38018.fb2 El maestro de Petersburgo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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15 El Sótano

Ha nevado copiosamente durante la noche. Al salir a la intemperie, le aturde esa súbita blancura. Se para en seco y se agacha, abrumado por la sensación de rotar no de izquierda a derecha, sino de arriba a abajo. Si intenta moverse, lo nota, se caerá de bruces al suelo.

No puede ser más que el preludio de un ataque. A rachas de aturdimiento y de palpitaciones cardiacas, al estar exhausto e irascible, ese ataque ha venido anunciándose durante varios días, sin llegar a producirse nunca. A no ser que el estado en que vive a cada paso pueda considerarse un ataque.

De pie a la entrada del número 63, preocupado por lo que está pasando dentro de sí, no oye nada hasta notar que el brazo le es sujetado con fuerza. Sobresaltado, abre los ojos. Está cara a cara con Nechaev.

Nechaev sonríe enseñándole las encías. Tiene los forúnculos lívidos por el frío. Él intenta soltarse, pero su captor no cede: lo sujeta más estrechamente.

– Esto es una soberana idiotez -dice-. Debería haberse marchado de Petersburgo mientras pudo. Ahora es seguro que lo detendrán.

Con una mano le sujeta por el brazo cerca de la axila, y con la otra por la muñeca. Nechaev le obliga a volverse. Hombro con hombro, como un perro reacio con su dueño, caminan por la calle Svechnoi.

– A lo mejor, en secreto, lo que desea es que lo detengan.

Nechaev llega una gorra negra, cuyas orejeras se agitan cuando sacude la cabeza. Habla con un sonsonete, pero con paciencia.

– Fiodor Mijailovich, a todas horas atribuye usted motivos perversos a las personas. Y nadie es realmente así. Piénselo bien: ¿por qué iba a querer yo que me detuviesen y que me encerrasen? Por otra parte, ¿quién va a reparar en una pareja como nosotros dos, padre e hijo, que han salido a pasear?

Se vuelve hacia él con una sonrisa de inequívoco buen humor.

Han llegado al final de Svechnoi. Con una leve presión, Nechaev lo guía hacia la derecha.

– ¿Tiene usted idea de lo que está pasando su amiga?

– ¿Mi amiga? ¿Se refiere usted a la finesa? No se preocupe, que no se vendrá abajo. Yo tengo plena confianza en ella.

– No diría lo mismo si la hubiera visto.

– ¿Usted la ha visto?

– Dos policías la trajeron a mi cuarto, para que me identificase.

– No se preocupe, no hay que temer por ella. Es valiente, cumplirá con su deber. ¿Tuvo oportunidad de hablar con la pequeña de su casera?

– ¿Con Matryona…? ¿Por qué iba a hablar con Matryona?

– Por nada, por nada. Es que le gustan los niños. Dése cuenta: ella misma es una niña, muy sencilla, muy candorosa.

– Los policías me interrogaron, y me volverán a interrogar. No les oculté nada; tampoco ocultaré nada la próxima vez. Le advierto que no puede utilizar a Pavel contra mí.

– No me hace falta utilizar a Pavel contra usted. Pero sí puedo utilizarle a usted contra sí mismo.

Están en la calle Sadovaya, en el corazón del mercado. Hinca los tacones y se detiene.

– Usted dio a Pavel una lista en la que figuraban las personas que usted quería matar -dice.

– De la lista ya hemos hablado, ¿o no se acuerda? No era más que una lista de tantas. Y hay muchísimas copias de todas esas listas.

– No ha contestado a mi pregunta. Lo que quiero saber…

Nechaev alza bruscamente la mirada y se echa a reír. Le sale una bocanada de vapor.

– ¡No me lo diga! ¡Quiere saber si estaba usted incluido en ella!

– Quiero saber si esa es la razón por la cual Pavel riñó con usted, quiero saber si vio que yo estaba señalado en su lista, si se negó.

– ¡Qué idea tan disparatada, Fiodor Mijailovich! ¡Usted no figura en ninguna lista, por descontado! Es usted una persona demasiado valiosa. De todos modos, y entre nosotros dos, le diré que no supone ningún cambio qué nombres vayan en las listas. Lo que sí importa es que esas personas sepan que les aguarda una seria represalia, lo que importa es que se meen encima. Eso es algo que el pueblo entiende y aprueba. Al pueblo no le interesan los casos individuales. El pueblo ha vivido padecimientos de toda clase desde tiempo inmemorial; ahora, el pueblo exige que sean ellos los que sufran. No se preocupe. Aún no le ha llegado la hora. De hecho, nos haría muy felices disponer de la colaboración desinteresada de personas como usted.

– ¿De personas como yo? ¿Qué personas son como yo? ¿Es que espera que escriba panfletos para ustedes?

– No, claro que no. Su talento no sirve para los panfletos; es usted demasiado sincero para eso. Venga, caminemos. Quiero llevarle a un sitio. Quiero plantar una semilla en su alma.

Nechaev lo toma del brazo y reanudan la caminata por la calle Sadovaya. Se les acercan dos oficiales que llevan los capotes verde oliva del regimiento de dragones. Nechaev les cede el paso, saludándoles con la mano en alto. Los oficiales contestan a su saludo con un gesto.

– He leído Crimen y castigo, su libro -prosigue-. Y de ahí saqué la idea. Es un libro excelente; nunca he leído cosa igual. A veces me aterraba. La enfermedad de Raskolnikov y todo eso. Tiene que haber oído alabanzas de mucha gente. Pero da igual, se lo digo sinceramente. -Se golpea con la palma abierta sobre el pecho y, como si se arrancase el corazón, le acerca a la cara la mano abierta. Diríase que la rareza de su gesto a él mismo le sorprende, pues se sonroja.

Es el primer acto no calculado que ha visto en Nechaev, y le sorprende. Un corazón virginal, se dice, que enloquece con su propia agitación. Es como esa criatura del doctor Frankenstein cuando cobra vida propia. Siente un primer amago de compasión por ese joven rígido y repulsivo.

Están en pleno mercado. Nechaev lo conduce por callejuelas estrechas, repletas de tenderetes y carromatos de mercachifles, atravesando una masa de maloliente humanidad.

En un portal hacen un alto. Nechaev saca del bolsillo una bufanda de lana azul.

– Tengo que pedirle que me permita vendarle los ojos -dice.

– ¿Adonde me lleva?

– Hay algo que quiero enseñarle.

– Ya, pero ¿adonde me lleva?

– Al sitio en donde vivo ahora, un sitio del pueblo. A los dos nos será más fácil. Así podrá decir con toda honestidad que no sabe dónde localizarme.

Con la bufanda bien prieta sobre los ojos, se permite el lujo de volver al acogedor ámbito de las tinieblas. Nechaev lo guía; tropieza con la gente que circula por la calle, se lleva un par de empujones, pierde pie una vez, a punto está de caer, pero recibe ayuda a tiempo.

Dejan atrás la calle y se internan por lo que parece un patio. De una taberna llegan canciones, el rasgueo de una guitarra, gritos de jaleo. Huele a alcantarilla y a despojos de pescado.

Siente que Nechaev le lleva la mano hasta apoyarla en una barandilla.

– Vaya con cuidado -dice Nechaev-. Esto está tan oscuro que de nada serviría quitarle la bufanda de los ojos.

Se arrastra por las escaleras como si fuera un anciano. El aire está húmedo, rancio, quieto. Por algún sitio oye el goteo del agua. Es como entrar en una cueva.

– Atención dice Nechaev, cuidado con la cabeza.

Se paran y le quita la bufanda. Están al pie de una escalera de tablones, a oscuras, ante una puerta cerrada. Nechaev llama con los nudillos: primero cuatro golpes, después tres. Esperan. No se oye más que el gotear del agua. Nechaev repite la clave. No hay respuesta.

– Tendremos que esperar -dice-. Venga por aquí.

Llama a otra puerta, del otro lado de la escalera. La abre y se aparta a un lado.

Están en un cuarto de sótano, tan bajo que tiene que agacharse. La única iluminación es un ventanuco cerrado con papel encerado, que queda a la altura de la cabeza. El suelo es de piedra. De pie, nota cómo se le cuela el frío a través de las suelas de las botas. Por la unión de la pared con el suelo pasan varias tuberías. Huele a yeso húmedo, a ladrillo húmedo. Aunque sea imposible, parece como si bajasen por las paredes láminas de agua sin cesar.

Al otro extremo del sótano hay una cuerda tendida de lado a lado; de ella penden algunas ropas tan grises como el sótano mismo. Bajo el tendedero hay un catre en el cual están sentados tres niños en idéntica postura: de espaldas a la pared, con las rodillas pegadas a los mentones, abrazados a las pantorrillas. Están descalzos; llevan camisas de hilo. La mayor es una niña. Tiene el pelo alborotado y grasiento; los mocos resecos le llegan al labio superior, que se lame lánguidamente. De los otros, uno aún no sabe andar. Ninguno hace el menor movimiento, ni emite ningún ruido. Con sus ojillos acuosos, observan indiferentes a los intrusos que los miran.

Nechaev prende una vela y la coloca en una hornacina que hay en la pared.

– ¿Es aquí donde vive?

– No, pero eso no tiene importancia.

Comienza a caminar de un lado a otro. De nuevo tiene una impresión de energía confinada. Se imagina a Pavel a su lado. No, Pavel no fue conducido como él. Ya no es tan difícil comprender por qué lo aceptó Pavel como cabecilla.

– Permítame decirle por qué lo he traído aquí, Fiodor Mijailovich -dice Nechaev-. En el cuarto de al lado tenemos una imprenta manual. Es ilegal, por supuesto. El idiota que guarda la llave por desgracia ha salido, aunque me aseguró que iba a estar aquí. Lo que quiero es ofrecerle el uso de esta imprenta antes de que se marche de Petersburgo. Cualquier cosa que quiera decir la podemos poner en circulación en cuestión de horas. Miles de ejemplares. En un momento como este, cuando estamos al borde de grandes acontecimientos, cualquier aportación suya podría tener un efecto inmenso. Su nombre es ampliamente respetado, sobre todo entre los estudiantes. Si está usted dispuesto a escribir y a firmar con su nombre el relato de cómo perdió la vida su hijastro, no cabe duda de que los estudiantes se echarán a la calle para expresar su justa protesta. Deja de caminar de un lado a otro y lo mira de frente. Lamento que Pavel Isaev haya muerto. Era un buen camarada, pero no podemos limitarnos a contemplar el pasado. Debemos hacer uso de su muerte para encender una llama. Él estaría muy de acuerdo conmigo. Le apremiaría a que diera usted una buena finalidad a la ira que le embarga.

Mientras dice estas palabras, parece como si se diera cuenta de que ha ido demasiado lejos. Se corrige de forma poco convincente.

– Su ira y su tristeza, quiero decir. De ese modo, su muerte no habrá sido en vano.

Encender una llama: ¡es demasiado! Se da la vuelta, se dispone a marchar. Pero Nechaev lo sujeta, lo retiene.

– ¡No puede irse todavía! -dice con los dientes apretados. ¿Cómo puede usted abandonar Rusia y regresar a su despreciable existencia de burgués? ¿Cómo es posible que ignore usted un espectáculo como este? -Señala con un gesto lo que hay al fondo del sótano-. Es un espectáculo que puede multiplicarse por mil, por un millón, a lo largo y a lo ancho de todo el país. ¿Qué ha sido de usted? ¿Es que no le queda nada de chispa? ¿Es que no ve lo que tiene delante de los ojos?

Se da la vuelta y contempla el húmedo sótano. ¿Qué es lo que ve? Tres niños ateridos, famélicos, que esperan al ángel de la muerte.

– Lo veo igual de bien que usted replica-. O mejor.

– ¡No! Cree que lo ve, pero no ve nada. La visión no es solo cosa de los ojos; es cuestión de comprender correctamente las cosas. Lo único que ve usted son las miserables circunstancias que prevalecen en este sótano, en el que ni siquiera se debería condenar a vivir a una rata, a una cucaracha. Ve el patetismo de tres niños que se mueren de hambre; si espera un poco, también verá a su madre, una mujer que para traer a casa un mendrugo de pan tiene que venderse por las calles. Ve cómo han de vivir los pobres de solemnidad en Petersburgo. Pero eso no es ver, eso no es más que puro detalle. No consigue usted reconocer qué fuerzas son las que determinan la vida a la que están condenados estos seres. Las fuerzas: ante eso sí que está usted ciego.

Con un dedo, traza una línea en el suelo (se agacha a tocar el suelo; las yemas de los dedos se le humedecen) que llega hasta el ventanuco para perderse en el cielo.

– Aquí terminan las líneas, aunque ¿dónde cree usted que empiezan? Empiezan en los ministerios y en el tesoro, en la bolsa de valores y en los bancos. Empiezan en las cancillerías de toda Europa. Las líneas de fuerza comienzan ahí, e irradian en todas direcciones, hasta terminar en sótanos como este, en donde viven bajo tierra estos pobres desgraciados. Si usted lo escribiera, verdaderamente podría despertar al mundo. Claro está -ríe con amargura- que si lo escribiese nadie se lo permitiría publicar. Le dejan a usted escribir lo que quiera sobre el mudo sufrimiento de los pobres, hasta hartarse y aplacar su corazón, e incluso le aplauden, cómo no, pero jamás le permitirían publicar la auténtica verdad. Por eso le ofrezco la imprenta. ¡Haga algo! Dígales a todos qué fue de su hijastro, por qué fue sacrificado.

Sacrificado. Tal vez se haya distraído, tal vez es que está cansado, pero no logra entender cómo fue sacrificado Pavel, ni menos aún por quién. Tampoco le conmueve este derroche de vehemencia sobre las líneas. Y no está de humor para aguantar arengas de ese estilo.

– Veo lo que veo -dice fríamente-. Y no veo ninguna línea.

– ¡En tal caso, lo mismo daría que siguiera usted con la bufanda sobre los ojos! ¿Es que debo darle una lección? Le atormenta a usted la cara repugnante del hambre, de la enfermedad y la pobreza, pero el hambre, la enfermedad y la pobreza no son el enemigo. No son sino medios por los cuales se manifiestan las auténticas fuerzas de este mundo. El hambre no es una fuerza; es un medio, igual que el agua es un medio. Los pobres viven en el hambre como viven los peces en el agua. Las auténticas fuerzas tienen su origen en los centros de poder, en la colusión de intereses que allí tiene lugar. Me dijo antes que le daba miedo que su nombre pudiera estar en las listas. Se lo aseguro de nuevo, se lo juro: no está. En nuestras listas solo se nombra a las sanguijuelas y arañas que se apoltronan en los centros de cada telaraña. Una vez sean destruidas estas arañas y sus telas, los niños como estos tendrán libertad. Por toda Rusia, los niños serán capaces de salir por fin de sus sótanos. Habrá alimentos y ropa, casas para todos, casas como es debido. ¡Y habrá trabajo que hacer, muchísimo trabajo que hacer! En primer lugar, arrasar los bancos, destruir las bolsas de valores, los ministerios del gobierno; arrasarlos tan por completo que nunca puedan ser reconstruidos.

Los niños, que en un principio parecían atender, han perdido todo interés. El más pequeño ha caído de lado y duerme sobre el regazo de su hermana. Es una niña más pequeña que Matryona, aunque también, y le llama la atención, más apagada, más aquiescente. ¿Habrá empezado ya a decir sí a los hombres?

Hay algo extraño en su forma de mirar en silencio. Nechaev no les ha dicho nada desde que llegaron, ni tampoco ha dado muestra alguna de saber siquiera cómo se llaman. Especimenes de la pobreza urbana: ¿son para él algo más que eso? ¿Es que debo darle una lección? Recuerda el malicioso comentario de la princesa Obolenskaya: que el joven Nechaev había querido ser maestro de escuela, pero que no aprobó los exámenes de ingreso, y que había recurrido a la revolución para vengarse de quienes lo examinaron. ¿Es Nechaev otro pedagogo, como su mentor Jean Jacques?

Y las líneas: sigue sin estar seguro de qué quiere decir Nechaev al referirse a las líneas. No le hace ninguna falta que nadie le repita que los banqueros amasan el dinero, que la suya es una codicia que a cualquiera le encogería el corazón. Pero Nechaev insiste en otra cosa. ¿En qué? ¿En rosarios de números que atraviesan el papel encerado del ventanuco y que golpean a esos niños en los estómagos vacíos?

De nuevo la cabeza le da vueltas. Darle una lección. Respira hondo.

– ¿Tiene usted cinco rublos? pregunta.

Nechaev se tienta los bolsillos con gesto distraído.

– ¡Esa niña de ahí, véala! -él la señala con un gesto del mentón-. Si le diera usted un buen baño y le cortase el pelo, si le pusiera un vestido nuevo, podría proporcionarle la dirección de un establecimiento en el que esta misma noche, sin esperar a más, ella le daría cien rublos a cambio de una inversión de cinco. Y si le diera de comer como es debido, si la mantuviera bien limpia y no la aprovechase en exceso ni dejara que se pusiera enferma, podría ganar para usted cinco rublos por noche, al menos durante otros cinco años. Es fácil.

– ¿Qué…?

– Escúcheme bien. En los sótanos de Petersburgo hay niñas de sobra, y por las calles de Petersburgo hay caballeros de sobra, con los bolsillos forrados de dinero y con un gusto especial por probar la carne joven, tantos como para traer la prosperidad a todos los pobres de la ciudad. Lo único que hace falta es mantener la cabeza fría. A espaldas de sus hijos, los que habitan en los sótanos podrían salir a la luz del día.

– ¿Qué sentido tiene su depravada parábola?

– Yo no hablo nunca con parábolas. Igual que a usted, me indigna el sufrimiento de los inocentes. A mi no me engaña, Sergei Gennadevich. Durante bastante tiempo no estuve dispuesto a creer que mi hijo pudiera haber sido uno de sus seguidores. Ahora empiezo a entender qué es lo que veía en usted. Usted ha nacido con el espíritu de la justicia en el cuerpo, y aún no se ha apagado ese espíritu. Estoy seguro de que si a esa niña la arrastrase con arrumacos a un callejón uno de nuestros libertinos de Petersburgo, y si los encontrase usted de repente, por ejemplo, si hubiese decidido no perderla de vista y estar vigilante por lo que le pudiera suceder, no vacilaría usted al hincarle al hombre un puñal por la espalda, con tal de salvarla a ella. Y si fuera demasiado tarde para salvarla, con tal de vengarla al menos.

»Esto no es una parábola: es una historia acerca de los niños, acerca del uso que se les puede dar a los niños. Con la ayuda de una niña, las calles de Petersburgo podrían quedar libres de una sanguijuela, quizá incluso de un banquero de los que según dice usted chupan la sangre del pueblo. A su debido tiempo, la esposa y los hijos del difunto también podrían ser arrojados a la calle, para introducir así un mayor nivelamiento.

– ¡Es usted un cerdo!

– No, no es ese el lugar que me corresponde en la historia. Yo no soy el cerdo, no soy el hombre que se queda atascado como un cerdo en ese callejón. Se lo vuelvo a decir: no es una parábola, sino una historia, un cuento. Los cuentos pueden tratar sobre otras personas: nadie está obligado a encontrar el lugar que le corresponde en ellos. Pero si el espíritu de la justicia no le permite hacer caso omiso del sufrimiento de los niños inocentes, ni siquiera en un cuento, hay muchas otras formas de castigar a las arañas que los acechan y se ceban en ellos. No hace falta ser una niña, por ejemplo, para conducir a un hombre por un callejón oscuro. Basta con afeitarse bien la barba y empolvarse la cara, ponerse un vestido e ir siempre por la sombra.

Ahora sonríe Nechaev, o al menos le muestra los dientes.

– ¡Todo eso está sacado de uno de sus libros! ¡Es parte de sus perversas engañifas de cuentista!

– Puede ser, pero aún me queda una pregunta que hacer. Si hoy fuese usted libre de vestirse a su antojo y de ser quien quisiera, de seguir sin reparos los acicates del espíritu de la justicia (un espíritu, sigo convencido, que reside en su corazón), ¿en qué situación nos veríamos mañana, una vez se hubiese obrado la tempestad de la venganza del pueblo, cuando todo el mundo estuviera nivelado? ¿Seguiría usted siendo libre de ser quien quisiera? ¿Seríamos todos por fin libres de ser quienes quisiéramos ser?

– Eso ya no sería necesario.

– ¿No sería necesario vestirse como uno quisiera? ¿Ni siquiera los días de carnaval?

– Esta conversación es una estupidez. No serían necesarios los días de carnaval.

– ¿No habría días de carnaval? ¿Ni vacaciones?

– Habría días de recreo. El pueblo podría elegir entre descansar o irse al campo a ayudar en la cosecha.

– Sí, ya he oído hablar de los días de cosecha. A buen seguro cantaremos mientras estemos trabajando. Pero vuelvo a mi pregunta. ¿Qué sería de mí? ¿Qué lugar tendría yo en su utopía? ¿Me estaría permitido vestirme como una mujer, si el espíritu me llevase por esos derroteros, o bien como un joven dandy de traje blanco? ¿O solo se me permitiría un único nombre, una dirección, una edad, una paternidad?

– No soy yo quien ha de estipular tales cosas. El pueblo le dará su respuesta. El pueblo le dirá qué le estará permitido hacer.

– Pero ¿cuál es su dictamen, Sergei Gennadevich? Lo digo porque, si no es usted del pueblo, ¿quién es usted, qué futuro tiene? ¿Gozaré aún de la libertad de hacerme pasar por quien quiera, por un joven, por ejemplo, deseoso de pasar sus horas libres dictando listas de personas que no le agradan, ideando sanguinarios castigos para esas personas, o hacerme pasar por el responsable del almacén cuyo cometido es encargar el serrín que ha de llenar la cesta situada debajo de la guillotina? ¿Tendré esa libertad? ¿O más bien habré de tener muy en cuenta lo que le oí decir una vez en Ginebra, esto es, que ya estamos hartos de Copérnico y sus semejantes, y que si apareciese otro Copérnico habría que sacarle los ojos de las cuencas?

– Usted delira. Usted no es Copérnico.

– Eso es muy cierto, yo no soy Copérnico. Cuando alzo la mirada a los cielos solamente veo las estrellas que nos contemplaban cuando nacimos, y que nos contemplarán cuando muramos, al margen de cómo queramos disfrazarnos, al margen de lo recónditos y profundos que sean los sótanos en los que decidamos escondernos.

– Yo no me escondo; simplemente, me he mezclado con la gente invisible de esta ciudad, con las condiciones que me han hecho posible. Claro que usted de ninguna forma alcanza a ver cuáles son esas condiciones.

– ¿Me permite que le sea sincero? Está usted diciendo tonterías. Puede que no vea las líneas y los números en el cielo, pero no estoy ciego.

– ¡No hay más ciego que el que no quiere ver! Ve a esos niños muriéndose de hambre en un sótano, pero se niega en redondo a entender qué es lo que determina las condiciones en que viven esos niños. ¿Cómo puede decir que ve? Claro está que usted y también quienes le pagan tienen un interés en cualquier niño famélico, cualquier niño de mirada hueca. A fin de cuentas, esas son las cosas sobre las que les gusta leer: niños enternecedores y de mirada hueca, niños de vocecillas inaudibles. Pues deje que le diga cuál es la verdad sobre el hambre. Cuando lo miran, ¿sabe usted qué ven esas criaturas de mirada hueca? ¡Pregúnteselo! Se lo voy a decir yo. No ven más que mejillas gruesas y una lengua bien jugosa. Esos inocentes podrían lanzarse sobre usted igual que las ratas, y podrían masticar sus carnes si no supieran que es usted más fuerte y que los destrozaría a palos. Pero usted prefiere no reconocerlo. Usted prefiere ver ahí a tres angelitos que han hecho una breve visita a la tierra.

»Cuanto más hablo con usted, Fiodor Mijailovich, menos entiendo cómo es posible que haya escrito usted sobre Raskolnikov. Raskolnikov al menos estuvo vivo hasta que contrajo aquella fiebre, o lo que fuese. ¿Sabe qué impresión me causa usted en este momento? La misma que un caballo viejo, con orejeras, que da vueltas y vueltas sin fin, que rueda y amasa a diario el mismo cuento de siempre, un día y otro sin cesar. ¿Qué derecho tiene de hablarme de disfraces? No sabría usted endomingarse siquiera para salvar la vida. No es usted más que un viejo reseco, un viejo caballo de tiro al que poco le falta para que se le acabe la vida. ¿No va siendo hora de que intente compartir la existencia con los oprimidos, en vez de sentarse en su casa a escribir sobre ellos para ponerse luego a contar el dinero que ha ganado? En fin, ya veo que empieza usted a ponerse nervioso. Imagino que lo que quiere es irse cuanto antes a su casa para anotar en su libreta cualquier cosa sobre este sótano y esos niños, antes de que el recuerdo se diluya. ¡Me da asco!

Hace una pausa, se acerca, lo mira.

– ¿Voy acaso demasiado lejos, Fiodor Mijailovich? -sigue diciendo, quizá con más delicadeza-. ¿Estoy quizá traspasando los límites de la decencia, desvelando algo que no debería desvelar? ¿Será que lo hemos calado todos nosotros, su hijastro también? ¿Por qué calla ahora? ¿Se acerca demasiado el cuchillo al hueso? Saca la bufanda del bolsillo- ¿Querrá que le pongamos la venda de nuevo en los ojos?

¿Que se ha acercado al hueso? Sí, puede ser que haya dado en el clavo. Y no es la acusación misma, sino la voz que oye detrás: la de Pavel, la queja de Pavel ante su amigo, el amigo que reserva esas palabras como si fueran veneno.

Con gesto de desánimo aparta la bufanda.

– ¿Por qué intenta provocarme? -dice. Usted no me ha traído aquí para mostrarme su imprenta, ni para mostrarme a esos niños famélicos. Eso no son más que pretextos. ¿Qué es lo que quiere realmente de mí? ¿Quiere que me invada la rabia y que me largue de estampida, que le traicione y lo delate a la policía? ¿Por qué no se ha ido de Petersburgo? En vez de huir, como cualquier persona sensata, se está comportando como Jesús en las afueras de Jerusalén, a la espera de un asno que lo lleve a presencia de sus enemigos, de quienes quieren buscarle la ruina. ¿Confía acaso que sea yo ese asno? Se imagina usted que es el príncipe escondido, el príncipe y el mártir, a la espera de que lo llamen. Quiere usted robarle la Pascua a Jesús. Esta es la segunda vez que me tienta, pero yo no estoy tentado.

– ¡Ya basta, no cambie de conversación! Estamos hablando de Rusia, no de Jesús. Y ya basta de echarme a mí la culpa. Si me traiciona, lo hará solamente porque me odia.

– Yo no le odio. No tengo por qué.

– ¡Sí, sí tiene por qué! Quiere devolverme el golpe porque yo abro los ojos de la gente, que así ve cómo es usted en verdad, usted y los de su generación.

– ¿Y cómo soy yo en verdad, yo y los de mi generación?

– Se lo voy a decir. Sus días están contados. Lo que ocurre es que en vez de hacer mutis y abandonar el escenario sin hacer ruido, quieren arrastrar al mundo entero con ustedes. Les irrita que las riendas pasen a manos de hombres más jóvenes y más fuertes, hombres que van a construir un mundo mejor. Así es como son ustedes. Y no me venga con el cuento de que usted fue un revolucionario, que fue condenado a diez años en Siberia por sus creencias. Sé al dedillo que a usted lo trataron en Siberia como si fuese parte de la nobleza. Usted no compartió los sufrimientos del pueblo, en modo alguno: todo eso es mera falsedad. ¡Los viejos como usted me dan asco! El día en que cumpla treinta y cinco años, me vuelo la tapa de los sesos, se lo juro.

Esas últimas palabras le salen con tal petulancia que él no puede disimular una sonrisa. El propio Nechaev se sonroja, presa de la confusión.

– Ojalá tenga ocasión de ser padre antes de llegar a esa edad, para que sepa a qué sabe este cáliz.

– Yo nunca seré padre-musita Nechaev.

– ¿Cómo lo sabe? No puede estar tan seguro. Todo lo que puede hacer el hombre es derramar la simiente; después, esta tiene vida propia.

Nechaev sacude la cabeza con vehemencia. ¿Qué pretende decir? ¿Que él no derrama su simiente? ¿Que ha jurado voto de castidad, como Jesucristo?

– No puede estar tan seguro -repite con más cautela-. La simiente se convierte en hijo, el príncipe se convierte en rey. Cuando un día esté usted sentado en el trono (si es que para entonces no se ha volado la tapa de los sesos, claro está), cuando la tierra esté llena de principitos escondidos en sótanos y en buhardillas, tramando todos su caída, ¿qué es lo que hará? ¿Ordenar a sus soldados que los degüellen a todos?

Nechaev está que se sube por las paredes.

– Pretende usted enojarme con sus tontas parábolas. Lo sé todo sobre su propio padre; Pavel Isaev me habló de él, me dijo que era un tiranuelo, que todo el mundo le odiaba, hasta que sus propios aparceros lo mataron. Cree usted que, como su padre y usted se odiaban el uno al otro, la historia del mundo ha de ser simplemente la historia de las guerras que se libran entre padres e hijos. No entiende usted el sentido de la revolución. La revolución es el fin de todo lo antiguo, incluidos padres e hijos. Es el fin de la sucesión y las dinastías. Y se renueva incesantemente, si es revolución de verdad. Con cada nueva generación, la vieja revolución queda invalidada y la historia empieza de nuevo. He ahí la nueva idea, la idea verdaderamente nueva. Año uno. Carta blanca. Todo se reinventa, todo se borra y renace: la ley, la moralidad, la familia, todo. Todos los prisioneros son puestos en libertad, todos los delitos son perdonados. La idea es tan tremenda que usted no alcanza a entenderla, como tampoco la entienden los de su generación. Mejor dicho, usted la entiende demasiado bien, y pretende asfixiarla en su cuna.

– ¿Y el dinero? Cuando se perdonen los delitos, ¿se redistribuirá el dinero?

– Mucho más que eso. De vez en cuando, en el momento en que menos se lo espere la gente, declararemos que el dinero existente carece de valor y emitiremos una nueva moneda. Ese fue el error de los franceses, permitir que el dinero antiguo siguiera en circulación. Los franceses no hicieron una verdadera revolución, porque no tuvieron el valor de ir hasta el final. Liquidaron a la aristocracia, pero no eliminaron la antigua manera de pensar. En nuestras escuelas se enseñará la manera de pensar propia del pueblo, la que ha estado reprimida durante todo este tiempo. Todo el mundo irá de nuevo a la escuela, incluidos los profesores. Los campesinos serán los maestros, y los maestros pasarán a ser alumnos. En nuestras escuelas haremos hombres y mujeres nuevos del todo. Todos renacerán con un nuevo corazón.

– ¿Y Dios? ¿Qué pensará Dios de todo eso?

El joven se ríe de puro júbilo.

– ¿Dios? Dios estará verde de envidia.

– Así que usted cree en Dios.

– ¡Por supuesto! ¿Qué sentido tendría no creer? Lo mismo daría prenderle fuego a todo, convertir el mundo en ceniza. No; iremos ante Dios, nos presentaremos de pie ante su trono, lo llamaremos. ¡Y vendrá! No le quedará más remedio que escucharnos. ¡Y entonces por fin estaremos todos juntos en un mismo pie de igualdad!

– ¿Y los ángeles?

– Los ángeles formarán círculos a nuestro alrededor entonando el hosanna. Los ángeles estarán embelesados. También ellos serán libres para caminar por la tierra como hombres de a pie.

– ¿Y las almas de los muertos?

– ¡Qué cantidad de preguntas hace usted! También las almas de los muertos, Fiodor Mijailovich, también, si así le parece. Las almas de los muertos volverán a caminar por la tierra, por supuesto. Si así le parece, también Pavel Isaev. Lo que podemos hacer no tiene límite.

¡Qué charlatán! Sin embargo, él ya no sabe quién domina la situación: no sabe si está jugando con Nechaev o si es Nechaev el que juega con él. Es como si todas las barreras se hicieran añicos al tiempo: la barrera que contiene las lágrimas, la barrera que contiene la risa. Si Anna Sergeyevna estuviera aquí, y es una idea que le acude a la memoria sin que él quiera, estaría en condiciones de decirle las palabras que han faltado en todo este tiempo.

Da un paso adelante y, con lo que le parece la fuerza de un gigante, abraza a Nechaev y lo estrecha. En su abrazo, atrapa los brazos del muchacho contra sus costados, y nota el hedor agrio de su carne forunculada; sollozando, riendo, lo besa en ambas mejillas. Cintura contra cintura, pecho contra pecho, permanece entrelazado con él.

Se oyen pasos por las escaleras. Nechaev se libra como puede de su abrazo.

– ¡Por fin vienen! -exclama. Los ojos le brillan triunfales.

Se vuelve. En la entrada hay una mujer vestida de negro con un incongruente sombrerito blanco. En la penumbra, con los ojos borrosos por las lágrimas, no sabe qué edad tendrá.

Nechaev parece decepcionado.

– ¡Ah! -dice-. ¡Perdone! Pase, pase.

Pero la mujer permanece donde está. Lleva bajo el brazo algo envuelto en una tela blanca. Los niños tienen un olfato más agudo que el suyo. Todos juntos, sin mediar palabra, se dejan caer del catre y pasan por entre los dos hombres. La niña tira de la tela y el olor del pan recién hecho inunda el sótano. Sin mediar palabra parte dos trozos y se los da a sus hermanos. Apretados contra las faldas de su madre, con las miradas ausentes e inexpresivas, se ponen a comer. Como los animales, piensa: saben de dónde viene, y no les importa.