38018.fb2 El maestro de Petersburgo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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17 El veneno

El sol cabalga bajo en el cielo pálido y claro. Al salir de la maraña de callejuelas tortuosas a Voznesensky Prospekt tiene que cerrar los ojos; el mareo y el aturdimiento han vuelto, hasta el punto de que casi echa de menos una venda sobre los ojos, una mano que lo guíe.

Está hastiado del torbellino infernal de Petersburgo. Dresde lo llama de lejos como un islote de paz: Dresde, su esposa, sus libros y sus papeles, un centenar de mínimas comodidades que es lo que constituye un hogar, y entre todas ellas no desdeñable el placer de la ropa interior limpia. Y todo esto, precisamente ahora que, sin pasaporte, no se puede marchar. «¡Pavel!», susurra, repitiendo el ensalmo. Pero ha perdido todo contacto con Pavel y con la lógica que le indica el porqué; solo porque Pavel murió aquí, está atado a Petersburgo. Ya no lo retienen el recuerdo de Pavel, ni tampoco Anna Sergeyevna, sino el hoyo excavado para él por el hombre que traicionó a Pavel. No tuerce a la izquierda, hacia la calle Svechnoi, sino a la derecha, en dirección a la calle Sadovaya, donde está la comisaría de policía; confía, algo irritado, en que Nechaev lo siga, lo espíe.

La sala de espera está tan llena como antes. Ocupa su lugar en la cola; al cabo de veinte minutos llega al mostrador.

– Dostoievski. Me persono tal como se me ha exigido dice.

– ¿Se lo ha exigido quién? -el funcionario que le atiende es joven, ni siquiera viste uniforme de policía.

Alza las manos exasperado.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Se me ha exigido que me persone aquí, y eso es lo que vengo a hacer.

– Siéntese, enseguida le atenderán.

Su exasperación se desborda.

– ¡No hace falta que me atienda nadie; basta con que esté aquí! Ya me ha visto usted en carne y hueso. ¿Qué más pretende? ¿Y cómo quiere que me siente, si no hay asientos libres?

El funcionario se queda claramente de una pieza por este arranque de vehemencia; el resto de los presentes también lo miran con curiosidad.

– Anote mi nombre y terminemos de una vez -le exige.

– No puedo escribir un nombre así, sin más -contesta el funcionario con un tono razonable-. ¿Cómo quiere que sepa que es su nombre? Muéstreme el pasaporte.

No logra contener la cólera.

– ¡Primero me confiscan el pasaporte y ahora me exige que se lo enseñe! ¡Qué insanía! ¡Quiero ver al concejal Maximov!

Pero si cuenta con que el funcionario se atemorice por el nombre de Maximov, está muy engañado.

– El concejal Maximov está ocupado. Lo mejor será que se siente y se tranquilice. Lo atenderán en cuanto sea posible.

– ¿Y cuánto va a tardar?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? No es usted el único que tiene problemas -hace un gesto hacia la sala atestada de gente. En todo caso, si desea hacer una reclamación o expresar una queja, lo correcto es que la presente por escrito. No podemos ponernos en funcionamiento hasta que lo tengamos por escrito; ya sabe usted, necesitamos algo donde hincar el diente, por así decir. Me parece que es usted un hombre cultivado; seguramente aprecia la escritura en lo que vale. Y se vuelve al siguiente de la cola.

No le cabe la menor duda de que, si pudiera recibirlo Maximov, canjearía a Nechaev por su pasaporte. Si llegara a vacilar, sería solo por estar convencido de que ser traicionado, y más traicionado por él, por Dostoievski, es exactamente lo que Nechaev necesita. ¿O es acaso peor, y aún queda una nueva vuelta de tuerca? ¿Será posible que, tras las abundantes insinuaciones que Nechaev ha ido sembrando acerca de su potencial, el de Dostoievski, de traicionarle, exista la intención de confundirle e inhibirle? A cada paso tiene la impresión de haber sido derrotado, y derrotado quizá porque desea perder, ser derrotado por un jugador que, desde el día en que lo conoció y quizá desde mucho antes, admitió el placer que a él le produce ceder, dejarse enmarañar en la intriga, dejarse engatusar, seducir, de modo que ha sabido aprovechar ese conocimiento para sus propios fines. ¿Cómo, si no, iba a explicar esta estúpida pasividad suya, este estado medio aletargado, medio drogado, en que se halla su conciencia?

¿Fue igual con Pavel? ¿Fue Pavel en lo más hondo de su ser un genuino hijo de su padrastro, susceptible de ser seducido por la voluptuosa promesa de la seducción?

Nechaev hablaba de los financieros tildándolos de arañas, pero en este instante se siente como una mosca atrapada en la telaraña de Nechaev. Tan solo acierta a pensar en una araña más grande que Nechaev: la araña de Maximov sentado ante su mesa, mojándose los labios con la lengua, saboreando por adelantado la siguiente presa. Confía en que devore a Nechaev, en que lo engulla entero, le aplaste los huesos y escupa los restos resecos de su cuerpo.

Así, después de felicitarse, se ha hundido en el ánimo vengativo más inicuo que pueda imaginar. ¿Podrá caer más bajo aún? Recuerda el comentario de Maximov: bendito, con los tiempos que corren, por haber tenido solo hijas. Si ha de haber hijos varones, mejor engendrarlos de lejos, como las ranas o los peces.

Se imagina a la araña de Maximov en su hogar, sus tres hijas alborotadas a su alrededor, acariciándole con sus garras, siseando quedamente, y a su pesar siente también un infinito resentimiento.

Había esperado recibir rápida respuesta de Apollon Maykov, pero el portero se muestra inflexible e insiste en que no hay mensajes para él.

– ¿Está seguro de que mi carta fue franqueada?

– A mí no me pregunte, pregúntele al mozo que la llevó.

Intenta localizar al chico, pero nadie sabe dónde está.

¿No debería escribir otra vez? Si la primera petición llegó a Maykov y si este no hizo caso, ¿no le parecerá abyecta una segunda intentona? Aún no es un mendigo. Pero la ingrata verdad es que vive día a día gracias a la caridad de Anna Sergeyevna. Tampoco puede confiar en que su presencia en Petersburgo siga siendo un secreto y pase inadvertida durante mucho más tiempo. Tarde o temprano se correrá la noticia, si es que no se ha difundido ya; en ese instante, media docena de acreedores podrían iniciar el debido procedimiento judicial para que sea arrestado. Su indigencia no le serviría de protección: un acreedor fácilmente puede suponer que, como último recurso, su esposa o la familia de su esposa, o incluso sus colegas escritores, podrían reunir el dinero necesario para salvarlo de la ignominia.

¡Razón de más, por tanto, para irse de Petersburgo! Tiene que recuperar el pasaporte como sea; si no lo consigue, tendrá que arriesgarse a viajar otra vez con los papeles de Isaev.

Ha prometido a Anna Sergeyevna ocuparse de la niña enferma. Se encuentra abierta la cortina de la alcoba; Matryona está sentada en la cama.

– ¿Qué tal te encuentras? -le pregunta.

Ella no contesta; parece absorta en sus pensamientos.

Se acerca un poco más, le palpa la frente con la mano. Tiene coloreadas las mejillas, respira de forma muy superficial, pero no parece que haya fiebre.

– Fiodor Mijailovich dice ella hablando muy despacio y sin mirarle-, ¿morirse duele?

Le asombra el rumbo que ha tomado su pensamiento.

– ¡Mi querida Matryosha! -le dice-. ¡Tú no vas a morir! Anda, acuéstate, duerme un poco, que te sentirás mejor. Dentro de muy poquitos días volverás a la escuela; ya oíste lo que dijo el médico.

Pero mientras habla, ella menea la cabeza.

– No lo digo por mí-dice. Solo quiero saber si duele, ya sabes, cuando una persona se muere.

La niña se ha puesto seria.

– ¿En el momento de la muerte?

– Sí. No cuando estás muerto del todo, sino un poco antes.

– ¿Cuando sabes que estás muerto?

– Sí.

Le colma una gratitud inmensa. Durante varios días, ella se ha cerrado a él, encastillándose en lo obtuso, en lo infantil, entregada al resentimiento, negándole el preciado recuerdo de Pavel que ella lleva dentro. Ahora vuelve a ser la de siempre.

– A los animales no les cuesta ningún trabajo morir -dice con dulzura-. Tal vez deberíamos aprender de ellos la lección. Tal vez por eso están con nosotros en la tierra, para enseñarnos que vivir y morir no es tan difícil como nosotros pensamos.

Hace una pausa; prueba otra solución.

– Lo que más nos asusta de la muerte no es el dolor. Es el miedo de dejar atrás a los que nos aman, y de viajar solos. Pero no es así, no es tan simple. Cuando nos morimos, nos llevamos a los seres queridos en nuestro corazón. Por eso, Pavel te llevó consigo cuando se murió, y me llevó a mí consigo, y también a tu madre. Aún nos lleva dentro a todos. Pavel no está solo.

Ella, todavía con aire perezoso, abstraído, insiste.

– No estaba pensando en Pavel.

Se siente intranquilo; sigue sin entender, aunque ha de pasar un momento más hasta darse cuenta de qué modo tan absoluto sigue sin entender.

– Entonces, ¿en quién estás pensando?

– En la chica que estuvo el sábado aquí.

– No sé de qué chica me hablas.

– La amiga de Sergei Gennadevich.

– ¿La finesa? ¿Lo dices porque la trajeron los policías? ¡No tienes que preocuparte por eso! le toma de la mano y le da unas palmaditas con las que quiere sosegarla-. ¡No se va a morir! ¡Los policías no matan a nadie! Como mucho, la obligarán a volver a Karelia. Tal vez la tengan una temporada en prisión, pero nada más.

La niña retrae la mano y se vuelve de cara a la pared. Él empieza a percatarse de que tal vez ni siquiera ahora haya entendido nada; tal vez ella no le pide que la sosiegue, ni que alivie sus miedos infantiles, tal vez, mediante un rodeo, esté intentando decirle algo que él no sabe.

– ¿Te da miedo que la ejecuten? ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Es por algo que ella hizo y que tú sabes?

La niña asiente con la cabeza.

– Pues entonces me lo tienes que decir. No puedo adivinarlo yo solo.

– Todos han jurado que nunca los apresarán. Todos han jurado que antes se quitarán la vida.

– Es muy fácil hacer esos juramentos, Matryosha, pero mucho más difícil es cumplirlos a rajatabla, sobre todo si tus amigos te han dejado en la estacada y tienes que velar por ti misma. La vida es algo precioso, y ella tiene todo el derecho del mundo a conservarla a toda costa, así que no le eches la culpa.

La niña rumia un rato la respuesta, jugando abstraída con las sábanas. Cuando habla, lo hace en un murmullo y con la cabeza inclinada hacia la pared, de modo que él apenas entiende lo que dice.

– Le di un veneno.

– ¿Que le diste el qué?

Ella se aparta el pelo de la cara, y él ve qué es lo que estaba ocultando: la más leve sonrisa.

– Veneno -dice con la misma suavidad-. ¿Duele el veneno?

– ¿Y cómo lo hiciste? -pregunta él para ganar tiempo, mientras la mente se le dispara.

– Cuando le di un trozo de pan. No lo vio nadie.

Rememora la escena que de forma tan extraña le afectó: aquella reverencia a la antigua usanza, la ofrenda de comida a la prisionera.

– ¿Y ella lo sabía? -musita con la boca seca.

– Sí.

– ¿Estás segura? ¿Seguro que sabía qué era?

Asiente. Al recordar qué rígida, qué desagradecida estuvo la finesa en aquel momento, no duda más de ella.

– Pero ¿cómo encontraste tú el veneno?

– Lo dejó Sergei Gennadevich para ella.

– ¿Qué más cosas dejó?

– La bandera.

– ¿La bandera y qué más?

– Algunas otras cosas. Me pidió que se las guardase.

– Enséñamelas.

La niña se levanta como puede; se arrodilla, busca a tientas entre los muelles del somier y saca un envoltorio de lienzo. Lo abre sobre la cama. Un revólver americano y cartuchos. Panfletos. Un monedero de algodón con un largo cordel de cierre.

– El veneno está ahí -dice Matryona.

Afloja el cordel y vierte el contenido: tres cápsulas de cristal que contienen un fino polvo de color verdoso.

– ¿Esto es lo que le diste?

Asiente.

– Tenía que haber llevado uno igual atado al cuello, pero se olvidó-hábilmente se cuelga el cordel del cuello, de modo que el monedero le cuelga entre los senos, como un medallón-. Si lo hubiese llevado, nunca la habrían detenido.

– Así que le diste una de estas…

– Ella la necesitaba para cumplir su juramento. Haría cualquier cosa por Sergei Gennadevich.

– Puede ser. Eso es lo que dice Sergei Gennadevich, desde luego. Sin embargo, si no le hubieses dado el veneno, le habría sido más fácil incumplir la promesa que le hizo a Sergei Gennadevich y que tan difícil es de cumplir, ¿no?

Ella arruga la nariz: es un gesto que él ha terminado por reconocer. Se siente arrinconada, y eso no le gusta. No obstante, él sigue adelante.

– ¿No te parece que Sergei Gennadevich se toma demasiadas libertades cuando se trata de la muerte de los demás? ¿Te acuerdas del mendigo al que mataron? Pues lo mató Sergei Gennadevich, o al menos le dijo a alguien que lo matase, y esa otra persona le obedeció, igual que tú le has obedecido.

Vuelve a arrugar la nariz.

– ¿Por qué? ¿Por qué quería matarlo?

– Supongo que por enviar un mensaje al resto del mundo: que él, Sergei Gennadevich Nechaev, es un hombre con el cual no se juega. Si no, habrá sido para comprobar solamente si la persona a la que ordenó que lo matara le obedecía o no. No lo sé. Yo no veo lo que hay en el fondo de su corazón, y tampoco quiero seguir mirando.

Matryona se queda pensativa.

– A mí no me gustaba -dice por fin-. Olía a pescado que apestaba.

Él la mira sin parpadear, y ella le sostiene la mirada con todo candor.

– Pero a ti en cambio sí te gusta Sergei Gennadevich.

– Sí.

Lo que aspira a preguntar, lo que no se atreve a preguntar, es esto otro: ¿le amas? ¿Harías cualquier cosa por él? Pero ella entiende perfectamente lo que él querría decir, y ya le ha dado su respuesta. Así pues, no queda más que una pregunta por formular.

– ¿Más que a Pavel?

Titubea. La ve sopesarlos a los dos, los dos amores, uno en la mano derecha, otro en la izquierda, como si fueran manzanas.

– No -dice por fin con lo que para él no puede ser más que gracia-. Todavía me gusta Pavel más.

– Es porque no podrían ser más diferentes entre sí, ¿a que no? Se parecían como un huevo a una castaña.

– ¿Un huevo a una castaña? -a ella le hace gracia la idea.

– Es una manera de hablar. Como un caballo y un lobo. Como un ciervo y un lobo.

Ella considera la nueva semejanza, aunque con recelo.

– A los dos les gusta pasarlo bien… Les gustaba -corrige, patinando en el verbo.

Él niega con un gesto.

– No, en eso te equivocas. En Sergei Gennadevich no hay ánimo de pasarlo bien. Sí que tiene espíritu, un espíritu seguramente único, pero no es un espíritu amigo de la diversión -se acerca más a ella, le aparta el mechón de negros cabellos que le oculta la cara, le acaricia la mejilla. Escúchame, Matryosha. Esto no se lo puedes ocultar a tu madre dice, señalando los mortíferos instrumentos-. Yo me desharé de ellos, igual que me deshice del vestido. No importa lo que diga Nechaev; no los puedes guardar aquí. Es demasiado peligroso. ¿Lo entiendes?

Se le entreabren los labios, le tiemblan las comisuras de la boca. Se va a echar a llorar, piensa él. Pero nada de eso. Cuando levanta los ojos, él se siente envuelto por una mirada a un tiempo despectiva y descarada. Ella le aparta la mano con la que le acariciaba la mejilla.

– ¡No! dice él. La sonrisa que ostenta la niña es hiriente, provocativa. Pasa entonces el encantamiento y vuelve a ser una niña igual que antes, confundida, avergonzada.

Es imposible que lo que acaba de ver haya ocurrido de veras. Lo que ha visto no procede del mundo que él conoce, sino de otra existencia. Es como si por vez primera hubiese estado presente y consciente durante un episodio, de modo que por vez primera sus ojos han estado abiertos hacia donde está cuando sufre el ataque. En realidad, tiene que preguntarse si episodio sigue siendo la palabra más adecuada, y preguntarse después si la palabra no habrá sido siempre posesión, averiguar si todo lo que durante los últimos veinte años se ha dado bajo el nombre de episodio no habrá sido un mero presentimiento de lo que ahora está ocurriendo, el temblor violento y el baile del cuerpo, un dilatado preludio de un temblor del alma.

La muerte de la inocencia. Jamás, en toda su vida, se ha sentido tan solo. Es como un viajero en medio de una vasta llanura. Allá arriba se amontonan nubes de tormenta; los relámpagos refulgen en el horizonte; las tinieblas se multiplican pliegue tras pliegue. No hay refugio; si alguna vez tuvo un destino al que llegar, hace mucho que lo ha perdido; cuando más se agolpan las nubes, más pesadas se tornan. ¡Qué reviente!, implora: ¿qué sentido tiene aplazarlo más?

Son las seis y las calles aún están llenas cuando se apresura con el paquete encima. Por la calle Gorojovaya llega al Canal de Fontanka y se apiña entre todos los viandantes que cruzan el puente. A medio camino se detiene y se asoma por el pretil.

El agua está helada al menos en la superficie; no corre más que una hilacha por el centro. ¡Qué amasijo tiene que haber bajo el hielo, en el lecho del canal! Con el deshielo, en primavera, se podría agavillar una auténtica cosecha de culpables secretos: cuchillos, hachas, ropas ensangrentadas. Cosas peores. Es fácil matar el espíritu, pero más difícil es deshacerse de lo que queda después. El entierro y sus ensalmos se dirigen, la verdad sea dicha, no al alma, sino al cuerpo obstinado, y lo conjuran para que no se levante, para que no regrese.

De ese modo, con cautela, como un hombre que sondea su propia herida, readmite a Pavel en sus pensamientos. Bajo su manta de tierra y de nieve, en la isla de Yelagin, Pavel, sin apaciguar aún, sigue existiendo con terquedad. Pavel se tensa para aguantar el frío, los eones que debe aguantar hasta el día de la resurrección, cuando los sepulcros se abran de cuajo y bostecen las tumbas, apretando los dientes de su cráneo pelado, soportando lo que ha de soportar hasta que brille el sol sobre él y pueda distender sus miembros tensados. ¡Pobre niño!

Una joven pareja se ha detenido a su lado; el hombre rodea a la mujer con el brazo por los hombros. Se aleja poco a poco de ellos. Bajo el puente, el agua negra corre perezosamente, lamiendo una caja de madera rota y festoneada de carámbanos. Sobre el pretil acuna el paquete de lienzo sujeto a un cordel. La muchacha lo mira, pero aparta la mirada. En ese instante da un codazo al paquete.

Cae sobre el hielo a un lado del canal, y ahí queda quieto, a la vista de todo el mundo.

No puede creer lo que ha ocurrido. Está directamente encima del canal, pero le ha salido mal. ¿Será un truco de la perspectiva? ¿Habrá objetos que no caigan en vertical?

– Ahora sí que se ha metido en un buen lío oye decir a una voz a su izquierda. Un hombre con gorra de obrero, viejo, de barbas grises, le dedica una ancha sonrisa. ¡Qué rostro demoníaco!. No se podrá pisar el hielo al menos hasta dentro de una semana, creo yo. ¿Qué piensa hacer, eh?

Es el momento perfecto para un acceso, piensa. Será la gota que colme el vaso. Se ve a sí mismo en plena convulsión, soltando espumarajos por la boca; ve la multitud que se congrega a su alrededor, ve al de las barbas grises señalar, en beneficio de todos, en dónde está la pistola posada sobre el hielo. Un acceso igual que un rayo del cielo, caído para abatir al pecador. Pero ese rayo no llega.

– ¡Ocúpese de sus asuntos, amigo! susurra. Y se marcha a buen paso.