. La mujer había gritado, y ahora apretaba un timbre próximo a la cama. Me pareció cada vez más ridícula, medio desnuda y con unas caravanas demasiado grandes; ahora afectaba un ademán de pudor, cubriéndose los pechos con un brazo; en la mano sostenía una prenda de colores.

Volvió a gritar; salí de la pieza antes de que viniera alguien. Escuché pasos precipitados que subían la escalera, y pasé al tercer piso. Allí terminaba, al parecer, el edificio. No hallé más escaleras, ni un ascensor, que me permitieran seguir subiendo; sin embargo, yo había visto desde afuera que era un edificio alto. En el ambiente flotaba un olor a desinfectante que me descomponía el estómago. Afuera, sonó un tiroteo más intenso.

Por el corredor avanzaba hacia mí un ser de túnica blanca, flotante, que la luz hacía aparecer como un fantasma. Al principio pensé que era una mujer; pero al acercarse vi que era un hombre, con la cara maquillada y los labios pintados. Se me aproximó y me agarró de los brazos, hablándome con voz melosa, afeminada, en un idioma extranjero. Trató de arrastrarme hacia una habitación; yo me sentía cada vez peor, y ahora la actitud y el perfume y los ojos pintados de este hombre me llevaban al borde del vómito. Le di un empujón y me alejé, pero él se lanzó en mi persecución y debí correr. Encontré de pronto una escalera, que era más estrecha que las anteriores y ubicada en el extremo opuesto. Subí al cuarto piso; la luz era distinta y escasa, y se hacía difícil distinguir las cosas. El hombre me alcanzó y lo golpeé con el puño, luego lo hice rodar escaleras abajo. Dio unos chillidos histéricos mientras caía envuelto en su túnica; luego no oí más nada.

Me introduje en la única habitación cuya puerta pude abrir. Un grupo de hombres, cuatro de ellos desnudos y un quinto encapuchado, azotaba a una mujer que tenía las muñecas y los tobillos unidos a la pared por cadenas metálicas. Los hombres tenían acentuados rasgos mongólicos. Intenté huir pero me dieron alcance en el corredor. Silenciosamente me llevaron de vuelta a la pieza y colocaron el látigo en mis manos. Me enfrentaron a la mujer, que sangraba y balanceaba su cabeza pesadamente sobre los hombros, y gemía. Me golpearon las costillas y descargué un latigazo sobre la mujer; les pareció demasiado suave y volvieron a golpearme. Tomé el látigo del revés, por donde terminaba la parte rígida, y comencé a dar golpes con el mango, en todas direcciones. El encapuchado exhibió un revólver, pero yo había conseguido alcanzar la puerta; hacia el final del corredor sentí que una bala me rozaba el brazo sin llegar a herirme.

Bajé al tercer piso; oí un rumor y pensé que me seguían buscando; en el segundo probé algunas puertas; una se abrió a un largo pasillo que llevó a otro sector del hotel, de apariencia aún más irreal, con tablones y andamios, como si estuviese en demolición o en construcción. Las puertas a ambos lados del pasillo estaban en su mayoría abiertas, y había un constante ir y venir entre las habitaciones.

Sentado a una puerta había un mendigo, las ropas deshechas, lleno de llagas, que se tiró a mis pies cuando pasé y trató de agarrarme una pierna. De otra pieza salió un hombre que se arrastraba, como en el fin de sus fuerzas, y se metió en la pieza de enfrente, donde parecía haber una fiesta: escuché música y risas, y alcancé a ver cuerpos que se movían en convulsiones.

Se hacía difícil caminar por esos tablones y más adelante había manos que trataban de agarrarme y me tironeaban de las ropas, desgarrándolas a veces, y caras horribles de mendigos o de prostitutas viejas, desdentadas. La náusea jugaba en la boca del estómago y amenazaba con subir. El corredor se me hacía interminable, extenuado por el esfuerzo de liberarme de las manos, dedos duros y uñas puntiagudas que se me prendían, y un coro de voces que se lamentaban y me llamaban en distintos tonos, tratando de fingir dulzura, o amenazándome e insultándome.

Hacia el fin del corredor había una escalera de madera, muy endeble y temblequeante, remendada en algunos lugares con trapos anudados; me llevó penosamente al tercero y luego al cuarto piso de este sector. Escuché un tiroteo más nutrido. Una explosión cercana hizo vibrar las paredes de todo el edificio. Sonó una alarma 'en alguna parte, y las puertas se abrieron y vi salir todo tipo de gente, a medio vestir o desnuda, que corrían hacia una escalera, hacia el quinto piso; me arrastraron, aunque no se detenían ante mi presencia ni parecían reparar en mí; alcancé a ver que por la escalera de ascenso al cuarto piso aparecían los policías de túnicas blancas.

La gente siguió subiendo: yo apenas podía caminar, con gran dificultad. La luz roja del quinto piso tendía a hacerse violeta; me apoyé en una puerta que no estaba bien cerrada y caí dentro de una habitación; la luz era roja. Alguien pasó ante mí y cerró con llave. En el corredor sonaron disparos. Fuera, el tiroteo ya no cesaba y las explosiones se hacían más frecuentes.

Era una mujer muy gorda, quizá la mujer más gorda que haya visto en mi vida. Tenía la cara excesivamente pintada de colores tal vez verdosos. Estaba tan pintarrajeada y perfumada que llegué a pensar que pudiera tratarse de otro hombre. Me arrastró hacia la cama y me desvistió, sin que pudiera oponer resistencia. Luego se quitó un vestido que era como la carpa de un circo, dejando a la vista una masa de carne que la luz roja hacía más repugnante. La náusea me acariciaba ácidamente la garganta. Entonces sentí que el brazo me dolía y noté que realmente la bala me había resguñado; las sábanas tenían manchas de sangre cerca de mi brazo, pero casi no se veían con la luz roja.

Los enormes pechos gelatinosos me rodearon el cuerpo mientras la mujer trataba de excitarme frotándome el sexo con las manos. Cerré los ojos y apreté los dientes, tratando de contener el vómito. La mujer hablaba suavemente en italiano, elogiaba mi virilidad y me prometía mil delicias mientras se refregaba contra mí, asfixiándome con la carnosidad de los pechos y con ese perfume denso mezclado con olor a transpiración. Luego se tendió en la dirección opuesta y se puso mi sexo en la boca; y enseguida separó una pierna y la pasó por encima de mi cabeza y la apoyó junto a mi hombro derecho, y fue aproximando a mi cara su sexo velludo, de labios abultados y entreabiertos. Vomité sobre la almohada y después me incorporé a medias y seguí vomitando sobre la mujer y sobre las sábanas. Ella saltó a un rincón de la pieza y yo hice el tremendo esfuerzo de levantarme de la cama e intentar vestirme; oí que me insultaba y vi que trataba de volver a acercarse. La amenacé con un pesado cenicero de cristal de roca que había sobre la mesa de luz, y se refugió en el cuarto de baño.

Terminé de vestirme y abrí la puerta. El corredor estaba desierto. Sentía un gusto horrible en la boca y tenía sed. Comencé a bajar las escaleras, con una lentitud que me enloquecía. El tiroteo se oía adentro y afuera. En el cuarto piso volví a encontrarme con los hombres desnudos de rasgos mongólicos. No pude oponer resistencia. Me llevaron a la misma pieza, a través de un pasillo. Las explosiones se oían próximas y casi continuas. La luz de la pieza era ahora blanca, demasiado blanca, me quemaba los ojos. La mujer seguía encadenada a la pared, con la cabeza colgando flojamente, como muerta, bañada en sangre. Me ataron a una camilla, los brazos a los costados, las piernas.

Se pusieron en la cara unos pañuelos blancos atados a la nuca, como jugando a los cirujanos. Me abrieron la camisa y uno de los hombres desnudos le alcanzó un bisturí al encapuchado. Sentí que la hoja me trazaba un surco en la piel, y abrí los ojos y vi brotar mucha sangre, que a la luz blanca parecía negra, y vomité nuevamente, hacia un costado.

Una explosión sacudió el edificio, y cayeron varios trozos de revoque. Los torturadores no se inquietaron. Ahora algo me arañaba las piernas y los brazos y una cosa húmeda se apoyaba en mi vientre. El bisturí repitió un recorrido vertical en mi pecho, hundiéndose apenas un poco más. Acercaron a mi nariz un trapo húmedo, de olor penetrante, pero no era anestesia, no me hizo perder el sentido. Me clavaron agujas en brazos y piernas y en los costados del cuerpo. Luego otra explosión, y la luz se apagó; y otra explosión y cayó más revoque y se desprendieron algunos cascotes; y otra explosión y me pareció que todo se derrumbaba.

25

De los hechos siguientes sólo tengo la vaga memoria de algunas sensaciones, y visiones fugaces que no sé hasta qué punto corresponden a una realidad. Varias manos me aferraron brazos y piernas y fui levantado bruscamente, y así me transportaron; más tarde pasaron mis brazos por los hombros de quienes caminaban a mis costados, y me obligaban a caminar; mis pies arrastraban la mayor parte del tiempo, y a veces intentaban dar unos pasos, pero no podía mantener la misma velocidad de los que me llevaban, y tropezaba o me golpeaba los pies contra algo; era más fácil dejarme llevar.

Luego me arrojaron como a un objeto; apenas sentí el choque contra el suelo, algún lugar incómodo, con escombros o piedras de gran tamaño. Allí me abandonaron y quedé solo. No estaba exactamente dormido, pero tampoco despierto; no podía abrir los ojos, y es posible que a ratos cayera realmente en el sueño; me fue imposible moverme durante un tiempo. Luego hubo más explosiones, algunas muy próximas. Me levanté, con un tremendo esfuerzo, y eché a andar.

El camino se hizo largo y penoso; me caía, volvía a levantarme después de un tiempo y seguía andando hasta caer otra vez; si lograba abrir los ojos, veía sólo una oscuridad espesa, perforada de tanto en tanto por alguna luz intensa y que abarcaba un radio muy pequeño; mis ojos volvían a cerrarse, me agarraba de muros que pronto se terminaban y volvía a caer, mientras se repetían una y otra vez las explosiones, y las luces, y los lugares alfombrados de escombros y la oscuridad total.

Luego el frío se hizo más intenso, y abrí los ojos y me encontré caminando por un lugar donde flotaba una bruma espesa, que formaba halos en torno de algunos reflectores y transformaba su luz en algo amarillento y pobre que no permitía ver nada; las explosiones ya no se escuchaban y mis pies caminaban sobre pedregullo.

A pesar de tener los ojos abiertos me daba la sensación de estar dormido. Tenía el cuerpo insensible al frío y al dolor, sólo el aire al pasar por la nariz y la garganta me hacía percibir el frío; la piel parecía como aislada del sistema nervioso por una coraza elástica. El lugar brumoso me recordó aquella imagen de mi primer sueño en ese lugar, la sensación de estarme moviendo en una capa de materia oscura y densa.

También en esta oportunidad me llegó la orden de despertar; sentí la misma ansiedad que había sentido en el sueño, por encontrar una salida inmediata, y tuve el recuerdo lejano de que la salida era hacia arriba. Pero aquello no era como agua, y seguí arrastrando los pies sobre el pedregullo, cayendo aún para volver a levantarme; y como en una borrachera muy fea, no llegaba a perder totalmente la conciencia, aunque el cuerpo y la mente me respondían mal. Era como si me hubiesen borrado la inteligencia.

Me golpeé contra algo que resultó ser un enorme portón de rejas de hierro, las que sin llegar a ver imaginé como antiguas y oxidadas, y lo empujé trabajosamente; del otro lado la niebla comenzaba a disiparse. Pronto pude ver que andaba por un amplio camino de pedregullo, a cuyos costados crecían matorrales; junto con la niebla exterior, parecía que las telarañas de mi mente comenzaban también a disiparse con gran lentitud.

Después anduve por calles y veredas angostas, y toqué paredes descascaradas, a las que los restos de niebla se pegaban y humedecían; luego, una callecita empedrada, iluminada por un solo farol, y más tarde toda una zona que comencé a reconocer como la periferia de la ciudad, próxima al puerto.

La niebla se había transformado en una débil neblina, y el cielo comenzaba a aclarar. Pasé por algunos cafetines cerrados, y por un bar que, después que hube pasado, hizo sonar su cortina metálica que se levantaba.

Llegué a una plaza y la reconocí. La luz eléctrica seguía iluminando débilmente los árboles, el monumento y las pequeñas rejas de hierro que la bordeaban. Me senté en un banco.

Aún no salía el sol pero el cielo estaba más claro. Eché la cabeza hacia atrás, pero no pude descansar. Pensé que mi casa estaba cerca. Tenía necesidad de acostarme. Noté que estaba vestido, con las ropas muy desgastadas y sucias. Tenía la camisa desprendida; antes de abrochar los botones, mis dedos recorrieron una larga y antigua cicatriz vertical en el pecho. En los bolsillos del saco estaban aún las hojas escritas a máquina; las toqué como a un objeto familiar y querido y me dieron cierta tranquilidad. Los zapatos estaban deshechos. Mis cabellos eran una masa que no pude desenredar.

Me puse de pie y comencé a caminar lentamente en dirección a mi apartamento. Las calles seguían desiertas. Era una hermosa madrugada; ahora no hacía frío; podía ser primavera.

A lo lejos sonó el tableteo de una ametralladora. Mucho más tarde, el aullido de la sirena de un coche policial. Al llegar al zaguán de mi apartamento, y casi cuando comenzaba a subir la escalera, el tiroteo se repitió más cercano.

El apartamento estaba en desorden. Fui derecho a la pieza del frente y me apoyé en el balcón. Ahora sí, asomaban débilmente algunos rayos de sol.

Estuve largo rato allí. Pasaron algunos ómnibus y dos o tres taxímetros. Se escuchaban aún disparos lejanos. Como hipnotizado, no podía moverme del balcón.

Después fui despertando del todo, saliendo de aquel estado de embotamiento, y mi cabeza comenzó a funcionar. El cielo estaba mucho más claro, ya había amanecido, aunque los edificios todavía tapaban el sol.

Pensé que Ana estaría vistiéndose para ir a la oficina, o probablemente tomando el desayuno. Pensé en llamarla por teléfono. Recordaba su número. Pero sentí que no hubiese podido decirle nada. Quizá, el número de su teléfono estaba mejor grabado en mi memoria que ella misma. Recordé que guardaba una foto suya en el cajón del escritorio; pero tampoco me moví para buscarla.

Fui hasta el cuarto de baño, que me pareció encontrarse muy lejos. El corredor de mi apartamento es demasiado largo; me hizo recordar los otros corredores por donde anduve tanto tiempo.

Me desnudé, y vi reflejada en el espejo la imagen de un ser que no se parecía mucho al recuerdo que tenía de mí mismo. La cicatriz era una delgada raya blanca, apenas visible. En la canilla del lavatorio no había agua, tampoco en la ducha.

Pasé al dormitorio. Mostraba un reguero de ropas, y los cajones estaban volcados sobre el piso. Durante mi ausencia habían revuelto todas las cosas. No tuve ganas de examinar nada; ahora me sentía invadido por verdadero sueño. Me acosté y me tapé con ropas húmedas. Me dormí.

26

Al despertar comprobé el mismo desorden en el resto de la casa. En alguna parte habría un caño roto, y el agua había humedecido las paredes y el piso de la cocina. Las marcas en las paredes indicaban que en algún momento la inundación había sido considerable. También había revoque caído en varios sitios, y se veía el ladrillo. De un canasto que estaba en el suelo, nacían varias guías verdes, probablemente boniatos que habían crecido con el agua; la enredadera trepaba por las patas de la mesa y de dos sillas.

En la cocina tampoco había agua, ni funcionaba la electricidad en toda la casa. Volví a la pieza del frente, sin haber podido lavarme la cara. Tenía los ojos irritados, y un cansancio general muy grande. A pesar de todo me senté al escritorio, a continuar mis apuntes, y de pronto, al escribir, pensé que no podía ser casual que en aquel lugar siempre hubiera tenido a mano papel y lápiz; que al hacer apuntes quizá estaba cumpliendo sin saberlo con la voluntad de quienes me habían llevado allí. Pero no tienen sentido, ya, estas cavilaciones. Nunca lo tuvieron.

En este momento me detengo. El cansancio que me abruma es más que físico; viene, tal vez, de muy lejos. Quiero pensar un instante en mi futuro, pero mi mano no deja de escribir. Quiero preguntarme por qué no me atrevo a llamar a Ana por teléfono, o a mis amigos. Por qué no me entusiasma la idea de volver a mi trabajo, a mis cosas cotidianas. Por qué esta ciudad, ahora que comienza nuevamente a anochecer, me resulta extraña y hostil. Mi memoria se obstina en volver una y otra vez a la aventura vivida en el lugar aquel.

Los túneles no explorados, las puertas no abiertas, el idioma no aprendido, los hombres con quienes no llegué a hacer amistad, las mujeres a quienes no llegué a amar ni conocer. Recuerdo a Mabel, y pienso que quizá realmente estuviera esperando un barco en aquella playa. Recuerdo a mi predeceso4 agonizante junto a sus lentes rotos, y mi impotencia. Pienso que por miedo pude haber matado al Francés de un balazo. Y que quizá Alicia realmente me amaba, y yo no llegué a verla. Y que por algún motivo el niño rubio alzaba a menudo sus brazos hacia mí.

Ahora que la ciudad, mi ciudad, me resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de aquel otro lugar. Que no lograré aproximarme realmente a ninguno de mis amigos, ni a Ana, ni a ninguna otra mujer; que sólo los utilizaba para olvidar la soledad, para evadirme de este, ser que me habita, que me odia, que me obliga a actuar en contra de mí mismo.

Sí, ahora veo que siempre me moví entre extraños, sin amarlos; y que yo mismo soy un extraño para mí. Tan ajeno como esta ciudad, como esta casa, como aquella otra ciudad y sus selvas y túneles. El extraño soy yo.

Mis manos siguen escribiendo y voy leyendo lo que escriben con rara fascinación. De pronto las veo como seres independientes, y siento un nudo en la garganta y ganas de dar un alarido.

La calle está raramente silenciosa. Apenas pasa algún coche de tanto en tanto. A lo lejos, algún disparo de arma de fuego, o un entrecortado tableteo de ametralladora.

No tengo sueño. Tengo sed. Tengo hambre. No tengo sueño pero quiero dormir. Quisiera dormir sin soñar, dormir mucho tiempo sin imágenes, liberar mi mente de todo pensamiento y mi cuerpo de toda sensación. Los interrogantes se siguen sucediendo, mis manos siguen escribiendo, pero no surge ninguna respuesta.

Rosario (Argentina) – Montevideo, 1969

Revisado por Jota

Agosto de 2002